Sr. Editor:
Tanto en recientes artículos originales de la Revista como en revisiones y en comunicaciones al Congreso Nacional (8 comunicaciones en el último congreso) hemos observado la utilización, en ocasiones indiscriminada, del término anciano frágil, como si la adición del adjetivo implicara una mejora en la calidad del trabajo o un intento de justificar su especialización1-3. Cabe destacar que la mayoría de las veces, su utilización no se acompaña de la explicitación de los criterios utilizados para su categorización, y que deberían figurar en el apartado de material y métodos (sujetos de estudio o variables de estudio). Aunque cada vez hay más evidencia de que la «fragilidad» es una realidad que tiene una entidad propia y que los ancianos frágiles son una población diana importante para la Geriatría, no es menos cierto que tanto su definición como sus criterios están en fase de revisión.
La fragilidad se ha definido según diferentes autores como un estado en el que acontece una disminución en la capacidad de realizar importantes actividades de la vida diaria4, como un estado que origina un riesgo de inestabilidad5, como una pérdida de complejidad en la dinámica de reposo6 o como una alteración de la sinmorfosis que conlleva a pérdida de fuerza muscular, movilidad, equilibrio y resistencia7. La definición más aceptada actualmente de «estado fisiológico de aumento de vulnerabilidad a estresores como resultado de una disminución o disregulación de las reservas fisiológicas de múltiples sistemas fisiológicos, que origina dificultad para mantener la homeostasis»8 es, sin embargo, tan clara como inespecífica.
A pesar de su vaguedad, 2 aspectos quedan claros. El primero es que el estado de fragilidad confiere al individuo un riesgo elevado de presentar eventos adversos (mortalidad, morbilidad, discapacidad, hospitalización o institucionalización) y el segundo es su diferenciación de lo que es comorbilidad y discapacidad, diferencia que en ocasiones parece que no tenemos clara los geriatras. Aunque estas 3 entidades se solapan (fig. 1) como se demostró en el Cardiovascular Health Study9 (sobre 2.762 personas con discapacidad, comorbilidad o fragilidad, un 3% presentaba las 3 a la vez y un 14% 2 de ellas) sus definiciones muestran claramente sus diferencias. Comorbilidad implica presentar varias enfermedades (se podría discutir cuántas y cuáles son necesarias), discapacidad, según la OMS, restricción o pérdida de la capacidad para realizar una actividad, y fragilidad, vulnerabilidad y pérdida de homeostasis por disminución de reserva funcional. Fragilidad y comorbilidad son predictores de discapacidad y ésta, además, puede exacerbar la comorbilidad y la fragilidad.
Figura 1.Relaciones entre fragilidad, comorbilidad y discapacidad.
Este debate que puede parecer puramente dogmático es de vital importancia por 2 motivos. Sólo la correcta definición de las entidades con unos criterios estrictos permite una atención, una formación, una investigación y una especialización adecuadas, pero aún más importante, fragilidad, discapacidad y comorbilidad requieren cada una de ellas cuidados específicos en los ancianos, con complejidades diferentes y sumatorias. La atención a la comorbilidad se basa en la especialización en el abordaje de la complejidad médica, la atención a la discapacidad en medidas de rehabilitación y soporte social y la atención a la fragilidad en actividades preventivas y tratamiento de enfermedades ocultas10.
Aunque se ha descrito que el anciano frágil es el principal sujeto diana de la atención geriátrica, se estima que «sólo» el 40% de las personas > 80 años son frágiles. ¿El resto de los mayores de 80 años no son susceptibles de atención geriátrica? ¿Son la comorbilidad y/o la discapacidad sin fragilidad menos importantes y menos susceptibles de atención geriátrica?
No cabe duda de que el anciano frágil se beneficia de una atención geriátrica completa, pero tampoco de que otros ancianos «no frágiles» pero con otros problemas también la merecen. Nuestra propia Sociedad Española identifica acertadamente nuestra población diana como el anciano, sin apellidos, y la SEMEG, en su primer documento, hace la misma consideración. El problema radica en que todavía no tenemos claros los biomarcadores del envejecimiento, baterías de pruebas que nos ayuden a saber qué personas tendrán un mayor riesgo de mortalidad asociado a su edad, quiénes tienen un organismo envejecido independientemente de su edad cronológica, quiénes son los «auténticos viejos»11.
En los próximos años, los geriatras deberemos profundizar más en los criterios de envejecimiento, fragilidad, discapacidad y comorbilidad y definir mejor sus interrelaciones para establecer adecuadamente qué población es susceptible de atención geriátrica, así como los estándares de calidad de atención a cada una de ellas. Mientras tanto, y para que mantengamos un rigor científico, es de vital importancia que seamos cuidadosos en nuestras publicaciones a la hora de describir a la población sobre la que actuamos, incluyendo claramente los criterios de clasificación utilizados.