En respuesta a la carta del Dr. Casado sobre la editorial «El traje nuevo del Rey Sol»1, constatamos que no dudamos de la eficacia (ni de la necesidad) de administrar vitamina D en el tratamiento de la osteomalacia/raquitismo, como no dudamos de la utilidad de la vitamina C en el escorbuto. Sin embargo, esto no justifica el cribado de vitamina C en una población carente de escorbuto. El Dr. Casado sugiere que no se puede negar una asociación entre los niveles de vitamina D y algunas enfermedades, sin embargo los datos no son concluyentes sobre los beneficios de la suplementación con vitamina D en la población general, como indican algunos autores2,3, además de Bolland et al.4. Otra realidad es la dificultad para establecer el criterio de déficit, pues resulta poco creíble que toda la población lo padezca, cuando España es uno de los países con menor incidencia de fracturas del mundo. En este sentido, la guía «Choosing Wisely» de la ABIM Foundation y la USPSTF1 se muestran contrarias al cribado de la hipovitaminosis D.
El debate consiste en gestionar las escasas evidencias y la incertidumbre que generan. Correlación no significa causalidad y, aunque esta se diera, no tenemos evidencia de que la suplementación con vitamina D pueda revertir la morbilidad supuestamente asociada a su carencia. Aunque la falta de evidencia no demuestra evidencia de su ausencia, deberíamos tener algo más consistente que una «sospecha» para iniciar medidas tendentes al sobrediagnóstico que originan gastos superfluos para un sistema nacional de salud que pretende ser sostenible. Muchos recursos se han destinado a la investigación y suplementación con dicha molécula, y seguimos sin poder dar respuestas concluyentes. ¿Erramos en el método o en el «objetivo»? Como comenta el profesor Ioannidis5, estamos con el dilema habitual de los estudios nutricionales: existencia de múltiples factores de confusión e interacciones complejas entre dieta y entorno. El factor de confusión principal, en el caso de la vitamina D, pudiera ser la edad. Su utilización en multitud de órganos y tejidos declina a lo largo de los años, y la hipovitaminosis D (en el caso de existir) podría ser, más que una causa de enfermedad, un marcador de esta. La situación de supuesta enfermedad, no se revierte suplementando, y esto es lo que cuesta entender en la corte del Rey Sol. No discutimos su indicación en algunos casos (raquitismo/osteomalacia, fracturas osteoporóticas o ancianos institucionalizados), pero sin llegar al cribado poblacional y al tratamiento generalizado. Parafraseando a Quevedo, recordemos al siempre poderoso caballero «Don Dinero». Y es que esta creciente alarma social sobre la hipovitaminosis D está generando en todo el mundo un gasto que no se corresponde con los beneficios esperados. Los datos de consumo en la Comunidad de Madrid son elocuentes: la facturación de calcifediol en el año 2009 supuso un importe de 535.807€, mientras que, en el año 2018 el gasto se cifró en 6.719.710,06€, incrementándose en un 1.154% (Consejería de Sanidad de Madrid; 2018). Esto, sumado a un aumento global de solicitudes de 25-OH-vitamina D de 2.456,6% en ese mismo periodo de tiempo (laboratorio central de la Comunidad de Madrid; 2018), y a que las tasas de incidencia de fracturas de cadera no se han modificado en los últimos 10 años, independientemente del consumo de fármacos para la osteoporosis, nos hace reflexionar sobre estrategias de salud (in)eficientes y criterios de coste-utilidad. Plantear una actividad en un problema de magnitud escasa, de diagnóstico no claro y de limitada utilidad nos parece que es hacer un brindis a ese sol que se cree vestido en su misma desnudez.