Las secuelas de la sangrienta Guerra de Corea (1950–1953), los refugiados y prisioneros políticos norcoreanos en el Sur, la separación de familias, entre tantas otras huellas dolorosas de la división de Corea en 1945, han ocupado un lugar central en el cine ficcional surcoreano. Sin embargo, durante décadas las representaciones cinemáticas sobre el conflicto ideológico no tomaban en cuenta cómo la violencia y el horror impactaron en los coreanos de la diáspora. La presencia de estas memorias diaspóricas en Nuestra escuela (2006) y La flor de mi abuela (2008), provocaron un nuevo desafío a los modos de ver y narrar la memoria histórica en imágenes audiovisuales. Este artículo se centra en revelar los valores del pasado en términos de espacio de memorias a partir de una lectura hecha desde otros universos simbólicos que plantean formas disímiles de entender la violencia, la opresión y la discriminación. Comparar dos obras del Nuevo Cine Documental Independiente surcoreano, nos permite repensar los límites y controversias que los procesos de reapropiación del pasado plantean en términos de temporalidad, verdad y múltiples locaciones de las memorias históricas.
The aftermath of the Korean War (1950–1953), the North Korean refugees and political prisoners in the South, the separation of families, and others painful traces of the division of Korea (1945), have occupied a central place in South Korean cinema. However, for decades, the cinematic representations of the ideological conflict did not take into account the way in which violence and horror struck the Korean diaspora. The presence of these memories in Our School (2006) and Grandmother's Flower (2008) has produced a new challenge to the ways of seeing and narrating the historical memories in visual images. In this article, I will focus on revealing the values of the past in terms of memory space. I suggest a reading from a peculiar understanding of violence, oppression and discrimination. By comparing these two acclaimed films, I have attempted to rethink the boundaries and dispute processes of appropriating historical traumas and its relation to the multiple locations of historical memories.
En el Festival Internacional de Pusan 2006 tuve la oportunidad de ver por primera vez el documental Nuestra escuela. Estaba entonces escribiendo mi tesis de maestría en Estudios Coreanos (Universidad Yonsei) sobre las representaciones poscoloniales en el cine ficcional surcoreano contemporáneo (Álvarez, 2007). Para mi sorpresa, en Pusan, el diálogo entre el público y el director de Nuestra escuela, Kim Myung Jun, surgido al finalizar la proyección, reflejaba una gran diversidad de opiniones respecto del pasado, la consternación por la diáspora coreana en el país vecino, la responsabilidad de ambos gobiernos y las posturas controvertidas sobre Corea del Norte. En poco tiempo, el filme se convirtió en el documental más visto de la historia del cine documental surcoreano (proyectado en la Asamblea Nacional en el año 2007) y el más debatido en los medios de comunicación y espacios académicos especializados en el tema. Años más tarde, en el marco de la investigación de mi tesis doctoral (Álvarez, 2014), accedí a La flor de mi abuela. Un documental que desde múltiples y controvertidas figuraciones del pasado imponía, al igual que en Nuestra escuela, indagaciones centradas en la subjetividad autoral y la conexión personal del director con los traumas representados.
La división de Corea (1945), las secuelas de la sangrienta guerra entre el Norte y el Sur (1950–1953), los refugiados y prisioneros políticos norcoreanos en el Sur, la separación de familias, entre tantas otras huellas dolorosas del conflicto han ocupado un lugar central en el cine surcoreano. Las memorias traumáticas de la división ideológica y la constante “amenaza” del Norte en la región han sido recuperadas en clásicos como Obaltan (Yu Hyon Mok, 1961),blockbusters de la envergadura de Joint Security Area (jsa) (Park Chan Wook, 2000) y Silmido (Kang Woo Suk, 2003), la original Bienvenido a Dongmakgol (Park Kwang Hyun, 2005) y el increíble documental de Kim Dong Won, Repatriación (2003). Sin embargo, estas obras no proponen un diálogo o cruce de perspectivas que tome en cuenta cómo la violencia y el horror impactaron en los coreanos de la diáspora. La presencia de este tipo de memorias en Nuestra escuela y La flor de mi abuela, provocaron un nuevo desafío a los modos de ver y narrar los dilemas en torno a la división del país.
En ambos filmes, las imágenes, imaginarios y disyunciones del pasado vuelven a la pantalla para poner en escena la complejidad y variedad de estilos desde los cuales los cineastas se aproximan y configuran la relación entre memoria, historia y verdad. Los modos de evocar, indagar y articular la violencia, la opresión, los rencores y la reconciliación llevados a cabo en estos documentales, me llevaron a pensar en los límites que plantean para los debates sobre la memoria histórica dominantes en la academia “occidental”: ¿qué hitos históricos son retomados por estos directores? ¿Qué narran y por qué? ¿Cómo se aproximan y apropian del pasado?
A continuación examinaré estas cuestiones a partir de un estudio comparado y pormenorizado de los dos documentales bajo estudio. Primero, esbozaré brevemente los temas teóricos centrales que me permitirán, luego del estudio, afirmar que en el corpus analizado se vislumbra un sistema abierto de memorias en el cual el significante comunista emerge como agente activo que articula la yuxtaposición de instancias antagónicas, controvertidas y complementarias que delinean el reposicionamiento actual de dicha problemática.
Tensiones en torno a la memoria y la historiaMemorias históricas en clave pluralEl auge que adquirieron a partir de los años ochenta1 las investigaciones en torno a los modos de articular e indagar las dinámicas entre memoria individual y colectiva, y su contracara –memoria e historia–, surgieron a la luz de la propuesta de Maurice Halbwachs, a quien se le atribuyen los primeros trabajos sobre el tema. Influido por Durkheim y Bergson, destaca en La memoria colectiva (1950, publicación post mortem) las diversas formas en las que se presenta el pasado en la sociedad mediante la introducción del proceso imaginativo, interpretativo y subjetivo que envuelve la reconstrucción de los recuerdos a nivel social.
Halbwachs sostiene –a diferencia de lo sugerido por Bergson– que el pasado no se conserva de manera intacta en la mente de los individuos. Los recuerdos que afloran en nuestra conciencia no son cronologías exactas de los sucesos, sino construcciones subjetivas espacialmente enlazadas con los grupos de pertenencia (familia, escuela, comunidades religiosas, clases sociales, nación, etcétera). Desde esta perspectiva, el individuo aislado es una simple ficción, puesto que en el acto de rememorar apela siempre a puntos de referencia que están por fuera de él y que son establecidos por la sociedad. Son los individuos en tanto miembros de los grupos los que recuerdan, siendo cada memoria individual un punto de vista sobre la memoria colectiva.
En La memoria colectiva (1950), el autor dedica un capítulo a la diferenciación entre memoria colectiva e histórica. Su tesis indica que la memoria colectiva refiere a una corriente de pensamiento continuo pero no a una continuidad artificial como la que construye la historia. La memoria retiene solamente aquello que está vivo en la conciencia del grupo que lo recuerda, en cambio, la historia está por fuera de los grupos: “(…) en el desarrollo continuo de la memoria colectiva, no hay líneas de separación claramente marcadas, como en la historia, sino tan sólo límites irregulares e inciertos” (Halbwachs, 2011 [1950]: 131). La historia se diferencia por ser una actividad académica que procura el conocimiento pormenorizado del pasado y, con tal objetivo, crea categorías que reducen los eventos clave a términos comparables, mientras que la memoria es necesariamente polisémica.
Siguiendo esta línea de pensamiento, Pierre Nora alega que historia y memoria, lejos de ser sinónimos, se definen por su oposición. La memoria es la vida, encarnada por grupos vivientes, en evolución permanente y abierta a la dialéctica del recuerdo y la amnesia. Es un fenómeno siempre actual, un lazo vivido con el presente eterno. Por el contrario, la historia es la reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo ocurrido, una grafía del pasado.2 Es una representación intelectual y, como tal, requiere de análisis y discursos críticos. La historia tiene vocación universal, mientras que la memoria surge de un grupo particular. La memoria es un absoluto y la historia sólo conoce lo relativo (Nora, [1984] 1994: 21).
Nos detenemos aquí para analizar algunos elementos clave de este debate. El primero es la temporalidad o, mejor dicho, el juego de temporalidades. Un aspecto que cruza tanto el planteo de Halbwachs como el de Nora es una concepción compartida de un tiempo histórico diferencial al tiempo de la memoria. ¿Qué quiere decir exactamente? El saber histórico tiende por su naturaleza ordenadora a ser lineal y cronológico, mientras que la memoria se inscribe en tiempos divergentes, convergentes y paralelos.3 Sin embargo, ambas temporalidades confluyen en el momento en que la discontinuidad de la memoria se convierte en fuente de la historia. Y aunque, como bien afirma Nora, la necesidad de recordar es una necesidad de la historia, la memoria no queda ni atrapada en la historia ni oponiéndosele.
Tendemos a ordenar los relatos personales e históricos (la propia vida) en función del tiempo lineal: pasado, presente, futuro. Un presente que define al pasado y construye expectativas futuras. Un presente que contiene todas las temporalidades, todas las memorias. Unidades de tiempo y espacio que, como bien señala Jelin (2002) en referencia a Koselleck, están sujetas a las complicaciones propias de incluir en éstas los procesos históricos y las subjetividades: actores sociales, unidades políticas, económicas y sociales de acción, sujetos concretos e instituciones que dan forma al pasado-presente, al horizonte de expectativas, al espacio vivo de la memoria histórica.
En este sentido, el vector no es la aparente relación paradojal entre memoria e historia, sino la dinámica que se despliega en los modos en que el pasado es narrado, representado y simbolizado por diversos actores sociales. Es en esta mixtura de temporalidades donde ambos saberes, lejos de eclipsarse, sacan a la luz las luchas de poder inherentes a ambas categorías: (…) ni la historia se diluye en la memoria –como afirman las posturas idealistas, subjetivistas y constructivistas extremas– ni la memoria debe ser descartada como dato por su volatilidad o falta de “objetividad”. En la tensión entre una y otra es donde se plantean las preguntas más sugerentes, creativas y productivas para la indagación y la reflexión (Jelin, 2002: 78).
Sugiero, entonces, pensar esta relación como interrupción, acción, producción y transformación para comprender las diversas formas de concebir el tiempo y el pasado. Tanto la memoria como la historia están separadas por un salto cualitativo respecto del evento a recordar y reconstruir. El pasado es así una virtualidad presente que envuelve indicios de lo acaecido. La función social del pasado y sus usos rompen con la idea de verdad uniforme (tan importante en el cine documental) para ubicar a las memorias históricas en una zona abierta de recuerdos, en un aleph.
El aleph de memorias¿Por qué pensar la tensión entre memoria e historia como un aleph? Para ir más allá de las memorias emblemáticas y de las relaciones de poder que les dan forma a los marcos de lo memorable; para adentrarnos en el espacio indiscernible generado por las tensiones en torno a las fricciones entre memorias privadas y públicas. Un espacio donde la heterogeneidad constitutiva de la memoria histórica permita vislumbrar las formas que adopta la subjetivación del pasado en diálogo y confrontación con los regímenes de memorias. Un lugar multiacentuado que quiebra con la idea de un tiempo lineal y cronológico ordenador del pasado; que represente el todo, la imposibilidad inherente del tiempo pretérito. Parafraseando a Borges, vislumbramos el aleph como posibilidad (del investigador) de hacer converger distintas historias, vivencias y perspectivas. Todas las temporalidades y los eventos al mismo tiempo. Y así, la historia –lejos de fundirse en la memoria– se reconstruye como memoria histórica desde tiempos divergentes, convergentes y paralelos en el marco aparentemente homogeneizador de la nueva cultura democrática de derechos humanos, pero trascendiéndola.
Un pasado inserto en un espacio de representación cuyos contornos cambian constantemente y se enfrentan a la imperfección propia de proyectarse en un orden cultural que ya no les pertenece. De este modo, el pasado permite justificar representaciones del momento y se convierte no sólo en portador de otros tiempos, sino también en el creador de épocas nuevas en relación con las que pretende evocar. La verdad de la memoria histórica es así virtual y no temporal, es el despliegue de infinitos comienzos. Verdad que, a su vez, en el cine documental adquiere gran relevancia por la naturaleza propia de este tipo de filmes cuyos relatos se plantean como indicios del mundo real. A diferencia de la ficción, hablar de documental como género o saber implica una asociación entre verdad y realidad; una adecuación del enunciado con la realidad misma. Y aunque esta ilusión de objetividad es mera abstracción, los “instantes de verdad”4 que ordenan este tipo de relatos siguen teniendo un peso muy fuerte en el tipo de Historia que se le entrega al espectador.
En este sentido, trabajar a partir de la idea de aleph de memorias es muy útil ya que incorpora un abordaje que localiza e interpela las realidades sociales transitorias. Reflexionar en términos de un sistema de significación abierto en donde las correspondencias entre memorias individuales y memorias colectivas se insertan en la pluralidad de vivencias, de luminarias, de imaginarios, de modos de ver y representar; es pensar en los límites5 epistemológicos de la tensión memoria-historia. Es posicionarnos en los márgenes ambivalentes donde conviven otros sujetos de memoria y así comprender los vínculos y significaciones parciales de la multiplicidad de historias fragmentadas que emergen en los espacios intersticiales.
En el marco de este artículo, revelar los valores del pasado en términos de espacio de memorias implica adentrarnos en las formas en que la división de Corea y las políticas anticomunistas en la región han impactado en la representación cinemática del duelo colectivo, la victimización y pertenencia nacional. Una lectura hecha desde otros universos simbólicos que plantea formas disímiles de entender la violencia, la opresión y la discriminación. Comparar dos aclamadas obras del Nuevo Cine Documental6 surcoreano, Nuestra escuela y La flor de mi abuela, nos llevará a repensar los desafíos que los procesos de apropiación del pasado plantean en términos de temporalidad y locaciones de las memorias históricas.
Un conflicto, múltiples experienciasLa división de Corea es quizás una de las huellas más doloras y contradictorias de la colonización. Acrecentada por el conflicto armado entre ambas Coreas, el establecimiento en 1948 de una nación con dos estados independientes, incomunicados e ideológicamente confrontados desencadenó odios y disputas en el interior de las familias, entre amigos y conciudadanos. La intensidad y perdurabilidad de esta pugna llevó a que los documentalistas Moon Jeong Hyeon (La flor de mi abuela) y Kim Myung Jun (Nuestra escuela) reflexionaran acerca de esta problemática desde lugares distintos. La flor de mi abuela narra la perversidad y crueldad del pasado a partir del impacto que tuvo el conflicto ideológico en el interior de su familia y en su pueblo natal. Por otro lado, Nuestra escuela realiza un trabajo etnográfico en el único colegio norcoreano de Hokkaido. (Ver sinopsis en Apéndice 1).
Ambos directores se posicionan en un espacio que para ellos representa el lugar simbólico y emblemático de las memorias: la escuela y el pueblo. Estos sitios funcionan como grupos intermedios, selectores y ordenadores de los recuerdos y generadores de nuevos usos del pasado en el presente. Es ahí donde dialogan con los personajes principales, aunque optan por permanecer ausentes de la pantalla (excepto una breve aparición de Moon Jeong Hyeon) y utilizar su voz narradora como hilo conductor y reflexivo del filme. Sus reflexiones en off no se limitan a rehacer los trayectos del pasado evocado, sino que insinúan anclajes con los aspectos sociopolíticos que constriñen su propia identidad. En las dos obras, los marcos de lo memorable están presentes en la palabra de los testigos y no requieren de material de archivo histórico.
En el caso de Nuestra escuela la propuesta fílmica es de tipo etnográfica, aunque por momentos va mucho más allá. Centrada en la relación entre el documentalista y los sujetos filmados (integrantes de la escuela), Kim Myung Jun entra en un ámbito desconocido para participar de las simplicidades de la vida cotidiana de la institución educativa. No pareciera haber un guión fijo preestablecido. Al contrario, el filme forma parte de un proceso de investigación de más de dos años a través del cual el director busca entender los prejuicios hacia los miembros de la institución y el lugar que ésta ocupa en la comunidad coreana y entre los japoneses. Las preguntas surgen del tiempo compartido en la escuela y de la intimidad alcanzada con sus integrantes. El cineasta se va autodefiniendo en un arduo proceso de meditación personal plasmado en off. A lo largo del montaje relativamente cronológico que culmina con la graduación del curso protagonista del filme, se observa en sus palabras el acaecer de la experiencia y, por ende, la resignificación de su identidad nacional: A veces, cuando volvía a Corea del Sur, mis amigos se reían de mí porque el acento de mi coreano se parecía al de los niños de la escuela. Ellos decían que era un sonido raro, pero yo estaba contento de que me escucharan así. Quiero volver a la escuela pronto para poder ver este filme junto a los niños y los maestros (Comentario del director en Nuestra escuela).
En La flor de mi abuela, Moon Jeong Hyeon plantea, a partir del relato de su madre, el conflicto ideológico que azotó al país. Es ella en su rol de hija de la protagonista quien devela fragmentos de historias dolorosas del lugar y traumas familiares desconocidos hasta ese momento por el cineasta. Cada vivencia captada en la pantalla confluye en una historia común, un encuentro consigo mismo; como ocurre, en cierta medida, en Nuestra escuela. En ese proceso rememorativo y reflexivo, el documentalista introduce a los actores, deja entrever su posición política y la variedad de disputas aún vigentes. Las memorias históricas que recupera se inscriben en representaciones de tiempo y espacio diversos que responden a disímiles modos de conceptualizar lo ocurrido en términos de su experiencia personal y el impacto de la violencia en los testigos. Retomando a Nora, la Historia se posiciona de este modo en los matices que despliega la pluralidad de recuerdos y disputas por la legitimación del pasado-presente.
Historia de odios y rencoresLa ciudad natal de Moon Jeong Hyeon está conformada por los pueblos de Sangdae y Jungdae, pertenecientes al sector más pudiente e intelectual que se alineó con la izquierda, y los residentes de Pundong que, apoyados por la Iglesia, defendieron los ideales de la derecha. Ese pequeño lugar, habitado hoy por muy pocos jóvenes, simboliza una realidad que aún afecta al país: los odios y rencores de la división ideológica.
Por medio de entrevistas informales captadas en una de las reuniones habituales del pueblo, el director intercala escenas de ambos grupos para lograr en el espectador el diálogo que ellos no pueden encarar. Los pertenecientes a la clase baja (sólo hombres) parecen mucho más indignados por los horrores del pasado. Una y otra vez cuentan enojados escenas de violencia y horror perpetradas por la izquierda. Los sectores altos también evocan el espanto: “En nuestro pueblo, hubo un hombre que mató a su hijo” (afirma uno de los habitantes). Ellos comparten otras imágenes menos agresivas, como las canciones de guerra pro norcoreanas. Sin embargo, ambos sectores coinciden en la radicalidad de los proyectos políticos perseguidos –que en pos del bienestar futuro instauró el miedo y la destrucción humana. Las heridas y los rencores son tan profundos y traumáticos que hacen imposible la reconciliación entre ellos.
Para conectar el desorden de los relatos familiares, el director apela a fotografías y ubica a los personajes en el árbol genealógico. En la mayoría de los testimonios de sus parientes se vislumbra aprensión al hablar. Así lo refleja, por ejemplo, su tío, ex profesor expulsado del sistema educativo por cuestiones ideológicas, que no tiene intenciones de ahondar en el pasado y evade las preguntas del cineasta. Del mismo modo, una de sus tías abuelas, indiferente a la cámara, teme relatar lo ocurrido. No cree que sea el momento oportuno, las secuelas del pasado constriñen el presente: “Ellos todavía pueden agarrarte por ser comunista”, sostiene su tía abuela asustada. Frente a la negativa de estos personajes, surgen otros dispuestos a eternizar su experiencia en celuloide. Otra hermana de su abuela baja el tono de voz para contar la discriminación de clase y la inexistente inclusión. Finalmente, junto a otra testigo recorre el pueblo para reconstruir la agonía y la desesperanza de vivir estigmatizados por los efectos colaterales de la opresión.
A pesar del miedo que sienten estos testigos, comparten la necesidad de ser escuchados y de entregar a las nuevas generaciones su indignación. Sus crónicas son reforzadas por las torturas físicas sufridas y las pérdidas de seres queridos en los mismos lugares que transitan a diario. En esos itinerarios, el documentalista siente la necesidad de hacer visible su tristeza y, a tal fin, incorpora un anime que, lejos de banalizar el horror, transporta al espectador hacia su más profundo dolor. Los fragmentos del dibujo animado en blanco, negro y rojo transmiten el dolor que le produce escuchar tanta crueldad y violencia sufrida por su tío: Quería mostrar mis sentimientos a través de la animación (…) La animación es fantasía, pero al mismo tiempo es Historia. Porque la fantasía está en todas las memorias. No existen recuerdos intactos en la mente. Cuando nos cuentan que pasó, es imaginación, nadie puede retener en la mente exactamente lo ocurrido. Por eso, quise reflejar la violencia y la crueldad en imágenes ficcionales (Entrevista personal realizada a Moon Jeong Hyeon, noviembre 2011).7
Frente a la aparente imposibilidad de superar los traumas históricos que sugiere La flor de mi abuela, el trabajo de Kim Myung Jun desplaza los odios en la historia de los japoneses que colaboran con la escuela. En esas imágenes y testimonios confluye una misma perspectiva de paz. Las memorias en disputa se desvanecen y entregan otra forma de comprender la reconciliación política. La comunión simboliza los límites difusos de la tensión memoria-historia que, parafraseando a Jelin, vislumbra otras lecturas sugestivas sobre el impacto de las aberraciones y barbaries de la colonización.
Lazos de fraternidadNuestra escuela incluye dos personajes japoneses que reivindican la hermandad entre unos y otros: el Señor Hurizishiro y el Señor Suzuki.
A mitad del filme, aparece el único profesor japonés de la escuela, Huruzishiro, entrenador de fútbol que hace siete años se incorporó a la institución. Luego de casi una hora de escuchar historias de discriminación y odios, el joven Huruzishiro sugiere la posibilidad de pensar la relación entre coreanos y japoneses quebrando las polarizaciones planteadas en la primera parte del filme. En este espacio intermedio, emerge un universo narrado desde la aceptación de la otredad: “Fue una experiencia que me abrió los ojos. Era un mundo totalmente distinto”, afirma el profesor en referencia a la primera vez que trabajó en la escuela como suplente.
Las imágenes desoladoras de la nieve y el frío con las que comenzó la película son reemplazadas por los días soleados en los que el equipo de fútbol entrena. En el esfuerzo y la dedicación no se pierde la alegría ni las ilusiones. Huruzishiro ha logrado vigorizar la confianza de los jugadores y reanimar el espíritu deportivo de la escuela que se encuentra en gran desventaja para competir en los torneos organizados por el gobierno de Hokkaido. En todos esos momentos, es el director el que nos cuenta el amor de los estudiantes hacia el profesor, por qué los padres fueron los que solicitaron a las autoridades educativas que lo contrataran, la alegría que generó entre los otros profesores y su entrega diaria. La voz en off de Huruzishiro relata en coreano la obligación que sintió respecto de estudiar el idioma: “No puedo dar clases en japonés, si quiero ser un profesor de esta escuela. Quería dar clases en coreano”. Así fue que se unió a los cursos dictados para los alumnos que son transferidos de escuelas japonesas.
El idioma es la comunión plasmada en las fotografías del Señor Suzuki junto a algunos alumnos levantando los libros para aprender coreano. Este profesor es, al igual que Huruzishiro, otro de los tantos educadores que cree en la necesidad de aceptar y respetar al otro a partir de interactuar y colaborar con él. Suzuki es el encargado del Grupo de Apoyo a las Escuelas Coreanas que brinda asistencia legal e intercambio de profesores. Sus actitudes exceden la formalidad, como se pone en evidencia en la bolsa llena de monedas que donó a la escuela con el fin de financiar sus actividades.
Los profesores japoneses representan la diversidad de locaciones de las memorias históricas, la diferencia entre el tipo de educación recibida, el trauma sufrido y especialmente entre las controversias de los coreanos de la diáspora o de la península. La vulnerabilidad de Corea emerge como agente articulador de la diferencia. Revalorizan el rol del país, de los coreanos y lo coreano, ubicándolo en un lugar de victimización que los empuja –en tanto ciudadanos japoneses– a tomar la responsabilidad de direccionar y enmarcar la rectificación del pasado a nivel local. El pasado evocado propugna la reconciliación entre ambas naciones por medio de revisar la historiografía dominante y, fundamentalmente, restaurar la “cuestión coreana” en la agenda pública. El diálogo y el trabajo conjunto son los puntos de confluencia de diferentes perspectivas que tienen en común la superación del pasado factible sólo en la construcción de un Japón multicultural.
A esta propuesta de paz se yuxtapone un pasado apropiado desde otro lugar, por actores que se reconocen víctimas históricas de un conflicto heredado socialmente. Son coreanos en Japón que testimonian en Nuestra escuela y La flor de mi abuela, y dejan entrever la complejidad y el desafío que implica reafirmar una posición ideológica desde un nacionalismo construido en la diáspora.
Memorias en la diásporaAntes de adentrarme en el análisis comparado de los filmes respecto a este tema, es clave esbozar brevemente las características de la comunidad coreana en Japón.
Desde su comienzo, la discriminación y la exclusión caracterizaron los modos de inserción e interacción de los coreanos en el país vecino.8 Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se planteó en la agenda gubernamental el tema legal de los coreanos que decidieron quedarse en Japón. Muchos de ellos habían llegado antes que las políticas de movilización y reclutamiento forzado implementadas por el gobierno opresor japonés en los avatares de la guerra. En un primer momento, de acuerdo con la Firma del Tratado de Paz de San Francisco, que entró en vigencia el 28 de abril de 1952, el Estado nipón se comprometió a incorporar a los residentes coreanos; promesa que nunca se hizo efectiva. Consecuentemente, los coreanos debían circular con el certificado de extranjeros, lo que los dejaba al margen de todo tipo de derechos sociales.9
A lo largo de las décadas, la situación fue mejorando aunque no de manera sustancial. La aceptación de la ciudadanía surcoreana por parte de centenares de coreanos residentes en Japón facilitó algunas cuestiones administrativas sin igualar sus derechos. En 1981, los residentes norcoreanos (que rechazaron la ciudadanía surcoreana) recibieron beneficios especiales en el marco de la Rectificación del Convenio de Refugiados. Y en 1991, se otorgó una residencia especial permanente a todos aquellos cuyos derechos fueron rechazados en el Tratado de Paz de 1952. Sin embargo, todavía hay varias restricciones como la imposibilidad de competir por cargos gubernamentales o ser maestros/profesores de escuelas públicas.
A estos problemas legales y sociales se suman la división entre los coreanos del Norte y los del Sur, y el impacto que esta diferenciación ideológica tiene para el gobierno nipón y la población japonesa en general. Desde fines de la guerra, los coreanos están registrados como zainichi chosenjin (del Norte) y zainichi kankokujin (del Sur). La fragmentación ideológica se refleja en las organizaciones sociopolíticas y las estrategias de adaptación y manutención de la coreaneidad que éstas utilizan. Las dos asociaciones más importantes que nuclean las actividades de la comunidad son: La Asociación General de Residentes Coreanos en Japón, conocida como Chongryon (총련)que nuclea las actividades que apoyan el régimen norcoreano, y la Unión de Residentes Coreanos en Japón, denominada Mindan (민단), encargada de los kankokujin.10
Las actividades de promoción nacional llevadas a cabo por la Chongryun se centraron en la administración de escuelas, la repatriación de familias, el intercambio de información, de objetos personales y la asistencia económica con el gobierno del Norte, así como la participación política de los miembros en la política norcoreana. En este marco, se pusieron en práctica programas de asistencia social y asesoramiento legal para los miembros (Mitchell, 1967: 104–105). Entre 1959 y 1984 se produjo la repatriación de 93.000 personas, quienes de acuerdo a los convenios con Japón no podían volver a ingresar al país. Se crearon centros educativos de todos los niveles para educar a las nuevas generaciones en idioma coreano y en los valores ideológicos del Juche.11 En el año 2005, se registraron 45 jardines de infantes, 62 colegios primarios, 38 colegios medios, 11 colegios superiores y una universidad (Shipper, 2010: 61). En la actualidad, estas instituciones han caído en la categoría de escuelas vocacionales, ya que no siguen el currículo nacional. Desde 2003, el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología obliga a los egresados de este tipo de escuelas a pasar el examen especial de calificación denominado daiken. Los alumnos de estas escuelas no pueden participar en competencias deportivas nacionales ni solicitar los beneficios impositivos que el gobierno otorga a las escuelas comunes. Recientemente, estas instituciones educativas han sufrido también la pérdida de financiamiento por parte del gobierno norcoreano, lo cual impactó en la baja de estudiantes en la matrícula y el cierre de muchos colegios.
A partir de esta cuestión específica, y como mencioné en el apartado anterior, Nuestra escuela polemiza acerca de las exclusiones legales, políticas, sociales y culturales de los coreanos en Japón. Centrada en la vida al interior de una escuela de la Chongryun, observa las complejas paradojas de ser no sólo un zainichi, sino también un chosenjin; mientras que La flor de mi abuela recupera el testimonio de los familiares chosenjin del cineasta desde una perspectiva mucho más desesperanzadora. Ambos filmes apuntan a la captura de las fricciones de las memorias privadas y públicas, de los actores representados y de los respectivos autores. Tensiones que demuestran que las memorias en la diáspora no constituyen un patrón homogéneo.
El sueño comunistaNuestra escuela discute la exclusión, la reafirmación de los orígenes étnicos y, en menor medida, la recategorización como escuela vocacional, así como las desventajas que ello implica: genera quita de subsidios, incorpora la obligatoriedad del examen de ingreso a la universidad y promueve la discriminación en los juegos deportivos. En lo que concierne a la sociedad, las reacciones negativas hacia los zainichi (chosenjin), especialmente generadas a partir de las amenazas militares reiteradas de Corea del Norte a Japón y el consecuente aumento de tensiones entre ambos países.
A lo largo de la primera mitad de la película, las reflexiones sociopolíticas se enmarcan en las dinámicas de la escuela. Una institución que consolida los lazos en el interior de la comunidad y perpetúa la coreaneidad en el marco de una sobrevaloración e idealización de la realidad norcoreana. Se observa así la tesis de Lie (2008) que sostiene que la construcción identitaria de los zainichi más jóvenes, respecto de la primera generación de migrantes coreanos, refleja un nacionalismo en la diáspora. El rasgo distintivo de esta categoría yace en el hecho de que los jóvenes tienen la expectativa de vivir en Japón y al no buscar el retorno a la patria crean una idealización de su existencia que se aleja tanto del lugar donde han nacido como de la tierra que anhelan.
Este proceso de identificación convoca a un choque inevitable de perspectivas en el interior de la sociedad nipona. Una amnesia generalizada parece mantener, en el imaginario de profesores y estudiantes, el sistema norcoreano poetizado de las décadas del sesenta y del setenta. La mitificación de la “madre patria” indigna a sectores conservadores de la población local, especialmente luego del lanzamiento de un misil de largo alcance con dirección a Japón en el año 2006. La escuela remite a universos simbólicos contradictorios que delimitan y fijan los sentidos del pasado. La victimización por la exclusión social y legal minimiza la dimensión del conflicto político con Corea del Norte y el impacto que en la discusión sobre el tema tienen las memorias traumáticas vigentes del lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. En la pantalla se aprecian imágenes de estudiantes caminando por el campus, y en off se escuchan los mensajes en japonés dejados en el contestador automático de la escuela: –Gracias por los misiles norcoreanos. Voy a matar a cinco de los estudiantes de la escuela secundaria antes de la próxima semana”. (…) “¡Recuerden esto! ¡Coreanos! Voy a matar a uno de ustedes. Son animales. Voy a asesinarlos. ¡Recuerden! Voy a matar a uno de sus niños.
El miedo impone vigilias nocturnas, el abandono del hanbok (vestido tradicional coreano) y el ocultamiento de las señales que identifican la escuela. La sensación de impotencia frente a las amenazas recibidas los convierte también en víctimas. El cineasta da un paso al costado respecto de los reclamos políticos válidos o injustos surgidos de ambos lados del espectro político para entonces reflexionar sobre la tolerancia. En este aspecto se acerca a la propuesta de La flor de mi abuela, que también trasciende la dicotomía política para pensar más allá de los odios ideológicos. Un desvío que, como analizamos más arriba, constituye a los actores como portadores de las discontinuidades de las memorias históricas.
Cuenta uno de los directivos que al registrar a la institución en las competencias deportivas, le hicieron una serie de cuestionamientos irrespetuosos: “También me preguntó si podían hablar japonés, les dije que nacieron y crecieron aquí; que no tiene nada de qué preocuparse” Los segmentos que exponen las demandas realizadas por las autoridades del colegio en un trabajo conjunto con el Grupo de Apoyo a las Escuelas Coreanas es una excusa para plantear la poca apertura del gobierno japonés hacia ese otro que constituye la primera minoría étnica del país.
Los alumnos discuten en varias oportunidades el tema de la exclusión y el olvido (respecto de sus orígenes étnicos). Un olvido forzado y reversible que, por lo que cuenta el director al comenzar el filme, también abarca a los jóvenes surcoreanos. Los orígenes de la comunidad coreana en Japón son desconocidos en detalle por las nuevas generaciones; de ellos irán tomando conocimiento y concientización a lo largo del documental. Este proceso se lleva a cabo mediante un diálogo constante entre educadores y alumnos. Para los profesores y directivos de la institución, la memoria es acción en el sentido que es ejercida y practicada conscientemente: “Hay que mantener la identidad nacional de nuestros niños”. El pasado vuelve en el aprendizaje como objeto buscado y definido para legitimar una noción de la Historia, y se enfrenta así a la amnesia generalizada de los alumnos transferidos de escuelas públicas, donde no han aprendido sobre sus orígenes o ni siquiera han llegado a cuestionar su existencia diferencial. A través de imágenes familiares y experiencias previas con compañeros japoneses, los estudiantes recuerdan –a diferencia de los dirigentes– como simple acto de evocación. Un movimiento espontáneo y anecdótico.12
En estas interacciones se observa un Japón multiforme. La escuela es relegada a la condición de vocacional, pero son los grupos formados en torno al Señor Suzuki los que luchan por su igualdad de derechos. Es el miedo frente a las amenazas telefónicas lo que indigna a los miembros del colegio, a las familias y al propio cineasta, pero son los jóvenes locales, como el profesor Huruzishiro, los que construyen en el respeto y la aceptación multicultural. El dolor del olvido y la exclusión se ve aminorado en actitudes de igualdad propuestas por diversos sectores locales, en la pluralidad de identificaciones más allá de las naciones.
Por otro lado, la institución educativa es concientización política y emblema del controvertido nacionalismo en la diáspora. Es quien selecciona, instrumentaliza e impulsa los recuerdos sociales. Así lo manifiestan los alumnos en una de las canciones a sus padres durante la fiesta de juegos deportivos en familia: “Vamos a la escuela en autobús o tren. Mamá se preocupa porque está muy lejos, pero todo está bien, somos coreanos. La escuela espera por nosotros, está esperando por nosotros”. El documental propone un activismo político sin necesidad de militancia en las calles. Una politización de las nuevas generaciones a través de un proceso gradual de reconocimiento y legitimidad de las memorias de quienes fueron oprimidos y mar– ginalizados de la historia oficial japonesa. Una pretensión de justicia que no es necesariamente judicial, sino fundamentalmente social.
Política y rencores familiaresEl sueño comunista se desvanece en la visita que realiza Moon Jeong Hyeon a su tío Cheol Wung en Japón. Allí descubre que tras historias de discriminaciones y maltratos se esconde un ferviente odio al hermano menor de su tío abuelo, asesinado en Corea por parte de sus hijos y descendientes. En el enojo derivado de una vocación política exagerada, las actividades pronacionalistas de su tío abuelo no son admiradas por sus familiares en el país vecino, (a diferencia de lo que sí ocurre con aquellos que viven en la ciudad natal). Los reclamos y las culpas echadas al padre fallecido aparecen reiteradamente en las conversaciones informales que el cineasta mantiene en su breve estadía en Japón: “Dado que nuestro padre participó en actividades nacionalistas, nosotros tuvimos que vivir en la miseria”; “Es el responsable del sufrimiento de nuestra familia”; “Era decente con otras personas, no con nosotros”. Sin embargo, el dolor y la rabia no afectaron el orgullo que ellos sienten por sus orígenes étnicos coreanos. Se ubican así en una contradicción interesante entre las quejas a la vida política de sus familiares durante los años de opresión y reconstrucción nacional y la negativa a ser ciudadanos japoneses.13 Estos matices en los sentidos y usos del pasado reafirman la verdad documental en plural.
El primer eje de discusión que retoma el director es la perpetuación de la discriminación. En las memorias y reflexiones manifestadas por sus familiares aparece una imagen ambivalente de Japón. La exclusión los ha condenado a una vida llena de dificultades y penares:
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Nuestros abuelos se asentaron en Japón durante el gobierno colonial en Corea. –dice el tío en Japón.
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En ese sentido, somos los coreanos un residuo del colonialismo, ¿verdad? –le pregunta el primo del director.
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Tú sabes, coreanos y japoneses se miran entre ellos con desdén. –le responde el tío.
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¿Es tan severa la discriminación? –interviene el director.
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Sí, claro que sí. Es indescriptible. –afirma el tío.
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Cuando éramos pequeños, los niños japoneses se burlaban de nosotros. No sé si está bien que mencione esto en el documental, pero los alumnos de las escuelas Jocheongnyeon pelean mucho con los chicos japoneses. –remata el primo del director.
Los malos tratos abarcan un amplio espectro de actividades, entre las que destaca el momento en que su tío tuvo que dejar su trabajo anterior agobiado por la discriminación. Empero, no todo es resentimiento e indignación. Hay también espacios en los que Japón es percibido de manera menos agresiva, como se observa en los comentarios sobre los secuestrados políticos en el Norte. Entre cigarrillos, alcohol y charlas espontáneas, la problemática de ver y ser visto se reposiciona en elementos fragmentarios relacionados con las división de Corea en los cuales se comparten responsabilidades entre la exmetrópoli y la excolonia.
Al igual que los alumnos de Nuestra escuela, construyen su identidad coreana en la diáspora: “No pertenecemos ni a Corea del Norte ni a Corea del Sur. Somos simplemente coreanos viviendo en Japón. Eso es lo que somos”, afirma uno de sus primos. Son un rezago de la colonización y comparten la necesidad de diferenciarse del país donde han nacido y crecido por medio de una revalorización de sus orígenes étnicos, aunque no tienen planeado volver a Corea.
El impacto ideológico de la pertenencia a Corea del Norte y las estigmatizaciones que surgieron a raíz de las constantes agresiones de Kim Jong II los posiciona en un lugar muy delicado frente a una sociedad que sufre las constantes amenazas del régimen comunista.14 En ese contexto, la sensación de segregación adquiere formas disímiles. Los familiares de Moon Jeong Hyeon evocan las miserias de ser coreano en Japón desde relatos personalizados en donde el pasado es intercalado con imágenes de archivo y explicaciones en off del cineasta. Entre los penares narrados se filtran hitos en las relaciones entre las Coreas y Japón, como la visita y posterior repatriación de residentes coreanos a Corea del Norte y el encuentro de familias en el Sur. En esos momentos emblemáticos, la historia de su familia se entremezcla y recobra aún más fuerza en fotografías de la única visita al Sur realizada por el padre de Cheol Wung, el tan esperado funeral del hermano de su abuela asesinado y el envío definitivo de la hermana de Cheol Wung al Norte. Los tramos del pasado rememorados confluyen en conversaciones informales donde las quejas hacia la condición de inferioridad que tienen en Japón vuelven a ser la demanda central.
El pasado en disputa es construido desde un país que los excluye y, a diferencia de Nuestra escuela, desde una Corea del Norte no idealizada ni anhelada. Grafías incompletas que acentúan la importancia del lugar que los actores ocupan respecto de los traumas históricos. Como sostienen Halbwachs y Nora, el relato de la memoria tiende a ordenar su propio desorden. En este escenario de sentimientos encontrados, la inscripción de la subjetividad de lo vivido (testigos directos) no es el reflejo de los discursos a favor del país comunista que sostienen los zainichi chosenjin de las organizaciones Chongryun. Hay una lucha por los sentidos del pasado enmarcada en conceptos disímiles de violencia, opresión y victimización. Memorias traumáticas en la diáspora, que lejos de ser uniformes, se erigen como tensión, irrupción y contradicción.
ConclusionesLas dos obras analizadas interpelan al pasado desde realidades y experiencias disímiles que comparten la representación de los otros como algo propio del discurso testimonial, de los modos en que el pasado y los cineastas se relacionan con los actores filmados y los eventos rememorados. En La flor de mi abuela, las disputas entre los habitantes de Sangdae, Jungdae y Pundong indican que la división ideológica y los odios irreconciliables que ésta acarrea aún determinan los lazos interpersonales y familiares en el país. Sin embargo, el conflicto planteado en términos dicotómicos pierde peso en las historias del tío Cheol Wung y los otros parientes del documentalista radicados en Japón. Las memorias políticas en la diáspora complejizan los resentimientos históricos al examinar el pasado desde la yuxtaposición de la experiencia personal y las huellas de la poscolonialidad. Ellos son víctimas en múltiples sentidos.
Por otro lado, en Nuestra escuela, las memorias en la diáspora sacan a la luz otros usos sociopolíticos del pasado convocado. En éstos, el régimen comunista del Norte es mitificado y revalorizado, pero mediatizado por la mirada del director surcoreano quien ha sido educado bajo la Ley de Seguridad Nacional (que impone estrictas censuras y sanciones a las perspectivas procomunistas), y su vez se le prohíbe visitar Corea del Norte durante el viaje de egresado de los niños de la escuela. Los diálogos y reflexiones generadas a lo largo del filme entre Kim Myung Jun, la perspectiva política de los miembros de la escuela que parecen “olvidar” el miedo que generan en la región las constantes amenazas militares del Norte y las actitudes conciliadoras de educadores como Suzuki y Huruzishiro reflejan los marcos ambivalentes de las memorias y la fragmentaciones de sus usos políticos.
En ambos documentales se observa la complejidad y variedad de modos de ver y narrar el dilema de la división de Corea y el impacto heterogéneo que ha tenido el conflicto político con Corea del Norte en Corea del Sur y Japón. La discusión propuesta, centrada en realidades transitorias, constituye un desafío para la relación entre memoria, historia y verdad. En este sentido, se observa que el pasado nunca se normaliza y por eso requiere ser pensado como espacio abierto de memorias en disputa. Un aleph que saca a la luz la heterogeneidad constitutiva de las memorias históricas y los dilemas de la temporalidad y la verdad en su representación documental. Como destaqué, el hiato entre memoria e historia se inserta en un horizonte confuso que está atravesado por la contingencia de lo político en el devenir histórico. Revelar estos valores en los modos de imaginar lo real sugiere un constante reto a los debates sobre el tema, porque como señala Sartre (en Rufer, 2010: 9): “la cuestión decisiva sigue siendo no lo que el pasado ha hecho en el hombre sino lo que el hombre haga con lo que el pasado hizo con él.”
Bienvenido a Dongmakgol (Park Kwang Hyun, 2005)
Joint Security Area (Park Chan Wook, 2000)
La flor de mi abuela (Mun Jeong Hyun, 2008)
Nuestra escuela (Kim Myung Jun, 2006)
Repatriación (Kim Dong Won, 2003)
Silmido (Kang Woo Suk, 2003)
Título original: 우리𝕙교
Director: Kim Myung Jun
Duración: 131 minutos
Fecha de estreno: 29 de marzo de 2007
Luego de la liberación de Japón, una de las primeras actividades de la comunidad coreana en dicho país fue construir escuelas para que los hijos pudieran aprender el idioma coreano y no sufrieran las barreras lingüísticas y cultures en caso de querer volver a la península. A 60 años de aquellas iniciativas, en Japón permanecen abiertos tan sólo 80 colegios, en general desconocidos por los residentes surcoreanos.
El documental capta la vida de los estudiantes, profesores y padres de los alumnos de la única escuela Chosen (pro Corea del Norte) en Sapporo, Hokkaido. A través de sus vivencias cotidianas, reflexiona sobre la identidad de la tercera y cuarta generación de coreanos en Japón. La discriminación, las diferencias culturales, los orígenes étnicos y los problemas de este tipo de instituciones educativas consideradas hoy por el Ministerio de Educación de Japón como “escuelas vocacionales”. Desde un relato centrado en la subjetividad del cineasta, el tema de la división de Corea y las estigmatizaciones a los norcoreanos surgen como herida abierta que cruza toda la narrativa.
Kim Myung Jun
김명준
Este joven director no formó parte, como la mayoría de los otros documentalistas, de la productora Purn. Graduado del Departamento de Teatro y Cine de la Universidad Hanyang, desde fines de los años 90 ha participado en varios cortos y largometrajes, por ejemplo, Hibernación (1998, Jung Yoo Chul) y Wannee y Junah (2001, Kim Young Kyun). Con una significativa experiencia en medios audiovisuales comerciales, incursionó en el documental independiente con Nuestra escuela, su ópera prima. Dado el éxito de esta película, en la actualidad está trabajando sobre otro documental que retrata la vida de los coreanos en Japón.
Título original:
Director: Mun Jeong Hyun
Duración: 89 minutos
Fecha de estreno: 19 de marzo de 2009
Cuando el director se encuentra accidentalmente con unos diarios íntimos llenos de frases religiosas de su fallecido tío abuelo (enfermo mental), descubre una serie de secretos familiares que lo llevaran a reflexionar sobre la historia moderna de Corea. Viaja a un pueblo ubicado al sur de la provincia de Jeolla donde su madre maneja un restaurante para contarnos cómo la violencia y opresión sufridas en el país han determinado la vida de sus parientes. Guiado por los recuerdos de su madre, el documental investiga las repercusiones de la colonización japonesa y la Guerra de Corea en las memorias de su familia. A través de fragmentos testimoniales y fotografías, las tensiones del pasado vislumbran una experiencia que no pretende ser única, sino un ejemplo más de esas historias traumáticas que esconden cada uno de los coreanos.
Festival Internacional de Berlín (2008), Festival Internacional de Cine Asiático de San Francisco (2008), Festival Internacional de Cine de Dubai (2008), Festival Internacional de Cine de Asia Pacífico de Los Ángeles (2009), Encuentro Anual de la Asociación de Estudios de Asia (2009). Premio al Documental del Año otorgado por Cine21, Corea del Sur (2008).
Mun Jeong Hyun
문정현
Luego de estudiar cine en Seúl, comenzó su carrera en la industria cinematográfica en la productora Purn. Colabora en el documental Repatriación, de Kim Dong Won, y ha trabajado desde entonces junto al “padre del cine documental”. Apasionado por el cine de lo real como herramienta de demanda política, dirigió Yongsan (2010), Una obra con máscaras (2012), Las hijas de Zelophehad (2005), entre otras obras. En la actualidad se desempeña como profesor universitario de cine documental y está trabajando en varios proyectos fílmicos, incluyendo la segunda parte de La flor de mi abuela.
Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, (Argentina). Máster en Estudios Coreanos por la Universidad Yonsei en Seúl y Licenciada en Ciencia Política (uba). Es becaria del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina (conicet) y profesora de “Historia y Culturas Asiáticas” y “Asia Pacífico Contemporánea” de la Universidad de Tres de Febrero (untref). Sus líneas de investigación son: memoria histórica en el Este de Asia, postcolonialismo en Corea del Sur, cine documental coreano. Entre sus últimas publicaciones destacan: “Las huellas de la colonización y el deber de la memoria: Apuntes desde el cine documental surcoreano” (2013); “Una mirada crítica al sector empresarial coreano, con especial referencia a Argentina”, en co-autoría con Luciana Manfredi (2013), y “Estrategias de la memoria: de lo político a lo cotidiano. Miradas desde el cine documental surcoreano” (2012).
A partir de esta misma época, en Corea del Sur se produce una apertura política que dio lugar a la emergencia a un importante revisionismo histórico que, sin hablar específicamente de memorias, incorpora historias al margen, minimizadas por la historiografía nacionalista. Para más detalles sobre los movimientos sociales, véase: Bavoleo (2009); y en referencia a los quiebres historiográficos, véase: Alejandro Kim (2011).
El debate sobre la historia como narración ha estado presente en las últimas décadas, preocupando a académicos de diferentes disciplinas sociales y humanísticas. White en El contenido de la forma (1992 [1987]) desmitifica al texto histórico a partir de un análisis de la historia como representación. Siguiendo esta propuesta, hace hincapié en cómo el historiador crea el texto histórico a partir de su propia impronta ideológica. Este debate lo retoma en un trabajo posterior sobre la diferencia entre evento y hecho, “El evento histórico” en Ficción histórica, historia ficcional y realidad histórica (2010), donde vuelve al tema de la escritura histórica como arma ideológica y a la realidad como ficcional (subjetiva).
Pienso en memorias que recorren el tiempo borgeano: “A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme y absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarcan todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos” (Borges, 2011 [1995]: 116).
Hannah Arendt utiliza esta expresión para referirse a la importancia de los momentos que componen una verdad en plural. Le entrega así al acto de toma de la palabra un valor de veracidad discutible pero imprescindible: “A falta de verdad, encontramos, sin embargo, instantes de verdad, y esos instantes son de hecho todo aquello de lo que disponemos para poner orden en este caos de horror. Estos instantes surgen de repente, como un oasis en el desierto. Son anécdotas y en su brevedad revelan de qué se trata” (Didi-Huberman, 2004 [2003]: 57).
Límite en el sentido que le otorga Bhabha: un más allá, un espacio intermedio, un despliegue y no un fin. “Pero habitar ‘en el más allá’ es también, como he mostrado, ser parte de un tiempo revisionista, un regreso al presente para ‘redescribir’ nuestra contemporaneidad cultural; reinscribir nuestra ‘comunalidad’ humana e histórica; tocar el futuro por el lado de acá. En este sentido, entonces, el espacio intermedio ‘más allá’ se vuelve un espacio de intervención de aquí y ahora” (Bhabha, [1994] 2011: 23).
Denomino Nuevo Cine Documental al movimiento de cine documental independiente que surge, por primera vez, con la apertura democrática. Durante los convulsionados años ochenta, apareció una tendencia creativa e innovadora del cine de lo real en los alrededores de Chungmuro. Este movimiento estaba asociado a grupos políticos que encontraban en el documental la manifestación cultural a través de la cual expresar y propagar el malestar social, las injusticias y la opresión. Hasta mediados de los años noventa, era arriesgado dedicarse a filmar lo real. Los documentalistas podían caer en la categoría de activistas políticos y ser consecuentemente arrestados, dado que seguía funcionando el Comité Público de Ética en Performances (declarado inconstitucional en octubre de 1996). Por eso, los directores no ponían su nombre en los filmes realizados sino que hacían referencia a ellos mismos como “I” (independent). Esta referencia reafirmaba que el objetivo central de sus películas era interpretar e interpelar la realidad, dejando atrás viejas pretensiones de objetividad.
En la entrevista personal realizada al director, hizo referencia a la importancia de incorporar ese fragmento que refleja, en la voz de otro, su dolor, sus memorias, sus imaginarios. No quería dejar de trasmitirle al espectador lo que él sintió e imaginó al escuchar esas historias ocultas que parecen tan peculiares, pero que no son tan distintas a las que esconden muchas familias coreanas. Todos han sido parte del turbulento siglo XX (21 de noviembre de 2011, Seúl, Corea del Sur).
Para más detalles sobre la comunidad coreana en Japón véanse: Ryang (1997); Ryang (2010); Lie (2008) y Weinar (1989).
El gobierno nipón autorizó el pedido de la ciudadanía japonesa sólo a aquellos coreanos que tuvieran el Koseki (el libro de registro familiar). Dada las propias características del movimiento migratorio, este requisito dificultó la incorporación de los coreanos. Al no ser ciudadanos, no podían acceder a los privilegios del Estado de bienestar ni a las compensaciones económicas para los veteranos de guerra.
Durante la primera década, el número de miembros en la Chongryun era mucho mayor que en Mindan. Sin embargo, luego de la normalización de las relaciones entre Corea del Sur y Japón en 1965, se implementaron varias medidas que beneficiaban a los miembros de la Mindan, como el reconocimiento de la nacionalidad surcoreana (el consecuente otorgamiento de pasaporte) y una residencia permanente, mientras que los miembros de la Chongryun no tuvieron documentos válidos para salir del país hasta 1981 (Shipper, 2010: 73).
Juche significa confianza en uno mismo. Es un sistema de ideas que conjuga el paternalismo ideológico, el centralismo, la presencia de una economía autosuficiente, el nacionalismo cultural y el aislamiento con el propósito de consolidar un sistema político autónomo. Sostiene que Corea del Norte es la tierra elegida para la transformación comunista. El líder es la mente que toma decisiones y dirige acciones, el Partido de los Trabajadores es el sistema nervioso que media y mantiene el equilibrio entre la mente y el cuerpo, las personas son los huesos y músculos que implementan las decisiones y los canales de retroalimentación hacia el líder. Esta perspectiva considera clave la santificación, adoración y adulación del líder, por eso, en 1980 había alrededor de 34.000 monumentos de Kim Il Sung. Con los años y frente a la caída de la Unión Soviética, el sistema devino en un Estado cada vez más cerrado, absolutista e impermeable.
He trabajado los ejes memoria-pasión y memoria-acción de este filme en otro artículo (2013). Retomando la diferencia entre mneme y anamnesis sugerida por Ricouer en “La memoria, la historia, el olvido”, planteo los usos del pasado en los testimonios que aparecen en Nuestra escuela, especialmente las transformaciones evidenciadas en los relatos de los alumnos.
Como mencioné en este apartado, las cuestiones relacionadas con el estatus legal de los coreanos en Japón son muy delicadas ya que se es japonés sólo por herencia sanguínea. En la actualidad, la mayoría de los coreanos provenientes del Sur han optado por la ciudadanía surcoreana. Muchos otros se han naturalizado japoneses, lo que les permite una equiparación con los nativos, absoluta en lo civil y relativa o limitada en lo político. Finalmente, encontramos un sector amplio (sobre todo entre los partidarios del régimen comunista) que han decidido mantener la nacionalidad Joseon y optar por la residencia permanente Tokubetsu Eijusha (“residencia especial permanente”). Bajo esta categoría mantienen privilegios similares a los establecidos en 1965 y reiterados en 1991. Tanto Nuestra escuela como La flor de mi abuela exponen la realidad de los coreanos de nacionalidad Joseon. Para más detalles sobre la cuestión legal de los coreanos en Japón véase: Changsoon Lee (1981) y Sonia Ryang (2000).
Cabe recordar que aún está vigente la disputa entre Japón y Corea del Norte por la repatriación de los prisioneros japoneses en el país comunista. Luego de la visita del primer ministro Koizumi Junichiro a Pyongyang en septiembre de 2002, este tema adquirió mayor relevancia en programas de televisión, periódicos y revistas. Especialmente a partir de que los líderes norcoreanos confesaran la existencia de civiles japoneses secuestrados. Estas declaraciones tuvieron un efecto muy perjudicial en la comunidad coreana en Japón, sufriendo agravios e insultos de civiles indignados con la noticia. Los más afectados fueron los sectores procomunistas, como la escuela de Hokkaido.
Desde una perspectiva tolerante e inclusiva, la Asociación Nacional para el Rescate de los Secuestrados Japoneses por Corea del Norte (narkn, por su sigla en inglés) ha tenido un papel clave en la continua promoción y publicidad de actividades de información y demandas políticas específicas. La narkn está conformada por 39 organizaciones no gubernamentales y organizaciones de jóvenes que comparten como objetivo central el reclutamiento de los secuestrados por fuerzas norcoreanas. Esta organización comenzó sus actividades en 1998, trabajando en conjunto con la Asociación de Familias de Víctimas Raptadas por Corea del Norte (afvkn, por su sigla en inglés), formada por familiares de las víctimas niponas. Para más detalles sobre las actividades de estos organismos, véase: <www.sukuukai.jp/narkn/about.html>.