Sr. Director: Hemos leído con interés el comentario editorial de Birules1 sobre un artículo original recientemente publicado y premiado por su Revista, en el que Jimeno et al2 estudian la viabilidad de diagnosticar tempranamente la diabetes mellitus tipo 2 utilizando el valor de la glucemia basal y la hemoglobina glucosilada A1c (HbA1c) de forma integrada. Lejos de evocar anacrónicos debates sobre la utilidad de la prueba de tolerancia oral a la glucosa (PTOG), los autores abordan una alternativa francamente atractiva desde la perspectiva asistencial. Porque, si bien es cierto que la PTOG es la prueba de referencia en la bibliografía, no suele ser habitual en nuestra atención primaria. Por ello es justo reconocer el meritorio esfuerzo metodológico realizado por Jimeno et al2, pero también conviene insistir en alguna de las limitaciones que recoge el comentario editorial.
Los autores presentan una amplia muestra que catalogan como sujetos de riesgo alto, cuando en realidad se compone en su mayoría de pacientes diabéticos (el 78,4% de los 566 con factores de riesgo atendidos en su centro de salud o el 73,1% de los 454 incluidos finalmente), seguramente con un tiempo de evolución prolongado (la HbA1c media fue del 7,04% y la glucemia basal de 180 mg/dl, aun habiendo excluido previamente a 112 sujetos con valores superiores a 140 mg/dl), en los que usar la HbA1c tiene ya más valor para su seguimiento que para su diagnóstico. Sin embargo, no indican a cuántos se diagnosticó directamente por glucemia basal y cuántos precisaron de la PTOG. Esta cuestión no es trivial, ya que sólo un análisis independiente de estos grupos permitiría aclarar si la glucohemoglobina aporta información suficiente para obviar la incómoda prueba. De lo contrario, el sesgo de inclusión de esta muestra podría estar sobrestimando la capacidad de la HbA1c para el cribado temprano de la diabetes entre la población de mayor riesgo. Actualmente nuestro grupo evalúa la concordancia entre las categorías obtenidas utilizando la glucemia basal y tras 2 h de una PTOG con las procedentes de un registro continuo de 48 h, en sujetos de riesgo alto libres de diabetes con los criterios más tradicionales (proyecto RECORD)3. Pese a disponer tan sólo de datos de los primeros 20 casos, se constata una notable proporción de individuos «sanos» cuyos registros muestran valores indicativos de diabetes (>= 200 mg/dl) durante un 25-30% del tiempo total de la monitorización. Por el contrario, otros sujetos situados en la prediabetes con las pruebas convencionales pasan el 95% de su tiempo de registro continuo en la más absoluta normalidad glucémica. Teniendo presentes estos datos, más allá de la discusión metodológica, seguramente tiene más interés clínico concentrar los esfuerzos en detectar el síndrome metabólico que en prolongar la retórica de cuál es la estrategia más adecuada para el diagnóstico de la diabetes.
Varias instituciones han publicado recomendaciones para la identificación del síndrome metabólico, pero aún no se dispone de una norma aceptada universalmente. En esencia, las definiciones coinciden en la descripción de la mayoría de los elementos, pero difieren de forma sustancial en las causas predominantes y en las pruebas necesarias para establecer su diagnóstico4. Mientras que la tercera revisión del Adult Treatment Panel (ATP-III) considera la hiperglucemia (excluida la diabetes) un componente más, según las normas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para poder diagnosticar el síndrome metabólico es indispensable demostrar resistencia a la insulina y/o hiperglucemia (basal o tras PTOG). Recientemente el National Heart, Lung, and Blood Institute y la American Heart Association han emitido un documento de consenso que armoniza ambas posturas5. Sus redactores describen los criterios del ATP-III como una herramienta práctica para identificar a sujetos con riesgo alto, pero también reconocen las ventajas de la propuesta de la OMS: en ausencia de hiperglucemia basal, confirmarla tras la PTOG permitiría reconocer a los pacientes con intolerancia a la glucosa, diabetes y síndrome metabólico, es decir, aquellos que concentran mayor riesgo cardiovascular. En nuestro medio, estos sujetos tienen mayor probabilidad de sufrir complicaciones (riesgo relativo de 16,6) y de desarrollar diabetes (riesgo relativo de 29,7) después de 5 años de seguimiento6. La propia American Diabetes Association, al tiempo que recomienda rebajar el valor de glucemia que define la normalidad (hasta 100 mg/dl), ha indicado que tanto la determinación basal como tras PTOG deben utilizarse como criterios diagnósticos7.
A la vista de las opciones, lo más útil para el clínico sería disponer de una norma unificada que contemplase todas las dimensiones del síndrome, incluida la HbA1c si las evidencias así lo avalan. Hasta entonces conviene recordar que, independientemente de las pruebas y/o criterios empleados, el rendimiento diagnóstico, aun siendo temprano, será insuficiente si no lleva aparejado una intervención efectiva. Por ello la prevención primaria debería incorporar programas que incidan en la modificación del estilo de vida fomentando hábitos más saludables, un modelo dietético y la práctica regular de actividad física8. Una propuesta terapéutica probablemente más fácil de enunciar que de implementar en las saturadas consultas de atención primaria.