Introducción
Los trastornos de la personalidad y su relación con el consumo de sustancias ocupan, en la actualidad, uno de los puntos centrales de la investigación tanto si ésta procede de la perspectiva médica como de la psicológica, aunque su impacto en la clínica es aún escasa1. Lo que la investigación ha puesto de manifiesto es que una buena parte de los problemas que acompañan al consumo de sustancias procede de patrones disfuncionales de conducta que se mantienen en el tiempo con una elevada estabilidad y pueden justificar, también en parte, tanto la persistencia de la conducta adictiva (y, en consecuencia, el fracaso de las estrategias encaminadas a su control)2 como la dificultad de manejo de los pacientes que los presentan3. Los diversos estudios permiten estimar que entre el 65 y el 90% de los sujetos que son tratados por abuso o dependencia de sustancias presentan, al menos, un trastorno de personalidad concomitante4,5, siendo habitual la existencia de criterios para diagnosticar dos o más. La desatención a estos trastornos ha sido identificada como una de las fuentes de burnout para los profesionales que atienden a estos sujetos6.
Las causas de tal desatención pueden ser varias. Por una parte, la existencia de estos trastornos ha estado en cuestión hasta fechas muy recientes en tanto la formulación se ha realizado, en muchos casos, a partir de criterios sociológicos y no médicos o psicológicos7. Por otra, permanece vivo el debate en torno a si la clasificación categorial es el método adecuado para el diagnóstico de estos trastornos o bien las sucesivas clasificaciones diagnósticas deberían adoptar un enfoque dimensional para la descripción y diagnóstico de tales patrones de conducta8. Finalmente, el hecho de que la descripción de los conglomerados de conductas que definen la existencia de estos trastornos se haya realizado a partir del consenso científico y de espaldas al desarrollo científico de la psicología de la personalidad9, así como la dificultad, hasta tiempos muy recientes, de encontrar sustratos biológicos que se relacionaran con su presencia10, ha suscitado el recelo tanto en los psicólogos como en los médicos.
En la actualidad, la personalidad se concibe como un patrón complejo de características psicológicas profundamente arraigadas que son en su mayor parte inconscientes y difíciles de cambiar y se expresan automáticamente en casi todas las áreas de funcionamiento del individuo; que surgen de una complicada matriz de determinantes biológicos y de aprendizajes; que cuando van más allá de los que normalmente presentan la mayoría de las personas y son inflexibles, desadaptativos y causan un deterioro funcional significativo, o bien un malestar subjetivo, constituyen un trastorno de la personalidad7. La naturaleza de estos patrones disfuncionales no es exclusivamente biológica o ambiental: hay evidencia de que los factores genéticos desempeñan un papel disposicional que conforma el substrato morfológico y bioquímico de algunos rasgos y son el fundamento para que una persona sea susceptible a la disfunción, y que el aprendizaje modifica estructural y funcionalmente el desarrollo del substrato biológico7. Además se empiezan a conocer los factores etiológicos que rigen la relación entre los trastornos de la personalidad y las conductas adictivas11 y que no pueden ser entendidas prescindiendo de cualquiera de sus vertientes psicológica o biológica12.
Contamos además con una amplia teoría psicobiológica de los trastornos de personalidad: la Teoría Biosocial de Millon13, desarrollada durante tres décadas y sustancialmente mejorada en la última de ellas, que nos proporciona, por una parte, un marco explicativo comprensivo e integrador y, por otra, instrumentos de medida fiables para su estimación. La teoría se asienta en la interacción de los factores genéticos y su expresión metabólica y neurobiológica en constante interacción con las variables del aprendizaje y la búsqueda de reforzamiento según tres polaridades: placer-dolor, actividad-pasividad y yo-otros. Cada patrón disfuncional supondría una cierta combinación de estas tres polaridades que se expresarían en un continuo en algún punto del cual podría hablarse de un trastorno. A pesar de esta formulación dimensional, el autor ha procurado el acercamiento a las categorías diagnósticas existentes y ha propuesto otras que actualmente se encuentran en estudio para futuras ediciones del DSM. Su instrumento, el Millon Clinical Multiaxial Inventory (MCMI-II)14 facilita la evaluación de estos patrones desadaptativos de conducta.
Contamos también con avances en tratamiento farmacológico15 y de terapia de modificación de conducta16,17 que permiten un adecuado abordaje fácilmente adaptable en los programas biopsicosociales de tratamiento de las drogodependencias. En tales condiciones no parece adecuado seguir prescindiendo de la evaluación de estos patrones de conducta presentes en los sujetos que demandan tratamiento por abuso o dependencia de sustancias.
Sobre estas premisas abordamos a continuación, el estudio de los patrones disfuncionales o trastornos de personalidad de una muestra de sujetos en tratamiento por consumo de diversas drogas.
Material y método
Procedimiento
Se realiza un estudio transversal sobre 150 sujetos que inician o se encuentran en tratamiento ambulatorio por abuso o dependencia de heroína, cocaína, alcohol o Cannabis en el CAD-4, perteneciente a la red asistencial del Plan Municipal contra las Drogas del Ayuntamiento de Madrid. Los sujetos son informados del doble uso (evaluación terapéutica y uso anónimo en estudios de investigación) de los datos que se deriven de la cumplimentación del cuestionario, que sólo es rellenado por quienes no objetan al respecto.
Instrumentos
A todos los sujetos se les administra el MCMI-II (Millon Clinical Multiaxial Inventory II, adaptación española de Ávila-Espada et al14), cuestionario autoadministrado de 175 items, elaborado desde el modelo estructural politético, que explora dimensionalmente 13 escalas de patrones desadaptativos de personalidad (esquizoide, evitativa, dependiente, histriónica, narcisista, antisocial, agresivo/sádica, compulsiva, pasivo/agresiva, autodestructiva, esquizotípica, límite y paranoide) y nueve síndromes del eje I (ansiedad, somatoforme, hipomanía, distimia, abuso de alcohol, abuso de drogas, pensamiento psicótico, depresión mayor y trastorno delirante). Las puntuaciones directas pueden transformarse en puntuaciones TB (de tasa base) que permiten un acercamiento al enfoque categorial de diagnóstico en función de la prevalencia observada en los diferentes trastornos. Cuenta con escalas de validez y sinceridad.
Se atiende a la historia clínica y a la entrevista de valoración inicial para obtener datos sobre las variables sexo, edad actual, edad a la que se inició el consumo de la droga que motiva la demanda de tratamiento y tiempo de consumo de esta sustancia, así como el momento de tratamiento en que se encuentra el sujeto estudiado. Esta última variable ha sido operativizada asumiendo, en parte, la terminología y conceptuación del modelo transteórico de procesos de cambio, a partir de la cual hemos considerado los siguientes momentos de tratamiento: a) inicio, aquellos sujetos que cumplimentan el cuestionario en la primera semana desde la formalización de la demanda de tratamiento; b) preparación, aquellos que llevan menos de un mes en tratamiento y han acudido al menos a 4 citas de valoración; c) acción, aquellos que llevan más de un mes en tratamiento y han consolidado algún logro, como la desintoxicación física o la estabilización con sustitutivos; d) mantenimiento, aquellos que llevan al menos tres meses en abstinencia o con dosis ajustadas de agonista.
Participantes
Se excluyeron nueve sujetos por no cumplir los requisitos de sinceridad (escala X) y validez (escala V) del cuestionario MCMI-II, quedando aquélla reducida a 141 sujetos (105 varones y 36 mujeres), de los cuales 69 formalizaron su demanda de tratamiento por consumo de heroína, 32 por cocaína, 34 por alcohol y 6 por Cannabis; que presentan una media de 34,8 años de edad (35,3 los de heroína; 30,1 los de cocaína; 39,2 los de alcohol y 29,3 los de Cannabis; 34,6 los varones y 35,5 las mujeres); 61 de ellos se encuentran en la fase de inicio, 8 en la de preparación, 47 en la de acción y 25 en la de mantenimiento. Llevan consumiendo la droga principal una media de 15,5 años (16,3 los de heroína; 9,8 los de cocaína; 19,9 los de alcohol y 14,2 los de Cannabis; 15,3 los varones y 15,9 las mujeres), cuyo consumo iniciaron como media a los 19,1 años (19,2 los de heroína; 19,7 los de cocaína; 19,3 los de alcohol y 15,2 los de Cannabis; 19 los varones, 19,6 las mujeres).
Análisis de datos
Se ha utilizado el paquete estadístico SPSS 10.0 para Windows.
Resultados
El 83% de los sujetos estudiados presentaron puntuaciones que sugieren la presencia de al menos un trastorno de la personalidad, que en el 56% de los casos pueden ser considerados intensos según el corte en la puntuación de TB 85 tras la transformación de las puntuaciones directas según las tablas del manual del cuestionario, y tras todas las correcciones que se proponen. Como puede observarse en la tabla 1, algunos sujetos son tributarios de un diagnóstico de presencia de hasta 9 trastornos, y de hasta 8 en grado de intensidad. No hay diferencias significativas por sexos en el número de trastornos presentes e intensos. La distribución se presenta en la figura 1.
Figura 1. Distribución de los sujetos de la muestra según el número de trastornos presentes e intensos según las escalas del MCMI-2.
En la tabla 2 se muestran los porcentajes de sujetos de cada sexo y de la muestra total que presentan puntuaciones criterio de presencia e intensidad de cada escala del MCMI-II. Se observa cómo el patrón pasivo/agresivo es el más prevalente en el sexo masculino y el segundo en orden entre las mujeres, que presentan como más prevalente el patrón dependiente. Se advierte también la escasa presencia de los tres patrones de gravedad (esquizotípico, límite y paranoide) y de los patrones obsesivo/compulsivo y esquizoide en ambos sexos. Si atendemos a la intensidad, el patrón pasivo/agresivo es el más frecuente en ambos sexos (figs. 2 y 3).
Figura 2. Porcentaje de trastornos de personalidad presentes (TB > 74) en la muestra total y en los grupos por sexo.
Figura 3. Porcentaje de trastornos de personalidad intensos (TB > 84) en la muestra total y en los grupos por sexo.
Atendemos ahora al momento de tratamiento en que se encuentran los sujetos, observando en la tabla 3 cómo el número medio de trastornos es similar en todas las fases del tratamiento, siendo significativo el decremento de la intensidad en aquellos sujetos que ya se encuentran en fase de mantenimiento. En la tabla 4 aparecen desglosados los patrones de personalidad en función del momento de tratamiento.
En la tabla 5 observamos las correlaciones entre las variables edad, edad de inicio en el consumo de la droga que motiva la demanda y tiempo de consumo de esta droga, y las escalas del MCMI-II en puntuaciones directas y TB. Se puede apreciar cómo las correlaciones que alcanzan la significación lo hacen independientemente de que tomemos unas u otras puntuaciones, y que es la edad la que presenta mayor significación en su correlación con hasta cuatro de las escalas de personalidad, siempre en sentido negativo, salvo en el caso del patrón obsesivo/compulsivo, que también lo hace positivamente con el tiempo que la persona lleva consumiendo la sustancia. También se observa una correlación positiva entre la edad a la que se inició el consumo y la puntuación en la escala del patrón dependiente.
Estudiamos ahora las relaciones que pueden apreciarse entre la droga que motiva la demanda y las escalas del MCMI-II. En la tabla 6 se muestra el porcentaje de sujetos de cada subgrupo que presenta un determinado número de trastornos presentes o en grado intenso. Lo primero que se observa es que, salvo en el caso de los consumidores de Cannabis, alrededor del 85% de sujetos de los otros tres grupos presentan criterios para el diagnóstico de al menos un trastorno. Si atendemos a la intensidad, este porcentaje oscila entre el 76% de los alcohólicos y el 49% de los heroinómanos, situándose los cocainómanos a medio camino con el 66% y no presentando criterios de intensidad ninguno de los consumidores de Cannabis. Cuando estudiamos cuáles de estos trastornos son más frecuentes en cada subgrupo según la droga (tabla 7), el más prevalente entre heroinómanos y cocainómanos es el patrón agresivo/sádico, y de los más frecuentes entre alcohólicos, pero destaca el dato de que casi la mitad de la muestra de cocainómanos ofrecen criterios para el diagnóstico de este patrón y, además, casi todos ellos en un grado de intensidad. En la tabla 8 se considera, además, la fase de tratamiento en la que se encuentran los sujetos, llamando la atención que la totalidad de consumidores de cocaína que alcanzan la fase de mantenimiento presentan puntuaciones criterio para el diagnóstico de trastorno narcisista, y tres de cada cuatro, para los trastornos por evitación y pasivo/agresivo.
En la tabla 9 se muestran las intercorrelaciones que presentan las escalas del MCMI-II.
Discusión
Las características de la muestra son similares a las encontradas en otros estudios realizados en el mismo medio18, aunque se trata de una población más envejecida que la de otros estudios con el mismo instrumento en nuestro país19 y en otros20. En nuestra muestra destaca el dato de que el inicio al consumo de alcohol se produzca pasados los 19 años, si bien es preciso tener en cuenta que en el protocolo de evaluación se distingue entre el inicio del consumo a dosis bajas y el inicio en el consumo a dosis altas, siendo este último el que se recoge en nuestro estudio. Tal distinción es común a otros instrumentos de evaluación como el EuropASI21. Los estudios epidemiológicos cifran el inicio del consumo de alcohol en una edad muy inferior, por debajo de los 14 años22.
Otro dato de interés es la mayor edad media de las mujeres (casi un año) y el mayor tiempo de consumo (seis meses más de media), lo que sugiere que la población femenina tarda más en solicitar un tratamiento. Sin embargo, estas diferencias no alcanzan la significación estadística, lo que apunta más a una tendencia que a una realidad constatable.
También hay que destacar el tiempo medio que los sujetos llevan consumiendo la sustancia, que se sitúa por encima de los 15 años. Casi veinte años los alcohólicos y más de 16 los heroinómanos, en tanto que los cocainómanos alcanzan prácticamente la década. Estos datos apuntan al hecho de que la muestra de la que hemos dispuesto está más envejecida y lleva más años consumiendo la sustancia principal que la media de los que demandan tratamiento en todo el Estado Español, según el informe del Observatorio Español sobre Drogas del año 2002, donde se constata una media de 28,8 años y un tiempo medio de consumo de 7,823. Probablemente estas características expliquen en parte la alta prevalencia de trastornos de personalidad observada en nuestra muestra, y que comentaremos más adelante, aunque no pueda determinarse la dirección causal entre unos datos y otros: ¿nuestra muestra está compuesta por sujetos con mayor prevalencia e intensidad de trastornos de personalidad que han determinado sucesivos fracasos en anteriores tratamientos?, ¿es el mayor tiempo de consumo lo que ha acentuado la presencia o la intensidad de trastornos de personalidad en estos sujetos?, ¿existe una interacción bidireccional entre el consumo de sustancias y el desarrollo y agravamiento de patrones disfuncionales de conducta? Nuestro trabajo no puede dar respuesta a estos interrogantes.
Ateniéndonos a los datos de nuestro estudio, un 83% de los sujetos estudiados presentan criterios para el diagnóstico de al menos un trastorno de personalidad. Otros estudios, utilizando instrumentos similares (como la primera versión del MCMI) llegan a encontrar hasta el 88,2%20, o incluso el 100% para los consumidores de cocaína y el 82,3% para los de heroína19. Estos datos son sensiblemente diferentes cuando se utilizan otros métodos diagnósticos, como la SCID-II24 o el IPDE25. Algunos autores han estudiado las diferencias entre instrumentos como el MCM-2 y el SCID-II, llegando a la conclusión de que comparten muy poca varianza26, lo que se justifica por la atención selectiva hacia las conductas observables en el SCID-II mientras que el MCMI-II enfatiza la presencia de rasgos patológicos de personalidad27. En la tabla 10 pueden observarse los resultados obtenidos en diversas muestras y con diferentes instrumentos18,20,24,28.
Cuando observamos el número de trastornos presentes y en grado de intensidad que puede atribuirse a cada sujeto observamos que existen algunos de ellos que se hacen acreedores hasta a 9 diagnósticos, una vez realizadas todas las transformaciones requeridas a partir de las puntuaciones directas y siempre ateniéndonos a las tablas que proporciona el autor en la versión española. Este cuestionario está elaborado desde el modelo estructural politético que no asume la independencia de las escalas, de modo que muchos items se superponen a varias de ellas, en la lógica de que la estructura sindrómica de cada uno de los trastornos presenta amplias áreas de solapamiento con otros relacionados; de modo que, de cara al uso diagnóstico del instrumento, unas escalas pueden sustituir a otras según criterios jerárquicos. Desde otro punto de vista puede argumentarse, como hacen Nadeau et al20, que no se trata de un instrumento creado con la intención de ser utilizado para el diagnóstico, tal como lo entiende el método categorial, sino que proporciona una descripción amplia de patrones complejos de personalidad huyendo del modelo de etiquetar a los pacientes y adaptarlos a categorías discretas14, si bien procura un acercamiento a tal modelo al establecer puntos de corte en las dimensiones estimadas según las TB de cada trastorno. Lo que supone que su interpretación a efectos de investigación no es directamente aplicable al diagnóstico clínico: es precisa una interpretación clínica de los patrones complejos de cara a la formulación de objetivos terapéuticos. Parte de estos problemas se han intentado resolver, o cuando menos paliar, en la tercera versión MCMI-III, ya disponible29, disminuyendo el solapamiento de items y procurando un más nítido acercamiento a las categorías del DSM-IV (el MCMI-II tenía como referencia la tercera versión DSM).
Por ejemplo, según entiende el autor en su modelo teórico, el trastorno fóbico o por evitación supondría un síndrome que en su máxima expresión de intensidad quedaría subsumido en el trastorno esquizotípico. Y así aparece en nuestra muestra, puesto que los dos sujetos que presentan puntuaciones criterio para este segundo trastorno lo presentan también para el primero y ambos en grado de intensidad. Sin embargo, de los 34 sujetos que presentan puntuaciones criterio de presencia de trastorno fóbico o por evitación, 10 lo presentan también para el trastorno histriónico, lo cual es teóricamente incompatible. Lo que tienen en común estos sujetos es que presentan unas puntuaciones de tasa base de la escala X (sinceridad) de 95,1 de media, lo que supone encontrarse en uno de los extremos de la distribución normal, y que según los autores vendría a suponer baja sinceridad y alta deseabilidad. Sin embargo, la media de la deseabilidad se acerca más al promedio (68,3) y es la alteración la que también se muestra elevada (81,3). El autor entiende por alteración «una tendencia a degradarse o denigrarse a sí mismos, a acentuar su angustia psicológica y a exhibir su vulnerabilidad emocional». Podríamos pensar que se trata de sujetos que se encuentran en su inicio de tratamiento y, ya fuere por efectos de la intoxicación o la deprivación, o por la mayor sintomatología depresiva y de otro tipo que suelen mostrar en esta fase --y que suele ser el detonante para su demanda de ayuda30--, informaran de mayor sintomatología no sólo en el eje II, sino también en el I. Pero no es así porque, de estos 10 sujetos que hemos tomado como ejemplo, sólo 6 se encuentran en la fase de inicio, mientras que dos están ya en el de acción y otros dos en el de mantenimiento. Como puede observarse en la tabla 11, estos 10 sujetos presentan criterios para varios trastornos en el eje II, mientras en el primero la sintomatología se reduce a los síndromes relacionados con el abuso de alcohol y drogas, y una significativa presencia de trastorno delirante.
¿Cómo pueden interpretarse estos datos? Por una parte, si aplicamos el diagnóstico jerárquico estos sujetos serían candidatos a un diagnóstico de trastorno de personalidad límite, el único de los tres patrones graves con puntuación significativa. Sin embargo, si atendemos a la formulación teórica del modelo, el TLP puede subsumir los trastornos dependiente e histriónico, pero en ningún caso los trastornos evitativo, narcisista, antisocial y pasivo/agresivo, que también ofrecen criterios de presencia y de intensidad acusada. Si no lo hacemos así, será difícil integrar un patrón de comportamiento evitativo coexistiendo con otro de carácter histriónico, por poner el ejemplo más evidente. Por otro lado, observamos que estos sujetos no parecen haber incrementado paralelamente su sintomatología en el eje I, por cuanto sólo aparece su condición ya conocida de abusadores de alcohol y/u otras drogas, sin que la sintomatología ansiosa o depresiva presente significación. Es posible que su trastorno delirante haya alterado significativamente su autopercepción, pero ello habría de haber sido detectado en las sucesivas correcciones que han sido realizadas sobre sus puntuaciones directas y, sin embargo, tras ellas sus tests deben ser considerados válidos. Si hemos de considerar la dudosa sinceridad o la elevada alteración que se observa en las correspondientes escalas, ¿de dónde habremos de quitar, a cuál de los patrones habremos de conceder más crédito?
En la tabla 9 se muestran las intercorrelaciones de las escalas del test. El modelo teórico en que se sustenta la prueba prescribe la existencia de algunas correlaciones, pero hace incompatibles otras que, sin embargo, también se observan. Por poner un ejemplo llamativo, la fuerte correlación entre las escalas paranoide e histriónica es inviable: en teoría, el patrón paranoide se carcteriza por la polaridad de independencia, la desconfianza vigilante respecto a los demás y una resistencia al control ajeno; el patrón histriónico, por el contrario, se caracteriza por su dependencia y la búsqueda permanente e insaciable de atención de los demás, un comportamiento social activo y una necesidad persistente de refuerzo social. El modelo teórico prescribe una correlación negativa o, cuando menos, una no correlación entre ambas escalas que en nuestra muestra no se cumple, haciendo sumamente difícil la interpretación de estos datos contradictorios. Sin embargo, el propio autor encuentra una considerable correlación entre ambas escalas y nuestros datos no discrepan mucho de lo encontrado en su estudio con 859 sujetos14, lo que nos sugiere deficiencias estructurales en la construcción del cuestionario que acaso hayan sido objeto de reforma en su tercera versión.
Soslayando estas dificultades, procedemos a estudiar los resultados obtenidos por nuestra muestra. La primera conclusión es que no se observa el predominio observado por otros métodos de los patrones antisocial y límite. En cuanto al primero de ellos, ha sido considerado tradicionalmente como el más prevalente entre la población que abusa de sustancias, alcanzando porcentajes de hasta el 70%28 y representando el diagnóstico más frecuente en esta población31. En nuestra muestra sólo alcanza al 31,9% y este dato es congruente con lo hallado en estudios similares3,18,20,32. En este caso, la diferencia entre los métodos diagnósticos parece más clara: las entrevistas tipo SCID-II tienen en consideración las conductas observables de los sujetos, y es perfectamente posible que muchas de esas conductas estén justificadas más por un estilo de vida asociado al consumo que por la existencia de rasgos estables de personalidad, de modo que si atendemos a estas últimas la prevalencia sería mucho menor. De hecho, se ha propuesto la existencia de dos subgrupos, los antisociales verdaderos y los meramente sintomáticos, siendo estos últimos más sensibles al tratamiento, de modo que sus conductas antisociales disminuirían o se extinguirían tras períodos prolongados de tratamiento o abstinencia33,34.
Algo similar sucede con el trastorno límite que, en algunos estudios, supera incluso en prevalencia al antisocial25,28, y en nuestra muestra apenas alcanza el 15%, algo menos que en otros trabajos similares3,18,20. El hecho de que el consumo de drogas sea un criterio para el diagnóstico de este desorden ayuda, sin duda, a que se sobredimensione su presencia cuando el diagnóstico se realiza mediante un evaluador externo, mientras que la existencia de rasgos que sustenten su presencia no se constata en las pruebas de autoinforme.
En cuanto al resto de patrones destaca el hecho de que casi la mitad de la población femenina, y casi un tercio de los varones, integrada en nuestra muestra presenta puntuaciones criterio para el diagnóstico de trastorno dependiente. Este patrón se correlaciona fuerte y negativamente con los patrones agresivo/sádico y antisocial, y positivamente con el autodestructivo, de manera que podemos entender que se trata de personas socialmente poco problemáticas, que encuentran la protección que buscan a partir del consumo de drogas que, posiblemente, les sea suministrada por sus figuras de referencia. Los patrones agresivos, tanto el activo como el pasivo, muestran una importante prevalencia en nuestra muestra y en otras similares3,18,20 y posiblemente tengan más que ver con ese otro modelo de adicto disruptivo y socialmente molesto, aunque no tanto en su trasgresión de la normativa social como en sus conflictos interpersonales con sus otros significativos (familiares, pareja). Curiosamente, en un estudio sobre la dificultad de manejo de los diversos patrones se encontraba que eran los primeros, en su tendencia autodestructiva de búsqueda de fracaso como estrategia de victimización, los que promovían mayores problemas en el manejo clínico, mientras que no existía una especial dificultad para tratar a los que presentaban patrones agresivos3.
La mayor parte de los estudios muestran cómo los síntomas que el individuo manifiesta en los momentos en torno al inicio del tratamiento decrecen en las primeras semanas de forma significativa30 y ello es aplicable también a lo que afecta al eje II20,35. Lo cual vendría a suponer que es esperable un mayor número de trastornos en aquellos sujetos que inician tratamiento que en aquellos otros que ya han estabilizado su abstinencia o su ajuste. Así se cumple en nuestra muestra en la que los sujetos del grupo de inicio presentan un promedio de 3,4 trastornos, y que se reducen a 2 en aquéllos que se encuentran en el grupo de mantenimiento. Aunque estas diferencias no alcanzan la significación estadística, sí aparece ésta en el caso de la intensidad, reduciéndose a menos de la mitad de las escalas que alcanzan la puntuación criterio por sujeto. Esto puede tener varias lecturas que van desde la falta de consistencia temporal del cuestionario, la interacción de factores del eje I en la evaluación de trastornos del eje II --que, por definición, debieran tender a una mayor estabilidad temporal--, la idoneidad para el momento de la evaluación --que parece más aconsejable transcurrido un mes del inicio del tratamiento--, hasta los efectos del tratamiento --farmacológico y/o psicoterapéutico-- en la modificación de los patrones disfuncionales; y la estabilidad diferencial de los diferentes patrones y su sensibilidad al tratamiento. Como vemos en la tabla 4, la mayor reducción de prevalencia se produce en los patrones histriónico y dependiente, seguidos del autodestructivo y el límite, sin que se aprecie variación significativa en el narcisista, esquizotípico y paranoide. En cuanto a la intensidad, la reducción más drástica se produce en los patrones antisocial y límite, seguidos del pasivo/agresivo y el dependiente. Sin embargo, al no tratarse de un estudio longitudinal no podemos sugerir razones para estos decrementos, que pueden ser debidos a causas extremadamente diferentes: desde que el tratamiento sea más efectivo para unos patrones que para otros hasta la posición contraria, esto es, que el tratamiento sea ineficaz para los patrones que, estando representados en el grupo de inicio, abandonan en fases tempranas. Sin que pueda descartarse que existan razones intermedias, como que los sujetos que presenten determinados patrones sean derivados a otros dispositivos, como la Comunidad Terapéutica Profesional, bien porque éstos sean más idóneos para tratarlos (como en el caso del trastorno antisocial), bien porque estos sujetos sean más incómodos para el manejo en medio ambulatorio (como en el caso del trastorno autodestructivo)3.
Cuando observamos en la tabla 5 las relaciones entre las escalas y variables temporales, parecen ratificarse algunas de las tendencias que ya se han apuntado con anterioridad. La correlación negativa entre la edad de los sujetos y los patrones agresivos y antisociales parecen indicar que éstos tienden a disminuir en presencia e intensidad a medida que transcurre el tiempo. Si en edades tempranas estas conductas y las actitudes en que se sustentan han podido operar como favorecedores del consumo36, a medida que transcurre el tiempo tal patrón tiende a moderarse o a desaparecer, aunque no existen datos que apunten a relaciones causales. Cuanto menor es la edad a la que se inicia el consumo más se puntúa la escala de personalidad dependiente, posiblemente por el aprendizaje de las pautas de consumo a partir de figuras relevantes en el entorno del adolescente y la necesaria subordinación para el autoabastecimiento. La dimensión de obsesión/compulsión es la única que presenta correlaciones positivas con la edad y con el tiempo de consumo, posiblemente debido a pautas de autoadministración que responden al patrón, ya observado en alcohólicos, en el que el deseo de consumo correspondería con ideas invasivas y persistentes, en tanto que el consumo operaría como conducta neutralizadora37. En todo caso, las correlaciones observadas, aunque alcancen la significación en algunos casos, lo hacen con un peso insuficiente como para inferir relaciones entre las variables.
Cuando atendemos a las diferencias según la droga que ha motivado la demanda de tratamiento, lo primero que se observa es la práctica inexistencia de trastornos en los consumidores de Cannabis, aunque lo exiguo de la muestra hace despreciable este hallazgo. En los otros tres casos, la prevalencia de trastornos alcanza el 85% de media, prácticamente idéntico en los consumidores de heroína, cocaína y alcohol, aunque más intensos en estos últimos y menos en los heroinómanos. Llama la atención que siendo el subgrupo de consumidores de alcohol el más envejecido y el que más tiempo lleva consumiendo, sea el que presente el mayor porcentaje de sujetos antisociales cuando, por una parte, como acabamos de ver en el párrafo anterior, este tipo de conductas se correlacionan negativamente con dichas variables y, por otra, cabría esperar que fueran los heroinómanos los que presentaran mayor prevalencia de este trastorno en la medida en que la sustancia que consumen es ilegal y obliga a realizar más conductas transgresoras. Cabe hipotetizar que entre los alcohólicos existen más sujetos que pudieran corresponder a la categoría arriba mencionada de «antisociales verdaderos», más resistentes al tratamiento y con patrones de conducta más inmodificables, que perpetúan a lo largo del tiempo y en relación al consumo.
Llama la atención, también, el predominio de los patrones agresivos en los consumidores de cocaína, la mitad de los cuales presentan puntuaciones criterio de presencia de trastorno pasivo/agresivo, presentando casi todos ellos, además, criterios de intensidad. Una vez más cabe preguntarse si es la droga estimulante la que establece o agudiza estos patrones de conducta, o son los sujetos de estas características los que seleccionan una determinada droga que potencia su agresividad. Aunque éstos serían sólo un grupo de los cocainómanos, en tanto que otro grupo igual de numeroso se situaría en el plano opuesto, en la polaridad de dependencia, con sus puntuaciones criterio en los trastornos dependiente y autodestructivo en los que podemos hipotetizar que la sustancia cumpliría más apropiadamente una funcionalidad de automedicación para revertir un pobre autoconcepto y los problemas derivados de él y de los propios efectos depresores de la retirada de la cocaína. Más difícil de explicar es el hecho de que todos los cocainómanos que alcanzan la fase de mantenimiento cumplen criterios de trastorno narcisista.
Entre los consumidores de heroína la distribución de los trastornos parece más homogénea, existiendo una muy baja proporción de sujetos con patrones graves, al igual que en los otros grupos salvo el caso del trastorno límite entre los cocainómanos que muestra una notable presencia e intensidad. Salvo en este último caso, no se observa la preeminencia de los patrones límite y antisocial que se obtiene en consumidores según otros métodos, aunque ya hemos mencionado anteriormente las razones que podrían explicarlo.
Cabe pensar que cada patrón disfuncional de conducta utiliza las sustancias con fines muy diversos, y que la asociación entre drogas y trastornos de personalidad no es lineal, sino compleja. La experiencia en la clínica así lo indica y tanto la exploración médica como el análisis funcional de la conducta son los métodos más adecuados para establecer las verdaderas relaciones de funcionalidad entre unas y otros. A modo de ejemplo sirva lo observado en un buen número de pacientes, consumidores de cocaína, que presentan el citado patrón de obsesión/compulsión y en los que la cocaína tiene como función la reducción de la ansiedad, a pesar de su pretendido efecto estimulante y ansiógeno. Por otra parte, en la actualidad se investigan las relaciones etiológicas que se establecen entre el consumo de sustancias y los trastornos de personalidad11, que en un futuro facilitarán la comprensión tanto de estos patrones complejos de conducta desadaptativa como de las funcionalidades del consumo de sustancias y, en consecuencia, facilitarán los tratamientos para aquellas personas que experimentan malestar por la pérdida de control sobre su conducta de consumo.
Conclusiones
Constatamos la elevada prevalencia de trastornos de personalidad entre los drogodependientes que se encuentran en tratamiento rehabilitador, si bien no se aprecia la supremacía, habitual en la bibliografía, de los patrones antisocial y límite. Las razones hay que encontrarlas en los diferentes métodos diagnósticos. El consenso científico que guía los métodos afines al enfoque categorial proporciona resultados más homogéneos que los métodos psicométricos que adoptan el enfoque dimensional, como es el caso del MCMI-II, utilizado en este trabajo. Por su parte, estos últimos proporcionan información más amplia que la mera inclusión en categorías estancos y, en consecuencia, favorecen la adopción de estrategias terapéuticas más variadas y objetivos de tratamiento más amplios y claros. Las limitaciones de uno y otro método son también conocidas, siendo muy baja la fiabilidad y validez ecológica de los métodos categoriales y estando sometidos a todos los inconvenientes de los cuestionarios los segundos.
En concreto, en nuestro trabajo, encontramos importantes debilidades en el ajuste del MCMI-II al modelo teórico en el que se sustenta. La concurrencia de trastornos teóricamente incompatibles es frecuente y el solapamiento entre categorías es mucho más extenso de lo aconsejable, proporcionando un exceso de diagnósticos cuando se pretende su acercamiento al enfoque categorial. En otros trabajos se ha sugerido la revisión de las TB en los subgrupos de población o la adopción de puntos de corte más elevados para la estimación de presencia e intensidad de los trastornos. Parte de estos problemas parece haber sido resuelta con la edición de una tercera versión del cuestionario (MCMI-3) ya disponible.
La ambigüedad de las categorías y los criterios diagnósticos de clasificación, la exagerada amplitud de las teorías dimensionales que se proponen como alternativas, la debilidad de los métodos diagnósticos de uno y otro enfoque y la controversia en relación a los componentes biológicos y ambientales de los trastornos hacen que sea deseable que la profusión de estudios que se observa en el momento actual en torno a estos tópicos continúe y se focalice en hipótesis explicativas que los agrupen. Un ámbito prometedor es el estudio de las relaciones entre la personalidad sana y la personalidad patológica a partir del modelo de cinco factores y los modelos dimensionales de la patología de la personalidad, aunque también se estudia la relación con otros modelos como el de Cloninger y sus siete factores; ambos proporcionan soporte tanto a la vertiente hereditaria y sus manifestaciones biológicas como a los aspectos ambientales relacionados con el aprendizaje diferencial de conductas. Éstos y otros enfoques promueven una alternativa dimensional para el eje II en futuras ediciones de los sistemas clasificatorios.