Uno de los problemas de nuestro sistema sanitario es el consumo inapropiado cuyas consecuencias más notorias son el despilfarro de recursos y la iatrogenia que no está justificada por la expectativa de ningún beneficio en términos de salud. Entre las posibles causas del consumo inadecuado se destaca la banalización de la medicina, que conlleva la pérdida de respeto y la ausencia de miramientos y por eso facilita cuando no estimula la temeridad en el consumo. Una temeridad de la que son responsables tanto pacientes como sanitarios y seguramente todavía más gestores y políticos. Sin una efectiva emancipación que lleve a los usuarios y ciudadanos a controlar los determinantes de su salud no parece posible disminuir el consumo inapropiado ni la iatrogenia asociada.
One of the main problems of our health care system is its excessive use. The most evident results of this misuse are the waste of resources and the iatrogenic consequences that are not justified by any expectations in health improvement. Among the possible causes of this inappropriate use, the trivialization of medical practice should be emphasized. This entails not only a loss of respect and consideration, but facilitates and even stimulates reckless use. Although patients and health care workers are both responsible for this recklessness, politicians and health care managers should be held responsible more so. Without a real emancipation allowing health care users and the population to control the factors that determine their health, it is unlikely that the inappropriate use of health resources and its associated iatrogenic consequences will be reduced.
Junto a las virtudes del sistema sanitario que hemos venido disfrutando estos últimos años, algunos de sus problemas −desarrollados a la par que iba creciendo− han contribuido al agravamiento de la crisis y, de no superarse adecuadamente, pueden dar al traste con los mejores logros de la sanidad pública española. Uno de esos problemas es el consumo sanitario inapropiado y sus consecuencias, el despilfarro y la iatrogenia. Entre las razones que podrían explicar el consumo inadecuado tal vez tenga un papel la trivialización de la que está siendo objeto la medicina. Una banalización que coexiste con las extraordinarias –y hasta quiméricas, en ocasiones– expectativas que genera la espectacularidad del progreso médico.Trivializar, dice el diccionario, es «quitar importancia, o no dársela, a una cosa o a un asunto». Convendría conocer la frecuencia de utilización fútil o superflua de la medicina, como las demandas de pacientes afectados por síntomas poco significativos y de breve evolución, un ejemplo de los cuales sería la consulta de una madre al final de la mañana, porque su hijo «se ha levantado y ha tosido», aunque haya desayunado la mar de bien, asistido al colegio con normalidad, jugado en los recreos y participado en la clase de gimnasia con carreras incluidas, pero «ha tosido» y «más vale prevenir». Claro que es mucho más frecuente la visita al pediatra porque la criatura tiene fiebre. Un síntoma que provoca inquietud entre las madres, aunque en la mayoría de las ocasiones sea una reacción defensiva incluso benéfica, y que no debería tratarse hasta que no se tuviera una idea de la causa desencadenante, salvo contadas excepciones. En estas situaciones -que también afectan a los adultos- el médico es quien mejor percibe la trivialidad, sobre todo si se acumulan en un día de más trabajo.
En cambio se supone que el paciente no considera fútil su propia demanda, aunque tal vez sí se lo parezcan demandas similares de pacientes con los que coincide en la sala de espera. Algunos tampoco tienen la impresión de que sea abusivo ni inapropiado solicitar una receta de un analgésico o un protector gástrico, para cuando le duela la cabeza o para después de comer algo fuerte, o un antibiótico o un antiinflamatorio (que le ha dicho su vecina que son muy buenos) o incluso que le hagan unos análisis porque hace tiempo que no se los hace, o hasta una resonancia «de todo, para saber lo que tengo». Y si se obtienen sin poner dinero del bolsillo particular no hace falta pensar en lo que nos cuesta a todos o en los problemas que pueden derivarse.
Actitudes que más bien reafirman las prescripciones de pruebas diagnósticas por si acaso u otras intervenciones –profilácticas, terapéuticas o paliativas– desproporcionadas para el fin que pretenden. Aunque a veces cueste distinguir lo conveniente de lo inconveniente y no digamos separar lo necesario de lo superfluo, particularmente si no se asume ninguna responsabilidad sobre las consecuencias.
En este sentido viene a cuento considerar el incumplimiento de las citas programadas, una situación que distorsiona el normal funcionamiento de los servicios sanitarios y que, siendo bastante frecuente, no ha merecido mucha atención de los analistas, aun cuando hace unos años una revisión lo estimara en un 42%1. En el centro de salud de la Barceloneta, en Barcelona, desde 1993 a 1999, una de cada 3 personas citadas no se presentaba a la consulta de enfermería2. Recientemente el honorable consejero de salud de Cataluña denunciaba que por esa causa se cancelan 300.000 visitas anuales3. Claro que a veces es reflejo de una mala organización de los servicios pero en muchos casos se debe a cierta falta de consideración por parte de los usuarios.
En efecto, que algo carezca de importancia hace que no merezca consideración o miramiento. Otra consecuencia de la trivialización. Cierto que si el respeto es básicamente miedo, perdérselo no es negativo excepto si es por ignorancia o temeridad. Este verano los medios se han hecho eco de unos cuantos ahogamientos en aguas marinas, algunos de los cuales ponían de manifiesto el poco respeto al mar de los bañistas. Pues bien, la trivialización de la medicina, al incentivar el consumo inapropiado, propicia el incremento de los efectos adversos de las intervenciones sanitarias que, como ocurre con los baños de mar, también pueden ser beneficiosos para la salud.
A menudo se confunden los avances genuinos de la medicina con las exageraciones propagandísticas y el papanatismo, lo que distorsiona nuestra percepción de tal modo que parece como si casi todas las enfermedades tengan, forzosamente, solución. Y si no es curativa, al menos preventiva. Además, esperamos que la medicina nos resuelva o nos ayude a paliar muchas de las incomodidades, molestias y frustraciones que acarrean las vicisitudes de la vida cotidiana, que no son de naturaleza patológica y que no se remedian médicamente. Aunque en casos extremos pueden beneficiarse de la asistencia sanitaria.
El progreso médico real se debe a la mejora de la capacidad de interferir procesos biológicos, lo cual nos ha permitido desarrollar un potente arsenal profiláctico, terapéutico, farmacológico y quirúrgico, a la vez que disponemos de pruebas diagnósticas cada vez más sofisticadas. Las intervenciones eficaces lo son como consecuencia de precisas modificaciones orgánicas, obviedad de la fisiopatología que justifica la necesidad de una indicación específica para toda prescripción. Así pues, una prescripción mal indicada −o simplemente sin una indicación precisa− difícilmente tendrá efectos beneficiosos sobre la salud y desde luego no es un ejemplo de buena práctica.
Claro que incluso las intervenciones bien indicadas no están exentas de efectos indeseables, cuya magnitud está, en parte al menos, relacionada con su intensidad. A mayor capacidad de interferir, mayor riesgo de daños colaterales. Así que si además aumenta el consumo inapropiado, no es de sorprender que la iatrogenia se haya convertido en uno de los problemas relevantes de salud pública en muchos países4,5.
Disminuir en lo posible el consumo sanitario inapropiado deviene un aspecto fundamental de la racionalidad en las políticas sanitarias que la crisis económica ha puesto dramáticamente sobre el tapete6,7, tal vez de modo inoportuno ya que acentúa la sensación de pérdida, aunque no lo sea, sino más bien al contrario. Quizás se trate en cambio de una oportunidad porque, al no quedar más remedio, a lo mejor nos decidimos.
Las actividades clínicas preventivas son uno de los ámbitos asistenciales que se prestan más al consumo inapropiado. Buena parte de la carga laboral del sistema asistencial, sobre todo en el ámbito de la atención primaria aunque no lo parezca, corresponde a actividades preventivas que a menudo no se reconocen como tales.
Muchos factores de riesgo se tratan como si fueran las enfermedades a las que se asocian. Está claro que hipertensos, dislipidémicos u osteoporóticos tienen una probabilidad más alta de presentar en el futuro un ictus, un ataque cardíaco o una fractura; sin embargo, a menudo se olvida que las personas no expuestas a esos factores también los pueden sufrir. Lo que tiene todo su sentido en el ámbito comunitario no es de aplicación automática a las personas individualmente consideradas. Es crucial distinguir una y otra situación. Porque mientras a veces no se insiste suficiente en controlar el colesterol en pacientes que han tenido algún episodio cardiaco, muchas otras se prescriben hipocolesterolemiantes de forma indiscriminada.
El estudio ESOVAL es un buen ejemplo de lo que ocurre con las fracturas y la osteoporosis. Sus resultados sugieren un improcedente recurso a la densitometría y al tratamiento farmacológico en el grupo con menos riesgo de fractura y mucha menos intensidad preventiva en las mujeres con un riesgo más elevado8. Por otra parte, afrontar la prevención primaria exclusivamente desde la sanidad comporta ineficiencias e inequidades notorias ya que, tanto en el caso de la prevención cardiovascular como en el de las fracturas, demanda la modificación de condicionantes colectivos relacionados con el sedentarismo o con el acceso a una alimentación más saludable, por lo que es más razonable que la propia comunidad se involucre9.
Muchos son quienes han presentado algún efecto adverso o conocen algún familiar o amigo que lo ha experimentado. Según una encuesta, el 35% de los médicos y el 42% de los ciudadanos consultados, de los cuales un 7 y un 10% respectivamente con resultado de muerte, aunque ni a unos ni a otros les parecía que fuera uno de los problemas más importantes de la sanidad10. Una mínima confianza es imprescindible para no caer en el nihilismo terapéutico o profiláctico pero no debería ser nunca ciega. Aunque la seguridad se ha convertido, afortunadamente, en uno de los ejes de la buena práctica, la tentación de intervenir es muy grande. Tenemos la impresión de que las intervenciones quirúrgicas añaden poco riesgo. Hasta ahora se pensaba que la mortalidad quirúrgica oscilaba entre un 1,3 y un 2%11, pero un reciente estudio sobre mortalidad quirúrgica –excluida la cirugía cardiaca– la estima en un 4% (el 5,6% en la cirugía mayor y el 3,6% en la menor) con notorias diferencias en las odds ratios ajustadas entre los 28 países observados. La de España es del 1,39 respecto al estándar (Reino Unido) mientras que la de Polonia llega al 6,92. La de Finlandia es la menor con un 0,44, lo que lleva a los autores a manifestar su preocupación por la insuficiencia e inadecuación de los dispositivos de cuidados intensivos y en particular por la temeridad de operar sin garantía de una atención post-operatoria adecuada en casos no urgentes 12. Una advertencia sensata.
Vale la pena recordar que el atento seguimiento de la evolución del cuadro clínico –práctica antaño habitual cuando también eran pocas las intervenciones disponibles–, la vigilancia expectante, haya perdido prestigio, aunque se reivindique ahora en el caso del cáncer de próstata localizado13, puesto que los notables efectos adversos del tratamiento no están justificados en el caso de los cánceres de próstata clínicamente irrelevantes, consecuencia del sobrediagnóstico que comporta el cribado14,15.
No está mal perderle el miedo a la medicina, pero ignorar o despreciar su potencial peligro es temerario. Conviene tratarla con cierto respeto, una consideración que nos haga valorar en su justo término las posibilidades que nos ofrece. En suma, no trivializarla. Y para ello debemos atender las causas del fenómeno que son múltiples. Algunas tan generales como el consumismo, derivado de un determinado desarrollo económico que, en el ámbito de la sanidad, implica un potente estímulo a la innovación, real o aparente. Muchas novedades caerán en el olvido por insustanciales16, superfluas o peligrosas, como recuerda el artículo del New England Journal of Medicine dedicado al segundo centenario de la revista17.
Por otro lado, también se debe valorar la accesibilidad indiscriminada a los servicios públicos, que a veces se convierte en una barrera para los más necesitados. No es raro −antes de la crisis tampoco lo era− que al pedir hora para visitarse con el propio médico de cabecera se deba esperar 3 o 4 días. ¿Cuántas de las actividades asistenciales que llevan a esas o a superiores demoras son triviales?
Más determinante incluso es la adhesión poco crítica de los profesionales a un paradigma de intervención a ultranza, multiplicando las prescripciones tanto diagnósticas como terapéuticas o profilácticas. A veces complacientes, al menos en apariencia. Pero otras no. Como en el conocido caso de las endoscopias fútiles a pacientes graves18. U otros ejemplos de obstinación como el que vivió Diana Meier el primer día de su residencia médica al intentar durante 4 h reanimar a un paciente de 89 años en fase terminal de su insuficiencia cardiaca congestiva. Una situación que se repitió todavía peor 2 décadas después en un paciente afectado de un cáncer de pulmón con metástasis que a sus 73 años pedía a sus médicos que no le practicaran más exploraciones agresivas y lo dejaran en paz, pero estos con la ayuda del psiquiatra lo convencieron para prolongar 47 días más sus sufrimientos19. Situaciones que seguramente evoquen en cada lector alguna experiencia parecida. Por último, el reciente fallecimiento de una niña asturiana de 13 años, tras administrarle la segunda dosis de la vacuna anti-HPV, nos hace sospechar que la administración de la segunda dosis, en una paciente asmática con antecedentes reactivos, podría ser una actuación sanitaria inadecuada al menospreciar la presentación de una reacción alérgica -tal vez atribuible a trivializar la vacunación- si es que efectivamente la administración de la vacuna fue el desencadenante, eventualidad que investiga el Comité Europeo de Evaluación de Riesgos en Farmacovigilancia según ha confirmado la Agencia Española del Medicamento a la Agencia Efe20.
También conviene considerar la demanda impertinente, frente a problemas que ni son patológicos ni tienen solución médica, aunque provoquen ansiedad, tristeza o incomodidad; una demanda en parte inducida por las promesas que incitan a buscar en la medicina el sucedáneo de mejores soluciones en el ámbito social (familiar, doméstico, escolar, laboral, etc.)21.
Es obvio que la responsabilidad principal del consumo inapropiado no corresponde a los usuarios; la de los profesionales es mucho mayor, puesto que deberíamos saber resolver la frecuente disyuntiva entre cuidar y curar, y desde luego ser más conscientes de la importancia del coste/oportunidad al tomar unas decisiones y no otras o, sobre todo, respetar el principio de precaución para prevenir en lo posible la iatrogenia, especialmente en el caso de intervenciones preventivas cuyo impacto en cada persona es incierto y en cualquier caso a medio y largo plazo.
Pero probablemente sea más grande aún la responsabilidad de gestores y políticos. Por acción y por omisión. Lo que no significa que usuarios y pacientes merezcan ser tratados como inimputables o irresponsables. No tanto en el sentido negativo de culpables, sino en el más positivo de ciudadanos libres, autónomos y dueños de sus actos. Porque al fin y al cabo ellos son los más perjudicados por el consumo inapropiado. Y si no se deciden a asumir el control –o al menos a intentarlo− de los determinantes de su salud, entre los que se incluye el sistema sanitario, difícilmente lo mejoraremos. Porque los sanitarios, al menos hasta ahora, no hemos ejercido suficientemente bien nuestro papel de agentes de los pacientes, que requiere prioritariamente velar por su salud.
Por esa razón no estaría mal agitar un poco las conciencias y a modo de revulsivo colocar a la puerta de las consultas alguna advertencia de peligro potencial. Algo así como: «¿Ya sabe a lo que se expone?», «¿Lo ha pensado bien?», «¿Le merece la pena?». Claro que si nos parece demasiado provocativo y escandalizador podríamos recurrir a un anuncio más políticamente correcto como «No le pierda el respeto a la medicina. Perdérselo puede perjudicar gravemente su salud».
Conflicto de interesesVicente Giner Ruiz organiza e interviene, a título personal y como miembro del grupo de trabajo de reumatología de semFYC y SVMFIC, en actividades docentes dirigidas a médicos de atención primaria. Algunas de estas actividades han sido patrocinadas por MSD, AMGEN y GSK, y ha recibido honorarios por ellas.
Andreu Segura es presidente saliente de SESPAS y ha participado en actividades de debate patrocinadas por fundaciones privadas (véase declaración de intereses en la web www.sespas.es).
Agradecemos las sugerencias de Amando Martín, Biel Fortuny y Julia Garrusta que han mejorado el original, así como la colaboración de Carmen Piera. Obviamente, los defectos que persistan no les son en absoluto imputables.