La salud del suelo, un concepto que emerge a comienzos del siglo XXI, se define como «la capacidad continuada de un suelo de funcionar como un ecosistema vital para sostener la vida de plantas, animales y seres humanos». Los suelos son la fuente de innumerables servicios y bienes esenciales para los seres humanos, incluyendo la provisión de alimentos y hábitat, la regulación del clima, la retención del agua, la detoxificación de contaminantes, la producción de sustancias bioactivas, como antibióticos y enzimas, entre otros. Sin embargo, el suelo puede acarrear algunos efectos negativos para la salud humana y animal, ya sea indirectamente, por déficits de minerales que impactan, por ejemplo, sobre la calidad nutricional de los alimentos, o directamente, por la exposición a sus componentes abióticos y bióticos, como microorganismos y sus toxinas2,3.

El lema «Un mundo, una salud» (One world, One Health) fue utilizado por primera vez en 2004, en ocasión de un taller de la Wildlife Conservation Society (Nueva York, Estados Unidos), para transmitir el concepto de que todos los seres vivos compartimos un solo planeta, y, por lo tanto, existe «una sola salud». La adopción de este concepto se ha ido expandiendo en diversos ámbitos científicos para reflejar las interconexiones entre la salud humana, animal y el ambiente3 con respecto a las zoonosis, los vectores de patógenos y la resistencia a agentes antimicrobianos (RAM).

Este entramado de relaciones entre los distintos dominios de la salud se da como resultado de la movilización de microorganismos o de parte de sus genomas entre plantas, animales y suelos. La transferencia horizontal de genes tiene especial importancia en la diseminación de la RAM. Si bien estos eventos biológicos ocurren en forma natural en el microbioma del suelo, su frecuencia puede incrementarse significativamente debido al uso de enmiendas orgánicas derivadas de excretas animales, al riego con aguas residuales, al uso de agroquímicos1 y a la deforestación de áreas naturales5. En este sentido, la falta de regulación y control para la aplicación de residuos agropecuarios crudos —como estiércoles y efluentes— en los suelos agrícolas es una de las causas de estos procesos. En 2011 se desató en Alemania un importante brote de síndrome urémico hemolítico y colitis hemorrágica, causado por una cepa hipervirulenta de Escherichia coli O104:H4 enterohemorrágica, que luego se extendió a otros 13 países de la Unión Europea, Estados Unidos y Canadá. Es probable que esta cepa, de características atípicas, haya surgido como consecuencia de la transferencia horizontal de genes y la presión antibiótica. Posteriormente, el riego de cultivos con aguas residuales con contaminación fecal habría sido el origen de la contaminación de semillas de legumbre producidas en Egipto y exportadas a Alemania para la elaboración de brotes frescos destinados al consumo humano4. En cuanto a los residuos procesados, es llamativo que la reciente elaboración de las normativas nacionales para el uso agrícola de compost1 y de digeridos anaeróbicos de plantas de biogás2 no contemple la evaluación del riesgo de dispersión de genes de la RAM, pese a que estos genes han sido considerados como contaminantes emergentes por la Organización Mundial de la Salud (OMS). La ausencia de microorganismos indicadores (por ejemplo, de Escherichia coli o Salmonella spp.) no asegura la ausencia del riesgo mencionado, pues los genes de la RAM persisten como ADN extracelular y pueden residir en elementos genéticos móviles, algunos de los cuales tienen un amplio espectro de hospedadores.

Un número creciente de publicaciones abordan la problemática de la salud del suelo en el contexto de «Una salud»2,3. Si bien es necesario incrementar la inversión en investigación y desarrollo (I+D), con eso solo no basta para resolver un problema cuyo origen es multifactorial. Este conocimiento científico debe trascender los ámbitos académicos para alcanzar también a los entes reguladores gubernamentales nacionales y supranacionales y al público en general, a fin de que puedan tomar decisiones informadas en la implementación de políticas con posibles impactos sobre la salud del suelo. En los últimos años, se han desplegado algunas iniciativas para comunicar la importancia del suelo en la conservación de la biodiversidad global y la salud humana. Un antecedente internacional de este tipo de iniciativa fue la Conferencia sobre conexiones entre la salud del suelo y la salud humana (Conference on Connections Between Soil Health and Human Health; https://soilhealthinstitute.org/humanhealthconference/), organizada por el Soil Health Institute y realizada en octubre de 2018 en Maryland, Estados Unidos. Se trata de un ejemplo interesante que debería replicarse con premura en Argentina, desde un abordaje multidisciplinario entre profesionales agrónomos, biólogos, microbiólogos, médicos, farmacéuticos, epidemiólogos, bioquímicos, veterinarios y estadísticos, que sume a los técnicos y gestores de las políticas públicas, a los expertos en áreas sociales y comunicación de la ciencia y a los demás actores que se identifiquen como parte interesada. Como punto de partida, en Argentina existen numerosos grupos de I+D trabajando en Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), Universidades Nacionales e institutos asociados a Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), en áreas de la microbiología ambiental y las ciencias del suelo, con los recursos humanos y la capacidad científico-tecnológica necesaria para abocarse al desafío de monitorear estos contaminantes emergentes, integrando la evaluación de la RAM en planes o acciones de monitoreo de calidad o salud de suelo.

La pandemia de COVID-19 ha generado una mayor conciencia pública de la estrecha relación entre el ambiente y la salud humana, lo que debe ser visto como una ventana de oportunidad para implementar las acciones necesarias que preserven o restauren la salud de los suelos. Solo así se podrán reducir los impactos de crisis globales como la actual y enfrentar la grave amenaza de la RAM.