La relevancia clínica y científica del concepto de fragilidad ha aumentado considerablemente en los últimos años1. Mientras algunos clínicos creen que es el Santo Grial de la medicina geriátrica2, piedra angular de la geriatría1, o aclamado como uno de los grandes síndromes geriátricos3, otros no están convencidos de la factibilidad de trasladar los conocimientos teóricos a la práctica clínica habitual4. De hecho, los índices de fragilidad no deben sustituir a la valoración geriátrica integral a la hora de seleccionar sectores poblacionales determinados5.
Los ancianos son el grupo poblacional más heterogéneo en comparación con cualquier otro grupo de edad y, aunque un porcentaje accede a lo que denominamos «envejecimiento exitoso», otros acumulan multimorbilidad, fragilidad y discapacidad, con la consecuente disminución de la esperanza y la calidad de vida. A pesar de que la definición de fragilidad ha sido muy debatida, sí que parece existir cierto consenso en los rasgos fundamentales, constituyendo esta un estado o condición que antecede a la discapacidad, que está intrínsecamente unida al fenómeno biológico del envejecimiento mediante una pérdida de reserva funcional que origina vulnerabilidad a estresores, que en su constructo patogénico predomina un disbalance energético-metabólico, y que es un importante predictor de eventos adversos en los ancianos1,6.
Debemos considerar el fenómeno de la fragilidad como un proceso continuo multisistémico, potencialmente reversible, dinámico y con estados intermedios. Por eso, la clave fundamental son los criterios en los que se basará nuestro diagnóstico, pues será la base de una correcta investigación, prevención y tratamiento. Los recientes avances en el uso de biomarcadores asociados a la fragilidad nos ayudan a tener una visión más global del concepto de fragilidad y avanzar hacia el desarrollo de nuevos criterios de investigación. Más allá de los criterios tradicionales de Fried7, están apareciendo numerosos marcadores que reflejan la naturaleza multisistémica de la fragilidad. Entre ellos destacan la posibilidad de incluir la presencia del trastorno cognitivo o el índice de masa corporal dentro de su fenotipo8, aunque actualmente coexiste otro abordaje que relaciona la fragilidad con el acúmulo de múltiples déficits que pueden no estar relacionados por nexos fisiopatológicos comunes, como los aportados por los índices de Searle et al.9 y Kulminski et al.10. De todas formas, salvo el índice fisiológico de comorbilidad11, casi ninguno de los índices más conocidos de fragilidad incorpora marcadores hematológicos. Estos marcadores son otra demostración del aspecto multisistémico de la fragilidad, de la interrelación entre todos y cada uno de los aspectos que componen el «ciclo de la fragilidad» propuesto por Fried y Walston, en el cual, las alteraciones a nivel musculoesquelético, neuroendocrino, nutricional e inmunológico se combinan en una definición multisistémica12. Este ciclo o cascada de la fragilidad asume la participación de un amplio rango de quimiorreguladores secundarios, factores de crecimiento, hormonas y citocinas.
Dentro de dichos marcadores hematológicos (o quizás sea más apropiado hablar de marcadores sanguíneos o bioquímicos) podemos encontrarnos parámetros tan habituales como el recuento de leucocitos, niveles de hemoglobina, monocitos, vitamina B12, colesterol, ácido metilmalónico, GOT, gamma GT, albúmina, beta-2 microglobulina o proteína C reactiva. Incluso algo tan simple como el índice de distribución de hematíes puede asociarse a complejidad y tener carácter pronóstico13. Otros parámetros se asocian a citocinas proinflamatorias (IL-6, IL-1, TNFα, IL-2, IFNα)14 y no se piden de manera rutinaria. También podemos ver reflejada la complejidad del concepto de fragilidad enmarcado en parámetros hormonales (GH, IGF-1, vitamina D, testosterona, globulina ligadora de hormona sexual, leptina, ghrelina, obestatina, estradiol, DHEAS, tiroxina o acúmulo de varios déficits hormonales)15–17 o en el sistema inmune (actividad monocito/macrófago, neopterina, células T CD8+, CD8+CD28-). A pesar de todo, ninguno de ellos ha demostrado la suficiente especificidad como para ser de utilidad en el manejo clínico.
El día a día nos impide en muchas ocasiones realizar una valoración más exhaustiva de nuestros pacientes, y completar un cribado de fragilidad operativo. La realización de los test habituales consume tiempo, en ocasiones son difíciles de realizar y a veces no están validados o suficientemente estandarizados. La utilización de marcadores hematológicos integrales pronósticos puede identificar o al menos contribuir a la identificación de manera precoz (situación de prefragilidad) de pacientes en riesgo de fragilidad de manera sencilla, a la vez que pedimos un análisis rutinario, y por consecuencia mejorar las decisiones terapéuticas. No pueden sustituir a los marcadores tradicionales, algunos con una importancia creciente como la velocidad de marcha18, pero probablemente de manera progresiva vayan añadiéndose a los índices de fragilidad que vayan surgiendo. La ventaja fundamental de estos parámetros es la comodidad de su realización, su sencillez, rapidez y fácil estandarización, aunque el aspecto económico puede limitar su generalización. Además, permitirían monitorizar la progresión de la fragilidad o la respuesta a intervenciones.