Esta investigación expone la manera en que se conceptualiza la niñez en un pueblo afromexicano o negro de la Costa de Oaxaca y analiza cómo ello se vincula con con los tratamientos tradicionales de las enfermedades infantiles y con las relaciones intergeneracionales. Dado que la niñez es una construcción social, cultural e histórica, es fundamental conocer los comportamientos y las actitudes que se consideran propios de esta etapa de la vida y las enfermedades que se asocian a ella, así como las edades aproximadas que la definen y las palabras que se emplean para referirse a ellos en el contexto de estudio. También es necesario dar cuenta de las relaciones entre los niños, sus familiares consanguíneos y sus padrinos, ya que otro aspecto sumamente significativo son las relaciones intergeneracionales. Con ello, este artículo busca contribuir a los diálogos interdisciplinares de las poblaciones afrodescendientes y la niñez, integrando aspectos históricos y antropológicos.
This research analyzes how childhood is conceptualized in a Black or Afro-mexican town of Oaxaca's Pacific Coast and how children participate in family and social networks. Since childhood is a social, cultural and historical construct, it is essential to know which behaviors and attitudes are considered characteristic of this stage of life and which sicknesses are associated to it, as well as the approximate ages that define it and the words used to refer to children in the context of the study. It is also necessary to take into account the relations between children, their relatives and godfathers, because intergenerational relationships are another significant aspect of childhood. This way, this paper contributes to the interdisciplinary discussions on childhood and people from African descent, incorporating historical and anthropological aspects.
Un caleidoscopio permite apreciar colores y variadas formas irregulares mientras se gira. Lo mismo podemos decir de las miradas interdisciplinarias pues abren un panorama diferente de las cambiantes realidades sociales, culturales e históricas, a pesar de los retos que ello implica. El objetivo de este artículo es exponer cómo se conceptualiza la niñez en un pueblo afromexicano o negro de la región Costa de Oaxaca, así como la participación de niñas y niños en redes sociales familiares. Con ello, pretendo mostrar la importancia que tienen estos actores sociales e históricos dentro del contexto de estudio, y así contribuir a los diálogos interdisciplinarios relacionados con las poblaciones afrodescendientes y la infancia.
El trabajo inicia con una descripción sucinta del contexto en que se realizó la investigación y de las consideraciones metodológicas que la guiaron. Posteriormente, se detallan las palabras, edades aproximadas y comportamientos que se vinculan a la niñez en la Costa de Oaxaca, así como las enfermedades que se curan con medicina tradicional y que forman parte crucial de la conceptualización de este periodo. Finalmente, se expone la relevancia de las relaciones intergeneracionales entre los niños y sus familiares consanguíneos y rituales.
El contexto de la investigación. Breves consideraciones metodológicasActualmente la mayor concentración de población afromexicana ha sido identificada –de manera oficial– en la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca (CDI, 2012), región que se extiende desde Acapulco hasta la Bahía de Huatulco, entre el Océano Pacífico y la Sierra Madre del Sur. Una de sus características más importantes son los intercambios sociales y culturales que por siglos se han dado entre afrodescendientes, asiáticos, europeos e indígenas, sobre todo mixtecos, chatinos, zapotecos, amuzgos, tlapanecos y nahuas.
Estos intercambios históricos, junto con la heterogeneidad de la población afromexicana, nos obligan a abandonar modelos esencialistas de la diferencia y la etnicidad. En cambio, considero necesario analizar los complejos y cambiantes contextos de identificación en donde las fronteras étnicas se nos presentan como móviles y renegociables (Hoffmann, 2006). Asimismo, se debe prestar atención a los matices que imponen las fronteras estatales, pues los modelos étnicos y los marcos jurídicos de Guerrero y de Oaxaca no están libres de diferencias (Hoffmann, 2007; Hoffmann y Lara Millán, 2012). En este marco es igualmente importante considerar a las numerosas organizaciones civiles que integran el movimiento negro o afromexicano desde la década de 1990, y su injerencia específica en diferentes zonas de la Costa Chica. Integrar el espacio en nuestros análisis permite examinar las configuraciones identitarias que las personas «interpretan y resignifican según sus propios intereses y sus posibilidades del momento» (Hoffmann, 2006, p. 126), habiendo importantes variaciones de una localidad a otra. Con ello se busca estar al tanto de las particularidades de cada caso pues solo así se podrá observar la complejidad de los procesos de identificación de la población afromexicana de la Costa Chica en su conjunto.
Aunque no parto de la búsqueda de rasgos étnicos, tampoco pretendo negar posibles especificidades de los pueblos considerados afromexicanos. Es decir, busco dar cuenta de prácticas culturales que son relevantes en el contexto de estudio aun cuando no sean exclusivas de estas poblaciones; de modo que evito limitar la mirada etnográfica a una etnicidad negra o afromexicana definida como una categoría monolítica y esencialista que no da cabida a la complejidad y las contradicciones de la realidad social (Good, 2005). En este mismo sentido, reconozco la relación histórica de estas poblaciones con diversas culturas del continente africano, pero evito reducir a los afrodescendientes a posibles huellas de africanía, sobre todo cuando estas se basan en estereotipos sobre lo que es, o no, africano (Ruiz Rodríguez, 2011). Por lo anterior, subrayo la necesidad de tomar en cuenta los procesos históricos de intercambio y transformación de las poblaciones afrodescendientes, así como sus contribuciones en la construcción de sociedades y culturas nuevas (Mintz y Prince, 1992).
Dentro de la Costa Chica, Lara Millán (2012) ha identificado zonas y microrregiones con características ecológicas, productivas y demográficas particulares. Dependiendo de la zona, la población afromexicana se dedica a la ganadería, la agricultura, la pesca, el turismo o el comercio, entre otras actividades económicas. Aunque he realizado trabajo de campo en cuatro municipios de esta región desde 2011, en este artículo me centro en los resultados de investigación de la localidad José María Morelos, entre 2012 y 2013.1
José María Morelos es parte del municipio Santa María Huazolotitlán, ubicado en la región Costa del estado de Oaxaca, y cuenta con 2 331 habitantes, de acuerdo al Censo Nacional de Población y Vivienda de 2010. Las personas de Morelos se dedican a varias actividades económicas, pero desde la década de 1990 se comenzaron a especializar en la producción de papaya. La mayoría de su población es católica, aunque también hay una creciente presencia de pentecostales, testigos de Jehová y, en menor medida, mormones. Morelos es considerada una localidad negra, afromexicana, negro afromexicana o morena, tanto por instituciones del Estado como por personas de la propia localidad (CDI, 2012; INEGI, 2013; SAI, 2013; Masferrer León, 2014a). En ella, han tenido un peso muy relevante las organizaciones AFRICA AC, La Casa del Pueblo de Morelos y Socpinda DH AC, principalmente.
El trabajo de campo se basó en métodos y técnicas como la etnografía, la observación participante, la etnografía educativa en escuelas Primaria, entrevistas formales e informales y estrategias participativas con niños de 5 a 13 años, como intercambios de cartas, talleres de pintura y talleres de radio. Parto de la premisa de que la niñez es una construcción social, cultural e histórica y de que las y los niños son sujetos sociales con capacidad de agencia (Szulc, 2006; Quecha Reyna, 2014a; Reyes Domínguez, 2014). Además, quisiera puntualizar que la antropología de la niñez no implica olvidarnos de los adultos o imaginar que los niños viven de manera aislada, de modo que aunque me centro en el trabajo con ellas y ellos, durante mi trabajo de campo también entrevisté a adultos de estas localidades, algunos de los cuales eran padres o madres de familia, y otros más eran miembros de organizaciones civiles, maestros o directores de escuela, sobre todo de nivel primaria. Una discusión detallada de los métodos y las técnicas empleadas pueden consultarse en mi tesis de maestría (Masferrer León, 2014a).
Muchitos, niños y chamacos. La niñez como conceptoEl concepto de niñez es una construcción social e histórica, por tanto, no solo cambia a lo largo del tiempo, sino que depende del contexto y las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales. Es preciso recordar que la edad es un principio universal de organización social, pero ni la división del ciclo vital ni el contenido cultural de cada fase son universales (Feixa, 1996). Por ello, puede resultar útil indagar las edades aproximadas que definen a la niñez en el contexto de estudio pero sin olvidar que esta etapa de la vida difícilmente se delimita de manera estricta por un elemento cronológico, pues tal como Keith (1980) y Mintz (2008) explican, la edad se construye a partir de diversas nociones sociales que varían a lo largo del tiempo. En este sentido, cabe preguntarse cuáles son los comportamientos y actitudes que se consideran propios de la niñez, cómo son las relaciones entre personas de la misma edad (Keith, 1980) y cómo se dan las relaciones intergeneracionales (Szulc, 2006).
En la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca se emplean distintas palabras para referirse a los niños. Además de usar los términos niño o niña, es común escuchar que se les diga chamacos y muchitos. La palabra chamaco proviene del náhuatl2 y es ampliamente utilizada en México (Máynez Vidal, 2000). En cambio, el término muchitos está mucho menos extendido en el país. A pesar de que se emplea en otras zonas de Oaxaca, la señora Erika Luna Pérez, originaria de Morelos, consideró: «esa palabra, muchitos, es de nosotros los negros, acá los costeños» (entrevista, noviembre 2012). En diversas localidades de la Costa Chica es común escuchar esta palabra, pero algunos señalan que se usaba incluso con mayor frecuencia anteriormente.
Muchito(a) pudiera provenir de muchacho(a) o muchachito(a), no obstante, cuando comenté esta posibilidad con personas de Morelos, no estuvieron de acuerdo con dicha interpretación. El vocablo «muchacho» es de origen arábigo y proviene de mucheiche, que significa teta, por lo que en sentido estricto significa niño que mama (Real Academia Española, 1726: 621). Actualmente, la palabra muchacho se emplea para referirse a los adolescentes o jóvenes en varias zonas del país (Bertely Busquets Saraví Garcia y da Silva Abrantes, 2013). Muchito también podría derivarse de «mocito», usado en la época colonial para quien «está en el principio de su mocedad», más o menos a los catorce años (Real Academia Española, 1726: 582).
¿Qué significa esta palabra para las y los niños de Morelos? «Que se refieren a nosotros», me dijo Karol Meza, de nueve años (taller de radio, octubre 2012). Por su parte, Vivani, de cinco años, afirmó que muchitos significa niños «chiquitos» (diario de campo, septiembre 2012). Su insistencia en esta última palabra llamó mi atención pues también la señora Cristina Clavel, de origen mixteco y con ocho años de vivir en Morelos, consideró que se refiere a «chiquito» o «niño chiquito», y explicó que en la localidad de donde ella es originaria esa palabra no se usa (entrevista, septiembre 2012). También pudiera haber una distinción entre los muchitos-niños y los muchitos-adolescentes; una alumna de Primaria me habló de «las muchitas mayores», es decir, quienes tienen aproximadamente quince años (diario de campo, septiembre 2012). En este caso, el uso de la palabra «mayores» crea una subdivisión para diferenciar a las muchitas que aún son niñas, de aquellas que tienen más edad.
Muchitos y chamacos se puede usar para referirse a los niños, adolescentes y jóvenes, sin embargo, el paso a la secundaria (aproximadamente a los doce años) se considera un aspecto significativo para marcar una diferencia etaria. Al terminar la primaria los niños pasan a la adolescencia y, más adelante, a la juventud. En Morelos lo escolar es relevante y, a diferencia de localidades cercanas, cuenta con dos jardines de niños, dos primarias, una secundaria y una preparatoria. Como se observa en el cuadro 1, coexisten dos formas de dividir el ciclo vital, las cuales se vinculan entre sí y complejizan el concepto de niñez. Aunque en el cuadro se indican edades cronológicas, es preciso insistir en que solo son aproximaciones pues las etapas suelen definirse a partir de numerosos aspectos como podrían ser las actividades escolares o laborales que realizan, el momento en que contraen matrimonio o la percepción sobre el estado de salud (cuadro 1).
Divisiones del ciclo vital en José María Morelos, Santa María Huazolotitlán, Oaxaca
Etapas o periodos de la vida (edades aproximadas) | |
Bebés (nacimiento a 1 año, aprox.) | Muchitos y chamacos (nacimiento a 18 años aprox.) |
Niñitos, chamaquitos (1 a 3 años aprox.) | |
Niños (3 a 12 o13 años aprox.) | |
Adolescentes (12 o 13 a 15 años aprox.) | |
Jóvenes (15 a 18 o 20 años aprox.) | |
Adultos (18 o 20 a 60 años aprox.) | Adultos (18 o20 a 60 años aprox.) |
Ancianos o viejos (60 años aprox., en adelante) | Ancianos o viejos (60 años aprox., en adelante) |
Durante el periodo virreinal, el ciclo vital también se dividía en siete etapas (infancia, niñez, adolescencia, juventud, adultez, vejez y senectud), o en tres (primera edad, edad adulta y vejez). Algunas de las palabras que se empleaban en ese momento siguen utilizándose en la actualidad a pesar de que la manera de definir, representar y vivir estas etapas ha cambiado (Masferrer León, 2014b). Asimismo cabe aclararse que actualmente, en México, han caído en desuso las palabras muleque y muleca que provienen de muleke y nleke, términos de la lengua kimbundu y kikongo, respetivamente, y que se empleaban en Nueva España para referirse a los niños y jóvenes de origen africano (Masferrer León, 2013).
Además de la edad cronológica y de marcadores sociales como el nivel educativo, ciertos comportamientos y actitudes se asocian a la niñez. La señora Elvira González, originaria de Morelos, explicó que los niños dejan de serlo a los diez o doce años, cuando empiezan a ser adolescentes, y es posible darse cuenta de este cambio «por su forma de vestir, de hablar… y de la edad que tiene… ya no se comportan como niños [el subrayado es mío]» (entrevista, octubre 2012). El comentario de su hija, Briana Monjaraz González (3.° de primaria), muestra precisamente esto: «como si fuéramos traviesos, por eso nos dicen muchitos o chamacos» (taller de radio, octubre 2012).
Durante un taller de radio pregunté a los niños qué temas querían abordar y algunos respondieron que querían hablar sobre su comportamiento. Los participantes señalaron que «los niños» pueden ser «buenos», «peleoneros» o «maldadosos». Además, fue notable la importancia de las relaciones entre pares, descritas en varias ocasiones como conflictivas, sobre todo a partir de las diferencias de género. Así, varias niñas manifestaron que los niños las molestan o «les hacen maldad», aunque advirtieron que también hay niñas «groseras» y «malas» o que «hacen maldad» a los niños (taller de radio, octubre 2012).
En ese mismo taller Briana Monjaraz describió a los niños «buenos» como aquellos que «respetan a todos los viejitos y a todos los adultos les pueden decir tíos» (taller de radio, octubre 2012). Esta muestra de respeto se da sobre todo a aquellos ancianos y adultos conocidos, aunque no sean parientes. Otros niños también hicieron referencia al respeto hacia otras personas: «Tienen que respetar al tío, al papá o a la mamá» (Pedro, 4.° de primaria, taller de radio, octubre 2012). Estos comportamientos les permiten ubicarse como parte de una red de relaciones sociales, ocupando cierta posición con respecto a los demás. De ahí la importancia de decir tíos a los adultos, otorgándoles una relación familiar aun cuando no lo sean.
En Corralero, otro pueblo de la Costa de Oaxaca considerado afrodescendiente, la niñez es entendida como un periodo de la vida en que es necesario aprender diversos conocimientos «para ser grandes», aunque también implica «ser miembro de una familia y de la comunidad» (Quecha Reyna, 2011, p.158). Además, es el momento en que se va a la escuela, se juega, se reciben golpes y se adquiere el tono (Ibidem). El tono es una entidad anímica de origen mesoamericano que se relaciona con el nahual, aunque se han observado particularidades en la creencia acerca de los tonos y animales compañeros entre la población afromexicana (Gabayet González, 2009; Quecha Reyna, 2011). Por su parte, las investigaciones acerca de la niñez nahua prehispánica observan una vinculación entre el desarrollo físico y cognoscitivo de los niños y las entidades anímicas (tonalli, teyolia e ihiyotl), algunas de las cuales se asientan in utero fijándose a partir de rituales y creciendo conforme pasa el tiempo (Díaz Barriga Cuevas, 2014a,b).
La señora Asunción Mújica Habana, quien tiene hijos, nietos y bisnietos en Morelos, explicó que en esta localidad no hay tonos o animales, sino solo en pueblos cercanos como La Boquilla, Collantes o Santo Domingo (entrevista, noviembre 2012). En cambio, los niños no mencionaron nada sobre los tonos o animales y cuando les hice preguntas al respecto no sabían a qué me refería. Sin embargo, la vinculación entre la manera en que se conceptualiza la niñez y lo espiritual, puede observarse en la creencia que prevalece en Morelos sobre el tamaño reducido de la sombra (entidad anímica) de los niños, en comparación con la de los adultos.
De acuerdo con Aguirre Beltrán (1989: 176-188), en la década de 1950, en Cuajinicuilapa, localidad afromexicana de Guerrero, se creía que las personas estaban constituidas por cuatro partes esenciales: cuerpo, alma, sombra y tono. La sombra es una entidad anímica primordial que puede salir del cuerpo, por ejemplo durante los sueños, y si se extravía se desencadenan enfermedades. Este antropólogo consideró que la creencia en la sombra era de origen africano, idea que fue rebatida por López Austin (1996: 252) y Martínez González (2006a). Sin pretender agotar dicha discusión, lo cierto es que existen estudios que afirman que en diversas culturas africanas subsaharianas prevalece la creencia de que la sombra es una entidad anímica cuya afectación perturba seriamente la salud (Parrinder, 2002; Erny, 1990; Amborn, 2001).
Asimismo, Erny (1990), Amborn (2001) explican que entre los bambara (África occidental) y los grupos etnolingüísticos dullay (sur de Etiopía), se cree que la sombra crece conforme se avanza en edad, lo cual coincide con lo observado en la presente investigación. Igualmente, Aguirre Beltrán (1989: 183) señaló que en Cuajinicuilapa el niño «apenas si tiene sombra», pues esta entidad anímica «se adquiere con la madurez; se nace con sombra, pero esta adquiere importancia al llegar a la edad adulta».
Entre los niños de Morelos, la creencia en la sombra aún es vigente. Después de velar a quien falleció, al noveno día su sombra debe llevarse al panteón, y al cabo de un año esta acción se repite. Ignacio, de quinto grado, lo explicó de la siguiente manera: «primero van a la iglesia, de la iglesia le rezan [a la sombra], de la iglesia van rezando por el camino, del camino la llevan al panteón y del panteón ponen las flores en la tumba y le rezan un rato» (taller de radio, 2012).
Melarchía, coraje, empacho y susto. Enfermedad y niñezAdemás de un tamaño diferente de la sombra, los niños pueden presentar enfermedades que deben curarse con medicina tradicional, y que se relacionan con su condición etaria, en particular con ciertos comportamientos que se creen propios de la niñez y con la creencia de que tienen una sensibilidad mayor al duelo y otros sentimientos de los adultos. Así, el coraje y la melarchía son enfermedades que únicamente padecen los niños y, aunque el empacho y el susto pueden presentarse tanto en adultos como en menores, en el caso de estos últimos se acompañan de algunas características específicas.
La susceptibilidad a que los bebés contraigan ciertas enfermedades también puede observarse en el hecho de que algunas madres les ponen pulseras, mismas que en ocasiones son rojas y contienen ajo y mostaza, para el mal de aire; o la semilla conocida como ojo de venado, para el mal de ojo (diario de campo, 2011 y 2012). De acuerdo a un estudio reciente (Espinosa Cortés, Gutiérrez Morales y Saldívar Leos, 2012), el mal de ojo y el coraje son síndromes de filiación cultural presentes solo en niños, quienes también son más susceptibles a padecer mal de aire; asimismo la caída de mollera se presenta en los bebés. En este sentido, Aguirre Beltrán (1989: 193) advirtió que el coraje es «una entidad nosológica propia de los infantes que los enferma y mata».
La señora Belén de los Santos es una de las médicas tradicionales de Morelos. En el caso de los niños, los cura de empacho, lo cual se presenta «porque comen a veces una galletita y como la galletita María es muy fina, muy cuestecita, esa se les pega pues». Para curarlos, los soba bien «de su estomaguito» y les da un estomaquil, marca comercial de un medicamento alópata utilizado para malestares estomacales. La mayoría de quienes tienen empacho son «bebés de seis a ocho meses», y se manifiesta por igual en niñas y niños (entrevista, enero 2013). Es interesante el uso de diminutivos para referirse a las partes del cuerpo de los muchitos, pues lo pequeño se muestra como una característica de esta etapa. El empacho se ha observado entre los mixtecos, por ejemplo en Huazolotitlán (Katz, 1992; Martínez Jiménez, 2009), pero también en localidades afromexicanas de Guerrero y Oaxaca (Espinosa Cortés et al., 2012; Saldívar Leos, 2013).
Cuando los niños se espantan o les da susto, presentan diversos síntomas: calentura, vómito, no comen, se ponen tristes y somnolientos. Ella se da cuenta porque lo ve en su pulso y usa cera para darse cuenta qué fue lo que les espantó. En la cera aparecen figuras que ella sabe interpretar para conocer el origen del espanto.3 En el caso de los niños, pueden haberse espantado por algo sencillo: «el que es cobarde aunque sea una gallina brinca y ya él ya se espanta, o un perro, un gato, distintos animales o alguna persona que le hable recio [al niño/a]» (entrevista, enero 2013). Los ejemplos que da la señora Belén muestran que los niños son susceptibles a espantarse por cosas sencillas, a pesar de que esta percepción puede ser diferente para los propios niños. Un día estábamos jugando Verónica, de ocho años, Vivani, de cuatro, y yo; en el juego, Verónica llevaba a su hijo a que lo curaran de susto porque «salió el diablo de mi puerta y el niño se asustó» (diario de campo, septiembre 2012).
La señora Gerónima Micaela Luna Torres, conocida como Mimí, se especializaba en curar niños, sobre todo de coraje y melarchía.4 Relató que a veces acuden a ella diciendo: «mi hijo cúramelo porque… estuvo llorando toda la noche y no me dejó dormir, dicen, y lo siento caliente, que tiene su cabeza caliente, sus manos calientes, su cuerpecito caliente». A pesar de ir al doctor no se curan «porque la medicina se la dio el doctor pero le cayó en la babaza, en la flema… necesita sacársela… ya que suelte toda las flemas entonces cualquier medicamento que le den le hace bien» (entrevista, enero 2013). La babaza se forma como consecuencia del coraje, y ello puede ocurrir cuando la mamá «cría muina» (enojo)5, y le da pecho.
También se forma babaza cuando el niño tiene melarchía, lo cual ocurre si alguien tiene «pesar» y al niño le hace daño «el airecito de la persona que tiene sentimiento, que tiene dolor» (Micaela Luna, entrevista, enero 2013); por tanto, podría tratarse de una forma de mal de aire. La melarchía puede presentarse en cualquier niño, sobre todo en los menores de seis años, pero a los dos o tres años de edad se reduce el riesgo de padecerla. Cuando son mayores ya no les da «porque ya están grandes… ya ellos ya resisten así, y chiquitos no». Esta enfermedad ataca, sobre todo, a «los chiquitos, los tiernitos». Por eso los adultos no deben llevarlos a la vela, o a «convivir con la persona que tiene su dolor» (Micaela Luna, entrevista, enero 2013).
Como puede verse, para Micaela Luna los niños pequeños son menos resistentes que los grandes, y la debilidad es una característica que se asocia a la edad, pues se van ganando fuerzas conforme se va creciendo. Ello podría deberse al tamaño de la sombra, la cual también crece y se fortalece conforme se avanza en edad. De ser así, la melarchía se entendería como un padecimiento que afecta a la sombra como entidad anímica, creencia que, tal como se mencionó, se encuentra presente tanto en Mesoamérica como en ciertas regiones de África.
Mimí puede darse cuenta cuando un niño tiene melarchía porque «su pellejito está aguadito, aguadito». Y además de sentirse blandito, «está llorón, lloran, lloran, sin consuelo; lloran, lloran, demasiado, sin consuelo». El muchito que presenta esta enfermedad se muestra «enfadoso, no tienen gusto de nada aunque ya estén grandecitos no tienen gusto de nada, ¿por qué? Porque esa enfermedad ellos la traen y eso mismo les quita sus ganas de jugar, sus ganas de divertirse… pero ya curándolos, santo remedio» (Micaela Luna, entrevista, enero 2013).
La señora Asunción Mújica Habana, comentó que la melarchía le da a los niños porque: «agarran pesar, cuando aquella persona tiene pesar, que se le mueren su familia y todo, eso es lo que recoge la niña, por más largo que esté como quiera le llega» (entrevista, noviembre 2012). La sensibilidad al duelo de una persona, sin importar la distancia, revela cómo los niños se consideran parte fundamental de su comunidad, entendiendo esta como un lugar, es decir, una construcción social, ideológica y ecológica del espacio donde se articulan redes de relaciones sociales (Massey, 1994).
Pareciera, entonces, que los niños tienen la capacidad de recoger el pesar de otras personas, y algunos logran resistir pero otros no: «y cuando se mueren está aguadito, aguadito, parece que está vivo» (Asunción Mújica, entrevista noviembre 2012). Igualmente la señora Aquilina Acevedo comentó que la melarchía les da cuando hay un pesar, una «congoja», y le ocurre a lo «chamaquitos», quienes se ponen «aguaditos, aguaditos» (diario de campo, septiembre 2012). La señora Gloria Silva también cura de coraje y melarchía, y comenta que esta última les da a los niños chiquitos porque «tienen su organismo más débil», aunque ha visto casos de niños de ocho o nueve años a quienes les ha dado (entrevista, enero 2013).
La melarchía se cura llevando al niño al panteón para bañarlo de la siguiente manera: En cualquier sepultura, nada más que la tierrita que la batan en un poco de aguardiente y ya se la ponen al niño o a la niña... Y ya la arropan bien, la bañan como si estuvieran aquí en la casa. Ya acabándola de bañar agarran la tierrita bien revuelta con el alcohol y ya lo ponen en su pulsito. Y ya la arropan y ya se lo traen. Se dan una dormida los niños que ya, se compone. …A las doce del día... Cuando el sol está caliente (Micaela Luna, entrevista, enero 2013).
Este padecimiento coincide plenamente con el «coraje de pesar», observado por Saldivar (2013) en El Ciruelo, localidad afromexicana de la costa de Oaxaca. En cambio, debe distinguirse del «pesar» que identificó Quecha Reyna (2011: 184-190) en Corralero, ya que como esta antropóloga explica, el pesar –cuyo síntoma principal es tener fiebre o calentura–, se debe a la tristeza, soledad y extrañamiento que presentan algunos niños tras la migración de sus padres, así como al cariño que se queda guardado en ellos.
No he encontrado referencias a la melarchía entre las poblaciones indígenas, si bien pudiera tener cierta relación con el mal de aire entre los mixtecos, el cual «se presenta cuando la persona asiste a un panteón, a un velorio o camina en la noche» y la persona presenta dolor de cuerpo y cabeza, tiene los ojos irritados y no come (BDMTM, 2009a). Sin embargo, este mal de aire no es restrictivo de los niños, como sí lo es la melarchía. También pudiera estar vinculada al espanto de muerto común en Cuajinicuilapa, Guerrero, donde consideran que la persona que en vida poseía una sombra pesada sigue siendo peligrosa después de la muerte, sobre todo si su sombra no fue levantada correctamente; por ello, es riesgoso pasar por los lugares donde la persona residía y para curarse es necesario acudir a aquellos lugares asociados a su muerte, por ejemplo, el cementerio (BDMTM, 2009b). Aunque la cura también se realiza en el panteón, la melarchía ocurre porque los niños son sensibles al duelo de otros, y no porque la sombra del muerto les afecte directamente.
Es más común que los muchitos padezcan coraje. La señora Belén de los Santos cura a los niños «cuando tienen corajito». Este padecimiento da porque alguna persona tiene muina o enojo, «y el niño es muy delicado y esa muinita que hace el adulto le corresponde al niño», puede ser alguno de los padres, por ejemplo la madre puede pasarle esta muina con facilidad, cuando «le mama el pecho». Entonces al niño le da coraje, «se enferman pues, luego se avientan, les da calentura, pero no una calentura sino que nada más se pone caliente de la cabeza, de las manitas, caliente, caliente». Para curarlos, muele varias yerbas y se las da para que saquen la babaza o flema y puedan curarse. Para que puedan sacar la flema, pone un huevo al preparado y «la chuquía» (olor desagradable) les provoca náuseas. Ella piensa que la babaza o flema se crea «por el coraje que agarran» (entrevista, enero 2013). Así, la niñez se asocia a una sensibilidad acrecentada a los sentimientos de los adultos, en este caso el enojo, especialmente si se encuentran en el periodo de lactancia..
Una tarde de enero, la señora Mimí preparó yerbas para curar de coraje a Dylan, de catorce meses. Antes de salir de su casa, tomó un rebozo para amarrárselo en la cabeza. Cuando llegamos observé a cinco niños sobre un petate. Tan pronto nos vio el niño más pequeño, empezó a llorar desconsoladamente. Mimí se sentó sobre el petate y tomó a Dylan en sus brazos: le quitó la ropa y lo untó con vaporub. Le pidió a uno de los presentes, como de tres años, que le sujetara los pies, y él así lo hizo. Con una cuchara, empezó a darle el líquido verde, procurando que el niño no cerrara la boca. Como estaba un poco recostado y estaba llorando, hacía ruidos que a otro de los niños (de segundo de primaria), le llamó la atención. De inmediato fue por agua e hizo gárgaras, para simular el ruido que estaba haciendo el niño más pequeño. Quien le sujetaba los pies, lo soltó.
Después de varias cucharadas, Mimí incorporó a Dylan y le sobó la panza. Introdujo una pluma en su boca y empezó a moverla. Entonces empezó a vomitar, sacando la babaza, una flema entre verde, amarilla y transparente. Repitió esta operación varias veces. La mamá estuvo presente todo el tiempo. El pequeño aún no sabía hablar pero cuando podía, entre llantos, le gritaba a su madre «amá», al tiempo que estiraba sus brazos hacia ella. Cuando Mimí consideró que había sacado toda la babaza, lo cubrió con una manta, le dijo al niño que ya había terminado todo y entonces dejó de llorar.
Arropado, Mimí empezó a darle jugo de naranja y un aceite para la purga que, de manera adicional, su madre le pidió que le hiciera. Dylan ya no lloraba. Mientras le daba el jugo, Mimí le dijo: «a ver, ya no te va a pasar nada». Le dijo varias veces «tómatelo mi niño». Y cuando el pequeño tomó con gusto el jugo con aceite para la purga ella repitió: «dirán que está tonto», insinuando que es inteligente pues sabe que ya no están dándole aquel líquido verde y amargo. Cuando terminó, le dijo: «ahora sí, acabó la historia pesada». Le sobó el pecho, la panza y, envuelto en una frazada muy colorida, lo entregó a su madre. Entonces le habló a los otros niños presentes; les dijo: «ustedes ya pasaron por aquí». Les preguntó si se acordaban y todos respondieron que sí (diario de campo, enero 2013).
La señora Mimí recordó que cuando era niña le daban mucha «yerba de muchachito», una yerba amarga llamada candó. Esta hierba también es conocida como yerba de muchito o de niño. De acuerdo a Verónica Acevedo Ávila, una niña que nació en Morelos: Se la machacan y se le hierve el agua y se le mete el agua, bueno, le meten la yerba de niño. Entonces le dicen acuestate, y luego lo amarran pero luego se menea porque no, esa sabe feo, y luego le meten el dedo con aceite. Y luego le dan, este ¿cómo se llama?, para que se lo beban… una cosa… un polvito, así como cuando te purgan, algo te dan, esa cosa blanca… y que sabe a chicle… y luego te meten el dedo y sacas mucha baba y ya se te quita. (Verónica Acevedo, 8 años, entrevista, enero 2013).
Es común que los adultos, generalmente las madres o las tías, controlen el comportamiento de los niños con palabras, amenazas, gritos o golpes, pero es interesante que, ante un berrinche que los adultos consideran excesivo, recurran a darles aceite, «para el coraje». Sobre todo en el caso de los menores de cinco años, varias ocasiones escuché que les amenazaban con darles aceite. Así, la niñez se asocia a un tipo de comportamiento que genera babaza o flema. Varias personas me comentaron que les daban yerbas y aceite a sus hijos cuando tenían coraje. Aunque algunas mujeres son reconocidas como médicas tradicionales, otras más pueden recurrir a una reinterpretación y apropiación de estos conocimientos y aplicarlos de acuerdo a su criterio.
Así, al enfermar, los niños participan en relaciones intergeneracionales con las expertas en curarlos, conocedoras de la medicina tradicional, o también con sus propias madres, tías o abuelas. Las enfermedades comentadas forman parte de la conceptualización de la niñez pues revelan la asociación entre esta etapa y la debilidad, los berrinches y una sensibilidad a sentimientos de los adultos, en particular el enojo y el duelo.
Los niños y las redes sociales familiaresEl sistema de parentesco es «una red de relaciones sociales que constituye una parte de la red total de relaciones sociales que es la estructura social» (Radcliffe-Brown, 1982: 22). Además, tal como Ralph Linton (1992: 69) señala, el pertenecer a alguna familia «es un importante factor para orientarse en la sociedad y su cultura, le proporciona satisfacciones y obligaciones especiales, unas y otras en términos de responsabilidad conjunta hacia la sociedad, y derechos y deberes recíprocos entre los miembros de la unidad».
En Morelos, la demostración de respeto a los familiares consanguíneos de mayor edad es una manera de establecer relaciones afectivas con ellos. El parentesco ritual es, asimismo, de gran importancia para los niños del pueblo. La relación de padrinazgo no solo se obtiene a partir de ceremonias religiosas católicas, sino también a partir de eventos escolares, como la graduación del jardín de niños. Estas relaciones intergeneracionales implican mecanismos de participación e inserción a las redes sociales de la comunidad.
A los abuelos, los tíos y los padrinos, se les saluda con las frases «la mano abuelita/ abuelito», «la mano tío/tía» o «la mano padrino/madrina», a lo que ellos responden diciendo «Dios te bendiga». Como un gesto especial, Juliana Acevedo recuerda que su abuelo paterno le respondía «Dios te bendiga, carita de hormiga»; y, en ocasiones, su papá responde de la misma manera a los niños que así le saludan. Mientras platico con la señora María Victoria Gasga,6 pasa caminando una sobrina suya, quien le dice desde la calle «¡La mano tía!»; a lo que ella responde sin levantarse de su silla, «Dios te bendiga m’ija». Le pregunto a qué se debe ese saludo y me responde: «porque es un familiar, semos familia, y para el respeto pues» (noviembre 2012).
Debe destacarse que en el caso de los padrinos de bautismo, se les dice «la mano mamá» o «la mano papá», respectivamente. Osvaldo, Juana, Karol, Samuel y Briana, estudiantes de Primaria, explicaron que a sus padrinos les dicen «la mano mamá» o «la mano papá», y otras veces les dicen «la mano madrina» o «la mano padrino» (taller de radio, octubre 2012). Es decir, no siempre se refieren a ellos como mamá o papá, pero sí es común que así sea. Pedro señaló: «yo a mi padrino le digo, mano papá, y a mi madrina, mano mamá», mostrando que la fórmula puede decirse de manera incompleta (sin pronunciar «la» al inicio), sin que ello cambie el sentido de la misma (taller de radio, octubre 2012).
El señor Rolando Terraza7 consideró que el «padrinaje» o padrinazgo es una característica de los negros (entrevista, septiembre 2012). Explicó que anteriormente se hacía una reverencia a los padrinos, se arrodillaban, se les pedía la mano y la ponían en su frente. Aguirre Beltrán observó cómo ocurría esto a mediados del siglo XX, en Cuajinicuilapa: El ahijado considera al padrino como un padre subrogado. La conducta que muestra cuando con él se encuentra es ilustrativa de la carga emotiva que pone en esa relación. Al verlo se encamina a su encuentro, hinca una rodilla en tierra, le toma la mano derecha y, con el dorso, toca ligeramente su frente, mientras dice: «El santo, padrino.» Este contesta: «Que Dios te bendiga, ahijado» (Aguirre Beltrán, 1989: 127-128).
Aunque en esos años uno de los informantes de este antropólogo se quejaba de que antes había más respeto hacia los padrinos, pues algunos ahijados ya no pedían el santo, Aguirre Beltrán (1989: 128) comentó haber visto en numerosas ocasiones a «humildes ahijados pidiendo el santo, arrodillados sobre el polvo de la vía pública». Más de cincuenta años después, en José María Morelos, solo se dice «la mano madrina» o «la mano padrino», sin que necesariamente tomen la mano, se arrodillen ni hagan reverencia. Juliana Acevedo comentó que ha habido cambios y, ahora, en ocasiones se dice buenos días o buenas tardes, en lugar de pedir la mano; y otras veces la frase se dice tan rápidamente que no se alcanzan a distinguir las palabras (diario de campo, septiembre 2012). De cualquier forma, mientras se camina por el pueblo es muy común escuchar «¡La mano madrina!», «¡La mano padrino!», y la inmediata respuesta: «¡Dios te bendiga!».
¿Cómo se aprende esta muestra de respeto? En una ocasión, la señora Silvina Acevedo, originaria de Morelos y madre de dos jóvenes, enseñó al hijo de su prima, de menos de tres años, a saludarla de esta manera. Para lograrlo, ella tomó la mano del niño y se la acercó a su propia frente, al tiempo que dijo «tía». El niño no comprendió, pero Silvina repitió la acción una o dos veces más. Entonces el niño dijo «ah, tía»; a lo cual ella respondió «Dios te bendiga» y le soltó la mano (diario de campo, septiembre 2012). La señora modeló lo que el muchito debía hacer, hasta lograr que él mostrara respeto en la forma acostumbrada. Ella no le explicó con palabras lo que debía hacer, sino que confió en que entendería por sí mismo. Así, los niños aprenden que ocupan una posición de menor jerarquía que sus tías y otros parientes, y que uno de los comportamientos que deben mostrar ante ellos es el saludo y el respeto.
Este trato afectuoso y de respeto se hace evidente en el saludo de otros niños. Tal como lo indicó Briana (3.er grado): «a mis padrinos de bautizo yo los saludo como mi papá». El saludo, de hecho, revela un trato particular que se extiende a la relación cotidiana entre padrinos y ahijados. Mientras grabábamos un programa de radio, íbamos a hablar sobre los juegos, pero Dulce Mar, de cuarto grado, me insistió en no cambiar de tema aún, pues quería decir lo siguiente: «yo lo trato a mi padrino como mi papá y a mi madrina como mi mamá.» Entonces le pregunté: «¿y ellos te tratan también como su hija?», y me respondió: «sí» (taller de radio, octubre 2012).
Estas fórmulas no son únicamente una manera especial de saludar a un adulto, mostrando especial respeto a ellos, sino que al hacerlo se reitera la pertenencia y participación de los niños en las redes sociales de parentesco que, a su vez, les hacen ser parte de una comunidad (en tanto red total de relaciones sociales). En este sentido, Aguirre Beltrán (1989: 125) consideraba que el compadrazgo y la relación entre padrinos y ahijados era una o «probablemente la principal de las instituciones a que acude la cultura cuileña [de Cuijla, Cuajinicuilapa] para mantener unido al grupo». Lo mismo podría decirse de las personas de Morelos, en la Costa Chica, pero de Oaxaca.
Dado que esta relación de respeto no solo se emplea para tratar a los padrinos, sino también a familiares consanguíneos, se establece una analogía entre las relaciones consanguíneas, las rituales y las que lo son por afinidad. Así, al hablar sobre cómo se les suele decir a los padrinos, Chillo (4.° grado) afirmó: «yo le digo a mi madrina, “la mano madrina”, y a mi abuela, “la mano abuelita”, y a mi papá que me bautizó le digo, “la mano papá”». La respuesta de Chillo muestra la similitud entre el trato a familiares consanguíneos y rituales. Los niños saben distinguir bien quiénes son sus papás y quiénes son sus padrinos, tíos o abuelos, sin embargo, al utilizar las palabras «mamá» o «papá» para referirse a sus tíos, abuelos y a ciertos padrinos, refuerzan un sentido de respeto a sus mayores y reiteran un lazo afectivo que asegura su participación efectiva en redes sociales familiares.
Como hemos visto, el bautismo es fundamental en el estrechamiento de estos lazos, pero además, es el momento en el cual un niño recibe su nombre ante Dios, lo cual es de suma relevancia en términos sociales (Boyd-Bowman, 1970). Una niña que cursaba el Jardín de Niños, Abril, explicó que acudiría a un bautismo de la siguiente manera: «es que le van a poner nombre a un niño» (diario de campo, mayo 2013). En esta ceremonia, los niños constituyen el nodo en una red de relaciones sociales, ya que el nuevo vínculo entre ahijados y padrinos también implica una nueva relación parental entre compadres. Esta relación de parentesco se extiende hacia la descendencia.
Es preciso aclarar que las relaciones entre padrinos y ahijados no se logran únicamente a partir de ceremonias religiosas, pero es más común que así sea (cuarenta días de nacido, bautizo, primera comunión, confirmación y matrimonio). En José María Morelos hay personas que no son católicas, sino que asisten al templo pentecostal Filadelfia, o bien, al Salón del Reino de los Testigos de Jehová. Aunque en algunos casos excepcionales los niños pentecostales estrechan este mismo tipo de vínculos con otras personas de la localidad por considerarse que se trata de una costumbre o tradición del pueblo, por lo general este trato de respeto y afecto está presente sobre todo entre las personas católicas (para una revisión acerca de la diversidad religiosa en Morelos véase Masferrer León (2014a); al respecto de la región véase Aubrée, 2004 y Quecha Reyna, 2014b).
Comentarios finalesEn José María Morelos, la niñez es entendida como un periodo de la vida con características particulares. A partir de las enfermedades infantiles que son tratadas con medicina tradicional, es posible identificar algunas de ellas, como podrían ser la debilidad, la sensibilidad a los sentimientos de los adultos y tener una sombra (entidad anímica) de menor tamaño. Este último aspecto muestra que la niñez se construye en referencia con la adultez como un estado más acabado de las personas, y es en este sentido que la infancia se asocia a lo pequeño.
Algunos comportamientos como los berrinches, las travesuras, los juegos y estudiar (sobre todo preescolar y primaria) se asocian también a los muchitos o chamacos. Ser «maldadosos» y «traviesos» se conciben como comportamientos exclusivos de la niñez y que se manifiestan en las interacciones entre niñas y niños. Ello muestra la importancia de las relaciones entre pares, si bien las relaciones intergeneracionales también resultan centrales.
El respeto que deben mostrar los niños a sus mayores indica que las relaciones intergeneracionales tienen un papel importante en la construcción del concepto de niñez, y revela que ellos ocupan una posición de menor jerarquía con respecto a los adultos y ancianos. También se trata de una de las maneras de participar en las redes sociales familiares pues a partir de ello se reitera el lazo afectivo y parental con abuelos, tíos y padrinos. Así, el parentesco ritual y las relaciones con miembros de la familia extensa aparecen como una característica central en la integración y participación de los niños en las redes sociales del pueblo.
Los niños saludan de manera especial a sus padrinos, abuelos y tíos, diciendo «la mano», lo que recuerda una vieja costumbre de respeto a los mayores en pueblos predominantemente afrodescendientes, como lo mostraba Aguirre Beltrán a mediados del siglo XX. Tal como expuse, al saludar de esta manera a parientes consanguíneos y rituales se crea una analogía entre estas relaciones intergeneracionales. En el caso del bautismo, los niños se convierten en el nodo de una red de relaciones sociales, donde no solo empezarán a decirle papá o mamá a sus padrinos, sino que este nuevo lazo se extenderá a la generación ascendente y descendente. Ello también implica la participación en redes sociales religiosas.
Considero que el uso de la palabra muchitos, el saludo respetuoso a los familiares que se ha descrito, la creencia en la sombra y la manifestación de enfermedades infantiles como la melarchía, el susto, el empacho y el coraje pueden ser considerados particularidades de los pueblos afromexicanos, no porque sean prácticas o creencias exclusivas de ellos sino más bien por ser de suma relevancia en el contexto de estudio. Es decir, se trata de especificidades culturales que caracterizan a los afromexicanos a pesar de que algunas de ellas son compartidas con ciertas poblaciones indígenas. Esta afirmación puede parecer contradictoria pero responde a la necesidad de reconocer los procesos históricos de intercambio y transformación de las poblaciones afrodescendientes e indígenas en México, así como el papel de ambas en la construcción de culturas nuevas (Mintz y Price, 1992).
En el pueblo afromexicano de la Costa de Oaxaca al que se ha dedicado este artículo, los muchitos, chamacos o niños pueden ocupar una relación de menor jerarquía, pero ello no implica de ningún modo que sean poco relevantes. Por el contrario, los muchitos son sumamente importantes en las redes de relaciones sociales y, tanto las características asociadas a ellos, como las enfermedades particulares que pueden padecer, revelan el interés por cuidarles de manera especial. Por tanto, incluirlos en nuestras investigaciones antropológicas e históricas también debería ser una constante prioridad.
FinanciamientoBeca de estudios del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México para cursar la maestría en Antropología Social en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.
Conflicto de interesesLa autora declara no tener ningún conflicto de intereses.
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
El trabajo de campo en la región inició de manera independiente y de la mano de las organizaciones México Negro AC y ÁFRICA AC. Posteriormente acudí como parte del proyecto internacional Afrodesc (IRD) en el marco de mis estudios en Antropología Social en el CIESAS; desde 2014 trabajo en la zona como investigadora en el equipo Oaxaca del Programa Nacional de Investigación «Etnografía de las Regiones Indígenas de México» (INAH).
Probablemente proviene de las palabras chamaua, chamatl, chamauac o chamactic; el primer vocablo significa «crecer, engordar, se dice particularmente de los niños; madurar, hablando del maíz, etc.» (Siméon, 2004, pp. 91-92).
El susto o espanto es una enfermedad presente en varios grupos indígenas del país, y se origina «por una fuerte y repentina impresión derivada del encuentro con animales peligrosos, objetos inanimados y entidades sobrenaturales, así como por sufrir una caída en la tierra o en el agua; y, en general, producto de cualquier episodio traumático que amenace la integridad física y/o emocional del individuo» (BDMTM, 2009c). Entre los grupos étnicos hablantes de dullay, del sur de Etiopía, un susto fuerte también puede derivar en enfermedad y se explica como el desprendiemiento del kaasse o sombra (Amborn, 2001).
De acuerdo con la Real Academia Española (s/d), la palabra melarchía proviene del vocablo melarquía, ahora en desuso, que significa melancolía. En el siglo XVIII se creía que la melancolía era «Uno de los cuatro humores del cuerpo…sangre, flema, cólera y melancholía» y «significa también tristeza grande y permanente de humor melanchólico que denomina, y hace que el que la padece no halle gusto ni diversión en cosa alguna». (Real Academia Española, 1726, p. 532).
La palabra muina se deriva del vocablo mohína (Real Academia Española, s/d). En el siglo XVIII «mohína» significaba «enojo u encono contra alguno» (Real Academia Española, 1726, p. 588).