El uso de la sal en la alimentación seguramente esté asociado con que su uso favorecía la conservación de los alimentos. Es más, los restos de sal que quedaban en estos alimentos los dotaban de cierto toque sensorial que la elevaron a ser un aditamento culinario muy preciado. Por uno u otro motivo, su producción, uso y comercio llegaron a tener gran relevancia. Basta recordar que los romanos nombraron salario al pago en este material que hacían a sus legionarios; que los mayas la emplearon como moneda; que los franceses costearon con un impuesto sobre la sal (“gabelle”) sus deudas en la Guerra de los 100 años, o que Gandhi inició el 12 de marzo de 1930 la “marcha de la sal”, que culminó con la independencia de la India del Imperio Británico.
Actualmente, la sal es un condimento barato y de amplia disponibilidad en cualquier tienda o supermercado. La sal común, o sal, se corresponde al cloruro de sodio en una proporción aproximada del 60 y el 40% de cada uno de estos componentes. Según su procedencia encontramos sal marina, obtenida de la evaporación del agua de mar, y sal gema, que procede de una roca mineral denominada halita. Así visto, esta es la única roca mineral comestible consumida de forma habitual y con significado nutricional para el ser humano.
El sodio es el sexto elemento más abundante en la tierra. Fue Robert Boyle quien, en el siglo XVII, constató el sabor salado de algunos fluidos corporales y mediante evaporación evidenció la presencia de sal en ellos. Se calcula que nuestro cuerpo contiene alrededor de 100 g de sodio. Así que el sodio es necesario e imprescindible, por ejemplo, para el mantenimiento de los fluidos extracelulares. Sin embargo, parece que estamos rebasando los valores de ingesta seguros suficientes para cubrir las necesidades y observamos, tanto de forma individual como colectiva, que su consumo produce daño. Y es que como estableció Paracelso: “Sólo la dosis hace el veneno”.
Estudios ecológicos destacan que las poblaciones que consumen más sodio tienen presiones arteriales más elevadas, lo que parece indicar que hay relación entre ingesta de sodio y valores de presión arterial. Además, hay evidencias de una mayor pérdida de calcio con las dietas ricas en sal y de la relación entre elevada ingesta de sal y cáncer gástrico.
En un estudio reciente de ámbito nacional1, se ha estimado la ingesta media de sodio en la población española alrededor de los 10 g, mayor entre los varones que en las mujeres. Si bien un 20% de la sal ingerida proviene de la añadida en el cocinado o en la mesa, el 72% proviene de alimentos procesados (embutidos, pan y derivados, quesos y platos preparados) y el restante 8% corresponde al contenido de forma natural en los alimentos.
Diferentes organizaciones y sociedades científicas han alertado sobre este problema y se han alzado las llamadas para reducir el contenido de sal en nuestra dieta. La restricción de la ingesta de sal/sodio es una medida fácil de recomendar desde una consulta dietética, pero difícil de seguir, de mantener y monitorizar. Pero en la actualidad, los valores de ingesta “venenosos” se sobrepasan con facilidad aun sin verter sal a la comida, como hemos visto, más del 70% de la sal que ingerimos viene de los alimentos procesados.
En 2004, un acuerdo entre el Ministerio de Sanidad y Consumo, la Confederación Española de Organizaciones de Panaderías (CEOPAN) y la Asociación Española de Fabricantes de Masas Congeladas (ASEMAC) ha posibilitado una reducción progresiva en el porcentaje de sal utilizado en la elaboración de pan, desde 22 g de NaCl/kg de harina hasta 18 g de NaCl/kg. Medida imperceptible para el paladar del consumidor.
La Organización Mundial de la Salud (OMS)2 estableció, en 2003, no superar el consumo máximo de 5 g diarios de sal (2 g de sodio), en un documento que abordaba la prevención de enfermedades crónicas relacionadas con la dieta.
Un reciente artículo de Bibbins-Domingo et al3, publicado este año en el The New England Journal of Medicine, cuantifica los potenciales beneficios que se conseguirían en Estados Unidos, derivados de la reducción en la ingesta media poblacional de unos 3 g de sal dietética por día, correspondiente a 1,2 g de sodio. Se calcula una reducción anual de entre 44.000 y 92.000 muertes debidas a coronariopatías, accidentes cerebrovasculares e infartos de miocardio, con beneficios para todos los segmentos de la población. Incluso con una modesta reducción media de 1 g de sal por día se derivaría una disminución de 15.000–32.000 muertes anuales por estas causas.
El Ministerio de Sanidad y Política Social, a través de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN), se ha planteado desarrollar un plan de reducción del consumo de sal en la población, en el cual nos recuerdan que “menos sal es más salud”4. La información a la población para que sepa leer las etiquetas de los alimentos y elijan aquellos con menos sal y la persuasión de reducir su utilización culinaria pretenden conseguir el objetivo intermedio de llegar a una media de consumo de 8,5 g/día para el año 2014. Reducir significativamente la cantidad diaria de sal sin la participación de la industria alimentaria y de los consumidores es prácticamente imposible, así se pretende una reducción del 20% del contenido de sal en los productos alimentarios en un período de 4 años (2010–2014) mediante acuerdos con las industrias de alimentación, de bebidas, catering y restauración, que puedan conducir a una disminución de la morbimortalidad cardiovascular. Razones y evidencias no faltan, habida cuenta que en nuestro medio, un 49% de la enfermedad isquémica cardíaca y el 62% de las enfermedades cerebrales vasculares son atribuibles al consumo excesivo de sal.
Este plan de reducción del consumo de sal, lejos de quedar soso, se configura como una iniciativa que pone a la salud en su punto (justo) de sal.