Preguntarnos por la dimensión ética del manejo del dolor, nos conduce ineludiblemente a respondernos por las obligaciones morales que dicha realidad genera en todos los actores implicados, entre ellos profesionales de la salud e instituciones. En ese momento no podemos eludir nuestras responsabilidades, es decir debemos hacernos cargo. Situación que el manejo del dolor pareciera estar esperando desde hace muchísimo tiempo.
El dolor agudo, el crónico, el benigno o el maligno se abordan hoy con indicaciones cada vez más precisas y de mayor eficacia en los resultados. Los tratamientos a los cuales el clínico puede acudir para buscar su alivio o incluso su eliminación, se han diversificado enormemente. Esto exige como contrapartida un alto nivel de preparación teórica y práctica en muchas áreas de la medicina, de la enfermería y de otras profesiones que intervienen en el manejo del paciente con dolor. Las obligaciones profesionales exigen abordar con eficacia el alivio del dolor, el plan deberá ser completo e integral, flexible y buscar el equilibrio entre curar y cuidar. Los protocolos diagnósticos, pronósticos y terapéuticos, así como la interdisciplinariedad en la atención, son herramientas esenciales para alcanzar una buena práctica clínica en el manejo del dolor.
Paralelamente, es a los gestores del sistema de salud, públicos y privados, a los que corresponde la responsabilidad de poner en marcha los servicios necesarios para la correcta y justa atención del tratamiento del dolor. Tarea que ha de acompañarse de divulgación e información, tanto a usuarios como a profesionales. Corresponde también a las autoridades de salud y políticas la distribución equitativa de recursos para el acceso de todo el que necesite tratamiento de su dolor, y la realización de una evaluación de la calidad de los servicios que sea constante y conlleve acciones consecuentes.
En un futuro deseable, hay un progreso que lograr; que las personas con dolor dispongan de tratamientos que eviten, eliminen, o al menos, hagan soportable el dolor. Para lograrlo se necesita desarrollar inaplazablemente tres tareas: formar a los profesionales en el abordaje del dolor según buenas prácticas clínicas, instaurar en nuestras instituciones el tratamiento del dolor como prestación básica y comunicar los conocimientos sobre el dolor y su tratamiento a la ciudadanía. Que ese futuro deseable, se convierta en posible, depende en gran parte de todos nosotros, profesionales e instituciones.