La mayoría de los datos disponibles sobre los otomíes prehispánicos deriva de documentos nahuas del centro de México. En ellos se les presenta usualmente como gente bárbara y dada a la brujería que muy poco tiene que ver con los ideales ético-morales mexicas (Sahagún 1938, III: 122; Chimalpahin 1998, 5a bis Relación: 8v-10r; Carrasco 1950). Los procesos coloniales aluden igualmente a una intensa vida ritual ligada tanto al nahualismo como a la terapéutica y el control meteorológico (agn. Inquisición 1624, 303.64; agn. Inquisición 1717, 767.30; Martínez y Maza 2011). No fue sino hasta el inicio de la antropología académica cuando se pudo dar cuenta de la verdadera complejidad de su pensamiento cosmológico. La etnografía pone en relieve la pervivencia de antiguas concepciones indígenas al tiempo que subraya su enorme capacidad para adaptarse a nuevos contextos históricos e innovar en sus formas de interacción con el mundo (Galinier 1990; Dow 1986; Tranfo 1974; Heiras 2006).
Gallardo Arias, quien antes se hubiera ocupado de los nahuas, teenek y pames (Gallardo 2000, 2011), renuncia desde el inicio a tratar de construir un modelo excesivamente teórico del funcionamiento del cosmos otomí y, en lugar de ello, se conforma con ofrecer una síntesis de las concepciones religiosas de los habitantes del municipio hidalguense San Bartolo Tutotepec; una región que, aunque citada en múltiples ocasiones, pocas veces había sido objeto de estudios exhaustivos. No se trata aquí de la reconstrucción idealizada de una visión del mundo sino que se contempla el ámbito simbólico con todas sus polisemias, contradicciones y variantes. El resultado es un texto sencillo, al más puro estilo de la antropología clásica que da plena voz a los actores sociales de ese universo que se busca describir. Con esto no queremos decir que no se presente interpretación alguna sino que se da prioridad al dato etnográfico frente a las abstracciones del autor y se da mayor importancia al análisis del discurso de los informantes que a la comparación con otras regiones o periodos.
Tras exponer algunas consideraciones metodológicas, el libro aborda la génesis de la comunidad desde un punto de vista histórico y, muy brevemente, narra los principales acontecimientos que afectaron las poblaciones locales desde la llegada de los agustinos, en 1535, hasta la Revolución y la reforma agraria. Para contextualizar el estudio, se describen las características generales del medio en el que se desarrollan los otomís, comprendiendo tanto su situación geográfica como las normas que rigen la socialidad en el orden cotidiano.
Entrando en materia, la autora explica el modo en que el origen mítico del mundo repercute en la manera como los indígenas conciben su ordenamiento. Aquí destaca el papel ambivalente que desempeñan los muertos y los “antiguas” en la gestión de la existencia humana; pues, así como ellos interceden a su favor en la obtención de recursos necesarios, también pueden ser causantes de diversas patologías que, en última instancia, ponen en riesgo la pervivencia de la sociedad. La gran muerte aparece como devoradora de hombres que sólo puede ser aplacada por medio de sustitutos alimentarios. Los difuntos ordinarios figuran como parientes a los que se debe tratar con sumo respeto para evitar que, ofendidos, decidan tomar represalias contra sus huéspedes. En tanto que las víctimas de violencia, trasformadas en malos aires (ts’onthï) por la envidia, aparecen como depredadores insaciables que no pretenden más que destruir a sus antiguos congéneres. De ello se desprende que la misma lógica que opera en la convivencia entre los vivos tiene vigencia en las interacciones que se producen con los seres del más allá; la única salvedad es que, al parecer, los difuntos no entienden la metáfora y, en razón de ello, pueden aceptar que se les ofrezca algo distinto de lo que reclaman.
Entonces la función del ritualista –un ser de naturaleza excepcional– es usar estos tropos para orientar las relaciones entre los hombres y su sobrenaturaleza; con papel se construyen los cuerpos de las potencias y con este mismo material se confeccionan las siluetas antropomorfas que reemplazan a las víctimas humanas que los aires intentan devorar. Sin embargo, es en el espacio donde los contactos entre las diferentes clases de seres se concretan y los otomíes construyen, en sus peregrinajes, complejas geografías que dotan de atributos particulares a cada uno de los lugares visitados. El cerro es donde habita “el primer hombre”, dador de muerte y de riqueza, Màyónníja es el sitio a donde se va a pedir la lluvia, una cueva es el espacio en el que las mujeres son poseídas por las “antiguas”, etc. Asimismo, existen tiempos rituales –como el carnaval– que permiten a los hombres adoptar el papel de los muertos cuando éstos se presentan sobre la tierra para hacer maldades a los vivos.
Es así que la socialidad entre los humanos y la sobrenaturaleza se presenta como un complejo juego de formas, cuerpos y espacios en el que lo que se gana o se pierde es algo de naturaleza etérea e imperceptible parecido a la suerte.
Se trata de un texto breve y bien redactado que traduce la pluralidad del pensamiento otomí en términos claros y concisos; la lectura es ágil, amena y el trabajo de edición –desde la portada hasta las notas al pie– prácticamente impecable.
Si acaso debiéramos apuntar algún defecto en este trabajo, tendríamos que señalar una cierta imprecisión en el manejo de los conceptos. Se emplean tér-minos como “energía” y “potencia” sin que se presente reflexión alguna sobre su sentido. La autora habla de tres diferentes clases de “energía” contenidas en el cuerpo, pero no se especifica sus características; peor aún, se dice que los humanos y las “potencias” comparten tales esencias sin que se ofrezca ningún tipo de argumentación al respecto. Además, Gallardo afirma que dar un cuerpo a un antigua equivale a convertirlo en una especie de persona; el problema es que tampoco se presenta una verdadera discusión sobre lo que esta noción implica para los otomíes. A ello pudiera sumarse una cierta falta de diálogo con los pares en el momento de la interpretación; no obstante, si atendemos al abordaje metodológico que se propone al inicio del libro, podemos ver que no se trata realmente de una deficiencia sino de una elección.
Pese a estos detalles, la obra reseñada es un estudio cuidadoso y serio que, tan sólo por el fino análisis de la información compilada, vale la pena considerarla como una referencia obligada para quienes nos interesamos por el estudio de los pueblos amerindios.