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Vol. 50. Núm. 2.
Páginas 188-198 (julio - diciembre 2016)
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Revisión histórica del concepto de “raza” en Max Hering Torres y Peter Wade
Historical review of the concept of “race” in Max Hering Torres and Peter Wade
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Jean-Bosco Kakozi Kashindi
Universidad Nacional Autónoma México, C.P.: 04510, Ciudad de México, México
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Resumen

Este artículo da un panorama histórico de la construcción conceptual del concepto de “raza”. Partiendo de dos autores —el historiador colombiano Max Hering Torres y el antropólogo británico Peter Wade— se hace un rastreo de la utilización de ese concepto desde la Edad Media hasta el siglo pasado. Max Hering se enfoca particularmente en la Edad Media hasta el siglo XVIII, mientras que Peter Wade, si bien trata también la Edad Media y la Época Moderna, pone particularmente su mirada en el siglo XIX y en la primera mitad del XX. Ambos autores resaltan el hecho de que el término “raza” tenía dos connotaciones: una neutral y otra negativa. La neutral significaba “linaje”, “descendencia”; mientras que la negativa aludía a “mácula”, “mancha”. Asimismo el concepto “raza”, en sus dos acepciones, era a menudo intercambiable con el término “casta”. Ambos autores coinciden en que, si bien no existen las “razas”, porque “raza” no tiene ningún sustento científico por ser una construcción histórico-social, hay que seguir hablando de “raza” para combatir una realidad social que es el racismo.

Palabras clave:
Racismo
Categorías sociales
Educación
Abstract

This article gives a historical overview of the conceptual construction of “race”. Starting with two authors —Colombian historian, Max Hering Torres, and British anthropologist, Peter Wade—, we intend to look over the using of that concept from the Middle Ages to the last century. Max Hering focuses particularly on the Middle Ages to the eighteenth century, while Peter Wade, although he deals with the Middle Ages and the Modern Era, focuses on the nineteenth and early twentieth century. Both highlight the fact that the “race” concept had two connotations: neutral and negative. The neutral one meant “lineage”, “descent”, while the negative one alluded to “blemish”. Also the “race” concept in its two meanings was often used interchangeably with the term “caste”. Hering and Wade are right that while there are no “races” because “race” has no scientific basis, being a historical and social construct, we must continue to talk about “race” to fight against a social reality that is racism.

Keywords:
Racism
Social categories
Education
Texto completo
Introducción

Hay cuatro criterios principales, generalmente aceptados, que definen y circunscriben conceptualmente el racismo. El primero es la creencia de que los seres humanos se dividen fundamentalmente en “razas”. Y, en consecuencia, se atribuye al factor “raza” una importancia antropológica decisiva. El segundo atañe al hecho de asignar a las “razas” características inmutables y de creer que los caracteres transmitidos hereditariamente no son solo los rasgos físicos sino también ciertas aptitudes y actitudes psicológicas, que son las que generan las diferencias culturales que se pueden apreciar. En tercer lugar, se trata de la creencia de la existencia de una jerarquía entre “razas”, y de que alguna, o algunas de ellas, superiores a las otras. En último lugar, la persistencia en entender la mezcla de “razas” como un proceso de degeneración de las “razas superiores” (Caballero Jurado, 2000: 95).

Esos criterios se conformaron durante un proceso largo cuyo punto de referencia mínimo podría ser la Edad Media. Pero lo que está en juego en todos esos criterios es la conceptualización del término “raza”. Ha sido demostrado que “raza” como concepto biológico no existe, ya que es un constructo histórico-social. Pero si bien la “raza” no existe, el racismo, como lo que acabamos de circunscribir arriba, es un hecho social real. Por lo que, parafraseando a Wade, no se puede renunciar a hablar de “raza” como una categoría de análisis de una realidad social —el racismo— que hace parte de lo que se puede entender como una “cotidianidad-negatividad” (Kakozi, 2015), que les toca vivir a la mayoría de las poblaciones afrodescendientes e indígenas.

Siendo una realidad histórico-social, el concepto “raza” ha ido cambiando y adaptándose a los discursos político, académico y popular, en contextos sociales determinados (Wade, 1997: 5). En este sentido, autores como Max Hering Torres, Peter Wade, entre otros1, han demostrado cómo ese concepto iba cambiando de significado conforme iban pasando los siglos, y según sucesos históricos determinantes de la historia europea.

Revisión histórica de Max Hering Torres

Hering Torres hace un análisis histórico de larga duración para entender los avatares de la percepción del color de la piel humana que llevaron paulatinamente a la emergencia de la “raza” y del racismo. De esta forma, se focaliza principalmente en la Edad Media y la Época Moderna, con sus extensiones en la Antigüedad y la Época Contemporánea, respectivamente. Parte del supuesto según el cual la percepción de los colores y la asignación de significados están menos relacionadas con la objetividad que con la proyección de valores socioculturales imperantes de un determinado grupo humano (Hering Torres, 2010: 114). Lo demuestra dando un ejemplo actual en Occidente, donde

el color blanco se asocia sistemáticamente con valores como la pureza, la divinidad, la bondad, la moral, la virginidad y la santidad. Por el contrario, el color negro se asocia con la maldad, la amoralidad, el miedo y, en muchos casos, también con la ilegalidad. El término ‘negro’ incluso se ha ingresado en giros lingüísticos en varios idiomas para expresar el carácter negativo de alguien o algo. En español: la lista negra, magia negra, negrear, denigrar; en francés: dénigrer, noirceur (maldad); en inglés: blackleg (esquirol), blackmail (chantaje); en alemán: shwarzer Freitag (viernes negro), schwarzer Peter (traducción literal: ‘Pedro el Negro’; traducción contextual: ‘diablo negro’), anschwärzen (coloquial: desacreditar, manchar el nombre) (Hering Torres, 2010: 114).

Esta realidad será el punto de partida del autor colombiano para hacer un análisis retrospectivo respecto del tema del color de la piel. De entrada afirma que “existieron cinco capas de significado histórico que, aunque en sus inicios no evidenciaron interdependencias, más adelante conformaron un mixtum compositum entre la asignación del color y el imaginario de la raza” (Hering Torres, 2010: 116).

La primera capa de significado del color se ubica en la Edad Media, donde los tratados de fisiognómica2, influidos por los planteamientos greco-latinos de la medicina humoral, demostraban que “el equilibrio entre los humores aseguraba la salud mientras que su desequilibrio causaba la enfermedad. Asimismo, la constitución de los humores determinaba la fisonomía y el color del cuerpo”. Aún no existían referencias al color de la piel; se insistía más bien en el “color del cuerpo”. Si bien “los criterios estéticos […] estaban relacionados con el color, el cuerpo y la moral” (Hering Torres, 2010: 118), no existía un color más preferible, sino que se recomendaba y se buscaba la proporcionalidad de colores. De ahí se sigue que no solo no se podía atribuir de forma permanente un color específico a un individuo, sino que, sobre todo, era impensable que un solo color pudiera identificar a un grupo humano. De modo tal, los europeos de la Antigüedad y de la Edad Media no podían, según Hering, pretender considerarse exclusivamente como “blancos”. Siempre mezclaban los colores, ya que significaba no solo gozar de buena salud sino también ser una persona buena y bella. Así,

el blanco no presentaba en ese entonces el color ideal. El color blanco se asociaba con una sobrecarga de humedad, con la falta de hombría, con la barbarie y con las condiciones climáticas del norte de Europa. […] el blanco se utilizaba para caracterizar a las mujeres y a los castrati y se empleaba para aludir a los homosexuales, los impuros y los leprosos (Hund, 2008: 174).

El segundo momento del significado del color ocurre cuando muchos europeos empezaron a viajar lejos de Europa, en la Edad Media y Moderna. En el encuentro con los “Otros”, estaba presente la “inestabilidad del color” que aún imperaba en Europa. En efecto, en varios relatos o crónicas de viajes se podía encontrar la atribución de más de un color a un grupo humano a quien más tarde, en el auge del capitalismo, la expansión y dominación euroccidentales, será designado por un solo color. Hering lo ilustra citando a Juan González de Mendoza (1540-1617) quien, en su Historia de las cosas más notables, ritos y costumbres del gran reino de China (1585), decía que “los habitantes del acalorado Cantón eran ‘morenos’ o de color ‘amoriscado’ como los moros que habitan la ciudad de Fez pero que, por el contrario, los habitantes del interior de China eran “de color de alemanes, italianos y españoles, blancos y rubios, y un poco verdinegros” (Hering Torres, 2010: 121). Hubo otros viajeros y cronistas que describían a los chinos como “amarillo pálido”, “amarillo luz”, “sin color vivo”, etc. Ahí todavía no se hablaban de “raza blanca” o “raza amarilla”.

Durante la Conquista de América, los europeos utilizaron la categoría “indio” para designar a los pueblos originarios de este hemisferio. Lo hicieron “por medio de procedimientos retóricos y de la ‘alegoresis’ [sic.] y mediante imaginarios sobre los enanos, gigantes y monstruos de la Antigüedad y la Edad Media” (Hering Torres, 2010: 122). Ya es bien sabido que al encontrar a los autóctonos de América, los europeos no se preocupaban de conocerlos a fondo, sino de dominarlos y explotar sus riquezas. Entonces, podemos decir, hoy en día, que los describían desde una mirada eurocéntrica. Así, les atribuían diferentes colores como “canarios”, “ni negros ni blancos”, “negros”, “cobre”, “blancos”, “dorado-amarillento”, “aceitunado”, “bazo”, “castaño claro”, “amulatado”, entre otros (Hering Torres, 2010: 123-125).

En este segundo momento de significado del color, pese a la influencia del saber greco-latino, empieza a emerger una propuesta distinta, aunque complementaria. Es Cobo (1582-1657) quien abre esa veta cuando se pregunta sobre el origen del “color medio” de los naturales americanos, y hace una hipótesis “naturalista” o geográfica del color. Es decir, da a entender que los “indios” son de ese color porque la propiedad de la constelación (clima) de la tierra es tal que no se puede “producir, [en América] hombres blancos como Europa, ni del todo negros como Guinea, sino de un color medio” (Cobo, 1964: 11). Este planteamiento, según Hering, dará un giro importante al tema del color de la piel. Se empieza a cambiar la concepción antigua del color como variable del clima, la alimentación y los humores (determinismo ambiental), para percibirlo como “ente determinado por la descendencia, como algo que ‘lo traemos por naturaleza”’ (Hering Torres, 2010: 125). De ahí, señala el historiador colombiano, “el negro y el blanco se convierten en categorías estables y, a su vez, opuestas, que hacen referencia a espacios geográficos; sin embargo, el indígena continúa siendo un cuerpo de ‘color medio’ entre los 2 extremos” (Hering Torres, 2010: 126). En ese orden de ideas, es dable pensar que en ese entonces empezaba también a efectuarse el tránsito de fijación del “color del cuerpo” al “color de la piel”; la piel, uno de los fenotipos del cuerpo humano, tomó una gran relevancia para categorizar racialmente a los grupos humanos.

Pero en ese entonces se estaba aún lejos de la “cientificidad” que estableció una inherente relación entre el color de la piel y la “raza”, hecho que se consolidó en el siglo XIX y permeó todo el siglo XX —sobre todo en la primera mitad— y sigue influyendo, hoy en día, en la vida social, política, económica y cultural de muchos países del mundo.

Fue todavía en la Edad Media cuando se gestaron ideas y prácticas que serán luego determinantes en las Américas, en el momento de establecer y vivir las relaciones sociales entre, por un lado, los conquistadores, dominadores y amos europeos, y por el otro, los conquistados, dominados indígenas y esclavizados africanos. Esa fase la denomina Hering como el tercer momento del desarrollo del significado del color de la piel.

Ante la presencia cada vez más importante de judíos, moros y herejes en la península ibérica, se tuvo que tomar medidas severas para “defender la Santa Fe” y luchar contra las amenazas externas e internas3. Así, se desató una persecución en contra de tres grupos mencionados, lo cual llevó, en 1391, a muchos judíos de la comunidad sefardí a convertirse al cristianismo como única posibilidad de sobrevivencia (Hering Torres, 2010: 127). Pese a su conversión, un siglo más tarde, en 1492, los Reyes Católicos promulgaron un edicto de expulsión de los judíos. Y para impedir que los judeoconversos accedieran a las instituciones del poder y del saber, se promulgaron los «“Estatutos de limpieza de sangre”, cuya instauración se inició en el Consejo de Toledo en 1449; se creó a la vez una figura institucional para que se encargara de las investigaciones genealógicas que derivaron de dichos “Estatutos”. Tanto estos últimos como aquellas “prohibían el acceso a colegios mayores, órdenes militares, monasterios, cabildos catedralicios y la propia Inquisición a aquellos cristianos en cuyos antepasados se pudiese comprobar sangre ‘judía, mora o hereje”’ (Hering Torres, 2010: 127).

En tal situación, cualquier persona que quisiera acceder a esas instituciones tenía que someterse a la “prueba de sangre”, para demostrar la pureza de sangre, esto es, comprobar que en su árbol genealógico no había presencia de la sangre de judíos, moros o herejes. Se trataba entonces de no tener ninguna mácula, o sea, de pertenecer a un buen linaje o de provenir de un origen no manchado. En otras palabras, era cuestión de “no tener ‘raza”’ o de “ser de buena ‘raza”’. Pues el término “raza” en la Edad Media tenía diferentes acepciones de las cuales se destacan, por un lado, “linaje, ascendencia, procedencia, origen”, con una connotación neutral y, por el otro, “mácula, defecto, tacha”, con una connotación negativa.

La polisemia, en ese entonces, de la palabra “raza” indica verosímilmente sus diferentes etimologías. De las versiones que existen al respecto, tenemos la que dice que “raza” viene del latín radius (rayo, alusión a una línea de luz que procede del sol, de ahí a una línea ascendente, hereditaria), radix (raíz) y ratio (valor relativo usado en la clasificación de animales); hay otra versión que concede que “raza” vendría del árabe ra's (cabeza, origen)4; existía también otra acepción de “raza” como “generación” (Corominas, 1987: 494) en el sentido de especies animales, de ahí se hablaba, por ejemplo, de “una raza de caballo”; por último, había una expresión frecuentemente utilizada por el gremio de sastres, “raça del paño o de tela” (que se podía decir también como “ralo de tela”, que traducía el latín panni raritas (literalmente: rareza de paño)5. Entonces, encontramos, en la Edad Media, la expresión “raça del paño” que se refiere a un defecto o irregularidad de la tela que permite el paso de los rayos solares (“raça del sol”) (Hering Torres, 2010: 129-130). El primer sentido es negativo y, según Antonio de Nebrija (1441-1522) en su Diccionario publicado en 1493 (Hering Torres, 2010: 129), era la forma más habitual y generalizada en la que se usaba la palabra “raça” en ese entonces. El segundo sentido es neutro, solo cuando se le agrega un calificativo puede adquirir un sentido positivo, por ejemplo, “buena raza” o uno negativo, por ejemplo, “vil raza”.

Ahora bien, con la imposición de comprobar la limpieza de sangre para acceder a los espacios del poder y del saber del mundo ibérico, se dio, de acuerdo con Hering, un espectacular giro del “antijudaísmo religioso” al “antijudaísmo religioso-racial”. Ya no se trataba de ser cristiano o no, la separación maniquea consistía en ser cristiano “puro” o “impuro”, esto es, tener “raza” o no. De esta manera se hizo una desdichada amalgama entre “raza” e “impureza”.

Con la conversión de los musulmanes de Granada al cristianismo (1503), la impureza de la sangre comenzó a aplicarse también al color de la piel y a la fisonomía. Estamos en la cuarta capa del significado del color de la piel. Es la etapa de la “visualiza[ción] de la diferencia genealógica a través del cuerpo” (Hering Torres, 2010: 132). En Hispanoamérica, con el intenso mestizaje que se dio en los siglos XVII y XVIII, esa visualización tomó una importante dimensión; ya no se trataba solamente de impedir a los conversos judíos y musulmanes que accedieran a los espacios de poder y de saber, sino sobre todo a evitar la mezcla entre blancos, indígenas y negros, e impedir a las “castas” (personas derivadas de esa mezcla) el acceso a los espacios de poder y saber. De tal modo que para acceder a esos espacios, uno tenía que mostrar no solo no tener, en su árbol genealógico, a antepasados judíos y moros (árabes), sino sobre todo debía demostrar que no tenía sangre negra.

La sangre negra sustituyó —por la influencia de la exégesis bíblica de ese entonces y por las interpretaciones ambientalista y naturalista no exentas, desde luego, de una mirada inferiorizante de los “Otros” (no europeos)— a los antepasados judío y moro. Es decir, se dio un cambio de la búsqueda excesiva de un antepasado judío o musulmán a la fijación del color de piel negro. Pues “si bien el poder colonial marcaba como ‘impuros’ tanto a los nativos como a los esclavos y pardos libres y percibía cualquier mezcla entre ellos en términos negativos, era tener ‘sangre de negro’ lo que se entendía sistemáticamente como impureza del linaje” (Martínez, 2004).

Haciendo alusión a los 2 significados del término “raza” arriba mencionados, tener “sangre negra” era entonces sinónimo de “tener raza”, o sea, tener defecto, tacha, mancha en su árbol genealógico; y ser de “raza negra” significaba entonces tener un linaje, una ascendencia defectuosa, manchada, mala. Es de esta forma que “raza” como “impureza” pasó a ser resemantizada como “color de la piel”. De ahí que las investigaciones de limpieza de sangre consistieran principalmente en la búsqueda y establecimiento de la “calidad” de los habitantes de las colonias de Hispanoamérica. Ante esa situación, era común que, dentro de las castas, hubiera estrategias para “limpiarse” y “limpiar” su genealogía, esto es, “blanquearla”. Esto explica la relevancia que tuvo el proceso del blanqueamiento de las castas.

La quinta capa de significado es la que atañe a la división de las “razas” que llegó hasta nuestros días: “raza blanca”, “raza roja”, “raza amarilla” y “raza negra”. Esta capa corresponde a una época en la que, por los encuentros y la dominación europeos de otros pueblos del globo terráqueo, surgen muchas “reflexiones científicas sobre la diversidad humana y su color” (Hering Torres, 2010: 145), lo cual condujo a la clasificación fenotípica (ojos, cabellos, color de la piel…) y ordenada de los seres humanos, sobre todo de los “Otros”, negándoles así, utilizando los términos del autor colombiano, “la pluralidad somática y cultural”. Esta etapa Hering la ubica entre finales del siglo XVII y principios del XIX. Se destacan los trabajos de tres autores que contribuyeron de forma determinante a la idea de la existencia de las cuatro “razas humanas”.

El primero es el médico francés Bernier (1620-1688) quien, con base en sus viajes a Persia y la India, entre otros lugares, publicó el artículo Nouvelle division de la Terre par les différentes espèces ou races d’hommes qui l’habitent (1685) [Nueva división de la tierra por las diferentes especies o razas de hombres que la habitan], donde el término “raza” fue empleado por primera vez con el significado de fenotipo. Por ejemplo, la “segunda raza” ubicada, según la clasificación de ese médico, en la parte sur del Sáhara, “se caracteriza por el color negro, los labios gruesos, […] narices chatas y el cabello crespo; todas estas características son heredadas, pero no debido al clima sino a la sangre y al semen” (Hering Torres, 2010: 146). Las categorizaciones raciales de Bernier no estaban todavía precisas, como las conocemos ahora, ya que ubicaba, por ejemplo, a los egipcios e indios de la India en la «“primera raza” (europea), pese a que los consideraba como “muy negros” o “café quemados”; aparte de esto, para él, la gente de Laponia (norte de Europa) constituía la “cuarta raza”, y eran detestables.

Después de ese médico francés, Linneo, naturalista sueco, publicó, en 1735, Systema naturae, donde estableció una taxonomía racial, en la que precisaba más los colores de la piel de las poblaciones del mundo con sus correspondientes regiones, aspectos físicos y caracteres o temperamentos. Para ese científico sueco, existen cuatro “razas” que corresponden a cuatro pigmentaciones: “europeo blanco”, “americano rojo”, “asiático amarillo” y “africano negro” (Hering Torres, 2010: 148). En 1758, al decir de Hering, ese naturalista hizo una valoración de esas “razas”. Consideró, por ejemplo, al “europeo blanco” como “sanguíneo y corpulento” y que “estaba gobernado por las leyes”; al “americano rojo” como “colérico y erecto y estaba gobernado por las costumbres”; al “asiático amarillo” como “melancólico y rígido y estaba gobernado por las opiniones”; al “africano negro” como “flemático y flojo y gobernado por la arbitrariedad”. Esas “imaginaciones raciales” respaldadas por un supuesto “empirismo epistemológico” pasaron paulatinamente a ser una realidad casi incuestionable.

El tercer autor que también contribuyó mucho a ese hecho fue el filósofo alemán Kant. Este intelectual tomó de Linneo su diferenciación sistemática entre las “razas humanas” con base en los diferentes colores; tomó de Buffon la caracterización de las “razas” como unidades capaces de entrecruzarse y de producir descendientes fértiles; se inspiró en Montesquieu y su teoría de los factores ambientales para forjar su idea del inicio y el origen de las “razas” y adoptó las teorías del progreso de Ferguson y Smith, entre otros, para explicar las relaciones de jerarquía entre las “razas» (Hering Torres, 2010: 149). Asimismo, el autor alemán defendió la utilidad de la categoría “raza”, por su “beneficio científico” porque permite “entrever las diferencias entre una misma especie, dado que esta ha desarrollado una variedad de características hereditarias” (Hering Torres, 2010: 150).

Esta revisión de larga duración del concepto “raza” deja claro un hecho irrefutable: no puede sostenerse la existencia biológica de la “raza”; esta es un constructo socio-histórico que está atravesado no solo por el miedo al otro o una mirada “altércida”, sino también por relaciones de dominación y de poder. Pues “raza” fue, para los que la construyeron (los europeos), un instrumento eficaz para deshumanizar a los “Otros”, sobre todo a los negros y a los indígenas, inferiorizándolos y denegándoles el acceso al saber y, por ende, al poder.

Revisión histórica de Peter Wade

Partiendo de una preocupación similar a la de Hering, el antropólogo británico Wade hace una subdivisión de la historia del concepto “raza” en 3 periodos importantes: 1) del siglo XVI hasta casi entrado el XIX; 2) el siglo XIX y 3) el siglo XX (Wade, 1997: 6-15).

En el primer periodo, Wade coincide parcialmente con Hering cuando observa —basándose en diferentes estudios sobre el tema— que el término “raza” significaba principalmente linaje, procedencia, origen, y su uso no era frecuente6. Esta idea de “raza” como linaje se respaldaba en la teoría bíblica del monogenismo, donde la pareja Adán y Eva era presentada como el origen común de todos los seres humanos. Si todos los humanos venían de una misma pareja, las diferencias no eran biológicas sino causadas por el medioambiente, y esto afectaba a la vez a las instituciones sociales y políticas de la sociedad humana.

Wade matiza esta visión trayendo a colación autores que subrayan el que en ese periodo ya se encontraba esa idea de superioridad de hombres “blancos” sobre los “no blancos”, pese a la existencia de casos de discriminación “racial” entre los mismos blancos (por ejemplo, los británicos considerando a los irlandeses como salvajes e inferiores). Entre las específicas condiciones sociales, económicas, políticas y religiosas que propiciaron tanto el pensamiento como los sentimientos y actitudes de superioridad del hombre blanco, se encuentran los viajes de europeos a Asia, las exploraciones del África, la conquista del llamado “Nuevo Mundo” y la esclavitud africana en él. Estos acontecimientos dieron inicio a la modernidad euroccidental, en cuyo seno se inventó o, más bien, se resemantizó, el término “raza” como un concepto que tiene que ver con los fenotipos humanos, especialmente el color de la piel. Y se enlazaron así lo cultural, lo temperamental, lo moral con lo físico, sobre todo lo epidérmico.

En el siglo XIX, que Hering no contempló en su análisis de larga duración, dominaron las ideas “raciales” heredadas del cientificismo de la Ilustración. El perfecto ejemplo de ello es el auge que tuvo el poligenismo que acertaba en que las “razas eran permanentes, tipos separables de los seres con cualidades innatas que eran transmitidas de generación en generación” (Banton en Wade, 1997: 9-10). Se trataba entonces de aseverar “científicamente” que los seres humanos tenían orígenes diferentes, y, por ende, diferentes tipos de seres humanos eran especies separadas. Los diferentes tipos raciales eran considerados entonces como etapas en la escala de la evolución. En ese orden de ideas, esos tipos raciales “eran ordenados jerárquicamente, como habían sido antes los linajes raciales, pero ahora se pensaba la base de la jerarquía en términos de las diferencias biológicas innatas” (Wade, 1997:10). Estamos en la época del racismo científico, donde científicos (naturistas, médicos…) como Lamarck, Cuvier, entre otros, tomaron la antropología por etiqueta en sus investigaciones en ciencias naturales. Wade señala, por último, la decisiva contribución del pensamiento utilitarista en ese periodo del ascenso del imperialismo euroccidental (la expansión del capitalismo en Asia y África). En ese periodo, se dará el maridaje entre las ideas de la filosofía moral y las de la teoría racial. De modo tal, que los europeos se adjudicarán el derecho de buscar el bien colectivo (para ellos), sujetando a los pueblos considerados “menos racionales” o decidiendo qué era bueno o malo para esos últimos.

En el siglo XX, según nuestro autor, vamos a asistir a un periodo de cambios y contradicciones. Será, por un lado, el siglo de la emergencia de la eugenesia (búsqueda del perfeccionamiento de la especie humana), y, por otro lado, será el siglo del desmantelamiento del racismo científico y, por ende, del rechazo de las tipologías raciales decimonónicas. Uno de los mentores de las ideas eugenésicas fue Galton, científico y primo de Darwin. Él proponía eliminar tanto a los individuos físicamente débiles como a aquellos considerados como de “razas inferiores”. El físico-antropólogo Boas (y sus discípulos) y el naturalista Mendel, en cambio, van a propiciar teorías que desafiarán las principales teorías del racismo científico (la diferencia racial innata y la jerarquía racial). El primero, demostrando que “la variación de las dimensiones de las cabezas [humanas] durante toda la vida o entre generaciones cercanas, sobrepasaba la que se encontraban entre ‘razas”’ (Wade, 1997: 12). Con esto, ya era insostenible aceptar que las diferencias del tamaño de la cabeza entre las “razas” era uno de los signos determinantes de la existencia de las tipologías raciales. En cuanto a Mendel,

descubrió que los rasgos específicos [de un organismo] eran controlados por elementos (esto es, los genes) que se transmitían de una generación a otra como componentes independientes; lo cual significó que no se podía sostener la idea de “tipo”, basada en un grupo de rasgos considerados como un bloque invariable presente en las generaciones (Wade, 1997: 13).

Además de esas teorías en contra del racismo científico, las influencias tardías de la teoría darwiniana de la evolución (la imposibilidad de seguir pensando en términos de tipos raciales permanentes, debido a que la reproducción de las personas se iba siempre adaptando al medioambiente, y así se conformaban rasgos que se iban heredando), la debacle del régimen nazi y los horrores y atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, entre otros factores, posibilitaron el desmantelamiento oficial (y no oficioso) del racismo científico. Se llegó a la conclusión de que las “razas” como realidad biológica no existen, como tampoco existen las “razas superiores” e “inferiores”. La creencia o la convicción de que existían esas “razas” era más que nada “el resultado de procesos históricos particulares que […] tienen sus raíces en la colonización europea de otras partes del mundo” (Wade, 1997: 13-14).

Conclusiones

Las “razas” no existen, sin embargo, muchas personas en el mundo, de manera general y, en América Latina y el Caribe, de forma particular, siguen pensando y actuando “como si las razas existieran y, como resultado, las razas existen como categorías sociales de gran tenacidad y poder. Si la gente discrimina sobre la base de sus ideas de raza, esto es una realidad social de suma importancia” (Wade, 1997:14).

El desarrollo histórico que vimos sobre la conceptualización de la “raza” nos muestra que ese concepto se ha llenado de diferentes significados, de acuerdo con contextos diferentes, para servir a fines específicos. A menudo se ha utilizado la “raza” para negar o limitar, a los grupos considerados inferiores a los blancos occidentales y sus descendientes en las Américas, el acceso al saber y al poder, a fin de poder seguir dominándolos y defendiendo así el privilegio de ser. Como se discrimina por una ideología de “razas”, no se puede renunciar a seguir hablando de “raza” si se quiere combatir el racismo; en este sentido, concordamos con la antropóloga argentina afincada en Brasil, que no hay que tener miedo a nombrar la realidad del racismo (Segato, 2006).

Nombrar el racismo es evocar la historia de discriminación, de segregación de otros seres humanos por ser diferentes física y culturalmente a los blancos europeos y sus descendientes en las Américas; es aludir a la injusticia y sufrimiento en el que muchos grupos humanos —en nuestro caso, los pueblos indígenas y los africanos y sus descendientes— han vivido. Revisar cómo el concepto “raza” fue llenado de contenidos en el transcurso de la historia me lleva a pensar que, si fue posible darle a ese concepto un uso que culminó en la discriminación o la “inferiorización” de lo diferente, es también posible revertir esa situación. Para tal fin, el Estado tiene un papel insustituible. Aparte del Estado, es determinante el rol de otras instituciones socio-culturales (la familia, la escuela, la iglesia, entre otras) para provocar un cambio positivo.

La importancia del poder del Estado radica en que la ideología del racismo ha sido a menudo construida por la élite política o intelectual. Por lo mismo, el Estado que está consciente del mal social que es el racismo, no puede postergar la tarea de elaboración de estrategias y políticas sociales que deban incidir significativamente en el combate contra el racismo y la exclusión.

Los mecanismos sobre las políticas sociales que se elaboren para tal fin deben partir de la convicción que celebra la equidad o igualdad proporcional de cualquier ser humano por el simple hecho de serlo. Por ejemplo, el Estado que quiere luchar contra el racismo no debería dar becas, u otro tipo de ayuda a las poblaciones negras o indígenas, porque son negras o indígenas, sino porque primero son humanos. Si se parte voluntaria y convincentemente de esa base, otras serán las políticas sociales y, sin lugar a duda, la lucha contra el racismo y la marginación irá produciendo los resultados contundentes.

Una de las importantes instituciones que deben estar en la mira de esos mecanismos o políticas de combate contra el racismo y la exclusión es la familia. Esta es la primera escuela, es la primera “iglesia”, es la nación o la república en miniatura. En la familia se dan los primeros pasos de contacto consigo mismo y con el Otro, esto es, con el mundo. Así uno va aprendiendo y asimilando la cultura de su entorno. Si se aprende desde la familia una concepción positiva de una humanidad incluyente de toda su diversidad “racial”, es ya una ganancia en términos de respeto hacia el otro diferente y de lucha contra la intolerancia que va de la mano con el racismo y la exclusión. Aquí el Estado, las iglesias y los medios de comunicación deben jugar un papel imprescindible para inculcar los valores de la humanidad o de la alteridad.

La última institución que quisiera mencionar es la escuela. La entiendo como “la manifestación institucional de la ‘educación”’ (Magallón, 1993: 175). La educación va más allá de la escuela7, porque es una paideia, esto es, una formación de los educandos en las virtudes y valores. Así, en la escuela no solo se debería llenar la cabeza de contenidos o informaciones sino, y sobre todo, se debería nutrir el corazón de humanidad. De modo tal, el Estado que quiere realmente combatir el racismo debe poner, en el centro de la educación, la cultura, el hombre concreto, en su diversidad y contexto socio-histórico, esto es, debe anteponer siempre la dignidad humana en la educación de las y los educandos.

Referencias
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La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

El concepto de “raza” llegó desde Europa a América Latina, por eso prácticamente todos los estudiosos del racismo parten de la historia europea para ubicar el surgimiento y uso de dicho concepto. No obstante, como en el continente americano es donde más la sociedad ha sido organizada y estructurada desde la “raza”, muchos autores han ahondado sobre los estudios de la “raza” y el racismo, proponiendo metodologías o enfoques innovadores para abarcar la compleja realidad americana, latinoamericana y caribeña, misma que se articula alrededor de la “raza”. Así, autores como Rita Segato, Anibal Quijano, Angela Davis, Eduardo Restrepo, entre otros, han venido trabajando la “raza” como un concepto de la modernidad occidental que se articula transversalmente con el género, la clase, la etnia, etc. En este artículo abordo principalmente a 2 autores (Max Hering Torres y Peter Wade) no porque sean los más importantes en el campo de estudios sobre el racismo, en América Latina, sino por el interesante enfoque histórico complementario de larga duración que han desarrollado en sus estudios. Para aproximarse a otros interesantes enfoques sobre el racismo, (véase: Segato, 2007a, 2007b; Quijano, 2000; Davis, 2001; Restrepo, 2007: 46-61).

El estudio del carácter de las personas a través del análisis y la interpretación de su aspecto físico.

Desde el siglo XI, los judíos eran considerados como chivo expiatorio de todos los problemas internos y, a veces, externos, que aquejaban la Cristiandad. Fue justo en esa época que se instaura la tradición de abofetear a un judío en tiempo de Pascuas. (Véase: Rozart, 2007).

“Raza”:http://etimologias.dechile.net/?raza[consultado 28/06/2014]; http://lema.rae.es/drae/?val=raza [consultado 28/06/2014].

El adjetivo “ralo” se aplica a los componentes de algo que están separados, poco densos o espesos, por ejemplo: el pelo, la barba… “ralo” viene del latín rarus, que no significaba “extraño”, “extravagante”, sino “espaciado”, “disperso” e “infrecuente, escaso, difícil de encontrar”. Entonces, decir “raça del paño” se refería al “ralo del paño”, esto es, a un paño o tela mala, poco densa… A veces rarus se utilizaba también en sentido laudatorio, como en la frase de Cicerón: omnia praeclara rara (sunt) (todas las cosas excelentes son infrecuentes) Véase: “Ralo”: http://etimologias.dechile.net/?ralo [consultado 28/06/2014].

Cabe señalar aquí dos puntos importantes: 1) La investigadora colombiana Claudia María Leal coincide con Wade en este aspecto del uso no frecuente del término “raza” en el siglo XVIII, durante la Colonia (Leal León, 2010: 398). Leal establece un matiz pertinente entre “palabra” o “término” y “concepto”. Según ella, “raza” como concepto (contenido de significado) se usaba menos que el concepto “casta”. Esta, según Covarrubias (citado en Hering), era casi sinónimo de “raza”, en su acepción neutral, ya que significaba, en la península ibérica, “linaje” o “descendencia”. Sin embargo, respecto de Iberoamérica, la mayoría de los estudiosos del tema está de acuerdo en que la palabra “casta” como concepto tiene un significado negativo, referente especialmente a la mezcla de otros grupos (blancos e indígenas) con los negros. 2) Tanto Wade como Leal no mencionan el otro significado de la “raza” que hemos encontrado en Hering (“raza” como “mácula”, “defecto”), y que, según este último, tenía un uso habitual y generalizado en la Edad Media. No obstante, Wade hace alusión al hecho de que en la teología medieval, ser negro estaba ligado al demonio y pecado, por ende, al mal. A mi juicio, esto evoca de alguna manera aquella otra acepción de la “raza” (defecto, mácula). De todos modos, tanto “raza” como “casta” en cuanto conceptos, esto es, contenidos de significados, referidos a lo negro, han siempre tenido una carga negativa.

Magallón advierte sobre la gravedad del tipo de “educación” que consiste en solo llenar la cabeza con contenidos e informaciones, y no se busca de ninguna manera tocar el corazón de los educandos; caracteriza esa “educación” como un “analfabetismo funcional”. (Magallón, 1993: 67).

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