El Estado teotihuacano ejerció su dominio en una área muy extensa, desde la región occidental hasta el sureste de lo que hoy día se conoce como el territorio mexicano. La influencia de este poderoso Estado durante el periodo Clásico (200 dC-600/650 dC) es un tema de importancia en la arqueología mesoamericana, pues se manifiesta en múltiples aspectos de la vida tanto cotidiana como ideológica que se desarrollaba en esos momentos en diversos lugares de Mesoamérica. Una de las regiones que se vio envuelta en este proceso fue el valle de Toluca, en el estado de México. Entre la gran diversidad de materiales culturales en los cuales se apoyan los estudios arqueológicos, la cerámica ocupa un lugar privilegiado, ya que nos permite adentrarnos en el complejo escenario de interacción que tuvo Teotihuacan con otras regiones. En el presente artículo, a partir de la materialidad como sustento teórico, se analizará el estudio de caso de la región del valle de Toluca durante el Clásico. A través de la biografía cultural de la cerámica arqueológica se intenta interpretar el complejo proceso de la negociación y reproducción de la identidad, mediante el cual las poblaciones asentadas en el valle de Toluca adoptaron y reinterpretaron ideología teotihuacana.
Teotihuacan controlled a vast region, from the West to the Southeast of what is now known as Mexico. Its influence during the Classic period (AD 200-600/650) has been a central topic of Mesoamerican archaeology. Teotihuacan has influenced many aspects of the everyday life and also expressions of ideology. Its political power has been identified not only in its core area but also in different regions. The Toluca Valley, in the State of Mexico, was one of those with a close relationship with Teotihuacan. Among the wide range of cultural materials on which archaeological interpretations are based, pottery occupies a privileged place. It allows us to approach the dynamics between Teotihuacan and those regions under its influence. In this paper, centred on materiality as a theoretical foundation, we analyze, as a case study, the history of Toluca Valley during the Mesoamerican Classic period. Highlighting the cultural biography of archaeological pottery, we propose that the populations occupying the valley of Toluca adopted and reinterpreted the dominant ideology emanated from Teotihuacan. The aim of this paper is to interpret the complex process of historical changes.
El mundo material de la arqueología se constituye de múltiples clases de objetos como cerámica, lítica, restos óseos humanos y animales, semillas, textiles, madera, pieles, conchas, entre otros (Chapman 2000: 1). En algunos casos, las condiciones ambientales y contextuales permiten la conservación de este material y su ciclo de vida se puede contar por décadas, centurias y aun milenios; pero también existe aquél que, dadas sus características, su existencia no sobrepasa algunos años o incluso pocos días. En la investigación arqueológica al conjunto de estos materiales, duraderos y perecederos, se les ha asignado la categoría de “cultura material” y, generalmente, se registran como objetos de evidencia científica, que al final se tratan como cosas.
Es interesante observar las acepciones de la palabra “cosa”. La más general se refiere a todo lo que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o artificial, real o abstracta. Una distinta, mucho más modesta, la define como sinónimo de nada (“no valer cosa”). Esta palabra también puede definir un hecho extraordinario, o sea una “cosa” digna de ser oída, vista o que es capaz de llamar la atención. Lo que aquí nos interesa es, en realidad, la definición de “cosa” como objeto inanimado, por oposición a ser viviente (<www.rae.es>).
El mundo artefactual de la arqueología está asociado con esta última definición, es decir, como una cosa inanimada, que es, sin lugar a dudas, la que predomina en esta disciplina. Los artefactos registrados científicamente se conciben tradicionalmente como “cosas”, es decir, objetos inanimados (Brown 2001 para una discusión de “cosa” en los estudios culturales). De esta forma, cualquier tipo de material, ya sea lítica, hueso, semillas, madera, percutores o herramientas de cualquier índole, es considerado como “cosa”.
A partir de la aparición de la cerámica, diversas culturas adoptan rápidamente su uso en la vida cotidiana, cuya expresión se manifiesta en diferentes áreas y tiempos. De hecho, la transformación de la arcilla en objetos cerámicos al someterse al fuego a determinada temperatura, se considera como uno de los logros tecnológicos más significativos en la historia humana. El barro, por su maleabilidad, durabilidad y facilidad de obtención, ha sido el material preferido para elaborar objetos utilitarios y rituales; estas mismas características nos proporcionan información sustancial de las relaciones de diversa índole que establecen los seres humanos, no sólo por las complejas técnicas requeridas para su elaboración, sino también por su calidad como expresión artística. El material cerámico en contextos domésticos es testimonio no sólo de la vida cotidiana, sino también de las actividades milenarias de producción artesanal, incluso de una escala considerable de estandarización. Además, en Mesoamérica, donde a diferencia del Viejo Mundo no se usó el hierro, la cerámica es uno de los objetos culturales más abundantes en el registro arqueológico.
Precisamente por esta característica, el estudio del material cerámico ha ocupado un lugar privilegiado en la investigación arqueológica. Las primeras secuencias cronológicas se establecieron tomando como base las características morfológicas de las vasijas y fragmentos cerámicos. Posteriormente, a la par del desarrollo de las técnicas de fechamiento (carbono-14, termoluminiscencia, mag-netometría), precisaron las secuencias culturales. Sin duda, la clasificación de la cerámica arqueológica, como ha sido manejada por la historia cultural durante décadas, ha contribuido enormemente al desarrollo de la disciplina, no obstante, se debe señalar que la actitud adoptada por la gran mayoría de los arqueólogos frente a esta tarea tan fundamental se basó en la concepción de la cerámica como “cosa”, es decir, como objeto inerte y pasivo.
Con el auge de la corriente procesual, autoproclamada como nueva arqueología, la disciplina puso un mayor énfasis en el aspecto científico propiamente dicho. Siguiendo esta línea, para alcanzar el nivel de ciencia, la arqueología requería sustentarse en la explicación científica o las leyes universales (Gándara 1980,1981; Hodder 1999; Thomas 2007: 12-13). Desde esta perspectiva, las “cosas” son entendidas como ajenas, distantes y dependientes del sujeto, las cuales deben ser fragmentadas y analizadas por el ser humano. Esta forma de concebir las “cosas” es la que predominó hasta la década de los 80 del siglo pasado y persiste aún hoy día en reportes y publicaciones arqueológicas.
No obstante, a partir de hace alrededor de tres décadas, surge una corriente crítica contra la visión positivista de la arqueología que entonces predominaba en la disciplina. La nueva corriente denominada como “posprocesual” o “arqueología interpretativa” ha venido madurando y, al mismo tiempo, diversificando su propuesta teórica. Como resultado, en la actualidad, el estudio de las “cosas” ha dado un giro considerable. Los análisis de materiales no se circunscriben únicamente a la clasificación tipológica tradicionalmente establecida, sino a una búsqueda interpretativa. Derivada de la escuela posprocesual, en la cual se desarrolló una gran diversidad de enfoques, resalta la propuesta reciente de la designada arqueología de la materialidad.
Dicha postura ha contribuido al desarrollo de un enfoque hermenéutico de los fenómenos sociales, como se observa en debates de disciplinas como la sociología, antropología, historia y estudios culturales. Ciertamente, las fronteras entre las distintas especialidades se han vuelto cada día más borrosas y existe una fuerte tendencia a aprovechar las aportaciones desarrolladas en otros campos fuera del propio. El caso de la arqueología no es la excepción, pues suele sustentar sus argumentos en las propuestas generadas por otras disciplinas afines. No obstante, se debe subrayar su aportación sustancial al estudio de la materialidad, ya que cuando otros campos de investigación dejaron de interesarse por dicha temática, la arqueología ha legitimado la cultura material como su objeto central de estudio (Lucas 2007: 28).
Los autores más citados, como Tim Ingold, Alfred Gell, Daniel Miller, Bruno Latour, entre muchos otros, han aportando nuevos conceptos y discusiones teóricas mediante estudios de caso que han resultado paradigmáticos en las ciencias sociales (Domanska 2006; Gell 1998; Horst y Miller 2006; Ingold 2005, 2007a, b; Miller y Slater 2000; Miller y Woodward 2012). Cabe señalar, sin embargo, que las investigaciones arqueológicas, partidarias de utilizar el enfoque de la materialidad, no desechan, simplemente, el conocimiento que los estudios previos han aportado sobre funcionalidad, manufactura y uso, sino que parten de una perspectiva diferente, otorgándole un papel activo a las “cosas” (Gosden 2005).
Estudios de materialidadEn las últimas dos décadas, la materialidad se ha convertido en uno de los temas principales que abordan diversos campos de las ciencias sociales, teniendo como resultado un fértil campo de estudio gracias a la interacción de opiniones entre dichas disciplinas. La premisa de los estudios de materialidad considera que la cultura material es una construcción social más que una “cosa” inerte y pasiva (Chevalier 2008; Clark 2009; Douny 2007; Fahlander y Oestigaard 2008; Gosden 2005; Graves-Brown 2000; Hassan 1998; Hedeager 2011; Hodder 1982, 1989, 1993,2009; Ingold 2007a; Kirk 2006; Knappett 2007; Küchler 2005; Maran y Stockhammer 2012; Meskell 2005a, b; Miller 2005a; Miller 2005b; Nanoglou 2009; Pearson et al. 2006; Shanks 2007; Thomas 2002; Tilley 1999, 2004, 2007). Es este mundo material el que influye en la forma en que los individuos viven, socializan, se reproducen y mueren, puesto que la vida humana transcurre entre objetos, los cuales poseen, a su vez, una vida que puede rebasar varias décadas, centurias o milenios. En consecuencia, éstos pueden sobrevivir más allá de la propia existencia humana, constituyendo un mundo de estímulos sociales que permanecen a lo largo del tiempo.
Las “cosas”están determinadas por sus propiedades físicas pero se modifican a través de una compleja red de interacciones colectivas e individuales, que intrínsecamente contienen historicidad. Los materiales, desde los de gran volumen, como la arquitectura pública, hasta los objetos de tamaño minúsculo, como figurillas de barro, no sólo cumplen funciones específicas, sino también reproducen valores culturales y actúan en las relaciones humanas. Éstos son representaciones físicas ya sea de creencias, prácticas cotidianas, costumbres, tradiciones, relaciones de poder, de identidad o políticas, entre muchos otros aspectos que constituyen lavida humana. Sin embargo, cabe resaltar que los significados e implicaciones de cada uno de éstos no son estáticos, dado que son susceptibles de variar de acuerdo con las condiciones históricas específicas, que pueden no sólo modificar el significado, sino también determinar la importancia de los objetos. El estudio de la materialidad enfoca el proceso social entre la gente y los objetos (Nanoglou 2009) y su función es comprender la forma en que los objetos interactúan, influyen o determinan las relaciones sociales en un espacio y tiempo determinados.
No obstante su importancia, los debates en arqueología acerca del significado de las “cosas” han sido relativamente escasos, si se compara con la voluminosa literatura publicada sobre la descripción formal de los objetos. Algunos críticos señalan que el enfoque descriptivo se encuentra fuertemente arraigado en la arqueología, lo que ha obstaculizado los avances en la interpretación de la cultura material desde una perspectiva más integral. Como atinadamente señala Nilsson (2007: 29), “algunos arqueólogos nunca remueven la tierra bajo sus uñas y cubren la superficie de sus escritorios con artefactos de toda índole [...], su declaración es clara: la arqueología es física, material y verdadera”. Esto conlleva a considerar la arqueología como una ciencia centrada en las cosas inertes, de manera casi exclusiva en los objetos. En efecto, a lo largo de la historia de la arqueología, uno de sus quehaceres fundamentales han sido las excavaciones, ya sea extensivas o intensivas, las cuales condujeron a los investigadores no sólo a familiarizarse con los contextos materiales, sino también a establecer los métodos y técnicas necesarias para el ordenamiento de los datos. No obstante, los artefactos en el escritorio de un arqueólogo, además de ser cosas materiales, tienen profundas implicaciones sociales, ideológicas y simbólicas.
Tilley señala que, en efecto, cada objeto tiene cualidades materiales que lo hacen diferente (Tilley 2007:16-20) y que difícilmente pueden echarse por la borda 150 años de clasificaciones como las que se han hecho hasta ahora. No obstante, la crítica a esta postura parte del hecho de que los métodos y técnicas descriptivos de las “cosas” suelen considerase como un fin en sí mismo. De acuerdo con Tilley, la arqueología convencional, e incluso también la arqueología procesual, han enfocado la descripción objetiva de los artefactos, convirtiéndose en la parte medular de la investigación (Tilley 2007: 17). Sin embargo, la clasificación descriptiva de las “cosas” debe considerarse como medio para lograr la interpretación, ya que la descripción en sí misma, por exhaustiva que sea, no permite desentrañar el significado que los objetos tuvieron en su propio contexto histórico.
La noción de materialidad constituye un vehículo hermenéutico que permite interpretar las implicaciones que los artefactos tienen sobre las personas; además de observar las relaciones más allá de las características físicas de la materia con la que los objetos están manufacturados. Con esto trata de entender por qué una clase determinada de objetos y no otras fueron importantes para las personas que los utilizaron (Tilley 2007:17).
Desde esta perspectiva se puede mencionar, como ejemplo, el caso de la cerámica incaica imperial, interpretada por Tamara Bray (2003)en términos de su significado funcional y culinario. Desde el punto de vista de la alimentación andina, Bray analiza un conjunto de vasijas incaicas, su distribución y los contextos de hallazgo sustentándose, además, en otra clase de información, como la etnohistórica y etnográfica. Con base en ello, detecta las formas incaicas e infiere su función, así como su relación con las actividades culinarias, la política y el género en los procesos de formación estatal. A través del análisis distribucional de las vasijas incaicas en diferentes áreas del imperio Bray sugiere que el aríbalo tuvo un papel importante como herramienta estratégica de dominio estatal del imperio incaico. La elaboración de un conjunto distintivo de cerámica estatal sugiere una medida consciente para crear símbolos materiales de clases sociales en el contexto de festines culinarios auspiciados por el Estado, subrayando la función de las vasijas cerámicas como representantes del mismo (Bray 2003).
El estudio de Bray es sugerente en el sentido de que los objetos cerámicos, más allá de ser recipientes pasivos, pueden ser portadores y generadores de significado, de manera que el concepto de materialidad permite relacionar el significado de los objetos para interpretarlos en momentos históricos específicos. Si bien todos los materiales tienen características físicas descriptibles, no todas ellas son significativas para aquellos que los usan, como lo demuestra el caso de una nava-jilla de obsidiana verde en el mundo prehispánico. Esta, seguramente, no tiene el mismo significado entre las sociedades del norte de México con limitada presencia de yacimientos de obsidiana y las del centro de México, donde se localizan las fuentes más importantes de dicho material (Saunders 2001).
Las características de los objetos son cruciales para comprender la influencia que las “cosas” producen en la gente. Sus atributos permiten adentrarnos en su genealogía, para intentar reconocer la manera en que pudieron haber influido en la gente durante los procesos de cambio y de qué forma las cosas de un presente determinado contienen la reinterpretación de otros pasados. Precisamente por ello consideramos que para poder alcanzar un nivel interpretativo, que constituye la meta de la investigación arqueológica, es crucial comprender los momentos específicos de creación, uso, intercambio y desecho de los objetos, es decir la materialidad y la biografía de las cosas tanto en el espacio como en un tiempo específico, como a continuación trataremos de exponer.
Materialidad, cambios sociales y biografía cultural de los objetosEn la investigación arqueológica se asume generalmente que las intenciones humanas determinan las características y funciones de los objetos materiales. Sin embargo, los estudios de materialidad demuestran que también puede suceder lo contrario, es decir, las “cosas” pueden provocar y reafirmar tales intenciones. Las “cosas” condicionan parcialmente la forma en que los humanos se aproximan a los objetos, así como a otras personas, pues los patrones de uso, disposición, intercambio o consumo derivan de la naturaleza de los propios objetos. Las “cosas” no sólo pueden influir en los cambios sociales, sino que también poseen una biografía cultural, a través de la cual podemos percibir estos aspectos, que de otra manera no tendrían la misma relevancia (Kopytoff 1986: 67).
Tomando como caso de estudio la cultura material del valle de Toluca nos referiremos a estas nociones. Desde sus primeras manifestaciones, las evidencias arqueológicas apuntan a una estrecha relación entre esta región y la cuenca de México, cercanía que se atribuye no sólo a cuestiones geográficas, por constituir dos regiones contiguas y conectadas a través de redes de comunicación, sino también a vínculos sociales, que se fortalecen notablemente durante el Clásico (González de la Vara 1999; Sugiura 1998, 2005, 2011). En efecto, con el surgimiento del poderoso Estado teotihuacano en la vecina cuenca de México y el concomitante establecimiento del macrosistema político y económico, la necesidad de incorporar el fértil valle de Toluca a su dominio se intensificó. En la segunda mitad del periodo Clásico, conforme se consolida el poder de esta gran urbe en una vasta región mesoamericana, se estrecha aún más esta relación (figura 1).
Para analizar el caso que aquí proponemos, partiremos del supuesto de que la cultura material tiene una duración relativamente prolongada; los cambios o pervivencia que se manifiestan en la misma pueden presentarse a través de varias generaciones humanas, evidenciando que no necesariamente están bajo el estricto control de ciertos individuos o grupos en un contexto histórico específico. Además, dichos procesos pueden aparecer en diferentes formas y ritmos; algunos son sutiles pero significativos, mientras otros son más aparentes, aunque no implican un trasfondo revelador. Como apunta atinadamente Gell, los estilos en los artefactos son creados, en algunos casos, por sutiles iniciativas sociales a lo largo de un tiempo prolongado en el que se modifican paulatinamente (Gell 1998: 219). El caso de los motivos decorativos de ciertos grupos cerámicos del Clásico en el valle de Toluca es un ejemplo de ello, pues presentan pequeñas modificaciones a lo largo del tiempo. En otros casos, los cambios aparecen de manera súbita. Así, la cultura material, ya sea una estructura arquitectónica, una vasija o cualquier otro objeto, posee características particulares que, como se mencionó anteriormente, influyen en la acción humana. Ello significa que los seres humanos estamos vinculados permanentemente al mundo material, en todas las fases de nuestro desarrollo desde el nacimiento hasta la muerte (Brookshaw 2009), y que los objetos, que determinan las relaciones sociales, nos trascienden en el tiempo.
El caso de estudio que presentamos aquí permite ilustrar el proceso de cambio que ocurre a lo largo de generaciones en un periodo con profundas implicaciones históricas y que se refleja en la cultura material. El primer momento en que se da una clara penetración de la cultura teotihuacana en el valle de Toluca se dio durante la fase Atizapán (ca. 200 dC-450 dC), correspondiente a la fase Tlamimilolpa (ca. 200 dC-350 dC) en Teotihuacan, seguida de un proceso de repoblamiento del valle de Toluca (figura 2). Los datos arqueológicos señalan que, para este momento, el valle registró la llegada de portadores de la tradición cultural de la gran urbe teotihuacana, la cual puede apreciarse en diversos ámbitos que constituyen la vida diaria, desde el nivel más elemental, como la base artefactual, hasta el más elevado, perteneciente al mundo ideológico.
Entre las vajillas de uso culinario, que constituyen el nivel más arraigado de la vida cotidiana de toda sociedad humana, destacan las piezas monocromas, por regla general, sin decoración, como ollas, cántaros, cazuelas y comales, incluso cajetes de servicio. Todo ello muestra signos inequívocos de su filiación teotihuacana no sólo en sus características morfológicas y colores exteriores, sino también en su técnica de manufactura. Lo mismo puede decirse de otras vajillas con fines no utilitarios, como vasos monocromos ya sean café negruzco o rojo con decoración esgrafiada, cajetes bicromos rojo sobre bayo con o sin líneas incisas que delimitan los motivos decorativos, sahumadores, floreros, braseros con adornos adheridos, entre otros. Algunos vasos están profusamente decorados en la superficie exterior con motivos en composiciones complejas, los cuales presentan elementos, a simple vista, teotihuacanos. Cabe señalar que la mayoría de estas piezas pertenecen a la etapa tardía del Clásico. También vale la pena mencionar otras formas que representan la tradición teotihuacana, como floreros y braseros adornados con elementos alusivos a la cosmovisión teotihuacana, así como figurillas hechas de molde con tocados, adornos e indumentaria de la Ciudad de los Dioses. De esta manera, la cultura material expresa una similitud inconfundible con los teotihuacanos y constituye una evidencia innegable de la incorporación del valle de Toluca al poderoso sistema teotihuacano.
Teotihuacan alcanza su apogeo hacia los siglos V y VI (Xolalpan ca. 350 dC-550 dC) y el valle de Toluca permanece, durante la fase Azcapotzaltongo (ca. 450 dC-550 dC), bajo su influencia, la cual se manifiesta en todo tipo de expresión cultural. En efecto, la penetración de aquel Estado preeminente fue tal que difícilmente puede reconocerse en la cultura material la particularidad de la región de Toluca, salvo algunas sutilezas. El trasfondo del poderío teotihuacano se percibe no sólo en la fuerte presencia de rasgos culturales, incluyendo estilos arquitectónicos y simbolismos, sino también en un incremento constante tanto en el número como en el tamaño de sitios, así como un proceso claro hacia una sociedad de mayor complejidad, manifiesta por la aparición de varios centros regionales en lugares estratégicos.
Cuando Teotihuacan aún se encontraba en su apogeo, durante la fase Xolalpan, comenzó a aparecer cierta disfunción en el interior del gran sistema político económico que durante siglos controló, directa e indirectamente, gran parte del territorio mesoamericano. Al entrar en la última fase Metepec (ca. 600 dC-700 dC), la gran metrópoli perdió un considerable número de población, que comenzó a abandonar la ciudad para asentarse en otros lugares en busca de mejores condiciones para su supervivencia.
Al final de esta fase, la metrópoli sufrió un fuerte decaimiento que provocó oleadas de emigrantes no sólo hacia otras zonas de la misma cuenca de México, sino también hacia otras regiones del Altiplano central. Naturalmente, al vecino valle de Toluca, región fértil con la que siempre mantuvo estrechos vínculos sociales, culturales y políticos, arribó un gran número de poblaciones procedentes de la otrora poderosa ciudad teotihuacana y los lugares cercanos a ella. Esto se debe a las características físicas particulares de la región de Toluca, por sus abundantes recursos naturales y cercanía geográfica, así como los antecedentes históricos. Aunque parezca contradictorio, Teotihuacan, seguramente, no perdió el control sobre la región hasta el último momento a pesar de su debilitamiento; puede suponerse que, conforme avanzó el proceso de desintegración, intensificó su política de injerencia en las poblaciones del valle de Toluca con el fin de mantener su dominio y asegurar los canales de abastecimientos de los recursos necesarios para la ciudad. Por un lado, el gran número de pobladores que abandonaron Teotihuacan, por el otro, la política de control cada vez más pronunciada del Estado teotihuacano, repercutieron en un constante incremento poblacional del valle de Toluca, el cual se refleja en el número de sitios pertenecientes a la fase Tilapa (ca. 500/550 dC-600/650 dC), correspondientes a la fase Metepec de Teotihuacan.
Dicho fenómeno, aunado a un proceso de complejización social, se manifiesta claramente en una jerarquización cada vez más definida entre los asentamientos (González de la Vara 1998; Sugiura 2005). Si bien la gran mayoría permanece en el nivel de aldeas y pueblos, se desarrolla una serie de centros regionales, algunos de los cuales ya se habían fundado en tiempos anteriores. Éstos administraban un número considerable de pequeños asentamientos localizados en su rededor, como el sitio de Ojo de Agua (municipio de Tenango del Valle), Santa María Azcapotzaltongo (municipio de Toluca) y Santa Cruz Atizapán (municipio del mismo nombre), para citar sólo algunos de los más representativos. Asimismo, los centros funcionaban para controlar diversas rutas de intercambio entre el valle de Toluca y otras regiones circunvecinas, a través de las cuales llegaban objetos cerámicos de intercambio, como el grupo cerámico llamado Mica abundante burda, Rojo foráneo, y algunos como el caso del Rosa granular, que se introdujeron desde la fase anterior (Kabata 2010; Sánchez Ramírez en proceso). La presencia de objetos de pizarra y esculturas de piedra verde procedentes de la región de Mezcala, Guerrero y Puebla, algunos de los cuales se encuentran depositados como ofrenda en los entierros, señala la llegada de objetos exógenos, estrechamente relacionados con Teotihuacan mediante el intercambio de productos que daban prestigio a sus poseedores (Sugiura 2011: 215).
De esta manera, el surgimiento, florecimiento y finalmente caída de Teotihuacan como centro político primigenio de Mesoamérica, produjeron un reacomodo de la población y cambios significativos en las manifestaciones culturales en la cuenca de México. En el caso del valle de Toluca, sucedió un panorama similar a lo observado en la vecina cuenca pero, a diferencia de lo ocurrido en la gran ciudad, la desarticulación del sistema teotihuacano no significó un colapso, sino más bien lo contrario. Más de 30 % de todos los sitios de esta fase final del Clásico sobrevivieron durante el siguiente periodo Epiclásico. Si bien la descomposición del sistema teotihuacano tuvo repercusiones en casi todos los ámbitos de las sociedades epiclásicas que se desarrollaron en un momento posterior a su caída, el valle de Toluca manifestó efectos positivos.
El ocaso de Teotihuacan propició, aún más, éxodos de población al fértil valle de Toluca, presumiblemente, en busca de una vida más prometedora. Esta tendencia poblacional que, como se ha mencionado, se aprecia desde el tiempo de apogeo teotihuacano, se torna todavía más acentuada durante la última fase del Clásico. El mismo fenómeno poblacional continúa durante el Epiclásico, pasando por un lapso muy corto de transición, denominado Tejalpa (ca. 600/650-650/700 dC), el cual se ubica inmediatamente después del fin del Clásico. Esto implica que el cambio cultural del Clásico al Epiclásico no se efectuó de manera radical, sino a través de un proceso transitorio.
Así, entre las características más sobresalientes que marcan esta fase de transición se encuentran las complejas circunstancias tanto políticas como sociales y culturales. La coexistencia de rasgos pertenecientes a la tradición teotihuacana y los que se consolidan como característicos de la cerámica Coyotlatelco es el testimonio más revelador de esta compleja etapa de transición. Cabe agregar que, aún después de haber entrado plenamente en el Epiclásico, el legado cultural de Teotihuacan no desapareció por completo ni se sustituyó totalmente por el Coyo-tlatelco, sino que permanece. Esta pervivencia se manifiesta particularmente en los motivos decorativos en adornos de incensarios y braseros y, en menor grado, en las figurillas; es decir, aquellos materiales que pertenecen al mundo ideológico y que conforman expresiones de la cosmovisión establecidas durante el tiempo de Teotihuacan.
Es pertinente señalar que son precisamente las diferencias y similitudes en dicha cultura material entre Teotihuacan y los sitios que interactuaron con esta urbe los que pueden darnos pautas para conocer el proceso de asimilación y/o rechazo de ciertos patrones culturales, mismos que, en el trasfondo, dejan entrever el papel activo de las “cosas”, específicamente de la cerámica.
Desde esta perspectiva, se explica por qué es relevante estudiar el tiempo y el contexto histórico, en los cuales las “cosas” cambian, reproducen o mantienen sus formas originales (Gosden 2005; Head y Fullagar 1997; James 1997; Woolf 1997). Así, la morfología y decoración de los complejos cerámicos expresan ciertas particularidades que permiten comprender sus efectos en la sociedad (Bray 2003). Como ha enfatizado el estudio de la materialidad, las cosas pertenecientes a tiempos pretéritos son, por regla general, reestructuraciones de otros pasados. Por ello es interesante conocer las genealogías de algunos objetos, así como las modificaciones que se manifiestan en ellos a lo largo del tiempo. Éstas pueden servir de apoyo para reconocer la manera en la cual los artefactos podrían haber influido en las sociedades pretéritas en sus procesos de cambio, al mismo tiempo que abren una nueva línea de interpretación sobre la manera como se reestructura el pasado en los objetos del presente.
Esto significa que los objetos culturales tienen su propia historia, es decir, son el resultado de múltiples pasados, elaborados o reinterpretados en un momento histórico específico. A pesar de los factores que constriñen el material arqueológico, todo objeto cultural tiene una historia. Debido a que éste se caracteriza por su amplitud temporal, es relevante comprender las innovaciones, rechazos o pervivencia en los patrones o estilos, ya que la biografía cultural de los objetos tiene un alto potencial como herramienta para la interpretación.
En efecto, un considerable número de estudios ha demostrado que la biografía cultural de los objetos es útil a la investigación (Appadurai 1986; Gallardo et al. 1999; Gillings y Pollard 1999; Gosden y Marshall 1999; Hamilakis 1999; Kopytoff 1986; MacGregor 1999; Moreland 1999; Peers 1999; Rainbird 1999; Saunders 1999; Seip 1999). La biografía de artefactos puede ser equiparada con la de un individuo, es decir, no es única y puede ser abordada desde diferentes ángulos, que implican tanto una selección como omisión de diversos aspectos de la historia de vida(Kopytoff 1986:68).
La idea central de la biografía cultural reside en la retroalimentación entre la gente y los objetos en un tiempo y espacio, así como su constante transformación. Kopytoff considera que los objetos no pueden ser comprendidos cabalmente observando un solo punto de su existencia, ya sean procesos o ciclos, tales como producción, intercambio y consumo, sino que éstos tienen que verse como parte de una totalidad (Kopytoff 1986). Este enfoque deja entrever que los objetos cambian en el tiempo y que tienen la capacidad de superponer historias. La importancia de cualquier objeto deriva de las personas y eventos con los cuales ha sido relacionado, lo que implica un vínculo recíproco. De esta forma, los objetos adquieren valor cultural, económico o simbólico y a su vez los individuos adquieren un prestigio determinado por el tipo de objetos que les rodean (Gosden et al. 1999: 170). Desde esta perspectiva, los objetos no son representaciones externas o auxiliares de la vida humana, sino tienen biografías que se desdoblan o materializan en formas culturales específicas.
La biografía cultural de los objetos puede abordarse desde diversas perspectivas: una de ellas se refiere a la forma en que algunos objetos pueden contener una biografía en sí misma por sus características históricas y arqueológicas particulares, mientras que otros pueden contribuir a la biografía de algún aspecto social más amplio, como ceremonias, rituales o vida cotidiana, más que expresar un significado en particular (Gosden y Marshall 1999:176). El caso del penacho de Moctezuma pertenece a la primera de ellas, entre las segundas se encuentran, por ejemplo, las vajillas cerámicas. Cabe enfatizar, sin embargo, que en ambas perspectivas, la noción de biografía permite interpretar los efectos que los objetos producen en las personas y contextos particulares.
A partir de los argumentos expuestos anteriormente, el presente estudio enfocará la cerámica arqueológica desde una perspectiva que permita comprender cuándo, cómo y por qué se dan ciertas innovaciones y pervivencias en las vasijas cerámicas. Cabe aclarar que el material utilizado para este estudio pertenece a un contexto histórico particular comprendido entre el apogeo y la caída de la gran urbe teotihuacana y constituye el punto de partida para inferir el papel de la cerámica en las relaciones entre Teotihuacan y el valle de Toluca a lo largo de un lapso histórico complejo. Con base en la biografía cultural de una serie de materiales cerámicos identificados en el valle de Toluca se pretende llegar a una aproximación del fenómeno detectado en dicha región, donde la presencia de algunas vajillas, con un claro legado cultural de aquella urbe, pudo haber sido utilizada como una insignia de prestigio social y de identidad impuesta durante el periodo Clásico.
Biografía de la cerámica en el valle de TolucaPartiendo del supuesto de que los cambios sociales pueden reflejarse en el comportamiento de la cerámica arqueológica, ya sea mediante su aparición, permanencia, innovación o desuso, es posible proponer que el hecho de que de los habitantes del valle de Toluca retomaran las vajillas teotihuacanas no fue fortuito ni arbitrario. Con la llegada de poblaciones provenientes de la vecina cuenca de México, se popularizaron en el valle de Toluca nuevas formas cerámicas. Se reprodujo todo tipo de piezas que, sin duda, siguieron los cánones de aquella urbe tanto en sus formas y colores como en sus estilos y técnicas decorativos. Una de ellas es el grupo cerámico denominado Pseudoanaranjado delgado, que se distribuye ampliamente hacia finales de Aztcapotzaltongo, aunque es posible que su inicio pueda ubicarse desde la fase anterior (Atizapán 200 dC-400 dC). Por la gran similitud que existe entre estas vasijas y el Anaranjado delgado de Teotihuacan, tanto en forma como en color exterior y pastas, se cree que los habitantes del valle de Toluca trataron intencionalmente de reproducir uno de los objetos portátiles más representativos de la cultura teotihuacana (Encastin en proceso).
Si bien es entendible la razón por la cual se reprodujo esta cerámica, es importante señalar algunas particularidades del Pseudoanaranjado delgado del valle de Toluca: en primer lugar, las piezas elaboradas en esta región se caracterizan, morfológicamente hablando, por una variación muy reducida, frente a la gran diversidad de formas del Anaranjado delgado auténtico; en segundo lugar, en el valle de Toluca no aparecen las piezas únicas y espectaculares como aquellas que se han recuperado en Teotihuacan; en tercer lugar, las técnicas de manufactura del Pseudoanaranjado delgado son sencillas en comparación con las piezas de la gran urbe; y por último, las de la región toluquense presentan muy frecuentemente cierta rugosidad en la pared exterior y un acabado menos fino (figura 3).
Las pastas con las que se elaboraron estas vasijas proceden de yacimientos locales, lo que constituye el primer factor que nos permite identificar su carácter autóctono. Entre las diversas formas identificadas que conforman este grupo prevalecen los cajetes curvos, semiesféricos o de silueta compuesta, así como los curvo divergentes de base anular. No obstante, la presencia de estos últimos ocupa un lugar preponderante ya que representa, numéricamente hablando, 80 % de la muestra total (Encastin en proceso). Esto contrasta con la escasa presencia de cajetes semiesféricos que sólo representan 13 % de la muestra. Otra característica notable de estas vasijas consiste en las medidas del diámetro de boca con un alto grado de estandarización, el cual fluctúa entre los 18 y 22 centímetros. De esta forma, su gran homogeneidad morfológica contrasta con la amplia divergencia formal de la cerámica Anaranjado delgado teotihuacano, cuya complejidad dista mucho de las Pseudoanaranjadas del valle de Toluca. Otra característica distintiva de estas vasijas es el reborde que aparece en la parte superior del cuerpo, que se registra en 80 % de la muestra total, a diferencia de los cajetes teotihuacanos en los que dicho reborde no se ha identificado. Aunque se desconoce a ciencia cierta su función, es probable que esté relacionada con alguna actividad específica no cotidiana. Cabe señalar que las decoraciones de punzonado o impresiones de uñas, también presentes en las piezas teotihuacanas, se han reconocido sólo en un reducido número de piezas. En cuanto a los colores, éstos pueden tener desde una tonalidad metálica tornasolada que comprende los anaranjados, rosáceos, cafés y negros, una variación mucho mayor comparada con los del Anaranjado delgado auténtico de Teotihuacan (Encastin en proceso).
Retomando los datos recabados sobre el Pseudoanaranjado, podemos esbozar una biografía sobre este grupo cerámico. Su aparición se ubica en la parte final de la fase Atizapán, pero se populariza en tiempos posteriores, circunscribiéndose a la región del valle de Toluca. Independientemente de que ha sido imposible identificar los talleres cerámicos que proporcionarían mayor información sobre el contexto de producción, es muy probable que se haya manufacturado en varios centros en el interior del valle de Toluca. La estandarización morfológica, aunada a los tamaños homogéneos, puede estar relacionada con una utilización muy específica de las vasijas. Incluso esta similitud podría remitirnos también a la producción de la cerámica en una escala mayor mediante el uso de moldes. Las similitudes y diferencias entre el Pseudoanaranjado y el Anaranjado delgado teotihuacano pueden ser interpretadas en dos sentidos: por una parte, para evidenciar el apego y necesidad de mantener su identidad con Teotihuacan y, por otra, para manifestar un rechazo o distanciamiento de su poderío, con la necesidad de autoafirmarse como una región con características propias. Por último, el ciclo de vida de esta cerámica culmina junto con el Clásico y se deja de producir durante la fase transicional de Tejalpa (ca. 600/650-700 dC), por lo que podemos constatar que su ciclo de vida fue corto y acotado a un periodo muy específico en el contexto histórico del Clásico tardío, época de cambios complejos que condujo finalmente al ocaso de Teotihuacan. Inicialmente, este auge de la ciudad se reflejó en la cultura material del valle de Toluca, puesto que los grupos dominantes trataban de evidenciar su filiación teotihuacana a través de los objetos, que otorgaban a las élites una carga de prestigio. Conforme avanzaba el proceso de desintegración, la cerámica misma manifestaba un reflejo activo del contexto social contradictorio que muestra, por un lado, un sentido de pertenencia a los cánones teotihuacanos y, por el otro, un desapego de los mismos en la búsqueda de una identidad propia.
Otro de los grupos cerámicos representativos del valle de Toluca que imita los cánones teotihuacanos es el Patrón de pulimento, caracterizado por utilizar una de las técnicas decorativas que se aplicaron en la urbe, consistente en pulir diseños sobre la vasija mediante el uso de palillos, generalmente en la pared interior de la misma. Al igual que la cerámica Pseudoanaranjado, las pastas de este grupo cerámico proceden de yacimientos locales. En cuanto a sus formas, sobresalen los cajetes semiesféricos, que representan 83 % de la muestra total; los restantes están conformados por las formas curvo convergentes (10 %), los curvo divergentes (6 %) y los cajetes recto divergentes (1 %) (Zepeda 2009). Las características detectadas en esta cerámica presentan una particularidad notable en diversos aspectos tanto morfológicos como en lo que respecta a motivos decorativos. A diferencia de aquella manufacturada en Teotihuacan, la del valle de Toluca muestra casi nula variación en las formas, ya que consiste, en su totalidad, en cajetes, mientras que en la metrópoli presenta mayor variedad, por ejemplo vasos y jarras decorados mediante la técnica de pulimento zonal a palillo en determinadas partes de la vasija, como los cuellos en el caso de las jarras (figura 4).
Los elementos decorativos de estas vasijas difieren también considerablemente de los de la urbe. Además de compartir algunos motivos, como las líneas y retículas sobre todo, las vasijas del valle de Toluca presentan otros que no se han identificado en la tradición teotihuacana, como espirales, círculos concéntricos, líneas formando triángulos que probablemente corresponden a motivos fitomorfos, y algunas configuraciones que combinan dichos elementos. Cabe señalar que, comparadas con las toluquenses, las vasijas identificadas en la ciudad de Teotihuacan son de mejor calidad y presentan elementos con una composición más elaborada, como algunas flores. Otra peculiaridad de los diseños en el valle de Toluca es la abundancia de círculos concéntricos, configurados en los fondos de la vasija de manera que conforman una especie de flor. Éstos representan 44 % de la muestra total y son muy distintas a las flores de las vasijas teotihuacanas, elaboradas con mayor deliberación, pues los trazos del grupo Patrón de pulimento parecen ser mucho más rápidos e incluso hechos con cierto descuido.
Como en el caso del Pseudoanaranajado, el ciclo de vida del grupo Patrón de pulimento se circunscribe a un periodo muy corto que comprende el Clásico tardío. Si bien se sabe de la existencia de jarras con pulimento zonal en regiones como la cuenca de México, Hidalgo y Morelos, la distribución espacial de los cajetes decorados mediante círculos concéntricos se circunscribe al valle de Toluca. Al igual que el caso del Pseudoanaranjado, este grupo cerámico se produce en el interior de la región, pero tampoco se cuenta con la evidencia de los centros donde fueron fabricados. Por su presencia en contextos específicos, como entierros, así como por su notable homogeneidad sobre todo morfológica, se ha propuesto que estos cajetes tuvieron un papel activo de carácter ritual dentro de ceremonias, como objetos ofrendados en entierros que acompañarían a la persona en su destino después de la muerte. También fueron utilizadas en ceremonias celebradas en algunos recintos, como lo indican las ofrendas depositadas en las esquinas de las estructuras, remitiendo al ámbito de la cosmovisión. En este sentido, podemos detectar diferencias notables con Teotihuacan, donde se ha registrado el uso de esta cerámica como de carácter doméstico, probablemente como vajillas de servicio (Rattray 2001). El ciclo de vida de este grupo termina abruptamente a finales del periodo Clásico, dado que los fragmentos cerámicos localizados en las excavaciones para temporalidades posteriores fueron más bien reutilizados como relleno de estructuras, usando nuevamente estas vasijas sin la carga de significado que tuvieron con anterioridad.
Como ocurre con la cerámica Pseudoanaranjada, en el grupo Patrón de pulimento “se detecta un fenómeno sutil pero irreconciliable que desliga, de alguna manera, la región del Alto Lerma de Teotihuacan” (Sugiura en prensa).
Contemporáneo a los dos últimos grupos, existe un tercer material cerámico que tiene implicaciones similares en el contexto histórico del Clásico tardío, durante el cual Teotihuacan muestra un franco decaimiento. Se trata del grupo llamado Esgrafiado, conformado por una serie de piezas cerámicas que presentan una mayor variación tanto morfológica como decorativa, incluso en los colores del engobe. Si bien éste, comparado con los dos grupos anteriores, tiene una presencia muy escasa dentro del material cerámico local, desempeña un papel igualmente importante en el proceso de gestación en el que los habitantes de la región, aun reconociendo estar insertos en el mundo teotihuacano, manifiestan su incipiente autodeterminación como pertenecientes al valle de Toluca. Una de las características distintivas de este grupo es la forma, que, a simple vista, nos remite al mundo ideológico, ya sea mediante ritos o ceremonias. Las formas más representativas son vasos con paredes rectas y cortas, jarras y ollas sin asas con cuello largo y borde ligeramente evertido, con o sin soportes trípodes de botón. Todos tienen un excelente acabado, bruñido hecho a palillo, aunque cabe mencionar que, en algunas jarras, la decoración esgrafiada se combina con el llamado pulimento zonal en el cuello, una variante del Patrón de pulimento mencionado anteriormente. Por lo general, el exterior tiene un engobe, ya sea de color rojo o negro y decoración esgrafiada con motivos no sólo distintivos, sino también exclusivos de la región. Entre los motivos identificables como propios del valle de Toluca destacan manchas rojas delimitadas por doble línea esgrafiada, sobre las cuales se aplican rayas cortas esgrafiadas o motivos de “S” enlazados. También aparecen de manera recurrente elementos que representan un símbolo específico, aún no identificado, y líneas onduladas que podrían indicar una relación con lo acuático (figura 5).
De lo anterior, queda claro que en el caso de estos dos últimos grupos no se trata de una copia, como ocurre con el Pseudoanaranjado, que imita uno de los indicadores mejor conocidos del testimonio del control hegemónico de Teotihuacan. Tanto en el grupo Patrón de pulimento como en este último se siguen los cánones teotihuacanos como si expresaran su lealtad mediante el acto de proseguir el legado cultural de la gran metrópoli. Sin embargo, al mismo tiempo, subyace la intención, por parte de los alfareros del valle de Toluca, de imprimir su sello propio para manifestar su pertenencia a la región, expresando cierto distancia-miento del mundo que ejerce su dominio sobre ellos.
Así, podría proponerse que el mundo cerámico del Clásico en el valle de Toluca se origina y transforma a partir de la tradición alfarera teotihuacana. Asimismo, las modificaciones que se generaron durante la segunda mitad del Clásico no fueron resultado de acciones azarosas; por el contrario, en ellas están implícitas las estrategias sociales deliberadamente concebidas para fortalecer una identidad propia de carácter regional bajo el domino teotihuacano. Conforme maduran las condiciones sociales bajo las cuales se propició el fortalecimiento de la particularidad regional del valle de Toluca, surgieron diversos actores que incidieron en este proceso complejo.
La relevancia de estos grupos cerámicos se manifiesta en múltiples aspectos, entre los cuales destacan, retomando lo mencionado anteriormente, los procesos de cambio consistentes en modificaciones sutiles. Originalmente, los cánones morfológicos, estéticos y las técnicas de manufactura de la alfarería de Teotihuacan fueron reproducidos en el valle de Toluca a lo largo de varias generaciones. Con el tiempo, al avanzar el proceso de desintegración del sistema de la metrópoli, comienzan a ejecutarse modificaciones, apenas perceptibles en algunos casos, en las formas y en los motivos decorativos, como si representaran el papel de actores sociales en el proceso de consolidación de una identidad regional en el valle de Toluca. En el ocaso de Teotihuacan y con la aparición de un nuevo complejo cerámico, conocido como Coyotlatelco, estos materiales dejaron de existir. De esta manera, la biografía de dichos objetos tiene una relevancia significativa para esclarecer la compleja trama de relaciones entre el poderoso Estado teotihuacano y el valle de Toluca, una de las regiones satelitales del sistema.
ConclusionesEn las últimas dos décadas han surgido interesantes discusiones acerca de la importancia de la materialidad como objeto de estudio en las ciencias sociales. El caso de la arqueología no fue una excepción, ya que se ha suscitado un intenso debate en torno a dicha problemática (ver especialmente Oliveira y Thomas 2007). Como resultado de estos debates, la materialidad emerge como un enfoque de investigación que intenta orientar la discusión en torno al significado de los objetos materiales. Este enfoque primeramente ha contribuido a la reemergencia de la cultura material como tópico de estudio central en la arqueología (Thomas 2007: 12). El concepto de materialidad intenta entender el papel que los objetos tienen para comunicar ideas y no sólo como objetos funcionales.
Este artículo se centró primero en la evaluación crítica de considerar como “cosas” inertes los objetos culturales. Se propuso entonces estudiar el material cerámico a través de su propia biografía, es decir, no concebirlos como “cosas”, sino como generadores de cambios estructurales en las relaciones sociales. El material arqueológico es especialmente sensible a los cambios, los cuales se reflejan, a su vez, en la biografía cultural del objeto. Ésta se conforma como resultado de múltiples pasados, elaborados o reinterpretados en un presente histórico, por lo que es importante comprender las innovaciones o continuidades en los patrones culturales.
Retomando lo mencionado anteriormente sobre las perspectivas desde las cuales puede abordarse la biografía cultural, el presente estudio enfoca los aspectos más generales de la misma, con el fin de comprender los cambios sociales a través de tres grupos cerámicos, sin agotar otras posibilidades de aproximación más específicas. Podría, por ejemplo, analizarse la biografía cultural de otros objetos en contextos particulares para comprender los diversos ciclos de vida y las relaciones recíprocas entre individuos y objetos en dos mundos distintos, el teotihuacano y el del valle de Toluca.
La biografía cultural de la cerámica arqueológica ha sido utilizada como evidencia para identificar los cambios sociales y la influencia de los objetos en la vida humana. La adopción y reinterpretación del modelo dominante, en este caso concreto de Teotihuacan, identificada en algunos materiales cerámicos, permite acercarnos a los cambios estructurales en la sociedad. La presencia y amplia distribución de los tres grupos cerámicos mencionados a lo largo de este artículo son testimonio de la expresión de los grupos de poder Teotihuacano en el valle de Toluca y, por otro lado, reflejan un proceso de gestación de una identidad local.
Agradecimientos
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