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Vol. 47. Núm. 1.
Páginas 211-242 (junio 2013)
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Muerte y destinos post mortem entre los tarascos prehispánicos
Death and postmortem destinations among prehispanic tarascan
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Roberto Martínez González
Instituto de Investigaciones Históricas
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Resumen

La intención principal de este artículo es contrastar los datos históricos, etnológicos y arqueológicos para mejorar nuestro entendimiento sobre las creencias en torno a la vida después de la muerte de los antiguos tarascos. Diferenciamos dos principales espacios míticos; uno está dedicado a los personajes más prestigiosos y el otro a la gente común. La incineración es el tratamiento corporal que se asocia con el primer tipo de muertos mientras que el entierro se vincula con los segundos. La última parte de este trabajo está reservada al esclarecimiento de cuáles partes del ser humano son destruidas durante el proceso mortuorio, cuáles quedan sobre la tierra y cuáles viajan hacia el Otro Mundo.

Palabras clave:
muerte
tarascos
p’urhépecha
destinos post mortem
Abstract

The main goal of this paper is to compare historical, ethnological and archaeological data in order to improve our actual understanding of ancient Tarascan beliefs about life after death. We differentiate two main mythical spaces; one is dedicated to the most prestigious personages and the other to common people. The incineration of the body is the treatment associated with the first type of death, while inhumation tends to be linked with the second one. The last part of this work is dedicated to clarify which parts of the human being are destroyed during the dead process, which ones rest on the Earth and which ones travels to the Other World.

Keywords:
death
tarascos
p’urhépecha
postmortem destinations
Texto completo

Como parte de un trabajo mucho más amplio sobre la noción de persona y su relación con el universo entre los purépechas prehispánicos, aquí hemos buscado conjugar datos procedentes de la arqueología, la etnohistoria y la etnología para tratar de comprender mejor eso que supuestamente sucede a un ser humano después de la muerte. A nuestra principal fuente documental, la Relación de Michoacán, le falta justamente la parte dedicada a los ritos y ceremonias, la información arqueológica es escasa y fragmentaria y, a veces, los datos etnográficos parecen más cercanos a lo hispano que lo mesoamericano.1 De todos modos, en esta ocasión hemos preferido no valernos de la analogía con otros pueblos indígenas, pues, por ahora, lo que nos interesa es la comprensión de las ideas sobre la muerte a partir de lo específicamente tarasco –lo cual, entre otras cosas, implica el reconocimiento de los límites que el propio campo de estudio implica.

Para la realización de este estudio, partimos de las descripciones que nos ofrecen los escritos de la colonia temprana, ocupamos los datos procedentes de los contextos arqueológicos (cuadro 1) para corroborar la información y generar nuevas preguntas y nos valemos de los datos etnográficos para plantear hipótesis interpretativas sobre aquellos puntos para los que no contamos con suficiente información –admitimos que éstos se encuentran sumamente influenciados por la cultura mestiza-occidental, pero consideramos que, al menos, una pequeña parte de sus creencias es de origen mesoamericano.2

      Características biológicasArreglo y tratamiento del cadáverArreglo y tratamiento del cadaverDisposisciónMateriales asociados
      EdadSexoInhumacionesCremacionesTipo       
Sitio  Procedencia  Infantes  Adulto  Anciano  Maso  Fem  Directo  Indirectos  Infates en vasija  Directo  Indirecto  Recipiente  Primario  Secundario  Posición  Orientación  Descripción  Fuente 
Tzintzuntzan  Yacatas  Más de 30                                Cerámica, ornamentos de metal  Cabrera 1987, Cabrero 1995, Borbolla 1948, Castro 1986 
Tzintzuntzan  Osario                    Restos de huesos de múltiples individuos        Total  Irregular    Ninguno  Cabrera 1987; Cabrero 1995; Borbolla 1948: Castro 1986 
Tzintzuntzan  Unidad habitacional                        Sólo piernnaen relación anatómica          Cabrera 1987; Cabrero 1995; Borbolla 1948: Castro 1986 
Tzintzuntzan  No especificado                          Cerámica  Cabrera 1987; Cabrero 1995; Borbolla 1948: Castro 1986 
Tres Cerritos  Edificios públicos  62  17  19  60  Cerco que contiene el escombro  52  10  Flexionado  E-O: O-E  Cerámica, herramientas de piedra, ornamentos de metal  Macias Goytia 1997 
Tres Cerritos  Centro funerario  61  51  10  Piso de estuco, urna de barro, cista  43  18  Flexionado  N-S  Cerámica, herramientas de piedra  Macias Goytia 1997 
Huandacareo  arios funer  71      57  13  Piso de estuco, grandes piedras, techo de tumba, tumba, piso de cal, estera de carrizo  55  53  Flexionados y extendidos en la misma proporción  W-E  Cerámica, ornamentos de piedras preciosas, concha y metales, herramientas de piedra y metal, pintura roja  Macias Goytia 1986. 1990 
Huandacareo  Plataformas y edificios  20    19    Grandes piedra, tumba de tiro  10  Flexionados y extendidos en la misma proporción  E-W  Cerámica, ornamentos de piedras semipreciosas, metal, hueso y lítica tallada, figurillas  Macias Goytia 1986, 1990 
Huandacareo  Osario                    Restos de huesos de múltiples individuos        Total  Irregular    Ninguno  Macias Goytia 1986, 1990 
Las Milpillas  Centro funerario  36  10  39  29  18  51  12      Urnas y sobre pisos  43  14  Flexionados  Varias  Cerámica, lítica tallada y ornamentos de metal, concha, hueso y textiles  Puaux 1989 
El Tejocotal  Cerca de un fogón  Urna  Sin información  Cerámica  Puaux 1989 
Yacata Tata Julio  Inmediaciones de yacata  Urna  Irregular  Sin información  Cerámica  Puaux 1989 
El Palacio-La Crusita  Colina cercana    Sin información  Sin información  Ninguno  Puaux 1989 
Yacata de la cuchilla mocha  inmediaciones de yacata  Urna  2  Flexionados  Sin información  Cerámica  Puaux 1989 
Ihuatzio  Edificios públicos  No disponible    Hasta donde sabemos, el total      Sin información  Sin información  Sin información  Cabrero 1995 
Apatzingan    25        23  Urna, sobre capa de cenizas  25  Flexionados  Norte, Oeste y Noroeste  Cerámica  Cabrero 1995 
Uricho  Plataforma habitacional  Más de 11                            Sin información  Sin información  Ornamentos, herramientas y cerámica, distribuidos según  Pollard y Cahue 1999 
Uricho  Yacatas y terrazas          En tumba      Extendidos y flexionados  Sin información  Lítica tallada y cerámica  Pollard y Cahue 1999 
Total    263 aprox  32  79  48  47  29  267 aprox  45  2 individualizadas y un número indeterminado de edificios  11    230  111  Flexionados       

A diferencia de lo que sucede en otras partes de Mesoamérica, donde la información sobre la vida después de la muerte es muy abundante, para los tarascos sólo contamos con una vaguísima mención sobre los distintos destinos tánicos.

Quanto a la ynmortalidad del ánima, y los lugares donde yban, tenían también grandes desatinos; aunque conocían aver cielo, donde yban los dioses y los demás que lo merecían haber sido; y el ynfierno, donde yban la demás gente. Y tenían que vivían como acá. Y ansí, procuraban llebar muchas cosas para poder trabaxar y vivir; y los hombres principales, matar muchos que les acompañasen allá (Ramírez 1980: 361).

Así, siguiendo lo expuesto por tal documento, tendríamos que la división entre los que van al “cielo” y los que van al “ynfierno” dependería de una cierta valoración de los méritos alcanzados durante la vida; pues a un lado van “los dioses” y los que “lo merecían haber sido” y al otro “la demás gente”.

El ynfierno y la muerte comun entre los tarascos

Carecemos de cualquier forma de descripción del Ynfierno prehispánico, pero contamos con algunos datos etnográficos contemporáneos que pudieran ayudarnos a formarnos, aunque sea, una imagen difusa.

En primer lugar, encontramos un testimonio contemporáneo que sugiere la existencia de un tránsito acuático hacia la morada de los muertos: “Se cuentan muchos casos de muertos que ya se habían ido, andaban por las orillas de un río y oyeron una voz que les decía que se regresaran” (Barba de Piña Chan 1995: 385); una creencia semejante explicaría el hecho de que, entre los múltiples acompañantes fúnebres del cazonci se mencionara a un remero (Relación de Michoacán 1980: 276).

La literatura oral describe al Ynfierno como un lugar de abundante riqueza en el que existen ciertas inversiones en la alimentación –más específicamente, se habla de seres que comen sangre coagulada y carne humana.3 También se nos dice que es posible acceder a él por un cerro llamado Tzirate, donde hay un ojo de agua con muchos peces. En Cuanajo se cuenta que en el cerro de la Cantera “existe una cueva a la que llaman infierno, en ella han encontrado a personas que ya murieron jugando baraja o bebiendo alcohol” –es decir, haciendo lo que hacían en vida (Cárdenas Fernández 2003: 345-348, 153). También se le representa como un pueblo al que se accede a través de una oquedad (Reyes Rodríguez et al. 1982: 99). En los dibujos hechos por los niños de Ihuatzio, “había una o dos serpientes para indicar la morada de los muertos” (Zantwijk 1974: 185-188). En una de tales imágenes aparece la diosa de los muertos sentada en una culebra; en otra, figura en medio de cuatro caminos. En esta misma localidad, se recogió un relato sobre una deidad femenina que se aparecía en una cueva llorando “y que junto a ella existían muchas riquezas”; así atraía a los jóvenes y, cuando los tenía a proximidad, se convertía en una enorme serpiente y los mataba (Cárdenas Fernández 2003: 174, 175). Para resumir, en lugar del conocido espacio de eterno tormento del cristianismo, aquí el ynfierno sería un sitio en el que, salvo ciertos peligros e inversiones, se suele habitar más o menos igual que en el mundo de los vivos.

Aunque la propia palabra usada para designar al destino del muerto ordinario ya nos remite a un espacio infraterrestre, no está de más añadir que, según el mismo cronista, la deidad telúrica era mujer del dios del “ynfierno” (Ramírez 359)4. En el sentido inverso, parece sugerirse que el marido de la Tierra se encuentra vinculado al territorio en general, pues, de acuerdo con la Relación de Michoacán (2008, fol. 72v), fue la deidad del inframundo quien envió a los uacúsecha las rocas que servirían de “asientos para sus cúes” y serían señal en la fundación de Pátzcuaro. Un elemento más a favor de la ubicación infraterrestre de esta clase de morada de los muertos es el hecho de que el “dios del infierno” pudiera valerse de un topo para manifestarse sobre la tierra (Relación de Michoacán 1980: 64).5 A esto podemos sumar que en el cerro Tzirate –por donde hoy en día se supone está el acceso al infierno– se encontró una larga cueva con “figurillas de tuzas y otros animales asociados al inframundo” (Pollard Perlstein 1993: 149-151). Así, Ynfierno y Tierra constituirían una dupla tan cercana que lo uno se compenetra con lo otro; las rocas que emergen a la superficie terrestre vienen del inframundo mientras que las oquedades naturales son pensadas como entradas a la morada de los muertos.

Considerando que, como se ve en el cuadro 1, la inhumación directa es la forma de depósito más usualmente observada en los contextos arqueológicos tarascos, es posible inferir que, desde la colocación del cadáver en el interior de la tierra, ya se pensaba que el muerto penetraba en el inframundo –o, cuando menos, iniciaba su viaje a él.6 Esto también coincide con el hecho de que, en algunos relatos, se menciona que en el Ynfierno –como en las sepulturas– se residía en forma esquelética.

Unos sacerdotes y hechiceros suyos, hiciéronles en creyente a la gente, que los religiosos eran muertos y que eran mortajas los hábitos que traían, y que de noche, dentro de sus casas, se deshacían todos y se quedaban hechos huesos y dejaban allí los hábitos y que iban allá al infierno donde tenían sus mujeres y que vinían a la mañana (Relación de Michoacán 2008, fol. 53).

Por otro lado, cabe destacar que, aun si este sitio es el que correspondía a “la demás gente”, su acceso no parece haber estado negado ni a los grandes héroes gobernantes ni a los transgresores ejecutados por la justicia. Como ejemplo de lo primero, tenemos que, en la Relación de Michoacán (1980: 163), Tariácuri manda decir a Uarapame: “ya somos viejos y cansados y que queremos ya ir al dios del infierno”. En lo que respecta a los segundos, la misma fuente (idem: 203) nos dice que a los que “condenaban a muerte los achocaban con una porra y arrastrabanlos después de muertos y llevábanlos a los herbazales donde los comían los ádives y auras y buitres. Eran dedicados aquellos al dios del infierno”.

Gracias a Ramírez (1980: 361), sabemos que, en el pensamiento purépecha, los moradores del ynfierno “vivían como acá. Y ansí, procuraban llebar muchas cosas para poder trabaxar y vivir”. Sin embargo, no siempre es claro que los materiales asociados a los esqueletos que hasta ahora se han registrado puedan ser considerados sus herramientas para continuar la vida al modo de los humanos terrenales. Pues, en muchos casos los objetos que acompañan a los esqueletos parecen estar sumamente estereotipados, independientemente de la edad y el sexo de los individuos. Al menos en el ejemplo del cazonci, la Relación de Michoacán (1980: 195) especifica que los sirvientes sacrificados y los objetos depositados son lo que el muerto había de llevar consigo en el camino.7

Por otro lado, en los contextos arqueológicos se pueden observar medios para subrayar la integración del individuo al grupo más allá de su identidad personal. Aunque también son muy recurrentes los entierros en plataformas, templos, unidades domésticas y edificios cívico-ceremoniales, en varias ocasiones, se observaron áreas reiteradamente dedicadas al depósito de cadáveres: este parece ser el caso del lado sur de la Yácata 3 de Tzintzuntzan, la Plaza Central de Tres Cerritos, la Plaza Hundida y el Patio de las Tumbas de Huandacareo y los alrededores de la Pirámide B en Las Milpillas.8 A pesar de que, en dichos espacios, se encuentran sepulturas en fosas, urnas, cistas y tumbas, entre grandes piedras, sobre pisos e incluso en el interior de una tumba de tiro, dentro de toda esta variabilidad, alcanzamos a reconocer –en todas la categorías de edad y sexo– una cierta tendencia a las inhumaciones primarias, directas, en posición flexionada, sin orientación preferencial y en centros funerarios –lo cual ya había sido observado por Michelet et al. (2005: 246).9

Paralelamente, hemos podido observar que sólo 6.3 % de los restos encontrados fueron clasificados como niños, adolescentes y neonatos. Pollard Perlstein (1993: 155) propone que “había probablemente un tratamiento aparte para los infantes”; de esto hablaremos en otra sección. Al mismo tiempo, notamos que, en el total de la muestra, los esqueletos de mujeres son considerablemente menos cuantiosos que los de hombres; aun en Las Milpillas, donde se cuenta con un mayor índice de población sexuada, sólo 38.3 % fue identificado como femenino. En los casos conocidos, las mujeres suelen presentarse más frecuentemente en entierros múltiples que los varones –18 en compañía de otros individuos y 18 inhumaciones individuales. La muestra es aún reducida y seguimos careciendo de estudios de aDn fósil que pudieran ayudarnos a reconocer el parentesco biológico, pero podemos imaginar que, si las sepulturas múltiples se vinculan con entierros familiares, en los casos femeninos habría una mayor tendencia a subrayar sus vínculos parentales.

Pensando que el contexto funerario refleja las ideas sobre el hábitat post mortem y que existe una cierta continuidad entre los datos etnográficos contemporáneos y las creencias de la antigüedad, vemos que el Ynfierno del hombre ordinario era un lugar asociado con la tierra, en donde, aunque se tenía una presencia esquelética y se consumían despojos humanos, se llevaba una existencia muy semejante a la del mundo de los vivos: se habla de pueblos en donde los muertos trabajan y viven “como acá”, tienen mujeres y se conserva la pertenencia al grupo social, existen diferencias jerárquicas equivalentes a las del mundo ordinario e incluso se mencionan actividades de esparcimiento como la bebida y el juego. Al mismo tiempo, el hecho de que se mencione este espacio como un “camino”, asociado con la idea de que los muertos comen las partes blandas del cuerpo, pudiera indicarnos que el paso por el Ynfierno representa el proceso de esqueletización del cadáver. Esto sería consistente con el hecho de que quienes son devorados por carroñeros y por consiguiente se encuentran ya despojados de vísceras y carne, tienen el mismo destino. Un relato contemporáneo parece apoyar esta idea pues, cuando se describe a la gente del “otro mundo” se dice que está “desfigurada de la cara” en tanto que, al hablar de un muerto reciente se aclara que “estaba normal, nada desfigurado” (Reyes Rodríguez et al. 1982: 51-53).

El cielo, las victimas sacrificiales y otras muertes gloriosas

A pesar de que se supone que este destino era más meritorio, la información sobre sus cualidades y moradores es todavía más escasa que en el caso anterior.

Sabemos que se trata de un espacio estratificado –puesto que se nos habla de un cuarto y quinto cielos, o un octavo y noveno para los habitantes de Tuxpan y Tamazula– en donde habitaban tanto los dioses engendradores como aquellos capaces de producir enfermedades a los enemigos (Diccionario grande…: 1991, II: 537; Relación de Michoacán 2008, fol. 15v, 32v). Más particularmente, las fuentes explican que ésta es la morada de la deidad suprema.10 Se trata también del hogar de “la madre de los dioses”; de quien además se dice que moraba en las fuentes de Araro (Ramírez 1980: 360; Relación de Michoacán: 2008, fol. 10; Relaciones y Memorias de la Provincia de Michoacán 1985). Antiguamente se suponía que era a través de ciertos lugares, sobre los que se erigían las ciudades, que circulaban los dioses entre los distintos planos.

Dijeron que aquí fue el asiento de su dios Curicaueri y decía el Cazonci que en este lugar, y no en otro ninguno, estaba la puerta del cielo por donde descendían y subían los dioses. Y de continuo trajeron aquí sus ofrendas aunque se mudó la cabecera a otras partes [… Se dice que en Zacapu había un patio] donde estaba el madero muy largo donde descendían los dioses del cielo (Relación de Michoacán 1980: 47, 144).

Aunque se trata de un detalle casi incidental, vale la pena mencionar que, en un relato sobre la forma en que Syrundaran buscaba a Querenda Angapeti, se menciona que en el cielo se hacían grandes fiestas (idem: 144). Es posible que sea a este mismo sitio al que se refiere Ajofrín (1986: 101) con el enigmático nombre de Jorullo: “los antiguos le llamaban [a este volcán] en lengua tarasca Jorullo, que es lo mismo que paraíso”. Ningún texto o imagen del siglo xvi habla de la forma adquirida por quienes tenían al cielo como destino post mortem. No obstante, en los dibujos de los niños de Ihuatzio se representa “una que otra vida futura entre el Sol y los Astros […] Los dibujos de los adultos estaban más diferenciados. Había aves que volaban de las cruces del cementerio hacia el sol y que eran los muertos volando al cielo […] Algunos llaman genéricamente a las estrellas Hóskoecha, nuestros ancestros” (Zantwijk 1974: 185-188, 190).

El único grupo de quien se dice explícitamente que alcanzaba este glorioso destino es el de los sacrificados: “Un hermano mío trujo aquí un cativo para bailar con él, para hacelle que vaya al cielo presto y llorar por él, y no le hallé aquí, no sé dónde es ido” (Relación de Michoacán 2008, fol. 136). El problema es que, al decir de nuestras fuentes, ésta no es la única morada post mortem de tales personajes; también se mencionan el Ynfierno, la casa de Cuerauaperi y la misma morada que los señores a quienes debían acompañar. En estos casos parece claro que su vivienda variaba en función de aquello a lo que se ofrecían: los inmolados en honor a Cuerauaperi suponen ir a donde radica esta divinidad (Alcalá 1980: 104), los que morían para acompañar a hombres poderosos concluían su viaje en el mismo sitio que ellos –ya fuera el cielo o el Ynfierno (Ramírez 1980: 361; Alcalá 2008: fol. 43, 136). Incluso, en el caso de los sacrificados en honor al cazonci muerto, es notorio que estos reciben un tratamiento algo similar; pues, a fin de cuentas, también son sepultados en urnas “arrojándolos de dos en dos en unas ollas grandes” (La Rea 1996: 87).11

Quienes eran sacrificados en los funerales del irecha eran sepultados detrás de los templos junto a los gobernantes; en una pintura que vio Beaumont (1932, II: 26) “se ven, igualmente, sus yácatas, que eran unos osarios, donde sepultaban los huesos de los que morían sacrificados y encima formaban unos cerritos de piedras a mano”. La idea del osario se encuentra igualmente presente en los diccionarios antiguos; se traducen las palabras vni hatziraquaro por “ossario donde echan los huessos” y vniendo por “carnero donde echan los huesos de los difuntos” (Diccionario grande…: 1991, I: 139, 533). En Tzintzuntzan y Huandacareo se han encontrado depósitos óseos que corresponden con lo descrito. Asimismo, se han localizado grupos de cráneos sepultados independientemente de sus cuerpos en Tzintzuntzan, Tres Cerritos, Huandacareo, las Milpillas e Ihuatzio; en ocasiones, éstos han conservado la mandíbula y se encuentran en relación anatómica con las últimas vértebras; más raramente, se han observado huellas de corte sobre las primeras vértebras. En Tres Cerritos, se localizaron entierros de individuos que tenían los brazos cruzados en las espaldas, como si estuvieran atados, y sin manos. En el mismo sitio, se observaron cráneos fracturados por percusión; tal como hubiera sucedido en una ejecución por desnucamiento. En Huandacareo, se observan además grupos de huesos largos con estrías a manera de omichicahuaztli mexica –instrumento musical ritual, fabricado con huesos de sacrificados, usado en funerales de guerreros (Borbolla 1948; Cabrera 1987; Castro Leal 1986; Cabrero 1995: 51-56; Macías Goytia 1986, 1990, 1997; Puaux 1989).12 Aunque el tratamiento de dichos restos es anónimo, cabe destacar que, tal como sucede en el caso anterior, aquí también se termina por depositar los cuerpos en el interior de la tierra.

Como es sabido, los purépechas solían cremar a quienes perdían la vida en el campo de batalla.

Sabiendo sus mujeres las muertes de sus maridos, mesábanse y daban gritos en sus casas y hacían unos bultos de mantas, con sus cabezas, y cubrían con mantas aquellos bultos y llevábanlos de noche y poníanlos en orden delante de los cues, cabe los fogones, y tañían unas cornetas y caracoles. Poníanles a aquellos bultos sus arcos y flechas y sus guirnaldas de cuero y sus plumajes colorados en las cabezas y poníanles muchas ofrendas de pan y vino y quemábanlos […] Y tomaban las cenizas y poníanlas en unas ollas y poníanles sus arcos y flechas y enterraban aquellas ollas (Relación de Michoacán 1980: 250).

La Relación de Michoacán (1980, fol. 20) nos presenta una imagen en la que, por el lado derecho, se ve una serie de guerreros transportando a sus compañeros muertos, mientras que, en el izquierdo, se les ve como bultos funerarios frente a sus respectivas ofrendas; ahí vemos también a sus mujeres e hijos llorando.13

En Tzintzuntzan se encontró, en la parte norte de la Plataforma, una concentración de huesos humanos parcialmente quemados e intactos bajo un muro de construcción. “Se nota la separación intencional que se hizo de los huesos largos de ambas extremidades, entre los cuales se encontraron cuatro huesos con estrías” (Peña Delgado 1980: 126). En el sitio Tres Cerritos, en la región de Cuitzeo, Macías Goytia (1997) encontró en una plaza fragmentos óseos cremados depositados en el interior de un cajete. En Huandacareo, la misma investigadora (1990) localizó restos quemados acompañando una serie de huesos desarticulados y cenizas junto a grupos de cráneos aislados. En Apatzingan, Kelly (en Cabrero 1995: 55-56) observó un entierro primario depositado junto a una capa de cenizas. En Tócuaro y Lagunillas también se han encontrado restos óseos expuestos al fuego en el interior de cuencos cerámicos (Pulido 2006).

Lo que más nos llama la atención es que, al describirse el funeral de un guerrero, se nos dice que sus parientes se reunían en su casa y se decían: “¡Murió en la guerra, hermosa muerte es y de valentía es! ¿Cómo nos dijo?, ¿Cómo otra vez vendrá el pobre?” (Relación de Michoacán 1980: 250). Como si se pensara que, de alguna manera, el difunto habría de regresar a la vida.

El ritual correspondiente a los gobernantes, tal como se describe en los textos de la Colonia temprana, es casi idéntico al de los guerreros, sólo que más fastuoso y con mayor detalle en cada una de las etapas (Relación de Michoacán 1980: 276-278; La Rea 1996: 84-88).

[Hacían] al principio de las gradas, debajo, una sepultura de más de dos brazas y media en ancho, algo honda, y cercábanla con petates nuevos por dentro y en el suelo ponían allí una cama de madera dentro. Y tomaban aquellas cenizas, con aquel bulto así compuesto, un sacerdote de los que llevaban los dioses a cuestas, y poníanselo a las espaldas; y así lo llevaban a la sepultura donde, antes que lo pusiesen, habían cercado aquel lugar de rodelas de oro y plata por dentro, y a los rincones ponían muchas flechas, y ponían allí muchas ollas y jarros y vino y comida y metían allí una tinaja, donde aquel sacerdote ponía aquel bulto, dentro de la tinaja, encima de la cama de madera: que mirase hacia oriente. Y ponían allí encima de la tinaja y cama muchas mantas, y echaban allí petas [sic] y muchos plumajes con que él bailaba y rodelas de oro y plata y otras muchas cosas, y ponían unas vigas atravesadas encima la sepultura y unas tablas y envarábanlo todo por encima.

En la Relación de Michoacán (1980, fol. 29v) se ilustra con detalle la ceremonia funeraria del gobernante; desde la preparación del cadáver en sus aposentos hasta su cremación y depósito en una urna a los pies del templo de Curicaveri. El texto iconográfico nos aporta dos detalles particularmente interesantes: en primer lugar vemos que, al igual que con los combatientes, a lo largo de dicha ceremonia se tocaban instrumentos de viento; mismos que según la fuente (idem: 142), se asociaban con la llegada de los dioses. Este último punto, aunado al hecho de que el cuerpo señorial fuera cargado por “un sacerdote de los que llevaban los dioses a cuestas” tiende a situar a esta clase de personajes entre los que “merecían” haber sido dioses. Otra fuente parece además advertir que los objetos de los señores pasados eran como reliquias para sus súbditos: “Hacia el lugar de Thatziuararo está otro cerrito donde están todos los instrumentos lo que festejaban los antiguos a sus reyes y hacia el puesto de Vareguéquaro está un cerrito y cimientos puestos donde estaba toda la grandeza del rey Harame” (Códice Plancarte 1959: 8-9).14

La Relación de Michoacán (1980: 224, 244, 258) indica en repetidas ocasiones que el irecha gobernaba en sustitución del dios patrono: “decía esta gente que el que era Cazonci estaba en lugar de Curicaveri”. En otros casos, la proximidad a lo divino es tal que incluso se les atribuyen capacidades sobrehumanas, como convertirse en animales, extraer agua con tan sólo clavar una flecha en el suelo y entrar en contacto directo con los dioses (Códice Plancarte 1959: 12-13; Relación de Tiripitío y Tuzantla en Relaciones geográficas del siglo xvi 1987: 348; II: 157). De hecho, en ciertos momentos la Relación de Michoacán (1980: 174-176) nos deja ver que sólo a través del contacto con lo sobrenatural era legítimo adquirir el poder señorial.15 Aunque a su cargo se encontraba igualmente el culto de otros dioses, entre todos ellos, el señor uacúsecha representaba principalmente a la deidad solar. Esto se hace particularmente evidente en el discurso pictórico de la Relación de Michoacán (2000, lam. II, XLI), donde, en dos ocasiones, se observa a un gobernante chichimeca portando un sol, en la espalda de su túnica. Es paralelamente al ciclo diario del sol que, después de muerto, se saca al gobernante a media noche y se espera que ya esté cremado al amanecer, se le pone viendo hacia oriente y se le entierra en las escaleras del templo de Curicaueri. A ello se suma que la retórica indígena pareciera indicar que, así como el sol ilumina los cielos, el irecha es la luz de su pueblo. De suerte que, al morir un gobernante, los otros señores se preguntan: “¿Cómo ha de quedar desierta esta casa? ¿Ha de quedar oscura y de niebla?” (idem: 279).16

Sin embargo, hemos dicho con anterioridad que, a pesar de la proximidad entre el irecha y la deidad, en ningún momento parece sugerirse una total identificación; nunca se llama al gobernante Curicaueri –cosa que sí sucede con algunos ritualistas–, no se le denomina “dios” y, en todo momento, se establece con claridad que él “está en lugar de…”. Al mismo tiempo, ningún dato nos asegura que todos los gobernantes estuvieran igualmente dotados de poderes sobrenaturales como los verdaderos especialistas rituales (Martínez González 2009). De hecho notamos que, aunque en la adquisición del poder señorial existe un cierto componente hereditario, siempre es necesario contar con los méritos necesarios para lograr la encarnación de la divinidad: “¡Dichoso aquel que ha de ser rey! O este que lo ha de ser quizá no es señor mas de baja suerte y uno del pueblo, por la mucha leña que habrá traído a los cues de Curicaueri, y será algún pobre o algún miserable el que ha de ser rey” (Relación de Michoacán 1980: 60). Así, siguiendo a Graulich (1998a, 1998b), podemos decir que el gobernante no es el dios pero, en función de sus méritos personales y su cargo divino, se encuentra tan cercano a la divinidad que tiende a confundirse con ella.

Así, siguiendo con la idea de que el destino tánico de los individuos dependía de los méritos alcanzados en vida, podemos imaginar que el Más Allá glorioso –el cielo– correspondía a quienes se habían distinguido en la guerra y las funciones político-religiosas.

En este caso, resulta claro que la pertenencia a un alto estrato social tampoco debió significar el acceso automático al cielo sino que, además de los atributos señoriales (pipas y bezotes) asociados a inhumaciones, ya hemos visto que la Relación menciona en más de una ocasión a gobernantes que debían dirigirse al Más Allá menos prestigioso. En los casos en que se alude a la posibilidad de que un regidor vaya al Ynfierno podemos imaginar que se contemplaba la contingencia de que no hubiera servido correctamente a la deidad y, por lo tanto, no alcanzara los méritos suficientes para su identificación.

No obstante, no sólo los gobernantes y guerreros, por la cremación de su cadáver, parecen haberse asimilado a la deidad solar –Curicaueri “el sale haciendo fuego” o “el fuego que sale ardiendo”.17

Según los relatos del siglo xvi:

Los hombres decían aver hecho los dioses de ocho pelotillas hechas de ceniza [o ceniza y metales], ruciadas con sangre que se sacó de las orexas un mensagero que los dioses del cielo enviaron para eso, llamado Curiti Caheri, que quiere decir gran sacerdote; y a cabo de averlas tenido algunos días en un bacín, de las quatro salieron varones; y de las otras quatro, mujeres [...] Y por averles contentado a los dioses, les echaron la bendición, y comenzaron a multiplicar y de allí vinieron los demás (Ramírez 1980: 359-360; ver también Relaciones geográficas del siglo xvi 1987: 36).18

En el Lienzo de Jiquilan –también llamado de Jucutacato–, el lugar de origen lleva el nombre de Chalchihuitl Ahpazco,“en el cajete de piedra verde”, y se muestra a un grupo de hombres emergiendo de un vaso.19 Esta imagen se acompaña de la glosa “Del cajete de piedra preciosa verde vinieron los creados de ceniza, y la casa de los dardos y los toltecas, todos los nahuas, y los poseedores (trabajadores) de la pluma de quetzal y los taladradores de piedra (que fabricaban cuentas de piedra preciosa verde) y los que hacían el resplandeciente adorno pulido para el pelo” (Seler 2000: 158; Roskamp 1998: 116). Así, el hecho de depositar las cenizas de un cadáver en una vasija –en especial si se le acompaña de sangre sacrificial– implicaría por sí misma la idea de una nueva creación.

Pensando que todas las inhumaciones en urna son individuales, podemos deducir que lo que se pretende remarcar es la singularidad del evento y no la integración del sujeto a un determinado conjunto. De los 17 individuos que fueron sepultados en urnas (con restos completos o quemados), nueve eran menores de 15 años, dos indeterminados y seis adultos. De los adultos, tres eran mujeres jóvenes, otro un hombre anciano, uno más una mujer de la misma edad y el último un adulto de edad indeterminada.

De los once niños que aparecen en Tres Cerritos, sólo uno aparece acompañado de otros esqueletos. Entre los siete de Huandacareo únicamente uno figura en asociación con otros individuos. Mientras que en Las Milpillas once se encuentran vinculados con adultos y sólo dos fueron colocados de manera aislada. En contextos tarascos, los entierros en urnas parecen ser sumamente raros –poco más de 3 % de la muestra; sin embargo, entre ellos, 53 % corresponden a menores de 15 años y, en proporción con el número total de infantes encontrados, esto representa 28 %. En ninguno de los casos tratados se encontraron entierros infantiles sobre pisos; lo que tendería a suponer que, en estos casos, es preferible que entren en contacto directo con la tierra –cosa contraria a lo que sucede con el irecha. De los 19 infantes que se encontraron aislados, nueve no contaban con ninguna clase de materiales asociados. Así, si consideramos que los objetos depositados son en parte lo que el muerto había de llevar consigo en el camino, con los infantes podría considerare que, más allá de su estatus, éstos no requieren de mucho “equipaje”. El hecho de que se prefiera colocar sus cuerpos directamente en la tierra podría muy bien ser interpretado como un mayor contacto con esta deidad; misma que, dicho sea de paso, era imaginada como madre de todas las plantas silvestres (Ramírez 1980: 360). No es difícil encontrar la analogía entre el feto en el vientre materno y el cuerpo de un menor en el interior de una vasija. De modo que, añadiendo a esto el hallazgo de la figurilla de una madre amamantando en un entierro infantil, podemos suponer que tales procesos funerarios se asocian con la idea de un regreso al útero terrestre y un nuevo nacimiento a partir de él.

No encontramos relato alguno que diera cuenta de un posible renacimiento de los infantes, pero sí la idea de que una vida incompleta, que no cumplió con su finalidad, debe volver a ser vivida. “Si tú no piensas en casarte y no te casas, cuando te mueres Diosito te dice: ¿qué hiciste pues?... Pos yo no hice nada... Entonces regrésate pues con esos que viven” (Gallardo Ruiz 2005: 85).

Asociando el depósito de restos humanos en vasijas con las ideas de renovación que rodean las sepulturas de algunos niños, el caso de los ancianos constituiría una excepción que tal vez podría ser explicada a través de los méritos que permiten un destino post mortem compartido con los menores.

A pesar de las semejanzas entre las formas de depósito de los infantes y los gobernantes, también encontramos notables diferencias entre ellas. Los infantes eran colocados directamente sobre el suelo, mientras que, aun en el caso de las inhumaciones, se evitaba que el cuerpo de dignatario tocara la tierra. A los gobernantes y guerreros, representantes de la deidad solar, se les cremaba la mayoría de las veces antes de colocarlos en la urna, en tanto que, hasta donde sabemos, los esqueletos infantiles no presentan rastros de exposición al fuego. Un último punto es que, mientras los objetos asociados a los entierros infantiles son particularmente pobres, los materiales de las tumbas señoriales –al menos en las descripciones etnohistóricas– parecen haber sido sumamente ricos; esto último pudiera vincularse con una estancia más prolongada en el Más Allá. Considerando que la carne era comida en el ynfierno telúrico, es posible que la cremación del cuerpo tuviera justamente la intención de impedir este proceso y, con ello, facilitar el retorno a la vida del personaje como una divinidad. La analogía con la deidad solar –principalmente en el caso señorial– tal vez aluda al hecho de que, como ésta, el personaje muere tan sólo para volver a renacer y por ello se le sepultaba viendo hacia el amanecer. En el caso de los infantes, se observa tanto una reintegración a la tierra como la idea de un renacimiento a partir de la misma.

Esto último se ve reforzado por el hecho de que, de acuerdo con Tata Felipe, en la actualidad, cuando muere un niño, se le sepulta con la cabeza al oriente “porque el niño acaba de renacer y tiene que recorrer el camino del sol”. Cuando se trata de un difunto adulto, se le coloca con la cabeza hacia el poniente “porque ya ha vivido” y, tal vez, como el sol, deba emular su camino penetrando en el infierno.20

Sobre la posible existencia de un inframundo acuatico

Según Corona Núñez (1948: 141), aquel conocido pasaje en que se narra el modo en que, ante la llegada de los españoles, Timas aconsejó al irecha que se arrojara a la laguna demuestra la existencia de un inframundo semejante al Tlalocan de los nahuas del Altiplano central. La cuestión es que, en realidad, el texto sólo sugiere que, al suicidarse, el gobernante podría alcanzar más pronto a sus ancestros: “Díjole aquel principal al cazonçi: Señor, haz traer cobre y pondrémosnoslo a las espaldas y ahoguémonos en la laguna y llegaremos más presto y alcazaremos a los que son muertos” (Relación de Michoacán 2008, fol. 47).

Sin embargo, contamos con otro fragmento en el que efectivamente se alude a un mundo mítico cuyo acceso se encuentra en las profundidades del lago:

Dicen que andaba un pescador en su balsa pescando por el río con anzuelo, y picó un bagre muy grande y no le podía sacar y vino un caimán, no sé de donde, de los de aquel río y tragó aquel pescador, y arrebatóle de la balsa en que andaba y sumióse en el agua muy honda, y abrazóse con él el caimán y llevóle a su casa aquel dios-caimán, que era muy buen lugar, y saludó aquel pescador y díjole aquel caimán: “verás que yo soy” dios (idem, fol. 38v-39).

Salvo su cualidad positiva, carecemos de cualquier otro detalle sobre las características de este lugar mítico. No obstante, algunos datos coloniales sugieren la creencia en contactos subterráneos entre los diferentes cuerpos de agua terrestre: “A la parte septentrional se forma la laguna de Sirahuén, que no consiente navegarse por un remolino que hace en el medio, capaz de sorberse un navío de alto bordo, y es tradición que por ocultos veneros se comunica con la laguna de Pátzcuaro” (Espinosa 1945: 23).

En otro lugar, se nos explica que algunas mujeres sacrificadas, en este caso parientes del enemigo, eran arrojadas al agua: “¡Sus hermanas llevadlas al cu de Puruaten y sacrificadlas y echadlas en la laguna” (Relación de Michoacán 1980, fol. 84). La misma acción es claramente representada en las imágenes que acompañan a la Relación (idem). Estos datos son también corroborados por Basalenque (1963: 125), quien nos dice sobre la laguna de Yuririapundaro: “que allí echaban los cuerpos que se sacrificaban a sus dioses”. Esto último se sugiere igualmente para el transgresor Curatame, de quien Tariácuri, su padre, exclamó: “¡Muera el bellaco lujurioso! […] ¡Echadle a la laguna!” (Relación de Michoacán 1980: 171). Algo semejante se supone debería suceder a Mahuina, la cuñada infiel del mismo Tariácuri: “¡Plugiera a los dioses que la tomaran y la sacrificaran sus hermanos y la echaran en el río” (idem: 146-147). Por último, parece ser que en algunas regiones los cadáveres también podían ser arrojados al mar, pues el Diccionario grande de la lengua de Michoacán (1991, I: 284) traduce la palabra vuahtahpenstani por “echar, la mar los muertos de sí”. Es posible que a dicho inframundo acuático acudieran particularmente ciertas clases de ajusticiados –tal vez, los que cometían delitos de orden sexual.

En otro caso relacionado con una muerte acuática, se menciona la momificación del cuerpo y la deificación del personaje correspondiente: “Hiquingaje tuvo un hijo de su mismo nombre, que icen que le dio un rayo y matóle y embalsamáronle y teníanle como a dios, en la laguna, hasta el tiempo en que vinieron a esta provincia los españoles que lo quitaron donde estaba” (Relación de Michoacán 1980: 213).

En algunos ejemplos contemporáneos, se presenta el cuerpo del ahogado como alguien capaz de dañar a los vivos. El narrador explica: “únicamente pasé junto a él, le di unas palmadas y le dije: No me vayas a asustar y no me vayas a hacer pensar mal, me voy a mi casa” (Cárdenas Fernández 2003: 327). En el relato, el muerto llamado no ambakiti (diablo, “no bueno”) posee al protagonista y trata de llevarlo consigo: “Lo único que recuerdo es que una voz me decía: Ven sígueme, sígueme… Y ahí empecé a ver mal y parecía de día con todos sus detalles. La calle así la veía como que estaba derecha, derecha de bajada. Ahí me dijo la voz al momento que me fuera con ella para que no anduviera causando lástima, que me fuera a vivir con ella” (idem: 328).

La historia es muy diferente a la del hijo de Hiquingaje, pero se conserva el detalle de que quienes mueren por causas relacionadas con el agua trascienden el ámbito de los muertos ordinarios. Esto parece particularmente relevante cuando notamos que, según la Relación de Michoacán (1980: 300), el cielo se unía con el océano. “¿De dónde podían venir si no del cielo, los que vienen [los conquistadores]? ¿Qué el cielo se junta con el mar y de allí debían de salir?”.

En síntesis, el análisis comparado de los documentos antiguos, los contextos arqueológicos y los textos etnográficos contemporáneos nos permite reconocer entre los tarascos dos principales destinos post mortem: el “Cielo” y el “Ynfierno”. Aunque una buena parte de los datos ha sido afectada por las concepciones judeocristianas de la muerte y el inframundo, parece claro que la diversidad de destinos sí respondía a una valoración moral; pues, a diferencia de lo que sucede en las creencias importadas por los frailes, aquí la cuestión no es si la persona fue buena o mala sino si contó con las acciones meritorias suficientes como para alcanzar la gloriosa morada celeste.

Ese cielo al que llegaban los guerreros muertos en batalla, los gobernantes y algunos sacrificados es reiteradamente mencionado como morada de los dioses creadores. Se trata de un espacio estratificado marcado por un cierto ambiente festivo. Al menos en el caso de los combatientes, parece existir la idea de un renacimiento o renovación –tal vez, en relación con un nuevo estatus divino. Hoy en día, se representa a los moradores de tal inframundo como aves o estrellas. Es difícil establecer una relación directa entre rito funerario y destino tánico, mas nuestros escasos datos parecen indicar que el depósito en urnas guardaba alguna relación con el ámbito celeste; aquí vale la pena subrayar la oposición entre los restos cremados –de guerreros y señores– y los restos crudos o parcialmente cocidos de infantes y sacrificados ¿acaso esto supone una diferente existencia postmortem? Un último aspecto a considerar es la idea de que este Más Allá celeste se encontrara unido al agua terrestre –al tocarse con el mar o con las fuentes de Araro– si este fuera el caso, dicha morada se encontraría igualmente abierta a los ahogados y otros elegidos de las deidades acuáticas igualmente deificadas.

A diferencia de lo que sucede en el infierno católico, el de los tarascos no constituye más que una especie de prolongación infraterrestre de la vida sobre la tierra; ahí se trabaja, se bebe y se juega tal como se haría ordinariamente. Las relaciones sociales entre los muertos tienden a integrarse en una misma comunidad conformándose, en ocasiones, pueblos en el Más Allá. La diferencia más importante entre el mundo de los vivos y el de los muertos es que, durante la estancia en este sitio, o el camino para llegar a él, el cuerpo del individuo va siendo devorado por los habitantes del inframundo hasta quedar reducido a los puros huesos. Ahora, si consideramos que este Ynfierno se ubica en el interior de la tierra, puesto que se accede a él a través de las sepulturas y las cuevas, y que, en el camino, se debe pasar por un proceso esqueletización, podemos ver que no sólo es el “ánima” quien viaja a él sino que, al menos, los huesos sobreviven a la muerte.

Cuerpo, persona y muerte: el discurso sobre el cuerpo y las animas

Cuando se habla de la guerra y el sacrificio, resulta claro que aquello de que se nutren los dioses es de las partes blandas del cuerpo humano –principalmente, de la sangre– en todo caso, no contamos con indicio alguno de que alguna entidad sobrenatural hubiera podido alimentarse de huesos.21

Aunque en la actualidad la sangre es pensada como fuente de vitalidad, se estima que las variaciones en sus cualidades –fuerte o delgada– condicionan el vigor de una persona (Foster 1972: 131). “Ser de sangre fuerte equivale a poseer un temperamento muy agresivo, mucho valor y una voz propia de hombres, una constitución física muy buena, ser nerviosas y aun neurasténicas […] Una sangre fuerte, es capaz de producir mal de ojo” (Velásquez Gallardo 2000: 126, 136). Sin embargo, este líquido corporal también parece estar cargado de cierta subjetividad, pues, en un relato contemporáneo se sostiene que “nuestro Tangaxoán Segundo vive. Nuestra sangre es de él, por eso siempre seremos purépechas” (conaculta 1994: 111).22 Esto mismo se ve reforzado por la idea de que dar a beber el menstruo con chocolate al marido o amante hace que éste se enamore (Velásquez Gallardo 2000: 140). Y posiblemente esta circunstancia provoca que, desde el siglo xvi, la sangre derramada sobre la tierra tenga una cierta carga negativa.

Teníanlo por mal descalabrarse, y descalabrándose alguno, alimpiábase con la mano la sangre por que no cayese [borrado] en el suelo y ruciábanla en los dedos hacia el cielo para dar de comer a los dioses […] Tenían por mal, cuando estaban heridos o flechados, dormir en sus casa los heridos por el peligro que era. Y estos heridos, con los señores, fueranse a la casa dicha del águila […] Y a la entrada de la puerta tomaban sus sahumerios con cañutos y sacaban aquellos sahumerios a los fogones (Relación de Michoacán 2000: 365).

En la actualidad, la sangre derramada por un muerto puede ser empleada para dañar a otras personas. “Las piedras manchadas de sangre producto de un accidente, confeccionan un ‘entierro’ que busca atraer ‘la calamidad’ a la persona odiada” (Gallardo Ruiz 2005: 136). “Cuando se matan las gentes, esas señoras [las sikuámecha] van y recogen la sangre del lugar, y esa sangre la llevan a donde viva aquel a quien más coraje le tienen para que se asuste” (Reyes Rodríguez et al. 1982: 68-69).

En lugar de entregarse a las representaciones de las divinidades, los huesos son sepultados en “osarios” o colocados en unos “varales” (Relación de Michoacán 2008, fol. 97v). Cuando estos restos son conservados por los hombres, tienden a convertirse en objetos de culto –tal vez, por seguir siendo depositarios de una parte de la identidad del personaje: “Era por la fiesta de Hunisperaquaro, cuando velaban con los huesos de los cautivos en las casas de los papas” (Relación de Michoacán 1980: 207). A mediados del siglo xx, los habitantes de Charapan consideraban que, para convertirse en sikuámecha, las aprendices tenían que ir a los cementerios y robar un dedo o costilla de cadáver. “Los huesos se usan como amuletos de los cuales se esperan poderes mágicos […] Con estos mismos huesos de la mano, las mujeres pueden penetrar a una casa o tienda que está herméticamente cerrada, sin que los propietarios se percaten” (Velásquez Gallardo 2000: 130). En otra ocasión, se cuenta la historia de un pastor que siempre llevaba cargando los huesos de su esposa muerta. A su patrón le da curiosidad y, un día que el pastor estaba ausente, decide abrir el bulto. “Entonces sucedió lo insólito. Tan pronto como sacó el bulto, empezó a bailar involuntariamente […] De repente volteó, vio a los borregos que también estaban bailando en medio de un remolino de polvo y el señor no sabía que hacer” (Mondragón 1995: 87).

En los contextos arqueológicos, cuando se trata de entierros de huesos sueltos es bastante raro que se les encuentre vinculados a otras clases de materiales; la única excepción está constituida por las sepulturas de grupos de cráneos, que pueden o no relacionarse con otros depósitos rituales –54.5 % se asocian a otros restos. Se observan objetos colocados en las inmediaciones de la mayoría de los entierros múltiples primarios –80 % de ellos. Mientras que, en 91 % de los casos que contenían huesos desarticulados acompañando entierros primarios, también se localizaron otros materiales. Esto nos hace pensar en la posibilidad de que, en el último caso, los restos humanos fueran pensados como posesiones del difunto –tal vez, trofeos de guerra– o parte de los dones que se le hacen –probablemente restos de las víctimas sacrificiales. Puaux (1989) pudo notar en Las Milpillas que algunos de los huesos desarticulados que aparecían en un entierro correspondían a las partes faltantes de otro; como si, en algún momento, se hubiera extraído un hueso antiguo para depositarlo como acompañante de un nuevo difunto. Esto supondría la idea de que algunas relaciones humanas van más allá de la muerte; muy posiblemente se hubiera tratado de una suerte de culto a los ancestros en el que los restos de un pariente caído hace tiempo prestarían alguna ayuda al nuevo muerto en su viaje al Más Allá.

Es factible que el almacenamiento de los huesos de los difuntos de la comunidad se encuentre ligado a la idea de que a partir de ellos es posible generar vida de nuevo. Esto se hace visible en el relato sobre un personaje cuyos restos óseos producen vida bajo la forma de un ciervo.

El dios llamado Cupanzueri jugó con otro dios a la pelota, llamado Achun Hiripem y ganóle y sacrificóle en un pueblo llamado Xacona y dejó su mujer preñada de Sirata Tapezi, su hijo, y nació y tornárosle a criar en un pueblo, como que se lo habían hallado. Y después de mancebo fuese a tirar aves con arco y topó con una iuana y díjole: “No me fleches y diréte una cosa: El padre que tienes ahora no es tu padre, porque tu padre fue a la casa del dios Achu Hirepe, a conquistar, y allí le sacrificaron”. Como oyó aquello, fuese allá a probarse con el que había muerto a su padre. Y vencióle y sacrificó al que había muerto a su padre y cavó donde estaba enterrado y sacóle y echóselo a cuestas y veníase con él. En el camino estaban en el herbazal una manada de codornices, y levantáronse todas en vuelo. Y dejó allí su padre por tirar a las codornices, y tornóse venado el padre (Relación de Michoacán 1980: 301).

Contamos con poquísimos datos antiguos sobre la concepción del cuerpo y las entidades anímicas entre los purépecha del siglo xvi.

El Diccionario Grande de la Lengua de Mechuacan (1991, I: 33, 49) nos presenta tres términos diferentes como traducciones de “alma”, “ánima” y “espíritu”; mintzita, tziperahperiquay e hiretaqua.23 Aunque siempre resulta complejo saber si se trata de un concepto indígena o de una manipulación de los evangelizadores, el propio vocabulario nos da una idea del sentido de tales términos. Tzipequa aparece como “vida”, “contento”, “regozijo”, “alegría” y, en general, la raíz tzipe se relaciona con lo animado y con la vitalidad (Diccionario Grande… 1991, I: 63, 106-107, 215; II: 824; Gilberti 1997: 169). Hiretaqua, traducido como “espiritual soplo” o “anhelito”, suele ligarse a la respiración; aunque, en opinión del autor del Diccionario grande, “Esta rraíz, hire-, xahcape-, significa darse priesa, apresurarse, dar priesa y apresurar a otros” (Diccionario Grande... 1991, I: 333; 239, II 240; Gilberti 1997: 92). Por último, mintzita, “corazón meollo”, aparece asociado al aliento, la fuerza, el valor, la confianza, la angustia, el ánimo, la imaginación y la capacidad de pensamiento o raciocinio en general (Diccionario Grande... 1991, I: 45-46, 171, 233, 333; II: 332-335). En la Relación de Michoacán (1980: 245, 246; 2008, fol. 28v, fol. 50) encontramos una serie de tropos –metáforas, metonimias o sinécdoques– que tienden a asociar al “corazón” con el esfuerzo, el valor, el amor y el deseo: Se dice a los guerreros “Paraos fuertes en vuestros corazones […] Esforzaos vuestros corazones”. Cuando dos jóvenes habían tenido relaciones sexuales fuera del matrimonio los padres decían: “Ya han mudado entrambos sus corazones y han hablado entre sí”.24

De manera muy esquemática, podemos decir que, en época contemporánea, existe la creencia en tres principales entidades anímicas: mintzita, zuanda y jurhiata; cada una de ellas tiene cualidades específicas y un destino post mortem diferente.

Mintzita, considerado como fuente primaria de vida, tanto en el hombre como en los animales, concentrada en el corazón, la cabeza y la sangre, infunde vigor a todo el cuerpo a través de la circulación sanguínea. Se supone que este elemento viaja a La Gloria después del deceso del cuerpo y, como antes, se asocia a muchos de los procesos mentales (Gallardo Ruiz 2005: 85-88; Zantwijk 1974: 194).

Zuanda, un término que se traduce como “sombra”, pero que más bien parece estar ligado al aire, el aliento, el vaho, etc.25 Según Gallardo Ruiz (2005: 85), se trata de un elemento frío, principalmente vinculado con la cabeza que, tras la muerte, “se disipa, se pierde o vaga en el mundo de los vivos asustándolos”. Aparentemente, dicho componente se encuentra ligado al lugar de muerte o depósito del cadáver, pues, según los datos etnográficos, “si al difunto se le levantaba la mesa o le barrían el cuarto donde había estado tendido, o bien le apagaban la vela antes de los 22 días, entonces ese muerto no descansaba en paz y andaba por allí asustando a la gente” (Jacinto Zavala 1988: 101). Ya hemos mencionado el caso de una deidad que, después de muerta, sus huesos se transforman en venado. Lo interesante aquí es que eso también puede suceder a partir de la sombra. En la actualidad se dice de los antiguos purépechas: “cuando alguien no se arreglaba debidamente, al reflejarse en el lago se espantaban, caían al agua y se transformaban en pescado y cuando llegaba la noche por la noche aparecían sus sombras” (conaculta 1994: 106). Si pensamos que la zuanda se encuentra ligada al lugar de depósito del cadáver, que ésta se puede manifestar en forma animal sobre la tierra y que los huesos también pueden producir un cambio de apariencia, podemos imaginar que tal entidad se encuentra, de algún modo, unida a la parte más dura del cuerpo humano. Aparentemente, este cambio de forma estaba reservado a quienes habían tenido una vida meritoria, sido elegidos por las deidades y alcanzado el destino celeste pues, de acuerdo con Ramírez (1980: 361), los dioses “eran hombres principales entre ellos, que se avían señalado mucho; a los quales les hacía el demonio adorar, después de muertos, apareciéndoseles en muchas figuras”.

Jurhiata, un componente caliente tan íntimamente ligado a la “sombra” que tiende a confundirse con ella; su significado puede ser tanto “sol” como “mollera” (Gallardo Ruiz 2008, comunicación oral).26 Los diccionarios antiguos no parecen considerar a este elemento como una entidad anímica. Sin embargo, Gilberti (1901: 230) traduce “bruja que chupa sangre” por siquame huriata pitsipe, –jurhiata “sol, fontanela” y pitsipe “estar liso”–, por lo que, tal vez pudiéramos pensar en un “brujo que alisa o desbasta la fontanela” o un “brujo que alisa o desbasta el calor” –eso sin mencionar la simple deducción de que la sangre contiene jurhiata. Es muy posible que esta última entidad coincida con el esfuerzo de los de Tzintzunzan; una suerte de vitalidad innata, en la que el aumento o disminución de la temperatura durante la vida condiciona el estado físico y mental de la persona (Foster 1972: 130-31). Aunque la zuanda y el mintzita también son susceptibles de ser robados por los dueños de los espacios silvestres o semisilvestres –como la milpa–, lo más común es que sea el jurhiata el que sea sustraído del cuerpo humano para provocar la enfermedad y la muerte (Moheno y Barthelemy 1994:91; Gallardo Ruiz 2005: 90).27 Considerando que la sangre era el alimento principal de los dioses, que hoy es la cantidad de calor quien le dota de sus cualidades especiales y que es justamente la entidad calórica la que los espíritus del monte procuran sustraer, podemos imaginar que el destino último de esta entidad era precisamente el de ser comido por los moradores del inframundo en el proceso de esqueletización.28 Es posible que, en el caso de los cremados, quienes suponían tener un destino glorioso, se buscara precisamente evitar que dicho componente se perdiera y, por consiguiente, pudiera ser trasmitido a las generaciones futuras.

Consideraciones finales

Aun cuando la distinción inicial entre los destinos post mortem sea sumamente simple y casi maniquea, un análisis más detallado nos revela la existencia de al menos cinco categorías de muertos asociados con distintas condiciones en el Más Allá.

En primer lugar tenemos a los guerreros muertos en batalla y los gobernantes quienes, aunque no se explicita en las fuentes del siglo xvi, parecen haber alcanzado la gloriosa morada celeste de los dioses creadores. Tampoco existe ninguna explicación al respecto, pero los textos nos dejan entrever que no bastaba con ser gobernante para alcanzar este privilegio –puesto que algunos terminaban en el Ynfierno– sino que, ante todo, se trataba de una cuestión de mérito. Las características principales de los funerales dedicados a estos personajes son la cremación del cuerpo y el depósito de las cenizas resultantes en una urna funeraria; ambos procedimientos parecen haber tenido por finalidad evitar la pérdida de fuerza vital –jurhiata probablemente– y, con ello, la obtención de un estatus casi divino. Un detalle importante es que, entre otras cosas, el rito funerario debió haber tenido la función de proveer los medios para que los difuntos alcanzaran su destino, ya que contamos con evidencias de que un objeto podía ser enviado a un guerrero muerto con sólo quemarlo –al igual que el humo, el muerto sube al cielo.29 Los habitantes del cielo habrían alcanzado el privilegio de regresar a la tierra bajo diversas formas, principalmente como aves y estrellas.

En principio, el destino de las víctimas sacrificiales debería haber sido el mismo que el de aquel a quien eran ofrecidas; en este caso, queda claro que una parte del individuo iba a tal destino –tal vez el mintzita– y otra se queda en la tierra junto con los huesos para brindar alguna clase de auxilio a sus poseedores.

Las crónicas de la Colonia temprana no nos aportan dato alguno sobre el destino post mortem de los infantes, pero sabemos por los documentos etnográficos contemporáneos que aquellos que no llegaban a cumplir con la función vital primordial de casarse y tener hijos estaban obligados a vivir de nuevo. En los contextos arqueológicos, los restos infantiles son sumamente escasos, lo cual nos hace suponer la existencia de un tratamiento diferencial. Sin embargo, en los pocos restos que hasta ahora ha sido posible recuperar, prevalecen los símbolos de maternidad, gestación y renacimiento –tal vez, a partir de la tierra.

Contamos con vaguísimas evidencias de la existencia de un destino tánico asociado con el mundo acuático; sabemos de la creencia en espacios míticos situados en el interior del lago y contamos con relatos de ahogados que regresan a la tierra para molestar a los vivos, pero ignoramos si éstos habitan en tales lugares. En todo caso, los pocos datos antiguos tienden a señalar que quienes morían por causas relacionadas con el agua eran igualmente deificados y que, incluso, existía la creencia de que el cielo, el mar y los cuerpos de agua se encontraban unidos.

Por último, tenemos el caso de los muertos ordinarios; un grupo para el que en un principio no contábamos con dato alguno y que, a fin de cuentas, fue el que nos proporcionó más información sobre los Más Allá purépechas. Para empezar, notamos que se trata de un espacio en el que, salvo la alimentación y la vida esquelética, se conserva una existencia muy semejante a la de los vivos –sobreviven las relaciones sociales, se mantiene el estatus e incluso se conservan los oficios. Sin embargo, ello no significa que éste sea un mundo estático. Tras haber analizado los distintos contextos arqueológicos que hasta ahora se han excavado, pudimos notar que, contrariamente a lo que otros investigadores han supuesto, la inhumación era la forma más corriente de tratamiento de los cadáveres entre los purépechas. Hemos visto que la carne y la sangre estaban dotadas de una cierta fuerza vital que, entre otras cosas, permitía la alimentación de las deidades. Dijimos que las partes blandas del cuerpo eran devoradas por los habitantes del Ynfierno. De modo que, si consideramos que el dios del Ynfierno era esposo de la Tierra y, por consiguiente, era él quien la fecundaba, tendríamos la idea subyacente de que la muerte es el germen de la vida –algo que, a todas luces coincide con el hecho de que se vea a la deidad telúrica como una madre capaz de parir a todos los animales y las plantas. En este sentido, el hueso sería la parte de la vida que no se extingue y el mito de Sirata Tapezi fungiría como explicación arquetípica del proceso de reciclaje entre el mundo humano y el de la vida silvestre. Considerando que también los cremados eran depositados en la tierra, es posible que el Ynfierno fuera pensado como un “camino” por el que todo mundo había de transitar antes de alcanzar su morada final.

Aunque evidentemente éste es un tema que rebasa por mucho los intereses del presente artículo, hemos podido notar que, entre los purépechas, la muerte no supone una separación inmediata entre el cuerpo y las subjetividades extra-corpóreas. Sino que, por el contrario, el viaje al inframundo es un camino que inicia “en cuerpo y alma”, pero que poco a poco se va distanciando de los diferentes componentes del ser humano; de tal suerte que una parte pueda quedar rondando sobre la tierra, otra sirve de alimento a la tierra y otra más yace en los huesos hasta ser reutilizada para la producción de una nueva vida.

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Contamos con alrededor de 350 entierros tarascos, o de influencia tarasca, encontrados en 15 sitios diferentes; Tzintzuntzan, Tres Cerritos, Huandacareo, Las Milpillas (Zacapu), El Tejocotal (Zacapu), Yacata Tata Julio (Zacapu), El Palacio-La Crusita (Zacapu), Yacata de la cuchilla mocha (Zacapu), Ihuatzio, Apatzingan, Uricho, Tócuaro, Copándaro, Lagunillas y Santo Domingo; entre estos, los cuatro primeros son los que nos han proporcionado mayores datos.

No ignoramos que también los antiguos tarascos practicaban la antropofagia la cuestión es que esto no lo hacían todos ni todo el tiempo; aquí hablamos de la alimentación ordinaria y cotidiana.

La muerte en sí misma parece estar ligada a lo femenino, pues los términos para muerte y mujer parecen derivar de una misma raíz (Gallardo Ruiz 2008: 3; Velásquez Gallardo 1978: 218).

“El dios del infierno le oyó y un topo que salió encima de la tierra […] Púsose aquel topo en el camino levantado y allí le mandó que fuese señor y tuviese por diosa a Xaratanga”.

Según Pollard Perlstein (1993: 155), “el tratamiento primario del muerto parece haber sido la cremación […] Sin embargo, la nobleza, los cautivos de guerra y las víctimas sacrificiales eran enterrados en una variedad de contextos que, a veces, se complementan con las descripciones etnohistóricas de las celebraciones fúnebres”. En las fuentes documentales encontramos un par de datos bastante oscuros que parecen ir en esta dirección. En primer lugar, tenemos que, cuando la Relación de Michoacán (1980: 250) nos habla de la cremación de los guerreros, se concluye la explicación diciendo que “los de la gente común hacían de esta misma manera”. Lo cual, en realidad, no aclara si la gente común hacía así cuando sus parientes morían en batalla o si, en general, procedían de este modo. Un segundo indicio de la preeminencia de este tipo de rituales puede ser el hecho de que el Diccionario grande de la lengua de Michoacán (1991, I: 414) menciona una cierta “hoguera para quemar muertos”. Sin embargo, también hemos podido observar que, en el contexto arqueológico, este tipo de prácticas parecen tener muy poca recurrencia. Obviamente, la escasez de contextos mortuorios purépechas no nos permite descartar del todo la posibilidad de la cremación como procedimiento dominante. Mas, si en lugar de especular nos apoyamos en las evidencias disponibles, debemos admitir que todos los datos parecen señalar a la inhumación como práctica más recurrente.

Pollard Perlstein y Cahue (1999) y Macías Goytia (1986) asocian la presencia de bienes de prestigio en el contexto arqueológico con entierros de gente rica y poderosa. No obstante, es preciso aclarar que tales elementos no bastan para deducir la pertenencia a una cierta clase social; pues la propia Relación de Michoacán (1980: 276-277; Pereira 2005: 293-312) establece que a los sacrificados en las exequias de un gobernante –que, por lo común, eran esclavos y sirvientes– “enterrábanlos detrás del cu de Curicaveri, a las espaldas, con todas aquellas joyas que llevaban, de tres en tres, y de cuatro en cuatro”. Sabemos, por las imágenes presentadas en el Códice de la Relación de Michoacán (1980, fol. 60), que los bezotes y las pipas estaban vinculadas con el poder político y una posición alta en la escala social. Sin embargo, en el contexto arqueológico podemos observar que, aunque ningún infante figura asociado a esta clase de objetos y junto a ellos tienden a predominar los ancianos, pocas veces éstos se encontraron ligados a grandes cantidades de material. Considerando que, en múltiples ocasiones, las fuentes destacan la modestia y humildad de los caudillos uacúsecha, es posible que la pertenencia a la clase gobernante no siempre se vea reflejada en un entierro fastuoso (Relación de Michoacán 1980: 121-124, 160, 196-197).

El pasado 27 de septiembre de 2008, durante la plática que presenté en el seminario del Grupo Kw’anískuyarhani, se cuestionó la filiación étnica de los sitios de Huandacareo y Tres Cerritos. Al respecto, presentamos el testimonio de la arqueóloga que se ocupó del estudio. En lo referente a Huandacareo, se indica “la certidumbre de que se trata de un sitio tarasco se basa en los elementos culturales rescatados, entre los que, para un fechamiento, sobresalen la cerámica y la metalurgia” (Macías Goytia 1990: 210). Las cosas son mucho más complejas en Tres Cerritos pues, además de encontrarse materiales teotihuacanos y tarascos en los mismos contextos, existen casos en los que, en una misma sepultura, se obtuvieron fechamientos separados por más de mil años. Entre otras hipótesis, esta situación lleva a la autora a suponer que “los materiales teotihuacanos pueden haber sido reutilizados, lo que fue usual en las prácticas funerarias [...] En el caso de los objetos rescatados en Tres Cerritos, la cultura que se pudo identificar plenamente fue la tarasca, aunque no se descarta la presencia de grupos de otras áreas culturales” (Macías Goytia 1997: 481, 402)

Retomando la terminología empleada por Núñez Enríquez (2006) y Carvajal y González (2003), consideramos como “centro funerario” un espacio en el que el tratamiento y depósito de cadáveres constituye una actividad fundamental.

“Entendían [que] había un Dios principal que estaba en el cielo y que lo había criado todo, y que ha de haber un juicio final; y que el mundo tuvo principio” (Relaciones geográficas del sigloxvi. Michoacán 1987: 36).

Un relato sobre la ayuda que los mexicas solicitaron a los tarascos parece señalar que los señores y los sacrificados tenían un mismo destino; el problema es que aquí éste es mencionado como “infierno”: “Invió el hijo del cazonçi a llamar los señores y dijo: ¿qué haremos a esto que vienen los mexicanos? No sabemos qué es el mensaje que traen; vayan tras mi padre a decillo allá adonde va, al infierno [...] Y compusiéronlos como solían componer los cativos y sacrificáronlos en el cu de Curícaberi y de Xarátanga diciendo que iban con su mensaje al cazonçi muerto” (Relación de Michoacán 2008, fol. 43).

Pollard Perlstein (1993: 155) sugiere que “los múltiples huesos desarticulados ‘extra’ encontrados en las inmediaciones de los recintos ceremoniales eran los entierros de víctimas sacrificiales después de haber sido matadas y desmembradas, o de cráneos de los sacrificios después de que fueron removidos del tzompantli adyacente a los templos principales”. No obstante, nosotros consideramos que esta clase de elementos no constituye una prueba suficiente de sacrificios humanos. Aun en el caso de las huellas de corte sobre cráneos es imposible saber si la persona estaba viva cuando se le cortó la cabeza; sin embargo, es altamente probable que estos restos se ajusten a algunas de las muertes rituales descritas por los textos antiguos.

Contamos con un confuso dato que, al parecer, sugiere que, al menos, algunos cuerpos –como mínimo los de los enemigos– no eran cremados en el campo de batalla. La Rea (1996: 76), al referirse a los restos de un combate entre mexicas y purépechas, propone que “recurramos a los huesos que hoy se ven entre Maravatio y Tzitácuaro, cuyas memorias están representando la más ilustre victoria que tuvo el rey de Mechoacan”. Al reestudiar los cráneos que Lumholtz extrajo de El Palacio, Pereira (2005: 299-308) encontró que muchos de ellos eran de hombres con múltiples traumatismos en la parte frontal y superior de la bóveda craneal –tal como las que podrían haber sido ocasionadas por el golpe de una porra en un combate frontal. Aunque en algunos casos estas heridas parecen haber sanado, resulta claro que, al menos, unos cuantos murieron por causas violentas y no fueron quemados. Esto asociado con el hecho de que fueron sepultados con omichicahuaztli, hace suponer al investigador francés que se trata de restos de guerreros.

En opinión de Seler (2000: 209), cuando Lumholtz excavó por primera vez en Zacapu, encontró que las cosas “corresponden exactamente a lo que la Relación de Michoacán nos dice del entierro del rey, del modo y sitio en que depositaban las cenizas mismas, y cómo habían sido enterrados, revueltos unos con otros y sin ningún orden, los cadáveres de los esclavos que le hacían compañía al rey”. Por desgracia, la falta de registros precisos por parte del célebre investigador escandinavo nos impide corroborar esta información.

Cabe señalar que la adquisición de poderes sobrenaturales de algunos ritualistas michoacanos contemporáneos –principalmente las sikuámecha de mediados del siglo xx– se produce en modo semejante, pues aquí es también el encuentro con la divinidad –los japínhueecha (deidades del bosque), una doncella encantada, Terúngutpiri, etc.– el que permite a un individuo obtener un determinado cargo (Velásquez Gallardo 2000: 127).

Es así como, tras la muerte del gobernante solar, en la ciudad se dejaba de encender fuego por cinco días (Relación de Michoacán 2000: 628).

“Etimológicamente Curicaueri o Curicuaueri podría interpretarse como una secuencia de dos palabras: el sustantivo ueri y el adjetivo curica […] El sustantivo ueri se interpreta como […] ‘el que sale’ […] El adjetivo curica y el sustantivo curicua están formados por la raíz verbal curi. Del verbo curicani ‘hazer lumbre’ […] La grafía Curica ueri se traduciría como ‘el sale haciendo fuego’ [… o] ‘el fuego que sale ardiendo’” (Monzón 2005: 143).

En los mitos mexicas se dice que los hombres del presente fueron creados a partir de los huesos y/o las cenizas de los humanos de épocas anteriores (Torquemada 1986, II: 7; Mendieta 1980: 78). En las versiones purépechas sólo se indica que fueron creados de ceniza; si se tratara igualmente de los restos de los ancestros ello tendería a señalar que los purépecha son sólo descendientes de guerreros y gobernantes.

Como bien lo ha demostrado Roskamp (1998, 2001), se trata de un texto creado por grupos nahuas que se incorporados al imperio michoacano.

Durante su participación en la reunión que el Grupo Kw’anískuyarhani tuvo el pasado 27 de septiembre de 2008 en la ciudad de Pátzcuaro.

“Mandaba que, la sangre q[ue] se sacasen los naturales deste pueblo de las orejas y lenguas, untasen con ella aquellos ídolos” (Relaciones geográficas del siglo xvi. Michoacán 1987: 342; ver también Relación de Michoacán 2000: 365, 147; 2008, fol. 10, 10v, 37v, 38, 113v).

Se dice que cuando los españoles invadieron a los tarascos, Tangaxoan II dijo: “Tenemos que salir al frente; sabemos que nos van a matar, pero confío en ustedes; nuestros hijos reforzarán nuestra sangre” (conaculta 1994: 109).

Éstos se opondrían al término comúnmente usado para decir “gente” khuirípu, khuirípeta “carne” (Velásquez Gallardo 1978: 159; Gallardo Ruiz 2005: 83).

Todavía en el siglo xx, el Lic. Eduardo Ruiz (en Hurtado Mendoza 1986: 9) recogió un canto ritual purépecha en el que se dice “Mi corazón [minzita] muchas cosas recuerda”. Pudiera pensarse que el lenguaje usado por Alcalá no tiene por qué reflejar el modo en que se expresaban en purépecha las sensaciones y sentimientos. Sin embargo, el propio cronista explica: “Ilustrísimo Señor, esta escritura y relación presentan a Vuestra Señoría los viejos de esta Ciudad de Michoacán y yo también en su nombre, no como autor sino como intérprete de ellos. En el cual Vuestra Señoría verá que las sentencias van sacadas al propio, de su estilo de hablar, y yo pienso de ser notado mucho en esto, mas como fiel intérprete no he querido mudar de su manera de decir, por no corromper sus sentencias” (Relación de Michoacán 1980: 4-6).

“Baho” çuhuanda, “esta rraíz, çuhua-, significa bahear en la parte señalada” (Diccionario grande… 1991, I: 98, 279; II: 101; Gilberti 1997: 66). Çuhuarani “humear algo” (Gilberti 1997: 66). Suánda “vapor” (Velásquez Gallardo 1978: 185).

Durante la plática que presentó en el seminario del Grupo Kw’anískuyarhani el 29 de marzo de 2009.

En todos estos casos, la enfermedad se encuentra asociada con un cierto desajuste entre los componentes fríos y calientes de los seres humanos.

“Si acontecía morir algunos señores en la guerra, estaba muy triste el Cazonci y decía: Por eso mataron los dioses a los nuestros, por probarnos como mantenimientos” (Relación de Michoacán 1980: 250).

En otra parte de la Relación de Michoacán (Alcalá 1980: 51) nos enteramos de que una persona puede dar algunos bienes al muerto sin ponerlos necesariamente en el lugar de la ofrenda; dicho don se hace a través del fuego. Así, una anciana declaró sobre sus sobrinos y futuros señores: “si son muertos, meteré en la lumbre estas dos mantas para quemarlas en su nombre”.

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