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Vol. 47. Núm. 1.
Páginas 243-262 (junio 2013)
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Páginas 243-262 (junio 2013)
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La “violencia de siempre”: representaciones de la violencia delincuencial en un barrio popular de la ciudad de méxico
“Violence as usual”: representations of criminal violence in a popular neighborhood of mexico city
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Cristina Oehmichen Bazán*
* Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas
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Resumen

La violencia que se ha vivido en los últimos seis años en México no es un fenómeno que haya surgido de la noche a la mañana. Lo que sucede es que a la “violencia de siempre” se sumó, en un contexto adecuado y propicio para que germinara, la irrupción del crimen organizado internacional.

En este artículo se busca hablar de ese trasfondo de “la violencia de siempre”, que en términos de Elena Azaola, ha sido ignorada, e incluso tolerada, y cuyos efectos acumulados a lo largo del tiempo han contribuido al actual escalamiento de la violencia. Desde una perspectiva antropológica, se busca comprender el comportamiento colectivo frente a la violencia delincuencial y contribuir al análisis de este fenómeno que hasta ahora ha sido poco estudiado. ¿De qué está hecha la “violencia de siempre”? ¿Cuál es su expresión cotidiana? ¿Dónde y por qué el Estado ha fallado, ignorando e incluso tolerado la violencia delincuencial? ¿Cuáles son las estrategias del ciudadano común para protegerse de la violencia criminal? En este artículo se busca dar respuesta a estas preguntas y para ello se basa en el trabajo etnográfico y en entrevistas realizadas en un barrio popular de la ciudad de México.

Palabras clave:
violencia
delincuencia
antropología urbana
Abstract

In Mexico, the violence that has appeared during the last six years is not an element that has developed overnight. What has happened is that the “usual violence” has come to blend, within an adequate and proper context, with the irruption of international organized crime. This article well consider the background of “usual violence”, which as Elena Azaola has noted, has been ignored, or even tolerated, and the accumulated effects of which have contributed to the current growth of violence. From an anthropological perspective, the understanding of collective behavior towards delinquent violence is sought, as well as a contribution to the analysis of a problem rarely studied. What is the “usual violence”? What is it´s everyday expression? Where and why has the state failed, ignored or even tolerated delinquent violence? Which are the strategies of the common citizen to protect himself or herself from criminal violence? This article will attempt to answer these questions. It is based on ethnographic research and interviews carried out in a popular neighborhood of Mexico City.

Keywords:
violence
delinquency
urban anthropology
Texto completo
Introduccion

A inicios de la década de 1990 el índice delictivo se incrementó en todo el país. En la ciudad de México, algunas cifras mostraban que de 1 000 delitos denunciados por cada 100 0000 habitantes en 1980, se había pasado a 3 000 por cada 100 000 habitantes en 1996 (Ruiz Harrel 1997; Arteaga 2006).

En los primeros años del nuevo milenio, andar por las calles de la ciudad se consideraba un riesgo. Se vivía un contexto de constante miedo ante un peligro potencial y ubicuo: el crimen. Nadie sabía cuándo iba a ser asaltado, secuestrado, sufrir un ataque sexual o cualquier otro acto delictivo. La violencia delincuencial se convirtió en un fenómeno cotidiano que afectó a todos los sectores de la sociedad. La distribución de las víctimas del crimen se “democratizó”, al afectar ahora también a las élites que hasta entonces no habían sido tocadas.

La preocupación por estos acontecimientos condujo a que entre sectores del empresariado y de la sociedad civil, se realizaran protestas públicas para manifestar el descontento ante la ola de la violencia. En junio de 2004 se llevaría a cabo una manifestación silenciosa convocada por asociaciones civiles, grupos empresariales, televisoras y algunos colegios particulares. Personas de clase alta y media marcharon por primera vez por las céntricas calles de la ciudad en demanda de seguridad. Acudieron también las víctimas de la violencia delincuencial: familiares de personas secuestradas, las madres de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez y sectores populares que se sentían agraviados. Según los diversos medios, en esa ocasión acudieron alrededor de un millón de personas.1 La movilización fue una acción colectiva que demandó al Estado cumplir con su función de garantizar la seguridad de los ciudadanos.

Años más tarde, en septiembre de 2008, se llevó a cabo otra marcha silenciosa, ahora denominada “Iluminemos México”. Miles de individuos caminaron sin conocerse, sin formar contingente. Eran sólo individuos vestidos de blanco, como pretendiendo conjurar la oscuridad que provoca la violencia. Pocos se conocían y, si acaso, algunos formaban pequeños grupos de familias o de amigos. Marchaban en silencio. No se notaba la pasión de las marchas de los disidentes. No había gritos ni consignas. Tampoco se expresaba el fervor religioso de las peregrinaciones y de las plegarias a los santos. Sólo había un extraño silencio que se llenó con las “explicaciones” de las televisoras, que dieron su interpretación y capitalizaron el acto, buscando convertirse en la vanguardia moral e intelectual de la sociedad, buscando interpretar y dar sentido a esa acción colectiva. El vacío llenado por las televisoras mostraba también la incapacidad de los partidos políticos para asumir y dar respuesta a los problemas del incremento de la violencia delincuencial.

Las protestas contra la violencia eran múltiples y diversas: en el Hemiciclo a Juárez danzaban los concheros al ritmo de los tambores y el sonido de los caracoles. Al zócalo fueron llegando miles de personas de diferentes sectores sociales que llenaron la plaza. Unas personas portaban una manta: “a Ignacio lo secuestraron, se pagó el rescate y lo asesinaron”. “¿Quién es Ignacio?”, pregunté. “Era un joven empresario de la Central de Abasto... Tenía 30 años. Se pagó el rescate y de todos modos lo mataron. Dejó a sus dos hijitas huérfanas, a su esposa… sabemos quiénes fueron, estamos seguros que son de la misma central de abastos”. Las lágrimas de la señora comenzaron a rodar al recordar a su hijo muerto.

Más adelante, otra señora llevaba una cartulina rosa escrita a mano. Su nieto, un jovencito de 16 años, desapareció: los secuestradores pidieron un rescate, pero hasta ese momento nadie sabía nada del muchacho. Ella quería hablar con Fernando Martí, un empresario que sufrió el secuestro y el asesinato de su hijo. No sabía a quién acudir ¿A la policía? ¿Al gobierno? ¿A quién?

Entre la multitud que fue llenando el zócalo capitalino se desplegó una manta alusiva a los partidos políticos. La manta decía: “pri, pan y prd, todos corruptos, todos narcos, todos criminales”. La firmaba el “comité de Mexicali”. Más allá se desplegaba otra manta que decía: “poder ejecutivo, poder legislativo, poder judicial: todos narcos, todos delincuentes”. A lo lejos había una manta grande pidiendo pena de muerte para secuestradores y narcotraficantes.

En mayo de 2011 organizaciones ciudadanas y activistas de varias partes del país, encabezados por el poeta Javier Sicilia marcharon, otra vez de manera silenciosa desde la ciudad de Cuernavaca al centro de la ciudad de México con el fin de convocar a las autoridades a firmar un pacto nacional por la paz. La marcha inició cuando se venció el plazo que impuso Sicilia a las autoridades para castigar a los responsables del asesinato de su hijo, Juan Francisco Sicilia, y de sus amigos Gabriel, Julio y Luis y dos adultos, cuyos cuerpos fueron hallados en un vehículo en el estado de Morelos, en el mes de marzo del mismo año.

El crimen causó una gran indignación en la sociedad morelense que, desde ese mismo día, salió a las calles de Cuernavaca a protestar por la violencia en la entidad y montó una ofrenda en memoria de los muertos frente a las puertas del palacio de gobierno. Desde entonces, las movilizaciones en contra de la violencia se han intensificado, pero ahora se ha añadido también la exigencia, por parte de diversos sectores de la sociedad, de poner un alto a la militarización que ha vivido el país desde 2006.

Esta violencia, sin embargo, no es un fenómeno que haya surgido en México de la noche a la mañana, como lo muestra Bergman (2012). Lo que sucede es que a la “violencia de siempre” se sumó, en un contexto adecuado y propicio para que germinara, la irrupción del crimen organizado cuyas ramificaciones internacionales y capacidad económica, militar y de gestión política son hechos inéditos hasta ahora poco analizados por la antropología.

Este artículo busca hablar de ese trasfondo de “la violencia de siempre”, que en términos de Azaola (ibid), ha sido ignorada, e incluso tolerada, y cuyos efectos acumulados a lo largo del tiempo han contribuido al actual escalamiento de la violencia. Este artículo, por tanto, tiene el propósito de analizar, desde una perspectiva antropológica, el comportamiento colectivo frente a un fenómeno social que hasta ahora ha sido poco abordado y que se vincula con la inseguridad pública y el miedo. ¿De qué está hecha la “violencia de siempre”? ¿Cuál es su expresión cotidiana? ¿Dónde y por qué el Estado ha fallado, ignorando e incluso tolerando la violencia delincuencial? ¿Cuáles son las estrategias del ciudadano común para protegerse de la violencia criminal? En este artículo busco dar respuesta a estas preguntas.

Metodologia

En este trabajo cualitativo y microsocial traté de comparar las respuestas de dos grupos sociales buscando la significidad del fenómeno, no su representatividad. Difícilmente un estudio de este tipo podrá ser representativo, sobre todo en una ciudad que cuenta con más de 20millones de habitantes. Para conocer las representaciones sociales sobre la violencia delincuencial recupero un conjunto de entrevistas abiertas a dos grupos de diez personas que apliqué entre agosto y septiembre de 2005 en la ciudad de México.

Para esos años, el índice de homicidios en el país se había mantenido relativamente estable, pues algunas estimaciones dan la cifra de 10 por cada 100 000 habitantes. No había ocurrido todavía el incremento tan significativo de muertes que se vivió a partir de 2006, año en que el número de ejecuciones creció sin interrupción, y pasó a 20.7 en 2010 a causa de la guerra entre cárteles de la droga (Salama 2013: 18).

El primer grupo estuvo conformado por personas de una unidad habitacional de la delegación Azcapotzalco, ubicada al norte del Distrito Federal. Sus primeros moradores llegaron en 1958, eran obreros de la industria refresquera, telefonistas, choferes de autobuses, taxistas, profesores y policías afiliados al Seguro Social. Ahora sus hijos y nietos habitan en este conjunto habitacional integrado por 44 edificios de 24 apartamentos cada uno.

La mayoría de las familias que residían en la unidad habían convivido por casi cinco décadas. Pocos son quienes han salido de ella a pesar de los minúsculos apartamentos. La céntrica ubicación y el bajo costo de los servicios los motivan a no cambiar de lugar de residencia. Muchos de sus actuales moradores entablaron amistad desde niños y en varios casos, establecieron alianzas matrimoniales y vínculos de parentesco ritual a través de la institución del compadrazgo. La convivencia cotidiana llevó a los vecinos a formar barrio, es decir, a conformar una densa red de relaciones entre personas que comparten símbolos, códigos de comunicación, una historia común, afectos y conflictos.

En el continuum urbano, el barrio surge de la necesidad de reconocer(se) en un lugar en la ciudad, pues a mayor expansión social, urbana y demográfica se requiere mayor definición y reconocimiento del lugar “propio” (Gravano 2003). Rodeados de espacios urbanos anónimos cada vez más ajenos y aun hostiles, el barrio proporciona a los actores sociales un ámbito de reconocimiento social que les permite apropiarse de la ciudad y recrear lo urbano al proporcionar un universo familiar donde operan relaciones y normas compartidas. El barrio es un espacio intermedio entre la gran ciudad pública y anónima y lo privado. El barrio es, además, un espacio de producción de sentido que interviene en los procesos de construcción de las identidades urbanas.

Los habitantes de la unidad habitacional (de aquí en adelante “el barrio”), han creado territorio dentro de la gran ciudad. Han dotado de significado un espacio de la metrópoli hacia el cual experimentan un sentido de pertenencia. Para los habitantes de las colonias circunvecinas, este barrio es un lugar peligroso que hay que evitar, pero para sus moradores es un lugar seguro para vivir, no obstante los diversos problemas de drogadicción, alcoholismo y embarazo adolescente que se presentan. El consumo de droga y el narcomenudeo que practican algunos vecinos y el hecho de que entre ellos existan personas con conocidos antecedentes delictivos, no cambian la percepción de que en el barrio se vive con paz y tranquilidad.

Cuando la gente de la unidad habitacional comparaba su barrio con otros barrios y colonias de la capital,2 lo hacía de manera positiva y señalaba que “aquí estamos bien”. Siempre habrá un punto de comparación, otros espacios de la gran ciudad que son hostiles y peligrosos pues, aseguran, en otras partes “hay pandillas juveniles que andan armadas. Aquí no hemos llegado a tanto”.

El segundo grupo sirvió para contrastar las respuestas obtenidas en el barrio obrero, y está integrado por estudiantes de posgrado que en el momento de la entrevista cursaban maestría (7) y doctorado (3) en Antropología y en Ciencias Políticas. En su mayoría, se encontraban becados, contaban con alguna experiencia profesional y una orientación para incorporarse a la academia o a la alta burocracia gubernamental.

A diferencia de los entrevistados de “el barrio”, los estudiantes no mantenían una comunicación constante entre sí ni vínculos de amistad. Se procuró en ambos casos integrar a hombres y mujeres para saber si habría algún sesgo de tipo genérico en sus respuestas.

Las condiciones en el país habían cambiado (para mal), y ahora la ciudad de México era percibida como una urbe un poco más habitable y pacífica, comparada con la incesante violencia que se vivía en otras ciudades, sobre todo en la frontera norte. En 2011, una alumna de Antropología comentaba que su familia le pedía no regresar a Chihuahua, su ciudad natal. La percepción sobre la violencia delincuencial en la ciudad de México ha cambiado, en cierta medida, por las políticas públicas emprendidas por el gobierno capitalino, pero también por el contraste que se presenta con respecto a otras urbes del país.

Representaciones sociales y violencia

Las representaciones sociales son construcciones sociocognitivas propias del sentido común que sirven para interpretar el mundo y actuar en él. Constituyen “una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido, que tiene una intencionalidad práctica y contribuye a la construcción de una realidad común a un conjunto social” (Jodelet 1989: 36). En este sentido, no son un simple reflejo de la realidad, sino “una organización significante de la misma que depende, a su vez, de circunstancias contingentes y de factores más generales como el contexto social e ideológico, el lugar de los actores sociales en la sociedad, la historia del individuo o del grupo y, en fin, de los intereses en juego” (Giménez 1999).

Las representaciones de la violencia delincuencial que comparten los miembros del barrio tienen como referente más inmediato el haber sido víctimas en los últimos diez años.

De las diez personas entrevistadas en el barrio, nueve habían sido asaltadas en más de una ocasión: dos de ellos sufrieron asaltos en ocho ocasiones; cinco entrevistados en tres y dos en dos ocasiones.

En el caso de los estudiantes, sólo tres manifestaron haber sido víctimas de un asalto. Un caso fue de robo a casa habitación. Los otros dos fueron de mujeres secuestradas al abordar un taxi. Ambas iban acompañadas por otras personas cuando ocurrió el delito. Cada evento tuvo más de cinco horas de duración, tiempo en el que estuvieron con los ojos cerrados y con gran tensión. Ambas temieron por su integridad y por su vida: “te hacen sentir vulnerable, sientes que te van a matar. Mi amigo es gay y pensé que nos iban a violar a los dos y que apareceríamos muertos tirados en un lugar despoblado”, expresó una de ellas.

La otra mujer señaló: “los delincuentes sacaron cuchillos y nos amenazaron de muerte. Nos robaron nuestras pertenencias. Mi hermano y su amigo recibieron golpes. Uno de los delincuentes me manoseó y me amenazó con que me iba a violar si no cooperaba… No opusimos resistencia al asalto”.

Dos mujeres estudiantes que no habían sido víctimas del crimen indicaron que miembros de su familia sí lo habían sido. En un caso, se presentó un intento de robo de automóvil con arma de fuego en la esquina de su casa. La víctima era una mujer que “sintió que la iban a violar”. Fue a denunciar el delito ante el Ministerio Público, “pero no pasó nada”, pues no se hizo justicia, afirmaba la entrevistada.

Lo anterior podría sugerir una apropiación del escenario por parte del crimen. La calle se vuelve ajena a los habitantes de la ciudad. No importa la hora o si la calle esté llena o vacía de gente. Los hechos narrados nos hablan de lugares públicos y frecuentados como escenario. Estos son: el transporte público, los mercados populares, restaurantes y, en dos casos, los lugares de trabajo.

Los habitantes del barrio habían sufrido del asalto en el transporte colectivo, donde los gritos, insultos y amenazas dejaban paralizadas a las personas, sin posibilidad de respuesta. El caso más grave que se presentó entre los entrevistados del barrio fue el de un panadero que narró un asalto al negocio familiar (una pequeña panadería cercana al barrio). Los asaltantes descargaron sus armas de fuego sobre dos de sus hermanos, quienes murieron al instante en el lugar de los hechos.

Entre sectores de clase media (los estudiantes) los asaltos fueron menos frecuentes, pero no por ello menos violentos. Es el caso de las dos mujeres estudiantes que fueron secuestradas, hubo tocamientos y amenazas de violación si no cooperaban con sus victimarios. La agresividad con la que actúan los delincuentes destila odio hacia las mujeres, el abuso sexual se erige como un arma para amedrentar e infundir terror.3 Aquellas mujeres que no fueron secuestradas, manifestaron igualmente el temor a sufrir una violación. Éste fue uno de los temas más recurrentes en las entrevistadas, sobre todo entre las mujeres jóvenes.

El sufrimiento social que las personas experimentan con la violencia delincuencial tiene una dimensión de género. El miedo a sufrir una violación o el haber sido víctima de abuso sexual se integra como una representación compartida recurrente. El ser víctimas de una violación incluye a aquellos que se acercan a lo “femenino”: el homosexual. En una relación de poder, como la que entraña el encuentro del delincuente con su víctima, la violación emerge como un fantasma aterrorizante que cobra existencia real a través del miedo y el terror.

Las causas de la violencia delictiva

Por medio de las representaciones sociales los actores formulan teorías del sentido común que les permiten explicar la realidad y orientar sus acciones. Estas teorías son construidas y compartidas en la interacción social y constatadas por la experiencia directa, pero también por la información que se difunde a través de los diferentes medios de comunicación.

Con respecto a la violencia delincuencial, las personas entrevistadas expresaron sus teorías para explicar las causas del incremento de la violencia delincuencial y los resortes que la mueven. Los entrevistados coincidieron en señalar que la delincuencia había crecido en los últimos diez años. Al preguntarles sobre las causas, por lo general dijeron que no podían atribuirla a una sola: para ellos es un fenómeno multicausal.

La mayoría de los entrevistados del barrio señaló que el desempleo, la falta de fuentes de trabajo y los bajos salarios son las principales causas del incremento de la inseguridad pública y la violencia criminal. Uno de ellos se refirió a los bajos salarios y a las ventajas comparativas que ofrece el crimen. Señala: “Por el sueldo mínimo4 nadie trabaja, es más fácil asaltar porque hay más productividad”.

Un entrevistado se involucró personalmente para mostrar la desesperación a la que se llega cuando se carece de empleo y, de alguna manera, explicar el incremento de la delincuencia:

... el desempleo hace que haya más violencia. Ahora hay tanto robo y asalto por falta de trabajo. Yo estuve tentado a robar cuando me quedé sin trabajo. No me contratan por la edad, tengo 46 años. Ahora en los empleos lo máximo que debes tener es 35 años. Siempre te joden, no te dan la oportunidad, el país no te da ninguna oportunidad. Mucha gente entra en desesperación, no tienes trabajo ni qué comer, alimentar a la familia. No queda más que salir a robar.

La situación económica fue señalada como una de las principales causas de la violencia, seguida por la corrupción gubernamental y la poca confiabilidad en la policía. Los entrevistados indicaron que hay más violencia porque no hay castigo para los delincuentes. Muchas veces se llegan a confundir o a intercambiar el papel de policías y ladrones, en opinión de los entrevistados: “los comandantes de policía son secuestradores, son los que mandan a la banda”, dijo un hombre. Otro más indicó que “la autoridad federal ha estado ausente o formando parte de las propias mafias”. Hubo un entrevistado que amplió su teoría y dio cifras: “todos los asaltos, 95 %, están dirigidos por policías o realizados por policías y ex policías.” Obviamente, él no dio la cifra correcta, porque esas cifras no las tiene ni la Secretaría de Gobernación.

En tercer lugar apareció el consumo y tráfico de drogas. Éste fue el único delito en el que se muestra la clara relación entre los sufrimientos locales y los fenómenos globales. Tres entrevistados indicaron que el narcotráfico había contribuido al incremento de la delincuencia en las colonias populares a causa del consumo de drogas: “antes éramos trampolín para llegar a Estados Unidos, ahora somos consumidores y eso nos afecta de manera directa. Si no existieran consumidores en Estados Unidos no tendríamos esos problemas, pero estamos al lado de ese país”. En algunos casos los entrevistados pusieron ejemplos de la drogadicción juvenil que está presente en el barrio.

La vecindad de México con Estados Unidos salió a relucir como una causa importante de la violencia, no sólo en lo que se refiere al consumo de drogas sino además por el tráfico de armas: “No hay control porque queremos emular a otros países que tienen violencia, como a Estados Unidos, porque su principal fuente de ingresos es el armamento”, dijo un entrevistado. En efecto, la droga entra a Estados Unidos por la frontera con México, pero igualmente, las armas se adquieren con suma facilidad en Estados Unidos. Se trata de un circuito de intercambio en el que la circulación de armas y drogas se da entre los dos países. La percepción de los fenómenos globales, como son el tráfico de drogas y armamento, muestra su efecto sobre las condiciones locales de vida de los entrevistados.

Al comparar las respuestas de los habitantes del barrio con la que dieron los estudiantes, hay algunas pequeñas discrepancias. Los estudiantes mostraron una tendencia a hacer abstracciones al hablar de las causas, sin hacer referencias personales. Una estudiante dijo que la causa de todo es “el capitalismo”. Otra señaló que “hemos heredado de la modernidad un discurso egoísta”. Un estudiante atribuyó las causas de la violencia delincuencial “al sistema socioeconómico que nos rige, y que fomenta la ley de la selva”. Otra más indicó que sí ha habido un incremento de la violencia, pero también que ahora hay más percepción sobre los actos que son violentos. Por ejemplo, “ahora se sabe que es violencia pegarles a los niños y antes no era así”. Hace notar que en el discurso oficial, la violencia intrafamiliar se ha desnaturalizado y se ha vuelto más visible. Tanto los estudiantes como los habitantes del barrio integran sus imágenes a partir de una experiencia vivida, pero también acuden a un universo simbólico un poco diferente. Los estudiantes buscan dar una explicación a partir de los elementos culturales que les brindan las ciencias sociales. La gente del barrio alimenta sus representaciones de las imágenes televisivas, de la radio y la prensa. Ello da un matiz a las respuestas y una forma individualizada de modular e integrar la representación de la violencia.

No obstante la heterogeneidad en las respuestas, para los dos grupos el Estado aparece como actor central en una cadena causal que explica la perpetuación y la agudización de la marginación económica, pero también del incremento de la delincuencia. En unos casos, se refieren a la corrupción de los cuerpos policiacos y a la alianza entre autoridades, policías y ladrones para delinquir. En resumen, el Estado aparece como el actor central de la violencia delincuencial que se sufre en el país.

La accion social frente a la violencia delincuencial

La percepción que se tiene sobre la corrupción de la policía, jueces, magistrados, agentes del ministerio público y, en general, las instituciones encargadas de perseguir y sancionar el delito, inhibe la posibilidad de que la acción social ante la justicia se conduzca por la vía jurídica.5

Los setenta años de control corporativo, corrupción y abusos de poder por parte del partido hecho gobierno, el Partido Revolucionario Institucional (pRi), dejaron una profunda secuela que se expresa en desconfianza. El Partido Acción Nacional llegó al poder en el año 2000, pero no hubo cambio. Las prácticas y discursos se plantearon la construcción de un Estado policiaco a través del programa “México Seguro” para enfrentar al crimen, el cual se mostró muy ineficiente para contener el delito y la secuela de violencia y muerte dejada por el narcotráfico. Por su parte, el gobierno de la ciudad de México contrató al exalcalde de Nueva York, Rudolph Giulliani para dar asesoría en la formulación de un plan de combate al crimen. Dicho plan se complementaría con la formación de comités de vigilancia ciudadana, lo que finalmente no se llevó a cabo. Las representaciones sociales sobre la precaria seguridad que ofrece el Estado, aunadas al problema de la corrupción de sus instituciones, generaron un sistema de anticipaciones y expectativas que llevaron a la ciudadanía a buscar mecanismos alternos para protegerse de los actos delictivos. Todos los entrevistados evitaron poner una denuncia si no era estrictamente necesario.

Los delitos sufridos por las personas de los dos grupos sumaron 46. De ellos, solamente cinco fueron denunciados ante la policía: dos lo fueron por robo de vehículo, dos por robo de nómina y uno por un doble homicidio.

Las explicaciones que dieron las personas del barrio para no interponer ninguna denuncia ante las autoridades fueron las siguientes: “policías y ladrones son lo mismo”, “no hay castigo para los culpables”, “te hacen perder el tiempo”, “no se hace justicia”, “las autoridades son ineficientes y corruptas”. Una joven señaló que si la víctima interpone una denuncia por violación, es humillada y ofendida por la autoridad, “es como sufrir una segunda violación”.

El temor que se tiene a las autoridades policiacas inhibe la denuncia del delito. Este temor no es infundado: el hombre que perdió a sus dos hermanos relata que su padre denunció el asesinato, pero la policía judicial le pidió dinero para entregar a los homicidas. Su padre no dio dinero porque temía que la policía presentaría a personas inocentes y con ellos fabricaría a los culpables.

Podríamos pensar que el caso de los estudiantes sería diferente, ya que cuentan con mayor capital cultural y conocen sus derechos, pero no fue así. Ninguno puso denuncia alguna. En el caso del familiar de una estudiante, sí hubo denuncia pero no se hizo justicia.

La impunidad con la que actúa la delincuencia no sólo se debe a la falta de denuncias, sino al hecho de que, aun denunciando el delito, sigue habiendo impunidad. Según las encuestas victimológicas realizadas por el icesi, la inseguridad en el país es 25 veces más grave que lo revelado por las estadísticas oficiales. En 2004, por cada cien delitos registrados por las autoridades se cometen 826 (Ruiz Harrel 2006: 203; icesi 2005).6

Un hombre del barrio fue víctima de un secuestro por parte de elementos de la policía judicial. Sin ninguna orden de aprehensión lo detuvieron en la calle y le imputaron el robo de la camioneta que acababa de comprar. Le informaron que la camioneta estaba reportada como robada. Estuvo 48 horas detenido de manera ilegal y tuvo que contratar a un abogado para poder demostrar su inocencia. Sospecha que lo detuvieron para extorsionarlo e indica que no hizo ninguna denuncia para evitar represalias contra él y su familia, pues los agentes judiciales conocían su domicilio.

Una mujer del barrio sufrió un asalto a mano armada en su oficina. Debido a que los ladrones se llevaron el dinero de la nómina, se vio obligada a hacer la denuncia. Meses después, los asaltantes fueron detenidos y ella tuvo que ir a los careos. Manifiesta haberse enfermado a causa del miedo ante las represalias que pudiera cometer la banda criminal, pues “ellos salen en poco tiempo y luego te van a buscar”. Señala que se vio forzada a ir a los careos para deslindar su responsabilidad, pues la policía la estaba implicando como cómplice de los criminales.

El miedo compartido

Hablar del miedo es hacer alusión a un espacio de frontera entre lo racional y lo instintivo. La definición de “miedo” que ofrece el diccionario señala que es “una perturbación angustiosa ante la proximidad de un daño real o imaginario”. Se trata de una fuerza esencialmente perturbadora “que obedece a la presencia de un mal posible, sea éste real o imaginario y que puede producir una alteración del juicio. Se le considera también una fuerza irruptiva y negativa para el orden social” (Reguillo 2005).

El miedo se sufre individualmente, pero es socialmente compartido. Las personas entrevistadas afirmaron haber vivido con miedo en los últimos años: miedo al asalto y miedo a perder la vida en ese evento. El miedo a sufrir abuso sexual o una violación fue tema frecuente entre las mujeres. Estos miedos tienen sujetos reales o imaginarios: el miedo al asaltante, miedo a ser agredido en un robo, miedo al policía judicial.

El miedo, al igual que la violencia, surge de un proceso de significación socialmente construido, así como los mecanismos para calmar la angustia. En el caso de las mujeres secuestradas, agradecen no haber sido violadas. Los que fueron asaltados, dan gracias a Dios porque no los mataron. Agradecer a Dios es una manera de expresar que la seguridad personal e incluso la vida se depositan en una entidad poderosa, que está más allá del individuo y de la sociedad. La impotencia hace que se atribuya a Dios la decisión última y final sobre la vida y la muerte.

La incapacidad para hacer frente a la amenaza siempre presente puede tomar ciertos cauces violentos, como el andar armados. Uno de los entrevistados reconoce que ha pensado en andar armado, pero no lo ha hecho porque: “yo soy muy arrebatado (poco controlado), pero sí tenemos miedo. Yo fui a Tampico y alguien se acercó y de inmediato volteamos. Allí me dí cuenta que estamos habituados a reaccionar así, con temor, por naturalidad. Vives con estrés y no lo notas hasta que estás en un lugar tranquilo”.

Ante la ineficiencia y poca confiabilidad en las instituciones del Estado, el ciudadano promedio debe procurarse su propia seguridad. Debe encomendarse a Dios y aprender los códigos de comunicación para saber negociar y tratar con los criminales. No oponerse al asalto, no mirar a la cara a los delincuentes y bajar la vista puede ser la manera de preservar la vida o no salir lastimado. Esta conducta, con sus códigos y símbolos que permiten la comunicación entre víctimas y victimarios, se encuentra naturalizada en la medida en que se incorpora como una conducta aprendida, transmitida de padres a hijos: no existen muchas alternativas.

Los entrevistados de los dos grupos afirman haber cambiado ciertos hábitos para eludir este tipo de violencia. En el barrio se organizan entre vecinos para que siempre haya alumbrado público. Ayuda también el hecho de que cotidianamente haya gente en la calle que se reúne para el chisme, los juegos en las canchas, salir con la novia, entre otras actividades sociales.

En general, los miembros de los dos grupos procuran no salir de noche a la calle, evitar abordar taxis, no portar joyas, cargar poco dinero, evitar sitios solitarios y no acudir a lugares peligrosos. Así, ante la ausencia del Estado, la gente busca protegerse acudiendo a estrategias individuales y familiares. La segunda regla implícita es no poner denuncia, porque policías y ladrones están asociados. Para mitigar el miedo, hay que buscar la protección de Dios.

Las soluciones

Ambos grupos coinciden en que no hay soluciones fáciles. Para la gente del barrio la solución está en crear fuentes de trabajo, tener más empleos y mejor pagados y educar a los jóvenes para que no caigan en el consumo de drogas.

Dos hombres indicaron que la incorporación de las mujeres al trabajo asalariado había sido una causa del incremento de la violencia criminal, debido a que ni el padre ni la madre están con sus hijos. Para ellos, un mejor salario permitiría a las mujeres estar a cargo del hogar e impediría que sus hijos cayeran en el consumo de drogas y en la delincuencia.

Otras soluciones fueron: contar con más deportivos que tengan instructores capacitados, para evitar que los jóvenes vayan nada más a consumir drogas; depurar a los altos mandos de la policía y pagar mejores salarios a los policías para que no roben.

La educación fue vista también como una solución. Indicaron que el gobierno no educa, y que la mala calidad de la educación pública obedece a que “el gobierno quiere tener un pueblo bien manso, tranquilo, que no le haga problemas”. Otra persona señaló: “Necesitamos que el gobierno diseñe un sistema educativo más preparado, más idóneo, con facilidades para que todos participemos”.

También indicaron que se necesita un presidente honesto, lo cual ven remoto porque como dijo una persona entrevistada “un presidente honesto necesitamos, pero no lo va a haber. Hay muchos intereses de por medio. Hay corrupción”.

De los 10 entrevistados del barrio, sólo una mujer se pronunció en favor de la pena de muerte para los delincuentes. Sin embargo, para la mayoría de los entrevistados la solución no son penas más severas. Para unos, porque la misma policía esta infiltrada: “nunca van a agarrar al bueno. Mucha gente que roba millones está libre y el que robó leche, pan, va a la cárcel”.

Esta interpretación alude a las marcadas diferencias de clase que existen en el país y a la criminalización de la pobreza. Todos sin excepción negaron que se necesitara más religión: lo que se necesita es educación y eliminar la corrupción.

Para los estudiantes el gobierno tiene un papel fundamental, pero también los ciudadanos. Otros dijeron que no hay remedio y que está muy complicado encontrar una solución porque los mafiosos están aliados a las autoridades y hay mucho dinero de por medio.

A diferencia de las personas del barrio, entre los estudiantes sí hubo quienes se pronunciaron por penas más severas y por modificar las leyes para hacer los castigos más severos, aunque reconocieron que eso no resuelve el problema. Otros dijeron que no se necesita penas más severas, pues por el contrario, éstas acendran la violencia. Hubo quien se manifestó por la necesidad de crear programas que ayuden en la construcción de ciudadanía, para que la gente pueda enfrentar a la autoridad y que ayuden a la reconstrucción del tejido social. Allí entraría el fortalecimiento del empleo, de los espacios sociales, el combate a las adicciones. Se necesitan programas que propicien la organización social.

La violencia delincuencial y los medios de comunicacion

Todos los entrevistados del barrio coincidieron en que la televisión no da información y esconde la noticia. Basta ver las siguientes expresiones: “Me entero de muchas cosas que han sucedido a gente cercana y en la televisión dicen que todo está bien”; “Yo creo que tratan de tapar las noticias y no le dan la importancia a lo que realmente sucede”; “En la tele sacan lo que le sucede a la gente famosa, a los ricos, pero lo que le pasa a los jodidos como nosotros, nunca lo pasan en la tele”.

Para la gente del barrio, la televisión minimiza y oculta lo que está ocurriendo. Para los estudiantes, por el contrario, los medios exageran la noticia y son amarillistas. En ambos grupos se desconfía de lo que se transmite en la televisión. Cabe destacar que la gente del barrio reportó informarse más a través de la radio y la televisión. Entre los estudiantes se lee más el periódico, por lo general, La Jornada.

Los obreros indicaron que la televisión promueve la violencia. Hicieron referencia a programas muy violentos e indicaron que a las televisoras no les preocupa que los niños vean este tipo de programas. Hombres y mujeres expresaron su malestar por el tipo de programación que se transmite en la televisión abierta. Un hombre señaló con indignación:

Si ellos (las televisoras) no sacaran tanta violencia, la gente no llegaría a este grado. No alcanzo a comprender por qué hay tanto programa de violencia, por qué no hay programas donde no hablen de droga, sexo, homicidio, secuestro… Van afectando psicológicamente a la gente con sus mensajes y sus patrocinadores están de acuerdo porque pagan. Todos esos mensajes los permite el gobierno, porque ellos obtienen apoyo de los medios, están unidos.

Otro más señaló:

En la TV se promueve la violencia. La mayoría de los programas, desde las telenovelas y toda la programación o la mayoría tienden a eso. El canal 11 y el 22 no son así, pero esos canales casi nadie los ve. Son canales culturales. Los medios de comunicación son basura y promueven la violencia. Sólo los que pagan tienen acceso a canales culturales. Periódicos televisión y revistas no tienen calidad, no hay cultura.

Una mujer indicó que: “Es mentira lo que sacan en la tele. Agarran y sacan a gente inocente y la acusan de culpable… Algunos reporteros sí dicen la verdad, pero los censuran. Han matado a muchos periodistas, es un tráfico del mismo gobierno… pero en la tele no lo sacan porque Gobernación censura. Lo que realmente sucede no lo sacan en la tele”. “Los medios nunca dicen la verdad. Sólo sacan casos de gente famosa, pero ha habido muchos robos y asaltos de gente pobre y sus casos nunca se saben. La información se minimiza.”

Para los estudiantes, lo que impera en los medios es el amarillismo. La nota roja es la que más tiempo ocupa, se sobredimensionan los hechos sangrientos.7 Sobre la prensa escrita, hacen distinciones, pues el manejo de la información depende del periódico. Para la mayoría de los estudiantes entrevistados, en la televisión se da un manejo político de la inseguridad pública con el propósito de afectar al gobierno del Distrito Federal, que está encabezado por la oposición.

Asimismo, indicaron que la televisión explica la violencia de manera unilateral, parcial, clasista y racista. Para los medios, los delincuentes son los indígenas o los pertenecientes a sectores populares. Rara vez sale un delincuente de cuello blanco y no se explican las causas, siempre se culpa a los pobres. En otras palabras, por la percepción que se tiene en los dos grupos, los “ricos” salen como víctimas y los pobres como victimarios.

Reflexiones finales

Las representaciones sociales de la violencia delincuencial en los grupos estudiados muestran una explicación multi-causal. Aunque no determinaron un solo factor, los entrevistados coincidieron en destacar tres elementos. El primero de ellos consiste en reconocer una relación entre el aumento de la delincuencia y las condiciones económicas que llevan a la pobreza. El desempleo y los bajos salarios fueron la explicación que las personas atribuyeron como una primera causa. En segundo lugar, en la representación aparece la desconfianza en las instituciones encargadas de administrar la justicia. En tercer lugar, se observa un sentimiento de vulnerabilidad, por el cual el ciudadano común no denuncia los delitos y ha tenido que adaptarse al contexto. Esta adaptación pasa por el cambio de hábitos, tales como no salir de noche, no andar solos y procurar estar siempre alerta. Estas representaciones muestran también una dimensión de género, ante el miedo expresado por las mujeres de sufrir un ataque sexual.

El ciudadano común busca estrategias individuales y familiares para hacer frente al delito, al sentir la ausencia de la protección del Estado, cuyas instituciones más que generar confianza producen temor. Dentro de estas estrategias, el encomendarse a Dios ayuda a enfrentar el miedo que se deriva de las violencias cotidianas.

Por lo general, una solución que los entrevistados visualizaron para hacer frente a la delincuencia es delegar en el Estado la toma de decisiones. Se observa entonces un círculo vicioso donde, por un lado, se desconfía de las instituciones del Estado, pero por otro, se espera de ellas otro tipo de respuesta. Los datos del icesi (2009), a lo largo de las distintas mediciones, muestran una cruda realidad. Señalan que 78 % de las víctimas de actos delictivos decide no denunciar ante las autoridades competentes. Esta decisión tiene dos grandes explicaciones: la sensación de pérdida de tiempo y la falta de confianza en las autoridades. Los resultados de la Encuesta de 2009 confirma que el delito en México es un suceso grave, sobre todo por la violencia que lo acompaña. Nos revela el riesgo que tienen los ciudadanos de ser víctimas de la delincuencia, con la posibilidad de verse afectados en su integridad física, emocional y/o patrimonial. Corrobora la escasa cultura de la denuncia que se traduce en una alta tasa de cifra negra, ante la disyuntiva ciudadana de la inseguridad y la ineficacia de las autoridades, lo que permite que prolifere un ambiente de impunidad donde el delincuente tiene muy poca probabilidad de ser capturado y una probabilidad aún menor de ser sentenciado y purgar la condena correspondiente.

Las respuestas dadas por las personas entrevistadas son consistentes con este fenómeno. Éstas coincidieron en señalar que “no hay solución”, pues existe una amplia desconfianza que inhibe la denuncia del delito. Al no encontrar una salida, no tienen otra alternativa que dejar en manos de Dios la decisión sobre sus vidas y se acompaña de la ausencia del ciudadano como agente de cambio.

No hubo propuestas ni se visualizaron alternativas encaminadas a fortalecer algún tipo de organización ciudadana para frenar la delincuencia entre los habitantes del barrio. Los entrevistados no se ven a sí mismos como actores con capacidad de agencia para cambiar el estado de cosas, con excepción de un estudiante que trabajaba para el Gobierno del Distrito Federal. Es la falta de poder ciudadano la que conduce a este tipo de respuestas, que corre a la par de una omnipresencia del Estado como actor político fundamental. Son este tipo de respuestas las que el ciudadano sin poder tiene ante un régimen autoritario.

Las representaciones sociales constituyen conocimientos del sentido común, prescriben lo que es posible en un contexto histórico y social determinado. En el barrio, como en muchas otras partes de la ciudad, la gente carece de experiencias previas de organización ciudadana.8 Así se explica por qué la gente, a pesar de todo, sigue esperando que el Estado resuelva los problemas, aun cuando hubo algunas respuestas que apuntaban a que las soluciones son de todos: del gobierno y también de los ciudadanos.

Sólo una persona de la muestra habló a favor de la pena de muerte para los delincuentes. Las personas del barrio creen que ni la pena de muerte ni hacer leyes más severas solucionará el problema de la delincuencia, pues se teme que se haga mal uso de ellas, dada la desconfianza en las instituciones de procuración de justicia.

Las representaciones no son un simple reflejo de la realidad, sino una organización de significados que permiten a los actores explicar la realidad y orientar sus acciones. Las representaciones colectivas sobre la violencia delincuencial vienen de la experiencia personal y colectiva, de información que circula a través de la comunicación cara a cara, pero también de la información que se transmite en los medios. Difícilmente puede atribuirse a los medios de comunicación una influencia determinante en la conformación de los imaginarios. En el estudio realizado, las personas entrevistadas manifestaron mucha desconfianza hacia los medios, particularmente hacia las televisoras. Mientras que para la gente del barrio la televisión minimiza los acontecimientos y esconde lo que está sucediendo realmente, para los estudiantes, por el contrario, la televisión exagera la nota roja, es sensacionalista y hace un manejo político de los acontecimientos noticiosos.

A pesar de su proclividad a exaltar lo anómico, la sola acción de los medios no tendría cabida si no existiera un contexto que dotara sus mensajes de cierto valor de veracidad. Los mensajes televisivos transmiten en imágenes y palabras diversos acontecimientos violentos que se repiten, se resignifican y se retransmiten para tratar de mantener la atención de su público. Sin embargo, dichas palabras e imágenes terminan siendo reinterpretadas por quienes decodifican los mensajes. La reinterpretación se da de manera individual y colectiva a través de la comunicación cara a cara, y es en esos contextos micro-sociológicos donde se define lo que es creíble y aceptable, y lo que no lo es. La discrepancia entre “exagerar” y “minimizar” la violencia transmitida por los medios es un problema de percepción. Los habitantes del barrio no ven la violencia cotidiana que viven de manera reflejada directa en la televisión. Para los estudiantes, que también viven la violencia, los medios exageran y lo hacen con fines políticos: hay drama-tizaciones en los noticieros, repeticiones de imágenes violentas que se convierten en espectáculo. La fascinación por lo anómico en los medios, sobre todo por la televisión, contribuye a construir una realidad de inseguridad subjetiva que podría estar contribuyendo al incremento de la inseguridad objetiva, al obligar a los ciudadanos a tomar medidas para protegerse. Ello podría llevar a que el uso de perros entrenados, armas de fuego, puertas electrificadas y otro tipo de artefactos para protegerse, pudiera estar extendiéndose.

Las representaciones colectivas de la violencia delincuencial, junto con la falta de poder ciudadano hacen que se deposite en el Estado todas las atribuciones, positivas y negativas, lo que hará posible la consolidación de un régimen autoritario y mayores medidas represivas como una salida para combatir la inseguridad y el miedo. Éstos son algunos de los efectos que la macroeconomía global neoliberal provoca y se experimentan en el sufrimiento cotidiano de la gente.

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Entre los organizadores de esta manifestación se encuentra la asociación civil “México unido contra la delincuencia”, fundada por empresarios que habían sufrido actos de secuestro. Los promotores trataron de evitar que el asunto se politizara después de algunos intentos por parte de la dirigencia del Partido Acción Nacional y grupos empresariales de convertir la marcha en un acto en contra del jefe del gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, quien desde entonces se perfilaba como un posible candidato para contender por la presidencia de la República en los comicios de 2006.

No todas las colonias urbanas tienden a “formar barrio”. Quienes transcurren el mayor tiempo fuera del lugar de residencia no forman barrio porque sus grupos de pertenencia y redes no están localizados donde residen.

Dos hombres que no formaron parte de la muestra, pero que fueron víctimas de un “secuestro exprés”, me narraron su dolorosa experiencia. El primer caso es el de un hombre que fue golpeado, drogado y posteriormente encerrado en la cajuela de su coche. Durante su cautiverio recibió amenazas de violación por parte de sus secuestradores, quienes le dijeron que eso le harían por ser “güero y guapo”. El segundo caso es un hombre moreno, a quien le dijeron que lo iban a violar por ser un “pinche indio”.

Para la fecha de la entrevista, el salario mínimo se cotizaba en $46.80 diarios, equivalentes a 4.60 dólares canadienses por jornada de 8 horas.

Al comparar las tasas de denuncia de delito en diferentes países, se observa que a mayor confiabilidad en la policía hay más denuncias. Eso sucede en países relativamente más seguros que México. Por ello, cuando se habla de una disminución de las denuncias, habría que preguntarse si ello se debe a una reducción de la tasa de criminalidad, o de una mayor desconfianza hacia los cuerpos policiacos, como lo demuestra Pilar Lledó (2006) al hacer un balance sobre las tasas de denuncia en relación con el delito en diferentes países.

En 2004 hubo en México 7 462 450 personas tocadas por el crimen, muchas de ellas dos veces o más, de tal manera que el número total de delitos ascendió a 11 806 600, o sea un promedio de 1.58 delitos por víctima. Sólo una de cada tres víctimas se tomó el trabajo de ir a denunciar el delito sufrido. Se levantaron 2 418 000 actas, lo que representa 20.5 % del total de delitos cometidos (Ruiz Harrel 2006: 205-206).

Habría que agregar la musicalización de escenas violentas para enfatizar el dramatismo y hasta algunas puestas en escena que convierten el crimen en un fenómeno mediático que convierte el acto criminal en un espectáculo de consumo masivo. La transmisión y repetición de imágenes televisivas (que el sujeto termina de completar en su mente), contribuye a incrementar la sensación de inseguridad subjetiva.

Sergio Zermeño (2005) explica esta incapacidad de respuesta ciudadana y la ilustra con la violencia sistemática del Estado encaminada a destruir las organizaciones sociales y el tejido social que las sustentan.

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