El suicidio constituye uno de los problemas más importantes de la salud pública mundial1. Ese es, entre otros, motivo para que durante los últimos 2 años se hayan publicado diversos estudios en los que se trata de establecer una posible asociación entre diferentes indicadores de crisis económica y variabilidad en la tasa de suicidios en países de muy diferentes latitudes2–5, habiéndose obtenido resultados muy dispares. Los datos más consistentes a favor de dicha asociación proceden de países desarrollados del entorno anglosajón6,7. Por el contrario, en España los datos son discrepantes existiendo estudios que postulan asociación entre crisis económica e incremento del número de suicidios4,5 y otros que contradicen dicha afirmación8. Las razones de tales discrepancias no son claras. Algunos autores sugieren que aspectos de tipo sociocultural pueden explicar la aparente resiliencia ante la situación de crisis apreciada en nuestra población8, mientras que otros mencionan los diferentes indicadores de crisis utilizados en los estudios2 o los distintos abordajes estadísticos utilizados, como causa de tales discrepancias. El análisis realizado por nuestro propio grupo, utilizando como indicador de crisis el número anual de desempleados, no encuentra asociación entre dicho indicador y el número anual de suicidios. Sin embargo, cuando se compara la variación anual en el número de desempleados (que podría ser un indicador más específico de las personas que pierden su empleo en un período concreto) con la variación anual del número de suicidios sí se encuentra asociación entre ambos; estimándose que cada 10% de crecimiento anual en el desempleo se incrementa un 1,25% el número de suicidios en el período previo a la crisis (1998-2007), siendo el aumento similar (1.22%) tras el comienzo de la misma (período 2008–2012).
Independientemente de lo expuesto previamente, hay que dejar bien claro que en España los datos aportados por el Instituto Nacional de Estadística sitúan, desde el año 2008, el suicidio como primera causa no natural de defunción, superando a los fallecidos por accidentes de tráfico, y esta situación se mantiene invariable hasta el 2012, año del que se disponen las últimos datos oficiales9. Por otra parte, la discrepancia existente entre los datos aportados por el Instituto Nacional de Estadística y los Institutos de Medicina Legal hace pensar en una clara tendencia a la subnotificación del número de muertes por suicidio en España10.
La trascendencia de lo previamente expuesto contrasta con algunos aspectos que quieren señalarse en el presente editorial. Por un lado, la comunidad científica y las sociedades profesionales de nuestro país están sensibilizadas con el problema, tal y como demuestra el número creciente de publicaciones sobre «suicidio» y «comportamientos suicidas» en revistas de impacto, en las que participan autores españoles, o la reciente publicación de recomendaciones preventivas auspiciada por las Sociedades Españolas de Psiquiatría (SEP) y Psiquiatría Biológica (SEPB)11 o la Guía de Práctica Clínica de Prevención y Tratamiento de la Conducta Suicida auspiciada por el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad y la Agencia de Evaluación de Tecnologías Sanitarias de Galicia12. No obstante, dicha sensibilización no parece tener una suficiente penetración a otros niveles, algunos de cuyos ejemplos se citan a continuación.
En primer lugar, la evaluación y correspondiente constatación, en la historia o informes clínicos, del riesgo suicida se hace de modo deficiente en nuestro país13, no incluyéndose, en muchas ocasiones, aspectos de tal importancia como la existencia de antecedentes personales de tentativa suicida, a pesar de que este es uno de los factores de riesgo que predice con más claridad la posibilidad de un futuro suicidio consumado14. Además, el uso de escalas psicométricas de ayuda en la evaluación del riesgo de comportamiento suicida aún no se ha incorporado de modo rutinario a la práctica clínica cotidiana15. Señalar, de igual modo, que a pesar de que existen multitud de escalas desarrolladas para facilitar la evaluación de diferentes aspectos relacionados con el comportamiento suicida, prácticamente ninguna de ellas ha sido adaptada y validada para su uso en España, utilizándose, por tanto, meras traducciones de las mismas, cuya validez podría llegar a ser cuestionable. Este aspecto parece estar subsanándose, siendo reseñable la formulación, por parte de autores españoles, de un protocolo breve y comprehensivo de evaluación del comportamiento suicida16, la génesis de nuevos instrumentos de evaluación de riesgo suicida partiendo de los ítems más discriminantes de escalas científicamente avaladas para uso en valoración de riesgo de suicidio17, la validación de instrumentos que evalúan todo el rango de comportamientos suicidas y/o autolesivos18 o la reciente validación de la Escala Columbia para Evaluar el Riesgo de Suicidio (C-SSRS), único instrumento avalado por la división de neurofarmacología de la Food and Drug Administration (FDA) para evaluación prospectiva del riesgo de suicidio en los ensayos clínicos19.
En segundo lugar cabe señalar la práctica carencia total de programas preventivos estatales en nuestro país, todo ello a pesar de que la Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud, dentro de su línea estratégica 1, incluye como uno de sus objetivos generales la prevención del suicidio a través de la realización y evaluación de acciones específicas para disminuir las tasas de depresión y suicidio20. De hecho, actualmente no existe en España un plan estatal de prevención del suicidio, como tal y, hasta ahora, solo se han desarrollado algunas iniciativas locales, enmarcadas en muchas ocasiones dentro de proyectos europeos específicos21–36, generalmente de duración y extensión geográfica limitada y dirigidas a poblaciones de características específicas, lo que sitúa a nuestro país muy por debajo del nivel de otros países europeos de similar desarrollo. Todo ello a pesar de que cada vez existen más evidencias que avalan que determinadas estrategias preventivas pueden ser útiles a la hora de reducir la tasa de suicidio, en particular, la restricción de acceso a métodos suicidas, la formación de los profesionales de salud mental o la formación de los profesionales de asistencia primaria37.
En tercer lugar, nos gustaría hacer referencia a las intervenciones específicas sobre población de riesgo, con especial hincapié en aquellos que han realizado tentativas suicidas previas. El comportamiento suicida es un fenómeno muy complejo lo cual dificulta la existencia de un tratamiento específico para el mismo. Así, cuando se consulta cuál es el abordaje terapéutico más adecuado para población de riesgo, suele hacerse referencia al hecho de que, aproximadamente, en el 90% de los casos de suicidio existe un trastorno psiquiátrico subyacente siendo, por tanto, lo más adecuado un tratamiento psicofarmacológico de la patología de base. Más aún, hasta la fecha solo existe un fármaco cuyo potencial antisuicida ha sido reconocido por alguna agencia sanitaria, en este caso la FDA, y se trata de la clozapina38, estando refiriéndonos a un fármaco de segunda línea terapéutica. Por otra parte, el potencial antisuicida del litio ha sido demostrado en estudios metaanalíticos tanto en depresión unipolar como en depresión bipolar39, pero de nuevo estamos hablando de un fármaco que por efectos secundarios/tolerabilidad no puede ser utilizado de modo indiscriminado en todos los pacientes con riesgo suicida. En el caso de los antidepresivos la situación ha llegado a ser incluso más controvertida, con limitación, por parte de las agencias sanitarias (FDA y EMA), de su uso en niños y adolescentes por su posible inducción de riesgo de suicidio, recomendándose el uso de fluoxetina en esos grupos de edad. Existen evidencias de que el posible efecto facilitador del riesgo de suicidio atribuido a los antidepresivos podría ser edad dependiente. Así, en personas menores de 25 años podrían tener cierto efecto facilitador, un efecto neutro en los grupos de entre 25 y 65 años y un efecto claramente protector en mayores de 6540. No obstante, los avales que demuestran los efectos beneficiosos de los antidepresivos superan con mucho a su posible potencial inductor de riesgo suicida y, en todo caso, una adecuada monitorización de posibles efectos adversos, asociados a su uso, es necesaria sobre todo en los grupos más jóvenes de edad41. No obstante, lo previamente expuesto pone de manifiesto un desconocimiento acerca del potencial antisuicida de la mayoría de los fármacos que habitualmente manejamos, siendo necesaria la realización de ensayos clínicos con un diseño adecuado para testar dicho efecto.
Retomando, por último, el tema del abordaje psicofarmacológico de la patología psiquiátrica de base, y aun estando totalmente de acuerdo con dicha afirmación, queremos señalar que en muchas ocasiones olvidamos que existe probada evidencia de la utilidad preventiva de intervenciones no farmacológicas dirigidas a incrementar el seguimiento clínico y la adherencia al tratamiento ambulatorio postentativa. Es importante señalar que estas intervenciones no van dirigidas a trastornos o grupos poblacionales específicos, sino que tienen un carácter más universal y, por tanto, son más fácilmente generalizables, siendo algunos ejemplos la utilización de «tarjetas de crisis»42, el contacto intensivo a través del correo postal43 o el manejo de casos44.
En síntesis, en estos momentos en que siguen disminuyendo las tasas de muertes por accidentabilidad vial creemos necesaria, en el proceso de prevención de la mortalidad por causas no naturales, la facilitación por parte de los profesionales de la aplicación de todo tipo de programas preventivos y la promoción de una mayor atención investigadora y clínica a los grupos de riesgo.