La Responsabilidad Social Universitaria (rsu) es una nueva política de gestión universitaria que se va desarrollando en Latinoamérica para responder a los impactos organizacionales y académicos de la universidad. Se distingue tanto de la tradicional extensión solidaria como de un mero compromiso unilateral declarativo y obliga a cada universidad a poner en tela de juicio sus presupuestos epistémicos y su currículo oculto. Como tal, la rsu no es cómoda, puesto que fuerza a la autocrítica institucional. Pero es la mejor alternativa que tenemos para arraigar la pertinencia y legitimidad académica frente a la crisis del saber científico en la sociedad del riesgo, así como la decadencia de la enseñanza socialmente anclada en la era de las multinacionales universitarias.
A Responsabilidade Social Universitária (rsu) é uma nova política de gestão universitária que vem sendo desenvolvida na América Latina para responder aos impactos organizacionais e acadêmicos da universidade. Distingue-se tanto da tradicional extensão solidária quanto de um mero compromisso unilateral declarativo e obriga a toda universidade pôr em dúvida seus ornamentos epistémicos e seu currículo oculto. Como tal, a rsu não é cômoda, já que forca á autocrítica institucional. Porém, é a melhor alternativa que nós temos para arraigar a pertinência e legitimidade acadêmica ao afrontar a crise do saber científico na sociedade em risco, bem como a decadência do ensino socialmente ancorado na era das multinacionais universitárias.
University Social Responsibility (usr) is a new university management policy that is being developed in Latin America to respond to the organizational and academic impacts of the university. It is distinct from the traditional solidarity extensionand from a mere unilateral, declaratory commitment, compelling each university to put under consideration its epistemic estimates and hidden curriculum. As such, USR is not comfortable, for it presses for institutional self-criticism. It is, however, the best alternative we have to root academic pertinence and legitimacy when faced by the crisis of scientific knowledge in a society at risk, as well as the decline of socially anchored teaching in an era of university multinationals.
A inicios de los años 2000 se construyó explícitamente el concepto de responsabilidad social universitaria (rsu) en América Latina, alrededor de los esfuerzos teóricos y prácticos de la Red chilena “Universidad Construye País” y de la red Latinoamericana de Universidades animada por la “Iniciativa Interamericana de Ética, Capital Social y Desarrollo”, promovida por el gobierno noruego en el seno del Banco Interamericano de Desarrollo (bid) y que dejó de funcionar en 2009.
Tuve la oportunidad de participar en ese movimiento de búsqueda de un nuevo paradigma universitario latinoamericano, construyendo y consolidando un concepto de universidad socialmente responsable basado en la gestión de los cuatro impactos que genera siempre una institución de educación superior (ies) sólo por existir: los impactos que provienen de la organización misma, desde su campus y su personal (impactos laborales y medioambientales); los impactos que devienen de la formación que imparte hacia los estudiantes; los impactos que devienen de los conocimientos que construye desde sus centros de investigación y sus presupuestos epistemológicos, subyacentes a sus decisiones académicas, y finalmente, los impactos que brotan de sus relaciones con el entorno social, sus redes, contrataciones, relaciones de extensión y de vecindario, participaciones sociales, económicas y políticas, anclaje territorial (Vallaeys y Carrizo, 2006; Vallaeys et al. 2009); las IES deben cuidar que estos impactos no se tornen negativos para con la sociedad y el medioambiente.
Así, son cuatro tipos de impactos los que la universidad debe gestionar en forma socialmente responsable, divisibles en dos ejes, uno organizacional y otro académico. La especificidad de los impactos universitarios prohíbe toda confusión entre la responsabilidad social universitaria y la de las empresas.
¿Qué es la responsabilidad social universitaria?Entre más años pasan, más universidades adoptan este enfoque, no sólo en América Latina sino ahora también en España; considero que el concepto de rsu se ha fortalecido, pues tiene varias ventajas:
En primer lugar, corresponde a la evolución actual del concepto general de “responsabilidad social” tal como lo define ahora la norma iso 26000 (la responsabilidad social de una organización se responsabiliza de los impactos de la organización hacia la sociedad y el medioambiente). Al mismo tiempo, no es una mera aplicación a la universidad de los procesos de responsabilidad social empresarial, puesto que los impactos universitarios son genuinos y se cuidan desde las genuinas competencias académicas de la universidad.
En segundo lugar, es más complejo y amplio que los enfoques venidos de América del Norte y Europa, ambos demasiado limitados por la dimensión medioambiental (campus sostenible), una escasa atención a los procesos formativos o de vinculación y ninguna atención a los procesos cognitivos y epistemológicos.1 La concepción latinoamericana de la rsu es más radical que la del Norte, porque se apoya en la tradición latinoamericana de la misión social universitaria que las universidades del Norte han descuidado ampliamente.
En tercer lugar, permite desarrollar una crítica integradora frente a la estrechez del paradigma latinoamericano de la extensión, que tiende a reducir la responsabilidad social de la universidad al mero compromiso solidario con poblaciones necesitadas, velando por completo todos los problemas internos a la universidad (administrativos y académicos) que, sin embargo, reproducen a menudo las patologías sociales y medioambientales visibles fuera de la universidad. Digo que la crítica es integradora porque la extensión se beneficia en realidad mucho de una gestión universitaria socialmente responsable, puesto que ésta coloca a los proyectos sociales solidarios en el corazón de los procesos educativos (aprendizajeservicio, metodología de la enseñanza basada en proyectos sociales), evitando por primera vez hacer de la extensión la última rueda del coche universitario.
Y finalmente, en cuarto lugar, me parece que este paradigma de rsu constituye una excelente arma para enfrentar una novedosa tendencia a la mercantilización digital de la educación superior. Desde las universidades más “prestigiosas” del mundo (mit, Stanford, Harvard…) se está desarrollando recientemente una oferta gratuita, o casi gratuita, de cursos en línea bajo el modelo Massive Open Online Courses (mooc). Coursera, Udacity, edX… estos programas ponen a prueba el sentido mismo de lo que llamamos universidad y de lo que valoramos como universidad. Por un lado, podemos leer esta tendencia como una profunda democratización del conocimiento, puesto que todos tendrán acceso gratuito2 al “mejor conocimiento”. Por otro lado, podemos considerarla como una feroz mercantilización y desarraigo de la educación, reducida a conocimientos estandarizados para cualquier persona en cualquier lugar, versus el proceso de formación presencial personalizado, anclado en un lugar preciso y las relaciones de enseñanza-aprendizaje entre personas.
Podemos preguntarnos si el proceso de formación es reducible y asimilable a un proceso de adquisición de conocimientos. Podemos preguntarnos también si el impacto a largo plazo de estas multinacionales de la formación superior no será la desaparición de las universidades de los países pobres y la desaparición también de sus idiomas, barridos por un inglés estándar tipo globish. En todo caso, nuestro modelo de rsu propone una alternativa política a esta universidad global desarraigada: comunidades de aprendizaje mutuo entre actores académicos y actores sociales externos, relaciones interpersonales con pertinencia social, protección de un patrimonio local tejido de un lenguaje común y una convivencia… Una universidad socialmente responsable significa por definición una universidad anclada en su territorio, o sea, todo lo contrario de este modelo multinacional del conocimiento masivo desanclado.
El concepto de “responsabilidad social”, por su parte, ha venido forjándose poco a poco durante la segunda mitad del siglo xx, principalmente en torno a los efectos colaterales de las empresas sobre la sociedad, y a la manera de gestionar dichos efectos de modo ético y sostenible, en el contexto de una mundialización industrial social y ambientalmente arriesgada. La entrada en una “sociedad global del riesgo” (Beck, 1986), así como el fracaso de la pretendida auto-regulación del mercado frente a los desequilibrios sociales y medioambientales, han puesto en la agenda mundial el tema de la regulación ética y política responsable de los procesos desencadenados por la sociedad tecno-científica (Ostrom, 1990). Nuestra sostenibilidad planetaria depende hoy de la responsabilidad para con nuestra propia evolución (Jonas, 1979) y el movimiento de la “responsabilidad social de las organizaciones”, aunque polisémico, se inscribe en esta lógica ética y política de regulación.
Pero recientemente se consolidó una definición consensuada de la “responsabilidad social”, al término de una larga discusión mundial3 que dio lugar a la reciente norma iso 26000, “Guía sobre responsabilidad social” (2010). Dicha definición es motivo de asombro filosófico y reflexión: la responsabilidad “social” es responsabilidad de cada organización por los impactos sociales y ambientales que genera. El problema radica en entender lo que implica ser responsable ya no sólo de sus actos y sus consecuencias directas, sino también —y además— de sus impactos en el campo social total, que incluye hasta el planeta entero, sus condiciones de habitabilidad humana y la vida digna de las generaciones futuras (Vallaeys, 2011).
Hemos dedicado nuestra tesis de doctorado a esta curiosa noción de “responsabilidad por los impactos” sin tener hasta ahora la sensación de haber agotado el tema y resuelto el enigma de esta paradójica afirmación que nos conduce a la idea de tener que responsabilizarnos por algo que no es nuestro actuar y sus consecuencias directas, sino las emergencias sistémicas que brotan como efectos colaterales del actuar de una multitud de actores sociales. Sin entrar en argumentaciones muy largas, quisiéramos aquí sólo resaltar cómo la responsabilidad social aplicada a la universidad trastorna varias rutinas mentales de los académicos y administrativos universitarios acerca de su quehacer diario. Mencionemos tres de estos trastornos: él de la extensión, él del compromiso ético unilateral, y el de la fe en la ciencia.
La rsu no es extensión solidaria, es política de toda la universidad: administración central, formación, investigación y extensiónPrimero, al igual que los empresarios tienen mucha dificultad en entender que la responsabilidad social de la empresa no es filantropía, los universitarios tienen mucha dificultad en entender que la rsu no es extensión solidaria. Dentro de la rutina mental que define a la universidad latinoamericana con base en el famoso tríptico “formación, investigación, extensión”, la rsu viene espontáneamente a ser pensada desde la idea de una extensión bien intencionada hacia los más vulnerables. Así se confunden fácilmente iniciativas de proyección social solidaria con iniciativas de responsabilidad social universitaria. Desgraciadamente, ninguna buena acción emprendida hacia miembros de la sociedad permite satisfacer las exigentes condiciones de una responsabilidad por los impactos universitarios en la sociedad, impactos que van mucho más allá de lo que puede pretender resolver el mejor programa de proyección social.
Esto constituye el gran aporte teórico y práctico de la rsu. Siendo una política de gestión de toda la universidad, tanto en sus tres funciones substantivas como en su administración central, la rsu permite introducir muchas problemáticas nuevas en la reflexión de la universidad sobre su relación con la sociedad: la temática del buen gobierno universitario, la del campus ambientalmente sostenible y ejemplar, la del buen trato laboral, la de la participación universitaria en políticas públicas, la de la revisión curricular a la luz de los desafíos socioeconómicos y ambientales de hoy, etcétera. La rsu abre la caja de Pandora de todo un conjunto de temas de mucha importancia epistemológica, ética y social, pero que permanecían velados y vetados en el modelo de la extensión, modelo que servía sin querer al dudoso propósito de “inmunizar” a la formación, la investigación y la administración central contra la necesidad de responsabilizarse por sus respectivos impactos sociales y ambientales negativos, puesto que se confiaba al área de Extensión el cuidado del buen actuar institucional para con la sociedad, liberando a las otras áreas de tal fastidiosa preocupación.
Al contrario, la rsu exige una coherencia institucional permanente en todos los procesos organizacionales, una congruencia entre el decir y el hacer desde la compra de papel hasta la organización del plan curricular y el manejo de las líneas de investigación. Luego, la extensión se beneficia mucho con la rsu, puesto que tal política general de gestión ética coherente de la institución protege a la extensión contra la tendencia actual en reducirla a una mera función de venta remunerada de servicios a las empresas, y promueve la articulación de la extensión con la formación y la investigación. En efecto, la rsu obliga a la sintonía entre las tres funciones substantivas, tradicionalmente disgregadas en la universidad. Recordemos que la universidad es una organización de origen medieval y fragmentada en islotes en los cuales cada quien está muy celoso de su independencia y genuinidad. Es así como, por ejemplo, metodologías como el aprendizaje-servicio pueden permitir tumbar paredes organizacionales y hacer que el departamento de Extensión sea considerado (¡por fin!) como un verdadero departamento académico que nutre permanentemente la labor de las facultades y los centros de investigación.
La rsu no es compromiso ético unilateral, es respuesta obligada a deberes sociales y medioambientales mediante el tratamiento de los propios impactos negativos de la universidadSegundo, es muy difícil superar un prejuicio básico que confunde la ética con una autodeterminación personal libre y altruista, pero solipsista y unilateral, que emanaría de la voluntad genuina del sujeto (en este caso, de la institución universitaria). Desde tal premisa liberal subjetivista, la responsabilidad social sería un “compromiso” que tomaría libremente la universidad para con su entorno social. Pero desgraciadamente una “responsabilidad” no es un compromiso, es la obligación de responder a un llamado que viene del otro, llamado anterior a cualquier libre autodeterminación: me comprometo como yo quiero, pero no soy responsable de lo que quiero. Son los demás quienes me hacen responsable, me guste o no. Por lo que toda responsabilidad remite a relaciones y deberes anteriores a toda libertad soberana (Lévinas, 1978), frente a los cuales el sujeto tiene deudas que no puede ni definir a su antojo, ni eludir, sino sólo asumir en el acojo del otro que le abre la posibilidad de ser un sujeto libre desde la responsabilidad y no contra ella. Así es que la responsabilidad social de la universidad no es un libre compromiso de la universidad para con la sociedad, sino un deber que le promete, si ella lo asume, trascender su independencia legal egocéntrica hacia una autonomía social compartida.
Aunque parezca un simple juego de palabras entre compromiso y responsabilidad, la diferencia es abismal: es la que distingue una declaración de intenciones unilateral formulada por una universidad soberana frente a la sociedad con una obligación multilateral de muchos “inter-actores” enredados en sociedad, de los cuales la universidad forma parte, al igual que las demás organizaciones. Si hay una responsabilidad “social” de la universidad, es porque ella no puede definir a su antojo su vínculo con la sociedad, sino que tiene que responder, desde sus propias pericias y facultades organizacionales, por los problemas sociales que ella ayuda a reproducir (muchas veces sin tener conciencia de ello) y sobre los cuales ella puede tener una influencia positiva. Tiene que responder por y a la gente afectada por dichos problemas sociales. La idea de responsabilidad social presupone la socialización de la responsabilidad y su comprensión en términos de corresponsabilidad mutua.
Aquí entra en escena la famosa noción de “partes interesadas” o “grupos de interés” (stakeholders en inglés, parties prenantes en francés) que complejiza mucho esta curiosa responsabilidad compartida e interactiva, desafortunadamente tan alejada de los cómodos compromisos que uno declara y controla desde la esfera solitaria de su soberanía institucional.4 Estos grupos de interés son todos los potencialmente afectados por la institución universitaria, ¡y son miles!: desde el recién nacido de la secretaria del rectorado hasta las generaciones futuras, pasando por el empleador del egresado, el ciudadano víctima de una falta de información que la universidad le hubiera podido facilitar, el estudiante abrumado por unos prejuicios epistemológicos no discutidos por sus profesores, los niños explotados o las especies vivas desaparecidas como efecto colateral de las compras hechas con meros criterios de ahorro presupuestal por el administrador, el docente contratado que pasa años en situación laboral de precariedad, etcétera.
Aquí entra también en escena la incómoda noción de “impactos negativos”, así como aquella, más incómoda aún, de “currículo oculto”. Analizar los impactos negativos del quehacer universitario, escuchar a las partes interesadas, develar los efectos colaterales de las rutinas institucionales, diagnosticar los prejuicios académicos socialmente dañinos de las enseñanzas y los protocolos epistemológicos, etcétera. Todo eso nos “enreda” en un complejo tejido social local y global de incoherencias, sufrimientos, injusticias e insostenibilidades fomentados desde el mismo conocimiento académico, de los cuales no podemos después lavarnos las manos, enorgulleciéndonos con nuestra noble misión pública de Ilustración académica. A la universidad le es muy difícil admitir que ella también puede dañar al mundo, producir y reproducir injusticias sociales, acelerar la actual inclinación de la humanidad hacia su insostenibilidad planetaria. Las empresas se saben potencialmente dañinas mientras que la universidad se cree socialmente responsable por naturaleza. Por eso, el primer paso para la rsu es convencerse de que la universidad también daña a la sociedad, a través de sus enseñanzas e investigaciones, aunque nos suene raro.
Sin embargo, es obvio que la rsu no debe conducirnos a un abismo de culpas, luego a la desesperación e inacción fatalista, sino a la posición modesta y honesta de que la institución universitaria forma parte de las contradicciones sociales que también reproduce, aunque no lo quiera. Desde esta lucidez humilde, es posible empezar a tejer alianzas (porque ninguna organización puede asumir “su” responsabilidad social a solas, ya que nadie tiene soberanía sobre sus impactos sociales sistémicos) y organizar con las partes interesadas procesos de mejora continua (no de perfección). Ésta es la posición responsable, que no es ningún compromiso voluntario, sino el pago de una deuda social permanente. Se institucionaliza como estrategia de mejora continua por medio de tres preguntas:5
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¿Cuáles son nuestros impactos negativos? (autodiagnóstico institucional participativo).
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¿Qué debemos hacer para poder suprimirlos? (planificación de la mejora continua entre todos los miembros de la comunidad universitaria).
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¿Con quién debemos asociarnos para lograrlo? (constitución de redes inter-organizacionales de corresponsabilidad social).
El tercer trastorno que introduce la RSU se desprende de los dos primeros: si la RSU no es un programa de extensión hacia la sociedad, ni mero compromiso institucional unilateral, sino una política integral de gestión que obliga a enredarse con todas las partes interesadas en el tratamiento de los impactos negativos de la misma universidad, esto significa que la rsu abre la posibilidad de reflexionar y poner en tela de juicio el papel de la universidady las ciencias en la sociedad actual.
En la dinámica de “terapia organizacional” que constituye la responsabilización social universitaria, no es posible escapar de una reflexión sobre el significado social, ético y político de la formación universitaria, la producción de conocimientos científicos y el rol político de la ciencia en el mundo actual. Esta reflexión entra en el rubro de lo que nosotros llamamos “impactos cognitivos e epistemológicos”, al lado de los otros tres tipos de impactos universitarios (impactos organizacionales hacia dentro, incluyendo tanto la dimensión laboral como la medioambiental; impactos formativos hacia los estudiantes; e impactos sociales hacia todos los agentes externos con los cuales se vincula la universidad). ¿A qué llamamos “ciencia” en nuestra universidad? ¿Qué, cómo y con quién se construyen conocimientos aquí? ¿Cuál es el rol social de la ciencia en nuestra sociedad? ¿A quién le da poder y a quién se lo quita? ¿Qué significa ser universidad en una “sociedad del conocimiento” en la cual éste se construye en múltiples lugares y ya no se ubica sólo en las cabezas de los maestros universitarios? ¿Qué significa ser universidad en una sociedad latinoamericana en desarrollo económico veloz pero desigual?, etcétera.
Estas reflexiones no son exquisiteces ociosas. Orientan la identidad y estrategia de cada universidad como agente de políticas públicas, como ciudadana organizacional en su territorio, que elige opciones y descarta otras. Pero estas preguntas “trastornan” las rutinas mentales en cuanto conducen a una actitud crítica frente a los grandes ídolos de la modernidad que son “la Ciencia”, “el Progreso”, “elDesarrollo”. Habría de ser ciego para no ver que la relación entre ciencia y sociedad ha cambiado radicalmente en poco tiempo:
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La identidad entre adelanto científico y mejora social ya no es admisible sin discusión, por lo menos desde la época de Hiroshima y el desciframiento del genoma humano. La ciencia es un problema ético (Habermas, 2001).
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Tampoco es admisible la diferenciación tajante entre las esferas políticas llenas de opiniones y luchas de poder por un lado y, por el otro, la comunidad científica que sería racional, unánime y neutral, desde luego apolítica y “buena” por definición. La ciencia es un problema político y los científicos no son políticamente neutrales, sino plenamente embarcados en las luchas políticas de hoy, por el simple hecho de que cualquier artículo especializado puede servir de pretexto a unos lobbies para proteger intereses particulares, y por el hecho de que ciertas industrias manipulan ahora el espacio público de la controversia científica para fines de lucro (Latour, 2004; Stengers, 2013). La ciencia ya no puede seguir ciega a su rol político primordial y peligroso.
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Es imposible no notar que el conocimiento científico se ha vuelto la primera fuerza de producción, una fuente primordial de lucro que atrae hacia ella todas las luchas para la apropiación privada del saber, la monopolización capitalista de la investigación y la mercantilización de las relaciones socio-cognitivas. La ciencia es un problema económico (Rifkin, 2000).
Estos cambios en el significado social, ético y político de la actividad científica no dejan incólume a la universidad. Tiene que enfrentar tres grandes cambios que ponen en tela de juicio su sentido, identidad y legitimidad:
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Desbordamientos: la universidad ya no es el (casi) único lugar de producción y transmisión del conocimiento especializado. El conocimiento se produce en un sin número de lugares (organizaciones no gubernamentales (ong), think tanks, institutos, empresas, administraciones, laboratorios, asociaciones, medios, redes, etcétera) y se comparte instantáneamente en internet y redes sociales abiertas o cerradas, por lo que el “claustro universitario” ya no sabe (casi) nada que no se sepa también en el exterior al mismo tiempo o incluso antes. La accesibilidad y permeabilidad social del conocimiento, así como su obsolescencia acelerada, revolucionan el sentido de las universidades. Uno se puede preguntar: ¿para qué existen todavía?
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Universalización y banalización: la universidad ya no es el pequeño lugar de formación de la élite por la élite, sino el gran espacio de capacitación y titularización profesional de las mayorías. La explosión de la demanda cambia profundamente las relaciones y posiciones en el seno de la comunidad universitaria, así como las estrategias de las élites para seguir distinguiéndose de las masas mediante la reconstitución de instituciones de prestigio difíciles de acceso. ¿Quedará a la mayoría de universidades el papel secundario de instituciones de educación superior que entregan títulos profesionales?
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Mercantilización e instrumentalización: la universidad ya no es un lugar protegido frente a los mercados y la velocidad de un mundo económico darwiniano. Sometidas a la competencia nacional e internacional, a la mercantilización de la enseñanza y la investigación, a la instrumentalización por parte de los docentes y estudiantes que las utilizan como fuente de ingresos económicos, acumulación de capital cultural, medio de ascenso social, las universidades han dejado (casi) de ser objeto de veneración al Alma Mater, como lo que le correspondía al debido respeto de lo que tiene su fin en sí mismo. Pero si la universidad se volvió un simple medio, ¿cómo podría todavía tener “alma”? ¿Cómo podría escapar de dos dramáticas reducciones?: 1) la reducción de sus estudiantes a meros clientes usuarios de servicios y 2) la reducción de su libertad investigadora por el hecho de que sus investigaciones se vuelvan meros productos determinados por la demanda de compradores externos con alto poder adquisitivo.
Desde luego, si la rsu se vuelve “de moda”, es porque la universidad se encuentra en crisis de legitimidad social, al mismo tiempo que la ciencia, ambas caídas desde el cielo platónico de la Verdad en sí hacia la caverna compleja de los problemas humanos. No es ninguna amenaza. Al contrario, debemos alegrarnos de que las actividades científicas y académicas hayan dejado de ser artificialmente inmunizadas contra la crítica, hayan dejado de ser tratadas, al igual que el progreso y el desarrollo, como tabúes, como temas “subpolíticos” (Beck, 1986), es decir, temas que deberían escapar del debate público puesto que serían buenos en sí y por encima de cualquier controversia ciudadana, por encima de cualquier juicio del “vulgo”.
Desde esta perspectiva crítica, la rsu cobra todo su valor ético y político, porque al obligar a la comunidad universitaria a una autoreflexión sobre su propio actuar y su propia legitimidad, asegura mejor que cualquier otra política institucional la preocupación por la legitimidad de la acción institucional universitaria. Nada peor, en ese sentido, que el hecho de auto-inmunizarse contra las críticas cerrando filas detrás de una ciencia positivista que rehúse autocriticar sus presupuestos epistemológicos y detrás de hábitos institucionales adquiridos en el siglo xix, para enfrentar los desafíos de la sociedad del conocimiento del siglo xxi. Nada mejor, al contrario, que una comunidad universitaria viviendo plenamente su anclaje territorial en sociedad, abierta física y mentalmente a la discusión pública argumentada de sus propias decisiones y diagnósticos institucionales, consciente de su responsabilidad social para con sus impactos negativos, innovadora en la formulación de soluciones sociales con socios externos gracias a la investigación y la formación humana. Estamos describiendo a una universidad socialmente responsable, o lo que debería ser una universidad socialmente responsable.
Por supuesto que podemos seguir la táctica de la avestruz y cerrar los ojos al problema de la legitimidad universitaria, concentrándonos en los temas urgentes del momento, que son todos detalles de intendencia. La rsu, es verdad, es compleja, incómoda, dolorosa, fastidiosa. Es perfectamente posible prescindir de ella porque, al contrario de las grandes empresas, nadie en la sociedad está exigiéndole a la universidad cumplir con sus responsabilidades sociales, ningún stakeholder le pone la cara, ninguna ong la acusa, no arriesga perder su buena reputación si sigue con su business as usual. Si la rse (responsabilidad social empresarial) puede ser crucial para ciertas empresas, la rsu no lo es para ninguna universidad, desgraciadamente. Así que la universidad se encuentra (todavía) en una zona de comodidad frente a la rsu, y por eso suele tomar su responsabilidad social a la ligera como un mero compromiso ético. Por lo demás, un poco de extensión solidaria es ampliamente suficiente para aparecer como socialmente útil y buena, así como algunas medidas de “campus verde” para hacer su greenwashing.
La responsabilidad social universitaria es necesaria para legitimar a la universidad y al conocimientoA la larga, vamos a perder todos mucho más si descuidamos el problema de la legitimidad social universitaria. Por una razón muy simple: la razón de ser de la universidad es la legitimación del conocimiento. Su función social primordial en la sociedad moderna no es, como se cree a menudo, formar profesionales y producir investigaciones. Su función social es garantizar que el título profesional del egresado sea legítimo (no legal, legítimo) y que los resultados de la investigación sean legítimos (científicamente confiables y no acomodados a los deseos de algún grupo interesado en tal o cual orientación de dichos resultados).
Las universidades son los lugares de legitimación, en última instancia, de lo que es la ciencia y de lo que no es, son los lugares de producción de launiversalidad. Por eso se llaman “universidades”. Son, como tales, meta-instituciones que producen “meta-conocimientos”, vale decir, conocimientos sobre los conocimientos: conocimientos que garantizan que los conocimientos sean tales, y no opiniones, ocurrencias o elucubraciones. Centros de formación profesional y laboratorios de investigación existen en muchas partes y no necesitan llamarse “universidades”.6 Pero todos estos centros necesitan de la existencia previa de universidades que producen y garantizan que los contenidos de sus formaciones e investigaciones sean “racionales” y “científicos”, es decir, legítimos.
¿Con qué magia las universidades logran subirse por encima de las demás instituciones ligadas al conocimiento y garantizar la universalidad del conocimiento? Con ninguna magia, sino con el ejercicio, repetido durante siglos desde la época medieval, de la libre discusión entre pares sobre las razones y los argumentos de cada interlocutor, tratando de mantenerse lo más próximo a lo que Habermas llama la “situación ideal de habla” (Habermas, 1981), memorizando, transmitiendo y mejorando el patrimonio de dicha libre discusión, libre porque es autónoma, es decir, librada lo más que se pueda de toda influencia externa por parte de los poderes espirituales, políticos y económicos. Así se inventó poco a poco la ciencia moderna, sus metodologías y ramificaciones disciplinarias, cuya “racionalidad” no es jamás una “verdad en sí” definitiva, sino el resultado actual, falible, criticable, evolutivo, del consenso de la comunidad de científicos que trabajan y se comunican libremente en el seno de las universidades.
Nuestra sociedad fuertemente racionalizada, dependiente de altas tecnologías y de una división extrema del trabajo especializado, no podría funcionar ni un minuto si tuviera que asegurarse en cada momento de la legitimidad de los títulos profesionales, de las pericias de los trabajadores y de la racionalidad de sus conocimientos. El profesional tiene derecho a ejercer por su título universitario, pero la legitimidad de su título no la puede garantizar el Estado, sino sólo la universidad que el Estado ampara y resguarda. Y la legitimidad de una universidad sólo se controla a través de otras universidades, en un círculo hermenéutico de evaluación de evaluadores (al igual que los diccionarios definen las palabras con otras palabras definidas en el mismo diccionario). Como la sociedad moderna no podría prácticamente garantizar la racionalidad de sus agentes, lo que se tornaría en discusiones interminables, tiene que confiar la legitimación de los conocimientos y de las formaciones a un ente especial, que va a aliviar a la sociedad del peso de tal discusión y llevarla dentro de sí. Este ente especial se llama universidad: carga adentro las discusiones acerca de la racionalidad y legitimidad del conocimiento, para descargar a la sociedad de tales peleas complicadas.
Con esta reflexión, acabamos de entender por qué las universidades son autónomas, libres, celosas guardianas del patrimonio histórico de los saberes y las culturas, incansables casas de discusiones y peleas argumentativas, claustros cerrados a los intereses económicos y políticos del exterior y abiertos hacia dentro a una discusión permanente (bajo la forma de coloquios, congresos, redes, publicaciones, etcétera). También acabamos de entender por qué las universidades están originariamente atadas al problema de la legitimación del conocimiento. En el momento histórico en que la ciencia se vuelve un problema ético, político y económico de primera importancia para la sostenibilidad planetaria de la humanidad, es preciso que los académicos se mantengan firmemente ligados a la legitimidad y universalidad del conocimiento. Si no, arriesgamos debilitar los mecanismos de confianza básica que cimientan nuestra vida colectiva.
La palabra “universidad” está en peligro de desprestigio, quizás porque se utiliza para designar cualquier centro de formación e investigación. Por ejemplo, ahora las grandes corporaciones empresariales crean sus propias “universidades” internas. Pues, en el sentido que presentamos aquí, no puede haber nunca una “universidad empresarial”, sencillamente porque no puede haber una “universalidad con fines de lucro”. Cualquier fin ajeno a la universalidad la destruye.
Es tiempo de que las universidades se junten y apoyen mutuamente para aclarar al público sobre lo que es y lo que no es una “universidad”, y esto tiene que ver con crear un consenso alrededor de lo que debería ser una universidad socialmente responsable, porque se trata nada menos que de salvar la legitimidad de la actividad científica. No vemos mejor brújula que la rsu para resaltar la distinción entre una verdadera universidad y meros centros de formación e investigación con fines ajenos a la universalidad (o bien fines de lucro, o bien fines de simple empleabilidad del egresado). En la rsu reside hoy el criterio de excelencia universitaria última, una vez que hemos caído en la cuenta de que formar “excelentes profesionales” para hacer funcionar esta sociedad injusta, rumbo a un “desarrollo” de por sí insostenible, no puede ser una finalidad ética, ni para la generación presente, ni mucho menos para las generaciones futuras. Si tantos llaman a construir otro tipo de desarrollo más inclusivo y sostenible, que pueda reparar la habitabilidad social y ambiental del planeta, la universidad no tiene otra solución que la de formar profesionales para romper con el business as usual. Pero advertimos que la decisión institucional de emprender el difícil camino de la responsabilidad social universitaria no se toma a la ligera, ya que promete tantos dolores como entusiasmos. Es un camino demasiado empinado como para seducir a los que buscan la comodidad. Porque la felicidad de un horizonte abierto, sólo se encuentra en la cima.
Véanse por ejemplo los referenciales de gestión universitaria life (Learning In Future Environments) de la Universidad de Gloucestershire en Gran Bretaña; el Plan Vert de la Conferencia de Presidentes de Universidades en Francia; o también los sistemas de gestión de la sostenibilidad del campus universitario stars (eua) y aishe (Holanda). Ninguna de estas guías de rsu tiene un enfoque universal, integrador de todas las dimensiones universitarias, incluyendo a los presupuestos epistémicos que subyacen a la reflexión académica.
En realidad, la gratuidad es muy relativa, puesto que se puede vender no el curso tomado, sino el certificado de obtención del mismo. También las universidades en cuestión podrán beneficiarse de un monopolio mundial de la enseñanza, vender informaciones sobre los alumnos a empresarios cazadores de talentos, etc. Una vez que el proceso se desencadena con éxito, son múltiples las posibilidades de negocios con base en la demanda cautiva.
Discusión que duró más de cinco años entre 90 países y todas las partes interesadas, públicas y privadas, con o sin fines de lucro, nacionales y supranacionales. Es sintomático que iso no pudo proceder aquí como para otros estándares de gestión con tan sólo un pequeño grupo de expertos en la materia. Por su carácter eminentemente ético y político, iso 26000 es, como quien dice, una “norma anormal” que consigue su siempre frágil legitimidad no de la experticia técnica, sino del diálogo democrático.