Introducción
En el momento actual parece lejos de toda duda que los sujetos que presentan abuso o dependencia de sustancias conforman uno de los grupos que ofrece una mayor dificultad de manejo clínico. Tal dificultad se ha atribuido históricamente al propio proceso adictivo, cuyo curso crónico y a menudo recidivante, jalona la intervención de escollos de difícil superación para quienes tienen el encargo de atenderlos. Por otra parte, la drogodependencia no suele presentarse aislada de una constelación de problemas previos, concomitantes o consecuentes a la propia conducta adictiva, lo que obliga a utilizar varios focos de atención en cada caso1. Finalmente, se considera que la propia personalidad del adicto presenta características que dificultan la relación terapéutica y el logro de objetivos.
Tradicionalmente se hacía alusión a la personalidad sociopática del drogodependiente2, en alusión a su incapacidad para asumir normas, a cumplir tratamientos, a admitir sus propios problemas y a convivir de forma estructurada en un ambiente social. Los intentos para definir una personalidad adictiva no alcanzaron el éxito3,4 salvo para poner de manifiesto la presencia frecuente de algunos rasgos en muchos sujetos pero no en otros, aceptándose en la actualidad que el consumo de drogas supone más propiamente un síntoma que la causa del desajuste personal y social, por lo que sólo puede ser entendido dentro del contexto de desarrollo y personalidad del sujeto5.
En los últimos años ha cobrado especial relevancia el diagnóstico de los trastornos de la personalidad y su relación con las dificultades de manejo clínico que presentan los sujetos que las padecen6. En las sucesivas ediciones del DSM (hasta llegar al actual DSM-IV-TR) se ha procurado afinar en la delimitación de tales trastornos sin que hasta el momento se haya logrado una clasificación categorial satisfactoria. No obstante, las evidentes dificultades implícitas en esta tarea en el momento actual, es posible la descripción de «patrones permanentes e inflexibles de experiencia interna y de comportamiento» que «comportan malestar o perjuicios para el individuo»7, y que tienen como características la rigidez, la cronicidad y la desadaptación8.
A tenor de los múltiples estudios disponibles en la actualidad parece fuera de toda duda la alta prevalencia de trastornos de la personalidad en sujetos adictos en tratamiento9-11. Sin embargo, en un mismo sujeto, las cifras presentan amplias discrepancias, así como intensos solapamientos en los diagnósticos de varios trastornos, lo que inevitablemente genera dudas sobre la pertinencia de las categorías estudiadas o de los métodos diagnósticos utilizados, o sobre el procedimiento seguido en el muestreo de sujetos. En relación a las categorías, en la actualidad existen dificultades insalvables, como el hecho de que el consumo de drogas es uno de los criterios diagnósticos para establecer la existencia de algún trastorno de personalidad; por otra parte, persiste el debate entre el enfoque categorial y el dimensional en el establecimiento del diagnóstico: según el enfoque dimensional el punto de corte se sitúa en algún lugar de una dimensión continua, sin que sea posible estimar con exactitud su correcta ubicación. Este problema se extiende a los métodos diagnósticos según utilicen uno u otro enfoque, proporcionando resultados altamente divergentes12, por más que instrumentos dimensionales como el MCMI-2 utilicen para el diagnóstico las tasas base establecidas a partir de métodos propios del enfoque categorial13. En relación a las muestras es preciso considerar dos sesgos frecuentes: el denominado sesgo de Berson, que apunta a que la existencia de dos trastornos incentiva la búsqueda de tratamiento, incrementando artefactualmente las cifras de prevalencia14, algo ya puesto de manifiesto por Rounsaville y Kleber15; y, por otra parte, que tales muestras se concentran en un gran número de ocasiones en subpoblaciones de drogodependientes encarcelados u hospitalizados, quienes probablemente no representan al total de la población, padecen mayores niveles de psicopatología y son influidos por factores como la institucionalización16.
A pesar de todas estas dificultades, parece fuera de toda duda que los trastornos de la personalidad presentan una elevada incidencia en los usuarios de drogas sin que pueda establecerse por el momento una relación de causa efecto13,17. Y parece razonable pensar que, en tanto que patrones disfuncionales y desadaptativos de conducta, éstos sean en buena medida responsables de la dificultad de manejo de los sujetos adictos18. De confirmarse esta relación, las implicaciones serían de interés: por una parte, la frecuente alusión a estos pacientes con epítetos como «manipulador», «psicópata», «intolerante a la frustración», «histérico», «desmotivado» y similares, encontrarían acomodo en una descripción más completa de un patrón de conducta estable pero modificable (farmacológicamente, interviniendo sobre las bases biológicas, y mediante terapia de modificación de conducta sobre los aspectos relacionados con el aprendizaje); por otra, el conocimiento de dicho patrón permitiría una mejor adecuación en la oferta de recursos (matching) y un ajuste de las expectativas de éxito, eludiendo los problemas derivados de la sensación de fracaso reiterado que padecen los profesionales que se enfrentan a estos individuos y las consiguientes reacciones defensivas y agotamiento profesional que tal situación suscita19. Este último punto es, a nuestro entender, crucial, pero implica riesgos importantes: si el hecho de considerar como «enfermo» a un sujeto que padece un trastorno de la personalidad sirve únicamente para desproveer de responsabilidad al profesional que lo trata, estaríamos pervirtiendo intensamente la intervención clínica; bien al contrario, el hecho de saber que la estructura de personalidad de un sujeto presenta determinadas características diferenciales deposita en los profesionales la responsabilidad de buscar los instrumentos, dispositivos, ritmos de intervención, objetivos y estrategias más adecuadas, y en el paciente la responsabilidad de implicarse activamente en un proceso de cambio, guiado por los profesionales, pero protagonizado por él.
Con esta intención abordamos el trabajo que presentamos a continuación, intentando establecer relaciones entre los patrones disfuncionales de conducta o trastornos de personalidad y la dificultad en el manejo clínico de los sujetos que demandan tratamiento por consumo de sustancias.
Hipótesis
1. Existe una alta prevalencia de trastornos de la personalidad en sujetos que se encuentran en tratamiento por abuso o dependencia de sustancias.
2. La existencia de trastornos de la personalidad está relacionada con una mayor dificultad en el manejo de los sujetos en tratamiento por abuso o dependencia de sustancias.
3. Algunos trastornos de personalidad determinan una mayor dificultad de manejo.
Material y métodos
Participantes
Se estudia una muestra de 86 sujetos en tratamiento por abuso o dependencia de sustancias, 36 de ellos en la Comunidad Terapéutica Profesional (CT Barajas) y 50 en un centro de tratamiento ambulatorio (CAD 4). Ambos dispositivos pertenecen a la red de recursos del Plan Municipal contra las Drogas del Ayuntamiento de Madrid. No se realiza ningún tipo de selección en el muestreo, administrándose los cuestionarios a todos los residentes, en un momento determinado, en la CT, y a 55 sujetos que se encuentran en tratamiento en el CAD, con la única limitación de que llevaran, al menos, dos meses realizándolo para, en primer lugar, evitar el sobredimensionamiento de síntomas que pudieran deberse a la sustancia consumida o a las secuelas de la desintoxicación o sustitución y, por otra parte, para permitir un conocimiento suficiente por parte de los profesionales que habrían de estimar la dificultad de manejo.
En la valoración de la dificultad participan 35 profesionales de ambos dispositivos: 7 educadores sociales, 6 médicos, 6 psicólogos, 6 trabajadores sociales, 5 auxiliares educativos, 3 enfermeros y 2 terapeutas ocupacionales. Algunos sujetos son valorados por profesionales de ambos dispositivos en tanto que fueron derivados desde el CAD a la CT y otros sólo por quienes trabajan en el recurso en el que se encuentran en ese momento.
Instrumentos
Se administra a los pacientes de ambos dispositivos el MCMI-2 (Millon Clinical Multiaxial Inventory II, adaptación española de Ávila-Espada et al13), cuestionario autoadministrado de 175 items, elaborado desde el modelo estructural politético, que explora dimensionalmente 13 escalas de patrones desadaptativos de personalidad (esquizoide, evitativa, dependiente, histriónica, narcisista, antisocial, agresivo/sádica, compulsiva, pasivo/agresiva, autodestructiva, esquizotípica, límite, paranoide) y 9 síndromes del eje I (ansiedad, somatoforme, hipomanía, distimia, abuso de alcohol abuso de drogas, pensamiento psicótico, depresión mayor y trastorno delirante). Las puntuaciones directas pueden transformarse en puntuaciones TB (de tasa base) que permiten un acercamiento al enfoque categorial de diagnóstico en función de la prevalencia observada en los diferentes trastornos. Cuenta con escalas de validez y sinceridad.
A los profesionales se les proporciona una tabla con los nombres de los pacientes, debiendo valorar las siguientes opciones en una escala de Likert: muy fácil manejo, fácil manejo, dificultad intermedia, difícil manejo y muy difícil manejo. Se puntúan entre 1 y 5, respectivamente. Se solicita también información sobre el tiempo de trabajo con drogodependientes y papel profesional desempeñado.
Se atiende a la historia clínica para obtener los siguientes datos: edad, sexo, droga que motiva la demanda, tiempo de consumo de ésta droga y edad de inicio en su consumo.
Análisis de datos
Se utiliza el paquete estadístico SPSS 10.0 para Windows.
Resultados
Se eliminaron 8 sujetos cuyos resultados no cumplían las exigencias de validez y sinceridad del MCMI-2 (dos o más puntos en la escala V o más de 590 en la escala X). La puntuación media en dificultad obtenida por estos sujetos es fue 2,64 (desviación típica [DT], 0,97), valorados por una media de 11 profesionales.
La muestra quedó reducida a 78 sujetos, 61 varones y 17 mujeres, 32 en CT (cuatro derivados desde el mismo CAD) y 46 en tratamiento ambulatorio. Cuarenta y dos estaban en tratamiento por abuso o dependencia de heroína (26 en CAD, 16 en CT), 13 por cocaína (9 en CAD, 4 en CT), 20 por alcohol (8 en CAD y 12 en CT) y 3 por Cannabis (todos en CAD). La media de edad era de 34,87 años (34,80 en CAD y 34,97 en CT) con una media de 15,35 años consumiendo la droga por la que solicitan tratamiento (14, 1 en CAD y 17,1 en CT), en la que se iniciaron por término medio a los 19,2 años (20,2 para CAD y 17,9 para CT).
A partir de las puntuaciones directas en las escalas del MCMI-2, y realizando todas las correcciones que se especifican en el manual (corrector X y X/2, ajuste depresión/ansiedad, ajuste deseabilidad/alteración, ajuste negatividad/hacerse el enfermo, ajuste para pacientes) se obtuvieron las puntuaciones TB, según el baremo de población toxicómana española ofrecido en el mismo manual del cuestionario. En la tabla 1 se muestran los porcentajes de sujetos que puntúan más alto en cada una de las escalas del eje II del MCMI-2, poniéndolo en relación, en la tabla 2 con las variables sexo y droga que motiva la demanda.
En la tabla 3 se muestra el número de sujetos que presenta, según el manual del cuestionario, algún trastorno de la personalidad, al ser su puntuación TB mayor de74, y a continuación aquellos que presentan los trastornos con grado de intensidad, al ser su puntuación TB > 84.
Estimando las posibles diferencias entre las dos poblaciones (en régimen ambulatorio y residencial) mediante la U de Mann-Whitney, sólo se aprecia una presencia significativamente más amplia de sujetos con trastorno intenso de personalidad autodestructiva en CT (p < 0,02).
En la tabla 4 se presenta la distribución de los sujetos según el número de diagnósticos de presencia e intensidad de trastornos de personalidad a los que se harían acreedores según sus puntuaciones en el MCMI-2; en la tabla 5 se pone en relación el número de trastornos intensos presentes con las escalas de insinceridad (X), deseabilidad (Y) y alteración (Z).
La variable dificultad de manejo se distribuye según se muestra en la tabla 6. Cada paciente es valorado por una media de 9,1 profesionales (DT, 7,0). Las puntuaciones medias, así como el tiempo de trabajo con drogodependientes, se muestran en la tabla 7. Existe una correlación negativa y significativa (r = 0,35; p < 0,01) entre el tiempo de trabajo en este ámbito y la estimación de dificultad.
En la tabla 8 se muestran las correlaciones y su significación entre la dificultad de manejo estimada y las diversas escalas de desórdenes de personalidad del MCMI-2 en puntuaciones directas y TB. Aparece significación entre la dificultad y los trastornos histriónico, límite y autodestructivo.
En la tabla 9 se muestran las diferencias entre los grupos, según pueda estimarse la presencia (TB > 74) o ausencia (TB < 75) de cada trastorno. Se mantiene la significación para los trastornos límite y autodestructivo, pero no para el histriónico, apareciendo, según este procedimiento, para el trastorno por evitación o fóbico. Es preciso hacer constar que la puntuación promedio es más elevada para casi todos los grupos con diagnóstico, aunque la baja representatividad de los grupos obliga a utilizar métodos no paramétricos de baja potencia, lo que hace suponer que, en algunos casos, tales diferencias alcanzarían la significación si se incrementara el número de sujetos que los componen.
Si se relaciona la dificultad percibida con los grupos de pacientes según el número de trastornos de personalidad presentes (T > 74), se observa una dificultad creciente hasta el grupo con 4 trastornos, descendiendo después en los sujetos con más desórdenes diagnosticables, según las puntuaciones TB del MCMI-2, no existiendo significación en las diferencias entre grupos (prueba de Kruskal-Wallis, p < 0,42) (tabla 10). Algo similar sucede cuando consideramos los trastornos intensos y la dificultad estimada: ésta es máxima con 2 desórdenes y desciende después progresivamente, sin que se aprecie significación en las diferencias (p < 0,16).
Efectuado un análisis de regresión de los diversos patrones de personalidad sobre la variable dificultad, sólo aparece con capacidad predictiva la escala de personalidad autodestructiva, tanto si tomamos las puntuaciones directas (beta = 0,32; t = 2,93; p = 0,004) como las de tasa base (beta = 0,31; t = 2,86; p = 0,006). También carecen de capacidad predictiva las variables edad, droga consumida, edad de inicio en el consumo y tiempo de consumo.
Finalmente, estudiamos al grupo que presenta el cuartil superior de dificultad estimada. Se trata de 20 sujetos que presentan una media de 3,79 puntos en la estimación de dificultad (entre 3 y 4,57; DT, 0,52) de los cuales 13 se encontraban en tratamiento ambulatorio y 7 en residencial. Estudiamos la presencia e intensidad de los trastornos y comparamos el porcentaje obtenido con el que sería esperable a tenor de lo obtenido con el total de la muestra. Los resultados se muestran en la tabla 11, y puede observarse cómo predomina la presencia de trastorno antisocial, autodestructivo, límite, evitativo e histriónico, aunque si atendemos a la intensidad, disminuye en los patrones antisocial y autodestructivo, mientras que se mantiene en los otros tres.
DISCUSIÓN
En primer lugar, es preciso hacer constar que la muestra no es necesariamente representativa, puesto que no se ha dispuesto ningún método de aleatorización, sino un corte transversal en dos subpoblaciones que en un momento dado desarrollan tratamiento en dos dispositivos. Sin embargo, el criterio según el cual debían llevar al menos dos meses inmersos en el tratamiento, descarta una de las fuentes de artefactación habituales en este tipo de estudios, como la inclusión de sujetos que demandan tratamiento, puesto que ése es el momento en que se declara un mayor nivel de sintomatología tanto en el eje I como en el II, siendo necesario esperar, al menos, un mes para poder hacer una estimación más adecuada de los parámetros a medir, como se evidencia en muchos estudios precedentes20-22. Aún así, es notoria la presencia de trastornos, que en nuestra muestra se sitúa próxima al 78%, aunque otros estudios que utilizan similares instrumentos ponen de manifiesto que, probablemente, éstos sobredimensionan la presencia de este tipo de desórdenes23 acaso porque no han sido concebidos como herramientas al servicio del diagnóstico categorial20 y abogan por la revisión de las tasas base: la utilización del punto de corte 85 como estimador de presencia del trastorno proporcionaría cifras más acordes con las encontradas por otros métodos24.
Los resultados son difíciles de interpretar, ya que depende en gran medida del criterio que estimemos para hacerlo: si atendemos a la escala más puntuada observamos un claro predominio del patrón pasivo/agresivo, seguido del agresivo/sádico y el antisocial, este último sensiblemente más representado en los sujetos residentes en Comunidad Terapéutica Profesional, en consonancia con la mayor adecuación y los mejores resultados proporcionados por este recurso a tales perfiles25,26, lo que justifica una derivación desde los centros de referencia más frecuente.
Si atendemos al ajuste categorial, en los varones siguen siendo estos tres los trastornos encontrados con más frecuencia en nuestra muestra, mientras que en las mujeres aparece como el más prevalente el patrón evitativo/fóbico, seguido por los dos patrones agresivos, el dependiente y el límite. Si atendemos a la droga que determinó la demanda de tratamiento, observamos que, mientras entre los consumidores de heroína se mantiene la tríada pasivo/agresivo, agresivo/sádico y antisocial, en los de cocaína aparece con frecuencia duplicada el pasivo/agresivo y emerge el patrón esquizoide, casi inexistente en el resto de grupos, siendo también relevantes las cifras de los patrones dependiente y agresivo/sádico e inexistente el antisocial. Con el alcohol se aprecia una distribución prácticamente homogénea de casi todos los patrones, con una especial relevancia de los patrones narcisista, antisocial y pasivo/agresivo. Los datos relativos a los consumidores de Cannabis carecen de interés por lo reducido de la muestra, aunque es llamativo que 3 de los 4 sujetos sean tributarios de un diagnóstico de trastorno obsesivo-compulsivo, casi inexistente en los otros grupos. Estos datos no apoyan la propuesta basada en la revisión de Verheul27, según la cual la comorbilidad entre los TTPP y las conductas adictivas se explicaría a partir de una relación en la que los primeros serían factores etiológicos de las segundas, al menos por tres vías: 1) la vía de la desinhibición del comportamiento (que podría explicar la comorbilidad de los trastornos antisocial y límite); 2) la vía de la reducción del estrés (explicaría la comorbilidad de los trastornos por evitación, por dependencia, esquizotípico y límite, y se relacionaría con consumo de heroína, alcohol y benzodiazepinas), y 3) la vía de la sensibilidad a la recompensa (explicaría la comorbilidad de los trastornos histriónico y narcisista, y estaría más relacionada con el uso de sustancias estimulantes). No obstante, hay que hacer constar lo reducido de nuestra muestra que imposibilita el cuestionamiento de la mencionada revisión y sus propuestas teóricas (para una revisión actualizada de las relaciones etiológicas entre TTPP y conductas adictivas consultar Fernández Miranda28).
También llama la atención la significativa presencia de sujetos derivados a CT que muestran un patrón de personalidad autodestructiva, aunque el dato no es extraño si tenemos en cuenta que uno de los criterios para la derivación a este recurso es el fracaso reiterado en otras modalidades de tratamiento29 y, por otra parte, que el sujeto autodestructivo representa, por antonomasia, al «fracasado» de nuestra sociedad, al sujeto que, aunque consiga éxitos momentáneos, siempre acaba fracasando a consecuencia de su propia búsqueda del error30. Es por ello que este patrón sea previsiblemente sobrerrepresentado en muestras residenciales, como lo es que no acaben su tratamiento con éxito.
Uno de los mayores problemas que se atribuyen a los trastornos del eje II es el de la coocurrencia de varios desórdenes y, en consecuencia, el multidiagnóstico. El criterio politético que guía la elaboración de instrumentos como el MCMI-2 asume la existencia de amplias zonas de solapamiento entre unos y otros patrones desadaptativos. Si bien esta perspectiva proporciona «la capacidad para ver de forma más clara las relaciones, para conceptuar las categorías de forma más precisa y para crear una mayor coherencia global, integrando sus elementos de una forma más lógica, consistente e inteligible»8, es, sin embargo, difícilmente compatible con las categorías diagnósticas que, en lugar de la modalidad deductiva, adoptan los criterios consensuados para reducir el número de fenómenos a describir. Y, en consecuencia, las categorías hacen perder información, mientras que los instrumentos como el MCMI-2 ofrecen tanta que es extremadamente difícil focalizar la intervención: ¿cómo tratar a un sujeto que, según este modelo, presenta elevadas puntuaciones en 8 patrones de personalidad?, ¿de qué nos informa en realidad ese «patrón múltiple» y hasta qué punto no es información redundante la que sobredimensiona la presencia de síntomas o manifestaciones que son comunes a varios de los patrones? Si como observamos en la tabla 5 a mayor presencia e intensidad de trastornos, mayor alteración y menor sinceridad, aun cuando se cumplan los requisitos estipulados por los autores para dar por bueno el test, quizá sea preciso la revisión de estos requisitos en tanto que la redundancia de información puede ser un mero producto de la distorsión de las respuestas. La tabla 9 nos ofrece otra pista sobre la ineficacia de un diagnóstico excesivamente prolijo, en tanto que la dificultad percibida crece, en consonancia con una probable complejidad de la alteración de la personalidad, hasta los 4 trastornos, mientras que más allá no aumenta la dificultad y, posiblemente, sólo se produzca una mayor alteración de los datos de autoinforme.
Los datos muestran que los sujetos que son tratados en Comunidad Terapéutica presentan una mayor prevalencia de patrones desadaptativos: sólo un 34% no presenta ninguno, frente al 50% de quienes realizan tratamiento ambulatorio. Nuevamente el dato se justifica tanto en los criterios de derivación a estos centros residenciales, que se dirigen a «sujetos con intensos déficits en su comportamiento, vida social y personal»29, como en la comprobada idoneidad de estos dispositivos residenciales para abordarlos de forma efectiva25,26.
En cuanto a la dificultad percibida por los profesionales, aparece una cierta igualdad en las estimaciones en función de las disciplinas, si bien sobresale por alta la puntuación estimada por los terapeutas ocupacionales (acaso porque los pacientes más problemáticos son derivados a sus aulas y talleres) y por baja la de los auxiliares educativos (denominación que engloba a monitores de actividades concretas y turnos de noche cuya implicación con los residentes en la CT es menos intensa) y la de los trabajadores sociales (posiblemente porque su labor se sitúa más en la gestión de recursos que en la participación en el proceso terapéutico). Quizás era esperable una mayor percepción de dificultad en profesiones que se desenvuelven en un «cuerpo a cuerpo» con los sujetos en tratamiento, como los educadores y enfermeros, en relación a otras profesiones que encuadran más su ámbito de trabajo, como los psicólogos o los médicos. Sin embargo, tales diferencias no se aprecian. No conviene olvidar la significación del tiempo de trabajo en drogodependencias con la percepción informada de dificultad, lo que supone sin duda un desarrollo diferencial de habilidades para la relación, un establecimiento de metas terapéuticas más objetivo y, en definitiva, una mayor dotación de recursos técnicos, científicos y personales para el manejo de esta población. Sin olvidar que ambos dispositivos manifiestan realizar un trabajo interdisciplinar en el que las fronteras impuestas por la titulación se desvanecen al compartir áreas de solapamiento en el trabajo cotidiano.
Cuando estudiamos qué patrones de personalidad se relacionan con una mayor dificultad de manejo percibida por los profesionales encontramos cuatro patrones especialmente engorrosos: el autodestructivo, el límite, el histriónico y el evitativo. No cabe duda de que debe haber elementos en estos conglomerados de conductas que supongan obstáculos repetidos para el desarrollo de la labor de los profesionales.
El patrón autodestructivo, como ya hemos comentado anteriormente, es el «especialista en fracasar». Según Beck31, son personas que tienen tendencia a interpretar la falta de un éxito total como un fracaso, tener dudas sobre sí mismo cuando consiguen algo, exagerar la importancia de los defectos personales, reaccionar a las críticas con autodesprecio y esperar rechazo de los demás; rechazo que no sólo obtienen sino que provocan en los otros con la intención de alimentar su victimismo, denegando su responsabilidad que es depositada en el otro y alimentando en los demás respuestas de ira, rechazando cualquier acción que los demás emprendan para ayudarle32. Sin duda, un comportamiento obstruccionista que desata sentimientos negativos en los profesionales, como así lo expresan en el presente trabajo. De hecho, es el único patrón capaz de predecir la dificultad, según el análisis de regresión practicado.
El segundo patrón en dificultad es el límite, que es, a su vez, uno de los que adquieren mayor consideración de intensidad y una mayor prevalencia entre los sujetos que abusan de sustancias. En este patrón destaca la ambivalencia en sus relaciones sociales, la intensidad y variabilidad súbitas de sus estados de ánimo, un pánico a la pérdida de apoyo externo que es vital para mantener el equilibrio psíquico, dificultades para la vinculación social que suele ser poco duradera, conducta impulsiva y, en ocasiones, delirante8. Para Linehan33, el núcleo de este patrón de conducta es una disfunción en la regulación emocional de base probablemente fisiológica. Beck y Freeman34 consideran que estos sujetos se caracterizan por sus esquemas de pensamiento que les autodefinen como débiles, frente a un mundo peligroso, e intrínsecamente inaceptables; en consecuencia actúan procurando «no bajar la guardia» ante las amenazas que esperan según su idea persistente de no ser aceptados por los demás. Sin duda, esta manera de proceder puede ser la fuente de la dificultad informada de los profesionales para abordar a sujetos con este patrón de conducta.
Los sujetos que puntúan alto en el patrón histriónico se caracterizan, según Beck y Freeman34, por su insistente y persistente demanda de atención y aprobación por parte de los demás, rehuyendo con ansiedad la idea de ser rechazado; prestan una nula atención a la vida interior, carecen de la capacidad de introspección y autocrítica, de modo que el sí-mismo sólo existe cuando se define desde el exterior, lo que hace que sólo establezca relaciones superficiales y una constante demanda de atención. Millon y Davis8 añaden la capacidad sobreaprendida de manipular a los demás para satisfacer sus deseos de atención y reconocimiento, utilizando la seducción, el exhibicionismo, las reacciones emocionales explosivas y exageradas, y son especialmente diestros en reconocer lo que es «vendible», los trucos que «surten efecto» así como en la detección precoz de signos de rechazo. En este escenario podemos suponer que son precisamente la persistencia en la demanda de atención y las artimañas manipuladoras lo que provoque la dificultad de manejo especialmente señalada por los profesionales.
El patrón evitativo aparece, aunque no unánimemente en los análisis realizados, como el último en provocar una dificultad significativa en los profesionales. Posiblemente se deba a su actitud huidiza, de repliegue sobre sí mismo, siempre tenso en sus interrelaciones, lo que puede suscitar en los demás el desprecio o la valoración de ridículo, retroalimentando su inseguridad y reforzando su repliegue.
Étos son los resultados obtenidos, aunque del mismo modo hubiéramos podido explicar la mayor dificultad de esquizoides o esquizotípicos en relación con su tendencia a la huida de lo social, o de los dependientes que podrían actuar de forma sumisa ante las demandas del profesional sin interiorizar los cambios, o la prepotencia del narcisista, o la falta de respeto a las normas sociales del antisocial, o la agresividad de pasivos y sádicos, etc. Sin embargo, en el presente estudio no se observa que estos patrones de comportamiento susciten dificultad significativa, lo que en algunos casos (como en los patrones esquizotípico y paranoide) puede atribuirse a lo insuficiente de las muestras que puntúan alto en estos patrones, pero el estudio correlacional confirma la no significación (si bien ésta se bordea en el caso del esquizotípico). Puede suponerse, dando la vuelta al guante, que el narcisista presenta una especial habilidad para establecer un vínculo terapéutico no disruptivo con el profesional, que la sumisión del dependiente hace fácil la intervención e incluso que el obsesivo/compulsivo, con su tendencia a ajustarse metódicamente a las normas, incluso facilita la tarea del profesional (como se aprecia en una ligera correlación negativa). En algunos casos el incremento de las muestras podría hacer aparecer significación a patrones que en nuestra muestra no apreciamos.
Cuando estudiamos al grupo de sujetos «más difíciles» (el cuartil superior en la puntuación estimada por los profesionales) aparece algún elemento nuevo, puesto que en este grupo sí aparece significativamente más representado el patrón antisocial (aunque no cuando consideramos su intensidad), manteniéndose para los demás patrones la significación ya encontrada (si bien no es relevante la intensidad del patrón autodestructivo). Existirían, pues, elementos antisociales en la conducta de los pacientes más difíciles, aunque no serían éstos los que suscitarían las dificultades de los profesionales, sino las características de los otros patrones ya descritos. De alguna manera, los sujetos no desplegarían sus actitudes y comportamientos transgresores en los entornos terapéuticos, por regla general, o estos serían fácilmente controlados por los profesionales que les tratan.
Conclusiones
Los datos apoyan parcialmente la relación entre la dificultad de manejo de los sujetos en tratamiento por abuso o dependencia de sustancias, si bien establecen algunas diferencias llamativas entre unos y otros patrones, y sólo el autodestructivo tiene capacidad predictiva sobre la dificultad. Por otra parte, la experiencia de los profesionales que intervienen, que pueden haber adquirido una mayor facilidad de manejo frente a tales tipos de conducta, parece más relevante para estimar esta variable.
Sin embargo, sigue siendo inusual el diagnóstico de estas modalidades de conducta en los dispositivos especializados, salvo con fines de investigación. El conocimiento de las características de cada patrón y de cuál o cuáles presenta cada sujeto puede facilitar el trabajo de los profesionales, en la medida en que pueden predecirse problemas y desarrollarse estrategias frente a ellos. En ámbitos clínicos existe la tendencia a despreciar los instrumentos diagnósticos, priorizando en unos casos la impresión clínica (con más frecuencia en ámbitos psiquiátricos) y en otros el análisis funcional de la conducta (con más frecuencia en ámbitos psicoterapéuticos). En nuestra opinión, tanto unos como otros se beneficiarían del uso de instrumentos psicométricos: los primeros podrían afinar en sus diagnósticos, dotándolos de mayor coherencia; los segundos contarían con muchos elementos explicativos de la conducta que se proponen analizar. Ambos podrían, en adelante, utilizar sus propios métodos clínicos tras una inversión de mínimo coste y moderado rendimiento (puesto que en ningún caso estos instrumentos sustituyen ni al diagnóstico clínico ni al análisis funcional).
No obstante, es preciso hacer constar las limitaciones de tales instrumentos, como el que nos ocupa, el MCMI-2, que ya han sido puestos de relieve en las líneas precedentes. Si bien es un instrumento de fácil administración, su corrección individualizada no es en absoluto fácil (aunque existe un programa editado por TEA Ediciones que solventa totalmente estas dificultades) ni mucho menos su interpretación, ya sea por la propia estructura del test, ya por las dificultades inherentes de categorización y explicación de estos trastornos. Es presumible que en los próximos años existan versiones revisadas o alternativas que solventen tales problemas.
También es preciso aclarar que los profesionales que han participado en este estudio (a quienes debemos nuestra gratitud) no son necesariamente representativos de todos los ámbitos de trabajo con drogodependientes: se trata de dos recursos de una misma red en una misma ciudad. Es posible que una réplica de este trabajo en otros ámbitos geográficos o en otros modelos de tratamiento (p. ej., unidades hospitalarias de desintoxicación) mostrará una mayor sensibilidad a otras modalidades de conducta.