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Vol. 14. Núm. 1.
Páginas 11-22 (febrero 2018)
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Vol. 14. Núm. 1.
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Los harinócratas. Organizaciones, mercado e inquietudes inversoras de los empresarios de Castilla la Vieja y León, 1820-1868
Flour millers: Organizations, markets and investing uneasiness of businessmen in Old Castile and Leon, 1820-1868
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Javier Moreno Lázaro
Departamento de Fundamentos del Análisis Económico e Historia a Instituciones Económicas, Universidad de Valladolid, Valladolid, España
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Tabla 1. Tipología de las compañías harineras constituidas en Castilla y León, 1845-1870 (capital en miles de reales)
Tabla 2. Capital en movimiento generado por la exportación de harinas a Cuba en 1831 (en Rvn corrientes)
Tabla 3. Capital por empleado en la industria segoviana, 1862 (Rvn corrientes)
Tabla 4. El factor trabajo en la industria fabril santanderina en 1867: productividad y jornal (en reales corrientes)
Tabla 5. La propiedad de fábricas por parte de los grandes harineros de Castilla la Vieja y León en 1860
Tabla 6. Principales navieros inscritos en el puerto de Santander en 1847 (en toneladas de registro y tantos por ciento)
Tabla 7. Recepciones de azúcar por armador en Santander durante el segundo semestre de 1857 (en tm y porcentajes)
Tabla 8. Cuenta de resultados de la explotación de una fábrica de harinas en el canal de Castilla en 1844 (en Rvn por fanega triturada)
Tabla 9. Participación de los harineros en la creación de las entidades financieras de Castilla la Vieja y León, 1857-1864
Tabla 10. Capital escriturado en las sociedades industriales vallisoletanas y burgalesas, 1848-1869 (en miles de reales corrientes y porcentajes)a
Tabla 11. Resultados contables de la Compañía del Ferrocarril de Isabel II, 1861-1865 (en miles de reales corrientes)
Tabla 12. Principales empresarios castellanos quebrados entre 1864 y 1866
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Resumen

En este trabajo defiendo la tesis de que, en torno al negocio de la harina, surgieron en Castilla la Vieja en las décadas centrales del siglo xix, empresas equiparables en sus dimensiones, organización y propensión inversora de sus propietarios. El sector se caracterizó, desde el punto de vista empresarial, por la elevada concentración horizontal y vertical. Es decir, las harinas eran firmas potentes y muy diversificadas. Sin embargo, mantuvieron su naturaleza familiar. No hubo mayor distinción entre empresa y familia. Eran pues, muy vulnerables, razón por la cual sucumbieron a la crisis financiera de 1864. En cualquier caso, su existencia desmiente la ausencia de formas modernas de agrupaciones de capitales y de concurrencia en el mercado como oferentes durante la primera revolución industrial en esta región.

Palabras clave:
Harinería
Castilla la Vieja
Cuba
Empresarialidad
Códigos JEL:
N44
N83
N63
N73
N76
N86
Abstract

This paper defends the thesis that around flour businesses, in the middle decades of the nineteenth century in Old Castile, companies emerged that were comparable in size, organization and investment propensity of their owners. The sector was characterized, from a business point of view, by high horizontal and vertical concentration. That is, flour companies were strong and highly diversified but they maintained their family nature. There were no major distinctions between business and family. They were therefore very vulnerable, which is why they fell victim to the 1864 financial crisis. However, their mere existence belies the idea that modern forms of capital groupings and competition were inexistent since they acted as market suppliers during the first industrial revolution in this region.

Keywords:
Flour milling
Old Castile
Cuba
Emtrepreneurship
JEL classification:
N44
N83
N63
N73
N76
N86
Texto completo

Las dedicadas a la fabricación de harinas encarnan lo peor y lo mejor de las empresas castellanas y leonesas juzgadas en perspectiva histórica. En las décadas centrales del siglo xix y en este sector surgió un puñado de firmas que pautaron el frustrado despegue de la región y divulgaron unas dedicaciones fabriles, instituciones financieras e innovaciones gerenciales inéditas hasta la fecha. Sus titulares disfrutaban ya entonces de una enorme proyección económica y política, que no menguó en los años finales de la centuria. Sí lo hicieron, por el contrario, sus organizaciones, mucho más anodinas y retardatarias. Los grandes harineros, otrora siempre resueltos a emprender nuevos negocios que apenas conocían, merodeaban ahora por los pasillos ministeriales mendigando una contrata pública (Varela Ortega, 2001).

Sin embargo, ha cuajado más entre la historiografía lo sucedido en el segundo período. De esta suerte, son mejor conocidas las habilidades como buscadores de rentas de los felizmente llamados «harinócratas» en los años de la Restauración que los logros fabriles de esa primera generación de fabricantes y navieros. Tal olvido ha amparado la generalización de esa tesis tan extendida en virtud de la cual la burguesía regional mostró en los años de la Primera Revolución Industrial una enfermiza aversión al riesgo y una manifiesta negligencia en la formación de organizaciones dignas del calificativo de empresa (Sánchez Albornoz, 1985).

En estas páginas sostengo justamente lo contrario. Mi propósito es demostrar que, en este período, en torno al negocio de la harina, surgió en Castilla la Vieja y León un nutrido colectivo empresarial totalmente equiparable en su actitud ante el mercado, instituciones y estrategias a los de la España económicamente más avanzada. Es decir, las élites de esta región no miraron de soslayo al fenómeno de la industrialización parapetados en la cómoda condición de rentistas, como se nos ha hecho creer.

El fortalecimiento de estas empresas fue el feliz resultado de los elevados costes de transacción inherentes a una economía atrasada, solventados con la integración vertical facilitada por el matrimonio. Tal es la hipótesis que, adicionalmente, sostengo en este texto que –en mi criterio– permite avanzar en la identificación de la naturaleza, los vicios y las ventajas de la empresa familiar española. En el caso castellano, razones jurídicas y sociológicas evitaron que alcanzasen el grado de modernidad de las catalanas.

Pero esta generación de empresarios, cuyas organizaciones constituyen la plasmación institucional del frustrado despegue industrial de la región, caracterizado por Gómez Mendoza (1990) y Moreno Lázaro (2001, 2006), no tuvo continuidad. En estas páginas argumento que el aliento empresarial castellano se disipó tras la crisis financiera de 1864-1866. En otras palabras, los pioneros naufragaron en esa tormenta desatada en el mercado de capitales. Mi trabajo examina, pues, los letales efectos de la sobredimensión de la banca y las crisis que ocasionó en las empresas de una región rezagada en las primeras fases de la industrialización.

Quiero, por último, insistir en una cuestión no menor. La España interior no fue, desde luego, la principal productora de harinas de Europa, ni las empresas ligadas a ellas las más potentes. Pero en ningún territorio del sur del continente tuvieron estas firmas el peso, en todos los órdenes, que en Castilla. Es más, a diferencia de las del resto de Europa occidental, la empresa harinera castellana dependió por completo de lo sucedido en el mercado ultramarino, lo que le confirió unos rasgos (especialmente en lo que hace a la comercialización) genuinos y exclusivos de las compañías dedicadas a este negocio. De ahí –entiendo– el interés de mi ensayo.

1El cambio institucional, la legislación arancelaria y el nacimiento del negocio harinero

En 1786 Francisco Durango erigió en Monzón de Campos, en las proximidades de la ciudad de Palencia y en aguas del Carrión, la primera fábrica de harinas de España. Desde entonces, y hasta la ocupación francesa, se habilitaron una docena de ellas en el Camino Real de Santander a Herrera de Pisuerga y en la Tierra de Campos. Pero sus propietarios explotaron los molinos fabrilmente (es decir, pudieron comprar trigo y vender harina con plena libertad) merced al disfrute de un privilegio excepcional concedido por la Junta de Comercio, inherente a su condición de Real Fábrica. Los molineros (más de 6.000 en toda la cuenca del Duero por esas fechas) podían prestar exclusivamente el servicio de la maquila. No les estaba permitido almacenar y especular con harina, so pena de cuantiosas sanciones.

En 1815 el Ayuntamiento de Palencia solicitó la eliminación de las trabas legales a la explotación de fábricas de harinas, como instrumento para combatir la crisis deflacionaria que entonces asolaba a Castilla (AHN, Diversos, Serie General, Fondo 1, Cabarrús, legajo 52). Sin embargo, el gobierno se resistió a ello, en el convencimiento de que el giro harinero podía acarrear un encarecimiento del pan. En su lugar, perseveró en la concesión de privilegios. Gracias a ellos, explotaron sus fábricas la casa madrileña Arratía y Cía., desde 1817 en Palazuelos del Eresma (Segovia), y José Ojero en Grijota, en aguas del Canal de Castilla, levantada un año más tarde (AHPP, Protocolos, legajo 14.046, ff. 138 y ss. y AGS, Consejo Supremo de Hacienda, Junta de Comercio y Moneda, legajo 327, expediente 7).

El decreto de Javier de Burgos de 1834, completado por el gobierno nacido de la revolución de 1836 con la consagración de la plena libertad para el ejercicio de toda industria útil al Estado y el establecimiento de fábricas, eliminó los obstáculos legales a la elaboración fabril de harinas (Garrabou, 1979, pp. 352-353; Silvela, 1839).

Pero quedaba una cuestión pendiente: dónde hacerlo. Y es que en la región, aunque sobre el papel las aguas eran de titularidad pública, la mayor parte de los saltos pertenecía a la Iglesia y a los concejos. En la práctica, en ambas instituciones recaía la potestad de ordenar el aprovechamiento del caudal de los ríos castellanos. Lo hicieron de manera discrecional y en beneficio propio. Clérigos y regidores impedían sistemáticamente la construcción de artefactos que mermasen el caudal de los suyos.

La Hacienda encontró en 1838 una solución ingeniosa para facilitar la construcción de factorías: arrendar los molinos del Canal de Castilla a quienes se comprometiesen a convertirlos en fábrica. La inclusión entre los «bienes nacionales» susceptibles de ser desamortizados de los molinos propios del clero secular en julio y septiembre de 1841 coadyuvó a este cambio que estaba experimentando la oferta de harinas (Tomás y Valiente, 1971, pp. 97-99). El ideario liberal en materia de aguas quedó plasmado en la Real Orden de 14 de marzo de 1846, aunque su aplicación, cuando todavía predominaban las «manos muertas» en la titularidad de los saltos, fue un ejercicio de voluntarismo. Solo con la incautación y venta de los molinos concejiles, así como de los eclesiásticos pendientes de remate, desde 1855, quedó consumada la privatización de los ríos de la región, desde entonces susceptibles de un pleno aprovechamiento fabril, sancionado por las leyes de aguas de 1863 y 1879 (Maluquer de Motes, 1983).

Por estas tierras trascurrían, cercanos al Canal de Castilla y al ferrocarril que se dirigía a Santander, 3 cauces con estimables posibilidades de aprovechamiento energético: el Carrión, el Pisuerga y el Besaya. Se unía a esta circunstancia su proximidad a la Tierra de Campos. El tendido férreo comunicó desde 1860 Valladolid con Santander, el gran puerto harinero del mar Cantábrico, y Burgos con Bilbao. Al socaire de estas rentas de situación, en 1863, de las 195 fábricas en activo en el país (salvo en las provincias forales), con arreglo a los recuentos fiscales, 116 se ubicaban en Castilla la Vieja y León (Nadal, 1987). Las cifras representadas en la figura 1 y en el anexo 1 dan cuenta del empuje inversor en el sector, solo interrumpido por la crisis de subsistencias de 1856 que obligó al gobierno a autorizar la libre introducción de harinas. Ni siquiera Cataluña –que rebasó en prácticamente todas las ramas de la producción manufacturera a las regiones pioneras en ellas– hizo sombra a la harinería regional hasta finales de siglo (Nadal y Tafunell, 1992). Si acaso merece la pena referir el potente enclave zaragozano (Germán Zubero, 2002). Y poco más.

Figura 1.

Capital escriturado de las sociedades constituidas en Castilla la Vieja y León dedicadas a la elaboración de harinas, 1828-1870 (en miles de reales corrientes y medias móviles trienales).

Fuente: AHPP, AHPB, AHPV y AHPC, Protocolos.

(0.07MB).

Como es bien sabido, la especialización castellana y leonesa en la producción de harinas y el propio modelo de crecimiento económico conocido como «capitalismo agrario» nació de la protección arancelaria integral del mercado nacional y antillano dispuesta en 1820 y 1824, respectivamente (García Sanz, 1987).

En agosto de 1820 fue prohibida en España la entrada de trigos y harinas extranjeros, a menos que los precios de ambos productos que regían en los puertos peninsulares superasen un umbral absolutamente disparatado. El decreto de Javier de Burgos de 1834 y la Ley de Cereales de 1843 ratificaron y dieron solemnidad jurídica a la impermeabilización del mercado nacional vigente durante casi 5 decenios. El antillano lo fue tras el crecimiento paulatino del nivel de protección hasta 1864, lo que convirtió a La Habana en una de las ciudades más caras del orbe, para desconsuelo del patriciado local, obligados sus componentes a ingerir harinas de Castilla como si fuese un veneno, en lugar de las obtenidas en Filadelfia o Baltimore.

Es menester, pues, insistir en que el colectivo harinero castellano nació al abrigo de la protección estatal, primero en forma de privilegios excepcionales, y de la exclusión de la competencia, después. La dedicación de la burguesía castellana a la fabricación de harinas nada tiene de heroica, desde la perspectiva de la asunción de riesgos, como tampoco la tiene la de la catalana a la producción de los tejidos de algodón o la asturiana a la extracción de carbón. Unos y otros gozaron del favor de la Monarquía y unos y otros se defendieron mutuamente cuando en el Parlamento algún librecambista (rara avis entre la clase política española del xix) se atrevía a cuestionar su status arancelario.

2Origen, financiación y funcionamiento de la empresa harinera

Los primeros fabricantes de harina tienen en común un origen relativamente modesto. Menudeaban pequeños propietarios terracampinos que hicieron algún caudal arrendando rentas eclesiásticas o trabajando como corresponsales del Banco de San Carlos (caso de Pedro Pombo, Lorenzo Moratinos Sanz, los 2 de Villada, José María Semprún, de Medina de Rioseco o Francisco Illera, de Amayuelas). Pero también se incorporaron al negocio comerciantes de origen castellano expulsados de México (Ojero), enriquecidos en Cuba (los García de los Ríos, cuya trayectoria empresarial gloso en el anexo material adicional, disponible en la versión online), comerciantes cameranos (Hilario González), miembros de la baja nobleza (José María de Orense o Miguel Junco) o administradores señoriales (Antonio Polanco, de Aguilar de Campoo), enriquecidos en medio de la confusión que creó la ruina de los «estados» que gestionaban.

Con la excepción de Tadeo Ortiz, quien recorrió Europa durante su juventud, del mencionado Polanco, nieto de uno de los ponentes de la Constitución de 1812 (Díaz de Lavandero) e hijo de un liberal exaltado exiliado en Grenoble tras la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis, y el citado Orense, que llegó a ocupar la presidencia de las Cortes de la I República, carecían de formación jurídica y económica. La mayor parte de los harineros adquirió sus parvos conocimientos del empirismo más primitivo.

Como digo, ninguno de ellos comenzó su andadura mercantil en el negocio de la harina con grandes recursos. Los más afortunados financiaron unas inversiones no muy cuantiosas hipotecando su patrimonio rústico. De hecho, adquirieron fincas en la desamortización, no para aprovisionarse de materias primas (y mucho menos explotarlas directamente), sino para dotar de solvencia a unas empresas en cuyo activo el peso del circulante era muy elevado (Rueda, 1980; Díez Espinosa, 1986, 1987).

Un buen número de firmas integró verticalmente la fabricación de harinas con su embarque y expedición al resto de España y a ultramar (tabla 1), como los Pombo (Moreno Lázaro, 1994b), los Illera (véase la tabla 2) o Semprún. Por lo común, antes de crear su propia naviera, el harinero formaba una compañía con un armador, de modo que solo conocidos los negocios del embarque y del giro de harina, se animó a establecerse en ese puerto. En estos casos, el santanderino recibía, al margen de la participación en beneficios acordada, una comisión del 2% y, en 1855, 14 reales diarios en concepto de almacenaje de las harinas.

Tabla 1.

Tipología de las compañías harineras constituidas en Castilla y León, 1845-1870 (capital en miles de reales)


Tipo 
Número  Capital 
Sociedades familiares  21  31.951 
Sociedad compuesta por un harinero y un armador de Santander  7.980 
Sociedad compuesta por un harinero y un armador de La Habana  1.200 
Otras  26  11.330 

Fuente: AHPC, AHPP, AHPV, AHPB, Protocolos, escrituras de constitución de sociedades.

Tabla 2.

Capital en movimiento generado por la exportación de harinas a Cuba en 1831 (en Rvn corrientes)


Partida 
Valor  Porcentaje del total 
Adquisición de la materia prima  32.185,5  47,1 
Elaboración de la harina  3.847,8  5,6 
Embarrilado  4.598,8  6,7 
Transporte  2.557,2  3,7 
Embarque  401,7  0,6 
Conducción a La Habana  24.942,0  36,3 
Total  68.533,0  100,0 

Fuente: Sierra (1833).

Los navieros, por su parte, tomaron la decisión de explotar una harinera para garantizar el aprovisionamiento del producto. Pertenecían a grandes firmas familiares santanderinas que se iniciaron en el tráfico mercantil con las Antillas en el último cuarto del siglo xviii. Se trataba de un colectivo también muy heterogéneo, pero más cosmopolita que el anterior, formado por burgaleses, desde antiguo vinculados al giro de lanas, caso de los Gallo (tabla 3), comerciantes retornados de Tierra Firme, el de los Aguirre (tabla 4) y Alday, habaneros, como Juan López de Hoyos y su cuñado José María Montalbán, gaditanos (Campuzano, López Calderón y José María Sainz Pardo), asturianos (sobre todos de Rivadesella), el grupo más nutrido e influyente, entre quienes sobresalieron los López Dóriga (tabla 5), los Vial, Cuétara o Roiz de la Parra, y vascos, como los Zumelzu (tabla 6), Lecanda, Gazmuru o Egusquiza. Todos ellos llegaron a Santander tras la habilitación de su puerto para el comercio con América en 1778 y la creación del Real Consulado en 1786. Los de origen estrictamente montañés fueron los menos. Si acaso he de traer a colación a Indalecio Sánchez de Porrúa, Hilario Camus, José Llaín o Antonio Cortiguera.

Tabla 3.

Capital por empleado en la industria segoviana, 1862 (Rvn corrientes)


Establecimiento 
Capital 
Molinos harineros  12.500 
Fábricas de harinas  46.428 
Fábricas de paños  10.416 
Alfarerías y tejerías  3.542 
Fábricas de cervezas  5.000 
Fábricas de papel  5.000 
Fábricas de sombreros  2.500 
Fábricas de velas  12.000 
Fábricas de curtidos  17.142 
Fábricas de chocolates  4.000 
Media  9.960 

Fuente: Archivo Municipal de Segovia, sección Industria, expediente 1250/41.

Tabla 4.

El factor trabajo en la industria fabril santanderina en 1867: productividad y jornal (en reales corrientes)


Establecimiento 
Promedio de empleados  Productividad aparente  Jornal 
Fábricas de tejidos de algodón  180,0  1.301  4,0 
Fábricas de tejidos de lino  70,0  2.821  6,0 
Fábricas de velas  70,0  41.010  5,0 
Fábricas de cerillas  23,0  4.302  3,3 
Fábricas de licores  5,0  3.338  8,1 
Fábricas de fideos  5,0  4.858  4,0 
Fábricas de cigarros  1.031,0  4.332  4,0 
Fábricas de conservas  25,0  17.753  8,1 
Fábricas de harinas  3,6  105.086  11,3 
Fábricas de barriles  33,0  869  6,0 
Ferrerías  15,0  4.976  12,2 
Fábricas de cervezas  4,0  6.078  11,5 
Fábricas de curtidos  6,0  3.482  9,0 

Fuente: Parliamentary Papers, Account and Papers, Vice-Consul Report in Santander and Old Castile, 1867, London.

Tabla 5.

La propiedad de fábricas por parte de los grandes harineros de Castilla la Vieja y León en 1860


Industriales 
Fábricas  Piedras 
Familia Illera  32 
Antonio Ortiz Vega  60 
Familia Polanco  60 
Familia Iztueta  34 
Familia Pombo  49 
Familia Lecanda  36 
Hilario González  18 
Familia Ortiz de la Torre  18 
Enrique de la Cuétara  19 
Total  43  326 

Fuente: AHPC, AHPP, AHPV, AHPB, Protocolos, escrituras de constitución de sociedades.

Tabla 6.

Principales navieros inscritos en el puerto de Santander en 1847 (en toneladas de registro y tantos por ciento)

Armador  Buques  Tonelaje  Porcentaje del total 
Aguirre hermanosa  1.066  8,2 
A. Cortigueraa  907  7,2 
J. de la Pedrajaa  580  4,6 
T. Cagigal  915  7,2 
Familia López Dóriga  625  5,0 
J. R. Gazmuri  522  4,4 
Campo hermanos y Gonzáleza  420  3,3 
Huidobro, Revilla y Cía.a  266  2,1 
G. Roiz de la Parra  210  1,6 
F. Díaz  455  3,6 
Escalera y sobrino  540  4,3 
J. Ceballos Bustamante  380  3,0 
F. de la Vega  340  2,7 
Aparicio, Prieto y Labat  274  2,1 
Gallo hermanos  270  2,1 
R. S. Esgusquiza  170  1,3 
Subtotal  47  7.856  62,6 
Otros  21  4.681  37,3 
Total  66  12.537  100,0 
a

También fabricantes.

Fuente: Ratier (1847, pp. 120-124) y elaboración propia.

Por el contrario, la asociación mercantil entre un castellano y un habanero era poco menos que impensable debido a la incompatibilidad de sus intereses (Ely, 2001). Tan solo procede mencionar las compañías formadas por el santanderino Carlos Sierra y Ramón Carrera Estrada, pacense establecido en La Habana (1852), y con José Scania Mota 4 años más tarde; las escrituradas en 1857 por Pedro de la Gándara y Torrente hermanos; y Rosilló hermanos (1861).

El grado de integración vertical de la producción y el embarque de harinas fue tal que las vendidas «mano con mano», después de un regateo entre harinero y naviero, no superaron el 10% de las expedidas desde Santander. Estos tratos se realizaban bajo «pacto reservado». Las condiciones de contratación no se publicaban en la prensa de la capital montañesa para evitar contraofertas.

Poco tenían que ver, en lo que concierne a su tamaño y estrategia, las firmas de uno y otro tipo. Las exclusivamente productoras eran mayores y más solventes, merced a la seguridad que proporcionaba la propiedad de bienes raíces. Las que combinaban ambas dedicaciones dependían del buen éxito de sus operaciones en La Habana, a menudo sujetas a fuertes oscilaciones del precio de la harina o del azúcar durante el trayecto.

Los harineros integraron verticalmente el acarreo de harinas desde Alar a Santander antes de la construcción del ferrocarril. Juan González Agüeros explotaba a la altura de 1841 la mayor de estas empresas de transporte, con 21 animales de tiro. De hecho, la Empresa de los Canales de Castilla trató un año antes de formar una gran firma con este objeto social, que el ejecutivo abortó por el daño que ello podría causar a los miles de arrieros palentinos y montañeses (Domínguez, 1988, p. 129) (AMP, legajo 33).

A pesar del valor del activo que sumaban fábricas y buques, ninguna de estas empresas, a diferencia de lo sucedido en Cataluña, se constituyó en sociedad anónima, salvo la fracasada Sociedad para el encauzamiento del Uzieza, promovida por el periodista republicano palentino Eugenio García Ruiz (AHPP, Protocolos, legajo 14.242, ff. 84 y ss.). Y ello debido (al margen de las trabas legales) a las dificultades de encaje de este tipo de compañías con la naturaleza familiar de la empresa. En efecto, las harineras castellanas, incluidas las armadoras, eran estrictamente patriarcales. El fundador conservaba hasta su muerte todas las atribuciones gerenciales. Únicamente, y para solventar los problemas de agencia, daba algunas facultades a sus hijos.

La trayectoria vital del empresario pautaba la de la propia empresa. No había mayor distinción entre patrimonio familiar y activo de la firma ni, desde luego, ninguna vocación de continuidad intergeneracional. La empresa no era más que una categoría fiscal, de suerte que su titular tenía la noción de que administraba los bienes de la familia, no una organización autónoma. A su muerte, el caudal se repartía equitativamente entre los hijos, con alguna rebaja cualitativa en los lotes correspondientes a las mujeres, de manera que la empresa se dividía entre tantas porciones como herederos. Es decir, no inquietaba la continuidad de una institución de cuya existencia y pertenencia no tenían los harineros conciencia en cuanto tal, sino del patrimonio de la familia. Había que mantener los bienes, el prestigio, el honor y los contactos de sus miembros, no de la empresa. De hecho, a lo largo de su carrera mercantil, el harinero podía acordar múltiples alianzas societarias (incluso en compañías accidentales para un envío concreto de harinas) según lo aconsejase el mercado, el cambio técnico o la legislación arancelaria con una duración más o menos efímera. La familia siempre estaba ahí, ajena a estas eventualidades.

Solo en un caso, la familia fue consciente de poseer una empresa en cuanto tal y de la necesidad de recomponerla tras su fraccionamiento: la de los López Dóriga (Moreno Lázaro, 1994c). Tras la muerte en 1825 de Ramón López Dóriga, su hijo mayor, José María, se empeñó en reagrupar los negocios familiares, empleando para ello la boda de sus descendientes con los de sus hermanos y hermanastros, los habidos del matrimonio de su madre, Ana Laurencín Gossens, con el contable de la empresa, el menorquín Rafael Botín, con quien contrajo matrimonio tras enviudar.

Conviene resaltar los perniciosos efectos de la legislación civil en el debilitamiento de la empresa castellana y leonesa frente a la normativa catalana (y de algunos territorios vascos), que excluía de todo derecho a los hijos menores. Sin duda, alguna influencia tuvo en el tamaño de las compañías de cado uno de estos territorios. El caso de la familia Illera, cuyo patrimonio fue fraccionado entre sus 8 hijos (tabla 2), revela los enormes costes, en términos de fortaleza empresarial, del derecho de sucesiones castellano.

Volviendo a los aspectos gerenciales, un maestro dirigía las fábricas, las más de las veces, ubicadas en núcleos rurales. Junto a las harineras se alzaban las viviendas de los trabajadores cualificados a sueldo, conformando pequeñas colonias industriales (véanse las figuras 2 y 3), en antiguos cotos redondos, despoblados de conventos y monasterios. La observancia de la más estricta moralidad y disciplina guiaba las relaciones laborales. El perfeccionamiento técnico de las harineras, capital-intensivas, llegó a tal punto que la productividad del trabajo (y, por tanto, el salario) superó sensiblemente a la del resto de la industria fabril, a pesar del escaso valor añadido que generaba la elaboración de la harina (tablas 2–4). En ausencia de grandes aglomeraciones de empleados, bien retribuidos, adocenados y convenientemente aislados, la placidez laboral reinó en las harineras castellanas, incluso en los turbulentos años del Bienio Progresista.

Figura 2.

La colonia industrial La horadada en Mave (Palencia) en torno a 1880.

(0.11MB).
Figura 3.

El complejo harinero El campo de Alar del Rey en torno a 1870.

(0.11MB).

No era en absoluto habitual que los harineros obtuviesen la materia prima del beneficio de sus fincas. Inicialmente lo hicieron a través de «ojeadores» que recorrían la región apalabrando las cosechas en octubre (lo que entrañaba grandes riesgos), o bien adquiriéndola a la Hacienda, de lo recaudado en el arrendamiento de predios incautados a la Iglesia y aún no rematados. Pero, con el tiempo, las compras se formalizaron en grandes mercados creados a tal efecto en manos de mayoristas cuya identidad –huelga decir– coincide con la de los grandes fabricantes. Valladolid albergó el mayor de ellos, en las proximidades de la dársena del Canal, denominado Almacenes Generales de Castilla. Incluso los harineros proyectaron en 1861 la constitución de unos almacenes-docks propios de la Sociedad General de Descuentos, que no llegó a materializarse. La complejidad de las transacciones efectuadas en estos espacios, sobre todo en los años de la guerra de Crimea, alarmó a los propios observadores contemporáneos por su similitud con el juego de la bolsa. De hecho, en la década de 1860 estaba plenamente generalizado en Castilla el mercado de futuros, muy al poco de su nacimiento en Chicago.

La unidad de gestión era el «escritorio», habitualmente en Santander o Valladolid, atendido por el contable. La administración de estos negocios obligaba a un conocimiento exacto y cotidiano de los precios, facilitado por el Boletín de Comercio, editado desde 1838 en Santander, y el Diario de la Marina (desde 1832), en La Habana, solo desplazados pasadas 2 décadas por el telégrafo. A estas funciones, El Norte de Castilla unió las de portavoz de los ya conocidos como «los verdaderos intereses de Castilla» (Almuiña, 1989). Así pues, los fabricantes, como decía, casi todos con una formación pedestre, tuvieron que operar con expectativas de precios de la harina, información precisa de su cotización o noticia sobre las cosechas esperadas en los países vecinos. Por reproducir un testimonio, en 1858 el fabricante de Palenzuela (Palencia) José Ortiz se dirigía a Acebo hermanos, del comercio de Santander, en estos términos:

Le suplico que, diariamente, me tenga al corriente de todas cuantas alternativas se experimente en el mercado de harinas, así como de las noticias que obtengan [...] por telégrafo. El alma del negocio está en las buenas y prontas noticias [...]. Vale mucho estar al corriente, a veces una hora antes, para que puedan aprovecharse excelentes ocasiones para una gran compra de trigo, en especial, aquellas noticias halagüeñas procedentes de Cuba (AHPP, Protocolos, legajo 8.230 [1]).

El comercio santanderino no pudo atender las necesidades del tráfico de harinas, por lo que nunca perdió su vieja subordinación al de Bilbao. En 1859 la capacidad de carga de las embarcaciones de ese puerto era 5 veces inferior a las expediciones realizadas de harina, cuando en 1843 representaba un 57,6% (Hoyo, 1993, p. 77). El vapor llegó tarde a este puerto (fig. 4), ya en la década de 1850, fracasado el intento promovido por un grupo de navieros de la ciudad en 1840 (AHPC, Protocolos, legajo 533, ff. 351 y ss.). A la altura de 1855 disponían de este tipo de embarcaciones Juan Pombo, López Dóriga, Lorenzo Semprún y López Ganna. Sin embargo, no se empleaban más que para expediciones (esporádicas) de harina a Gran Bretaña.

Figura 4.

El puerto de Santander en torno a 1860.

(0.14MB).

Hasta la creación en 1849 de la Compañía Montañesa de Seguros, y ya en 1855 del Lloyds Cántabro, los navieros santanderinos contrataron con compañías de seguros marsellesas o malagueñas, en tanto que la única radicada en ese puerto, la creada en 1832 por Juan de la Pedraja, solo cubría pequeños envíos.

Las condiciones de embarque y expedición de este producto a ultramar no se diferenciaron mucho de las empleadas en su trasiego entre Valladolid a Santander. Habitualmente, un miembro de la familia del armador radicado en La Habana se hacía cargo de la recepción de las harinas (fig. 5). De no ser así, contrataba la venta con compañías habaneras especializadas (Pastor y Cía. e Hijos de Odriozola) o se le otorgaban plenos poderes al capitán a tal efecto.

Figura 5.

La bahía de La Habana en 1870.

(0.16MB).

Con los productos obtenidos de la venta de las harinas, el corresponsal debía adquirir azúcar, que ese mismo barco habría de transportar a Londres, El Havre o Hamburgo. En esas plazas, el pago era realizado mediante letras de cambio con vencimiento a 3 meses en la capital inglesa que el naviero realizaba, con un descuento del 2%, tan pronto como llegaba a sus manos y tras contactar con los comerciantes de esa nacionalidad establecidos en Santander Novelli y Cía. y T. Wylde.

Justamente con ellos contrataron los montañeses los envíos de trigo y harina a Gran Bretaña durante los años de la guerra de Crimea. Por el contrario, comerciantes vascos afincados en Burdeos se ocuparon de la venta de harinas castellanas en Francia. En Barcelona, tal tarea recayó en Serrá y Pelarde, Artigas y Mazo, Giorona hermanos, M. Teixidó, G. Dotrás y Font y Ruidor. Ya en la década de 1850 Antonio Ortiz Vega, Hilario González, Francisco Illera y Nemesio Polanco abrieron oficinas de representación a cargo de familiares en la capital del Principado.

3La oligopolización del sector

La producción de harinas estaba en manos de unas pocas familias. Pombo, Ortiz Vega, Iztueta, Lecanda y Ortiz Vega eran propietarios de un 10% de los establecimientos que sumaban un tercio de la capacidad de producción (tabla 5).

Los negocios navieros santanderinos experimentaron idéntica concentración (tabla 6) que, también, fue a más con el tiempo. La imposibilidad de penetrar en el comercio de Santander del mismísimo Antonio López, primer marqués de Comillas, constituye la mejor prueba de tal cosa (Rodrigo, 2000). En 1865 y 1866 los 10 primeros comerciantes, ordenados por el volumen de harinas expedidas, sumaban un 68,3% del total de las expediciones1. Los 115 restantes solo un 31,6% (Boletín Oficial de la Provincia de Santander, 1865 y 1866, passim). Obviamente, esta oligipolización se prolongó al pingüe negocio de la distribución de azúcar, en manos de un puñado de casas de comercio (tabla 7).

Tabla 7.

Recepciones de azúcar por armador en Santander durante el segundo semestre de 1857 (en tm y porcentajes)

Naviero  Entradas  Porcentaje del total 
Montalbán y Cía.  229  9,8 
D. de la Portilla  134  5,7 
M. Zumelzu  177  7,8 
Quintana y Gutiérrez  434  18,6 
A. Goicoechea  211  6,2 
J. Pombo  129  5,5 
J. M. Iztueta  249  10,7 
G. Pujol  318  13,6 
C. Sierra  146  6,3 
Torriente hermanos y Cía.  152  6,5 
Familia López Dóriga  146  6,2 
Total  2.325  100,0 

Fuente: Boletín Oficial de la Provincia de Santander, 1857, passim, y elaboración propia.

La concentración tiene una sencilla explicación microeconómica. Habida cuenta de la elasticidad del precio de la demanda infinita del azúcar y de la harina, el sector no podía caminar más que en esa dirección, tanto más en un contexto de protección arancelaria.

Hubo todavía un estímulo a la integración tan fuerte como las fuerzas de mercado: la endogamia. No tiene sentido relatar en estas páginas los enlaces matrimoniales porque resultaría tautológico. Baste decir que, en la práctica, estos empresarios formaron una gran familia. Nada tiene de especial: los ricos se suelen casar entre ellos. Pero en este caso, la elección era todavía más selectiva: el consuegro tenía que ser un propietario de una harinera o de un buque.

A pesar de las garantías que proporcionaban la lógica del mercado y los lazos de sangre, harineros y navieros tomaron toda suerte de cautelas para mantener este reparto consensuado y familiar.

En un primer término, la Compañía del Canal de Castilla no cedió la explotación de una esclusa de este cauce a personas ajenas al círculo de María Cristina, en cuyas manos estuvo su beneficio hasta su defenestración en 1855. Tanto fue así que la Junta de Comercio de Palencia, en un ejercicio de impotencia, llegó a culpar a la mismísima madre de la reina en 1849 de la ausencia «del barómetro regulador del mercado harinero» y de ser titular de «un monopolio sobre los granos». Había un poco de cinismo –con ser cierta– en esta denuncia, ya que los grandes harineros emplearon las competencias en materia de aguas de esta institución para evitar la entrada de nuevos productores (ADP, Junta de Comercio, reuniones de 26-1-1861 y 20-10-1863).

Como apuntaba párrafos atrás, estas firmas ostentaban, por otra parte, un control absoluto en el mercado triguero. Atendiendo a las cuotas fiscales, en 1844 los harineros comercializarían el 81,3% del trigo vendido en la ciudad de Palencia (AMP, legajo 71). Ellos fueron, hasta su desaparición, arrendatarios de diezmos en las diócesis de la región, y desde entonces, de la explotación de las fincas amortizadas aún no rematadas. No en balde, en 1838 Lorenzo Moratinos (uno de los miembros más conspicuos del mentado entorno de aduladores y secuaces de María Cristina) fungía como el director del Ramo de Amortización en Palencia. Únicamente los harineros podían costear la edificación o compra a la Hacienda de grandes almacenes, retener enormes partidas de grano y, muy especialmente, mantener una tupida y extensa red de ojeadores. De hecho, los 4 matriculados en 1847 en Paredes de Nava, uno de los principales mercados de la Tierra de Campos, trabajaban para los harineros Polanco, Iztueta, Moratinos y Cuétara (AMP, legajo 16).

Obviamente este colectivo de oligarcas harineros administró discrecionalmente la oferta de granos a fin de evitar la entrada de competidores. Por dar un ejemplo entre los muchos, los empleados de Cuétara y Abarca en Medina de Rioseco y Valladolid tenían la orden en 1848 de consultar a sus jefes a quién vendían el género. Y nunca hacerlo en montante superior a las 1.000 fanegas (AHPP, sección Protocolos, legajo 15.543, instrumento 142 y legajo 14.295, ff. 203 y ss.).

Por su parte, los navieros hicieron uso de las necesidades de financiación como barrera de entrada al sector. Aquellos comerciantes que no disponían de caudal para adquirir el trigo debían signar con un armador un contrato «a riesgo marítimo», préstamos avalados en las ganancias obtenidas en el futuro por la venta de harinas en La Habana que debían ser consignadas en un buque del prestamista (Valdaliso, 1991, pp. 79-80). Estas operaciones resultaban muy lucrativas para él, en tanto que obtenía unos ingresos añadidos más que estimables (un interés del 6%, el flete y una comisión del 2% de las ventas en el puerto cubano), abarataba los retornos y obtenía instrumentos de pago, las obligaciones firmadas (conocidas como «pólizas gruesas») que podían ser endosadas en la capital de la isla.

Esta oligopolización del sector no fue exclusiva del mercado español. Pero mientras en los países occidentales concurrieron las denominadas anti-mill societies, empresas formadas por los vecinos para romper el monopolio de un harinero a escala local, aquí solo se constituyó una: Paz y Cía. en 1850 en Medina de Pomar (Tann, 1980) (AHPB, legajo 2.877 [1861], ff. 83 y ss.). La razón no era otra que el distanciamiento absoluto de estas firmas del mercado regional.

Por el contrario, las prácticas monopolistas santanderinas encontraron una respuesta más tajante y efectiva en La Habana. Frustrada la iniciativa de erigir allí una harinera en 1845 (el gobierno de Madrid no pudo consentir tal cosa), los panaderos de la ciudad, en su mayor parte de origen catalán o francés, se agruparon en un gremio para adquirir conjuntamente las harinas y atenuar, en lo posible, el poder de los navieros en la fijación de los precios (ANC, Donativos y Remisiones, legajo 410, expediente 12).

No fue preciso, en ausencia de competencia efectiva, emplear recursos de diferenciación publicitarios. En 1850 únicamente estaban registradas las marcas de las harinas producidas por Polanco e Iztueta (OEPM, Marcas, tomo 6, volumen 3, f. 81). Transcurrieron casi 3 décadas hasta que otro fabricante de la región, el riosecano Saturnino de la Mora, acudiese en 1878 a esta instancia pública (OEPM, Marcas, marca 590). Por el contrario, los harineros dieron mucho valor promocional a las distinciones recibidas en las Exposiciones Universales, a decir verdad, bastante sorprendentes, dada su escasa calidad.

4La febrilidad inversora

Merced a la protección arancelaria y a su privilegiada posición en el mercado, los harineros castellanos y leoneses obtuvieron unos ingresos muy abultados. En 1844, según los cálculos de la propia Junta de Comercio de Santander, la rentabilidad de las ventas ascendió a un 28% (tabla 8) (AHPC, Diputación, legajo 160).

Tabla 8.

Cuenta de resultados de la explotación de una fábrica de harinas en el canal de Castilla en 1844 (en Rvn por fanega triturada)


Partida 
Valor 
Adquisición de la materia prima  30,16 
Conducción de trigos y harinas  1,14 
Costes de producción  2,24 
Alquiler del edificio  2,07 
Contribuciones  0,16 
Total gastos  35,78 
Total ingresos  49,73 
Beneficios netos  13,95 

Fuente: AHPC, Diputación, legajo 160.

Los harineros aventuraron gran parte de estos recursos en otras iniciativas empresariales. En rigor no se puede decir que desplegasen una estrategia de crecimiento por combinación vertical (al margen de la antes descrita, estrictamente ligada al negocio), a tenor de la naturaleza de estas empresas, participadas por varios socios y no integradas en una matriz. Estas inversiones tienen una lectura, si cabe, más épica. Los harineros sucumbieron a un fervor industrialista que les llevó a explorar posibilidades de lucro en sectores, en ocasiones, disparatados, como sondear nuevos yacimientos auríferos en El Bierzo, en lo que empleó parte de su fortuna Ortiz Vega, sin resultado alguno.

Entre estas iniciativas sobresale la construcción del ferrocarril de Alar a Santander, de una gran complejidad técnica. Las enormes necesidades de financiación de este tendido obligaron a constituir media docena de sociedades de crédito en Valladolid, Santander y Palencia, cuya misión consistía en captar depósitos para suscribir las obligaciones emitidas por la empresa concesionaria del tendido. El objetivo de los bancos de emisión creados en esas 3 capitales nada tenía que ver con los negocios ferroviarios: se trataba de solventar las necesidades de numerario en las principales plazas de la región que el Banco de España y el Banco de Economías de Madrid no satisfacían. Como resultado de este esfuerzo harinero por modernizar el mercado de capitales en Castilla la Vieja y León (tabla 9), Valladolid se convirtió en la tercera plaza financiera del país.

Tabla 9.

Participación de los harineros en la creación de las entidades financieras de Castilla la Vieja y León, 1857-1864


Entidad 
Capital suscrito  Porcentaje del total 
Banco de Valladolid  4.728.000  84,1 
Banco de Santander  a  77,4 
Crédito Cántabro  11.584.000  70,0 
Crédito Castellano  25.230.000  74,1 
Gallo y Cía  920.000  29,2 
La Unión Castellana  11.200.000  39,4 
Crédito Mercantil  13.752.000  66,9 
Sociedad de Crédito Agrícola, Mercantil e Industrial  2.652.000  43,7 
La Constructora Castellana  a  33,3 
Unión Palentina  a  53,8 
Crédito Palentino  3.680.000  40,8 
a

No se dispone de la cuantía del capital suscrito por cada accionista. El porcentaje del capital en manos de harineros ha sido estimado atendiendo al número de ellos en el accionariado.

Fuente: AHPC, AHPP, AHPV, AHPB, Protocolos, escrituras de constitución de las sociedades incluidas en la tabla.

Las inversiones en finanzas, con arreglo al capital escriturado por las sociedades vallisoletanas, multiplicaron entre 1849 y 1869 por 2,7 a las materializadas en la industria. No por ello carecieron de relevancia productiva. Los datos detallados en la tabla 10 permiten identificar las prioridades inversoras de los harineros en el sector secundario.

Tabla 10.

Capital escriturado en las sociedades industriales vallisoletanas y burgalesas, 1848-1869 (en miles de reales corrientes y porcentajes)a


Actividad 
Sociedades  Capital  Porcentaje del total  Sociedades  Capital  Porcentaje del total 
  ValladolidBurgos
Alimentación  24  14.605  29,6  2.041  47,9 
Textil  17.966  36,4  1.490  35,0 
Cuero y calzado  4.264  8,6 
Papel y artes gráficas  1.370  2,8  212  5,0 
Gas  2.100  4,2 
Químicas  2.075  4,2  200  4,7 
Materiales de construcción  900  1,8 
Siderurgia  4.011  8,1  320  7,5 
Minería  2.125  4,3 
Total  56  49.416  100  4.263  100,0 
a

Datos disponibles para Burgos desde 1861.

Fuente: AHPV, hipotecas, libro de comerciantes y RMB.

Conocidas son sus empresas algodoneras en Valladolid, el mayor núcleo productor de la España interior, gracias básicamente a la puesta en marcha en 1857 de la fábrica La Vallisoletana, de Vidal, Semprún y Cía., participada por la viuda de Pombo, Hilario González, su impulsor, y los Jover, comerciantes de tejidos catalanes establecidos en esta ciudad desde finales del setecientos (Moreno Lázaro, 2002) (tabla 8). A Enrique de la Cuétara (tabla 9) se debe el intento fallido de erigir en 1845 en Palencia la que habría sido la mayor fábrica de tejidos de lana de España.

En 1841 el harinero palentino Miguel Iglesias, con el apoyo financiero de los también fabricantes Fructuoso Gutiérrez, los hermanos González Agüeros, Pedro Ochotorena y José María de Orense, entre otros, fundó La Palentino-Leonesa, con la intención de construir y beneficiar una planta siderúrgica en Sabero (León) (AHPP, Protocolos, legajos 13.882, ff. 413 y ss. y 14.296, ff. 133 y ss.). Poco se sabe de la fundición de cobre establecida por Manuel Pombo en la localidad de Nogal de las Huertas (Palencia) con anterioridad a 1852 (AHPP, Hacienda, legajo 3.183).

El compromiso de los fabricantes de harinas con los negocios metalúrgicos obedeció a la necesidad de proveerse de maquinaria harinera. Lo hicieron acompañados de maquinistas franceses: Cardhaillac en Valladolid y Pretement en Palencia. Incluso José María Semprún y Juan Fernández Rico, propietario de una planta en Valladolid donde fabricaba arados y bombas de riego, participaron en 1858 como socios en la empresa promotora de la fundición de San Pedro de Araya en Álava, impulsada por el vallisoletano Diego Fernández Gamboa y el bilbaíno León de Urigoitia (Sáez García, 1999). Por su parte, el naviero Prudencio Blanco estuvo entre los artífices de la empresa siderúrgica Portilla y White, con factorías en Sevilla y Córdoba.

En lo que atañe a las inversiones agroalimentarias, en 1830 Tomás López Calderón obtuvo de la Junta de Comercio y Moneda permiso para edificar en Santander una fábrica de pan al vapor, una de las primeras del país en contar con este motor, a la que siguió la de Hilario Landa en 1832, dotada de este mismo ingenio mecánico (Salomón, 1861) (AHPC, Protocolos, legajos 920, ff. 216 y ss., 463, ff. 24, 403, ff. 850 y ss., 547, f. 75). En 1847 se establecieron en Valladolid las primeras plantas de estas características, también propias de harineros.

A los harineros se debió, asimismo, el vigor que tuvo en Castilla la Vieja y León a mediados del siglo xix la industria papelera (sobre todo en Burgos, Valladolid y Palencia), a consecuencia de los desembolsos de Francisco Arnáiz, José de Garaizábal y Juan Pombo, respectivamente); la chocolatera (con las fábricas de Fernández Vítores en Valladolid, levantada en 1849, la del mencionado Arnáiz en 1845 en Burgos y la de Tadeo Ortiz en Palencia, en 1856); la curtidora, sector en el que invirtieron Antonio Ortiz Vega, los Semprún y Leonardo Martínez; la de barriles en Santander, todas ellas propias de harineros; la de materiales de construcción, en la que sobresalió Ignacio Linazasoro en Alar del Rey; y la fabricación de rubia y colorantes, representada en la firma marsellesa radicada en Valladolid en 1863 Aynes y Cía., participada por Benito Martínez Jover (Ratier, 1847, p. 149) (AMB, Estadística, expediente 335, AHPB, legajos 871, instrumento 1.780 y 25.582, instrumento 36, AHPC, legajo 529, f. 132, AHPV, Protocolos, legajos 18.459, instrumento 236 y 15.1818, instrumento 606 y AHPP, “Protocolos”, legajo 16.1672, ff. 424 y ss.). La más acreditada planta de escabeches de España a mediados del xix, La Cantábrica, en activo en Santander desde 1846, pertenecía al ya citado López Calderón (AHPC, legajo 1.625, ff. 3.103 y ss., y El Boletín de Comercio, Santander, 26-11-1873). Hubo quien, como Haya y Cía. en 1857, en esa ciudad, empleó su caudal en el beneficio de fábricas de refinado de azúcar, negocio en el que estaban tan concernidos (Salomón, 1861, p. 110).

Sus inversiones en la viticultura no han recibido el conocimiento historiográfico debido, a pesar de ser tan perdurables en el tiempo. La familia Illera organizó la bodega en la Ribera de Duero, que todavía lleva hoy su nombre. En 1862 Eloy Lecanda se hizo con la finca Vega Sicilia, en las proximidades de Peñafiel (Valladolid), donde produjo con cepas francesas vino Cabernet Souvignon. Acogiéndose a los beneficios de la Ley de Colonias Agrarias, allí levantó un pequeño complejo industrial (compuesto por las prensas, las bodegas, una fragua y una fábrica de pan), así como viviendas para 27 familias (Gaceta de la Agricultura (1), 1862, p. 16 y AHPP, Protocolos, legajo 14.219. ff. 406 y ss.).

Ellos fueron quienes identificaron y explotaron las cuencas mineras campurrianas y del Valle de Orbó en Palencia antes de caer en manos, en 1859, del Crédito Mobiliario, a través de empresas como la Compañía Minera de Parbayón (1844), la Esperanza de Reinosa (1845), la Sociedad Minera Palentina (1847) y La Vallisoletana (1857). La última incursión de los harineros en este sector se fechó en 1864, con la constitución de Unión Campurriana y Balbuena, Rico y Cía. Algunos empresarios sucumbieron al atractivo de los recursos carboníferos asturianos, como Prudencio Blanco, propietario desde 1858 de una empresa minera en Cangas de Onís que explotó junto con Carlos Trió, administrador de loterías de Santander, y los franceses Pichot, Boulay y Bussy (Hoyo, 1993, p. 149) (AHPC, Protocolos, legajos 534, passim, 4.328, ff. 48 y ss., 4.326, instrumento 92 y AHPP, legajo 4.327, ff. 217 y ss.).

Los harineros trataron de competir con las compañías extranjeras en el laboreo de los yacimientos de calaminas, cobre, plomo y hierro de La Montaña, si bien la Real Compañía de Minas, la francesa Vielle Montagne y el escocés J. MacLenann, radicado en Santander, acabaron adueñándose de ellas (Hoyo, 1993).

Los efectos en la modernización empresarial de estas firmas fueron mayores que los de las propias harineras. En su mayor parte, la presencia de socios vascos, madrileños o catalanes diluyó el peso de la familia en ellas. Es más, muchas de estas compañías adoptaron la naturaleza de sociedad anónima. De su participación en las firmas ferroviarias y financieras obtuvieron los fabricantes algún conocimiento en el uso de instrumentos estadísticos y contables, aunque, a decir verdad, no fue empleado en la gestión de las harineras.

5El marasmo financiero

La crisis financiera de 1864 malogró este intento de despegue castellano y la modernización empresarial que estimuló. Cuento solo con algunos datos fragmentarios que desvelan la magnitud de las dificultades que atravesó la harinería. La renta percibida por el alquiler de las fábricas de harinas del Ramal Norte del Canal cayó en términos nominales en un 28% entre 1860 y 1870, provocando el hundimiento de los dividendos repartidos por la empresa titular (de un 3% en el ejercicio de 1862-1863 a un 1,46% en el 1866-1867) (AGA, Hacienda, libros 9.027 y 9.028). Los beneficios de la naviera santanderina de Francisco Ferrer de la Vega pasaron de 219.012 reales en 1863 a unos escuálidos 1.201 en 1866 (AHPC, Ferrer, Libros mayores [años indicados]). La consideración del capital de las nuevas sociedades harineras constituidas en este período resulta todavía más esclarecedora del extraordinario declive inversor al que asistió Castilla (fig. 1).

La interpretación de lo sucedido es relativamente simple: obedeció a las dificultades de la Compañía del Ferrocarril de Isabel II. Los problemas comenzaron en 1861, tras no cuajar un intento de compra por Norte, apadrinada por Lorenzo Semprún y Gerónimo Roiz de la Parra. Los responsables de la empresa francesa respondieron con una agresiva política tarifaria a la negativa de los accionistas. En 1862 acordaron con MZA la integración del tráfico desde las estaciones de Arévalo (Ávila), Medina del Campo (Valladolid), Palencia, Frómista (Palencia) y Estépar (Burgos) hasta Alicante, Barcelona, Cádiz y Málaga a un precio sustancialmente inferior al que cobraba la ferroviaria castellana. Al acuerdo se sumó el marqués de Comillas, ávido por vengar la humillación que sufrió en Santander. Tras su adhesión a la guerra tarifaria, pagaba más un fabricante de Valladolid por mandar un barril de harina solo a Santander a través del Canal y del ferrocarril de Alar que por hacerlo hasta La Habana mediante esta vía alternativa ofrecida en una alianza inédita por los Pereire, los Rothschild y el marqués de Comillas. La Compañía del Ferrocarril de Isabel II, acorralada por unos y otros, no tuvo más alternativa que disminuir sus tarifas en 1862 (Tedde, 1978, 60-80; Tortella, 1973, passim) (El Boletín de Comercio, Santander, 5-V-1862). La estrategia sirvió de poco. El deterioro de los ingresos de la Compañía del Ferrocarril de Isabel II en 1864-1865, por culpa del descenso de los envíos de harina (tabla 11) causado por la rebaja del arancel que gravaba las entradas de harinas de Estados Unidos en Cuba, fue tal que no pudo amortizar las obligaciones con vencimiento en ese ejercicio. Ello llevó a la quiebra a las sociedades de crédito tenedoras de tales títulos. La situación de estas entidades puso en serios apuros a los «harinócratas», en tanto que habían empleado buena parte de sus recursos en la suscripción de sus acciones, cuyo valor ahora era menor que el del papel en que estaban estampadas.

Tabla 11.

Resultados contables de la Compañía del Ferrocarril de Isabel II, 1861-1865 (en miles de reales corrientes)


Año 
Ingresos  Clientes  Acreedores  Pérdidas 
1861  16.729  3.200  3.117  1.982 
1862  12.153  15.176  32.742  8.505 
1863  11.513  11.457  41.661  7.940 
1864  9.807  37.626  35.567  12.038 
1865  8.796  320  17.370  9.344 

Así las cosas, los componentes del consejo de administración del Banco de Valladolid, con Juan Pombo y José María Semprún a la cabeza, resolvieron emplear los depósitos, el capital y las reservas en evitar su propia ruina y, de paso, salvar al Banco de Santander del seísmo financiero. No en balde compartían accionistas. Los responsables de la entidad emisora vallisoletana acordaron que el banco comprase, pagando en oro y a un precio superior en un 7% al de su valor nominal, sus acciones en las sociedades de crédito quebradas. Por extraño que parezca, tal felonía, en la que se esfumaron 300 millones de reales, fue elevada a escritura pública.

Estos empresarios, “gente tenazmente agarrada al lucro y tan obstinada en sus resentimientos personales”, en palabras del Comisario Regio, Rafael Cachá, trajeron la penuria económica a Valladolid (Tortella, 1973, p. 265). A comienzos de noviembre de 1864 circularon los primeros rumores sobre el alcance del desfalco. Poco después, en la Nochebuena, se hizo pública la ruina de Domingo Gutiérrez Calderón, harinero y promotor del Teatro Calderón, esa especie de Teatro de Ópera de Manaos, pero en el corazón de la meseta castellana, símbolo de la opulencia y megalomanía de quienes ya no presumían de hidalguía, sino de riqueza (tomo prestada esta aguda comparación de Helguera (1988). Desde entonces se sucedió un rosario de quiebras. Solo desde el 28 de diciembre de 1864 al 16 de enero de 1865 padecieron tal situación concursal media docena de empresarios, entre ellos la viuda de Enrique de la Cuétara, Toribio Lecanda y el armador santanderino Prudencio Blanco. El anuncio de la de Antonio Ortiz Vega, el mayor harinero de España, el 16 de enero de 1865, y su ingreso en prisión, dejando deudas por valor de 45 millones de reales a una treintena de comerciantes de Valladolid y Santander frustró el plan del Ministerio de Hacienda de encalmar el comercio castellano. El pánico financiero, acrecentado por el goteo de declaración de quiebras (tabla 12), se había instalado en la región irremediablemente.

Tabla 12.

Principales empresarios castellanos quebrados entre 1864 y 1866


Quebrado 
Localidad  Actividad  Año 
D. Gutiérrez Calderón  Valladolid  Harinero  1864 
Galán y Cía.  Santander  Naviero  1864 
J. Fernández Mantilla  Valladolid  Harinero  1864 
Viuda de Cuétara y Cía  Palencia  Naviero y harinero  1864 
P. Toca de Aguirre  Santander  Comercio  1864 
J. Lecanda  Santander  Naviero y harinero  1864 
E. Lecanda  Santander  Naviero y harinero  1864 
P. Blanco  Santander  Naviero e industrial  1864 
A. Ortiz Vega  Valladolid  Naviero y harinero  1864 
M. Perillán  Valladolid  Contratista e impresor  1865 
M. Fernández Laza  Valladolid  Fabricante de tejidos  1865 
J. M. Iztueta  Santander  Naviero y harinero  1865 
Núñez y Salcedo  Santander  Naviero  1865 
Viuda de Suárez de Centi  Valladolid  Harinera  1865 
Zumelzu y Torriente  Santander  Naviero y harinero  1865 
Tomás Balvuena  Santander  Naviero y harinero  1865 
Rafael Michelena  Reinosa  Harinero  1865 
Grijalbo hermanos  Valladolid  Harinero  1865 
Cosme Zaballa  Santander  Naviero  1865 
F. Ruiz de Huidobro  Valladolid  Harinero  1865 
M. Lara  Valladolid  Fabricante de tejidos  1865 
José León  Valladolid  Fabricante de tejidos  1865 
Ramón Villardell  Valladolid  Fabricante de tejidos  1865 
C. Merino de las Moras  Palencia  Harinero  1866 
F. Cortiguera  Santander  Naviero  1866 
Casuso y Almiñaque  Santander  Naviero  1866 
Gutiérrez y Quintana  Santander  Naviero  1866 
Gurueta y Marañón  Santander  Naviero  1866 
Polanco hermanos  Santander  Naviero y harinero  1866 
B. Martínez Jover  Valladolid  Fabricante de tejidos  1866 

Fuente: AHPP, AHPV, AHPC, Protocolos, y Boletín Oficial de la Provincia, Santander, 1864-1866, passim.

En abril de 1865, tras la denuncia interpuesta por un accionista del Banco de Valladolid, Antonio Zabala, del comercio de Bilbao, los tribunales ordenaron la detención de Celestino de las Moras, los hermanos García de los Ríos, los Cachurro, Hilario González y Juan Fernández Rico. Quienes hasta hacía pocos meses se paseaban en sus calesas por las calles de Valladolid o por El Sardinero en los veranos santanderinos junto con la mismísima reina eran encarcelados como vulgares rateros2.

La situación empeoró en 1866, tras la extensión de la crisis a Bilbao, con la quiebra de la Compañía del Ferrocarril de Tudela y la disolución de la Sociedad General Bilbaína de Crédito (Tortella, 1973, p. 281). Las autoridades temían un levantamiento popular similar al vivido en 1856, debido a la mala cosecha, el rebrote del cólera y la atonía económica. De hecho, muchos comerciantes de Valladolid y Santander se guarecieron en La Habana de la enfermedad, la cárcel y las irás del populacho. La crisis de subsistencias de 1867-1868 y la adopción de una política tímidamente librecambista ahondaron aún más la crisis.

En estas condiciones, 2 proyectos que habrían cambiado la faz fabril de Valladolid fueron abandonados: los de Juan Pombo y Félix de la Aldea de levantar sendas plantas algodoneras y siderúrgicas, respectivamente.

En agosto de 1868 el juez dictó pena de prisión contra Hilario González, Saturnino de la Mora, Antonio Ortiz Vega, Ventura de la Riba, Juan Fernández Rico y Manuel Polanco, entre otros. Pedro Pombo, huido de la justicia, y Alonso Pesquera, aforado por su condición de militar de alta graduación, la evitaron. Con todo, el nuevo Gobierno nacido de La Gloriosa se apiadó de ellos. El 21 de julio de 1869 era fallada una nueva sentencia absolutoria tras una nueva farsa en forma de juicio.

Poco después, en 1870, Antonio Ortiz Vega, un panadero de Alar que había iniciado su fortuna casándose con una anciana propietaria de una fábrica de curtidos y que había llegado a convertirse en el empresario más rico de Castilla la Vieja, murió a los 57 años en la ruina más absoluta en una pensión no muy lejos de su antiguo palacete, hoy ocupado por la sede central del BBVA en Valladolid.

También en la miseria falleció en 1873 Toribio Lecanda, acosado por sus acreedores parisinos. Sus 2 hijos, Eloy y Joaquín, apenas pudieron costear un entierro medianamente decoroso (AHPC, Protocolos, legajo 5.763).

Los últimos días de Juan Fernández Rico transcurrieron en condiciones más lastimosas. En marzo de 1866 liquidó todos sus bienes en Castilla, sus acciones en el Banco Español de La Habana y en diferentes compañías ferroviarias cubanas para hacer frente a sus acreedores. En 1871, ya fuera de prisión, vendió su fábrica en Tamariz a Aquilino Pequeño con la condición de que la arrendase a su sobrino, Blas Dulce. A él le pidió que le permitiese visitarla de cuando en cuando. Pocas oportunidades tuvo de hacerlo. Murió a las pocas semanas, sin adeudar un solo real, pero pobre de solemnidad (AHPV, Protocolos, legajo 16.692, instrumento 18).

6Consideraciones finales

Castilla la Vieja y León vivieron durante las décadas centrales del siglo xix un esplendor económico desconocido desde el siglo xvii gracias a las oportunidades de enriquecimiento que brindó el capitalismo agrario. Tal opción de crecimiento, que no de desarrollo, tan ejemplar y didácticamente explicada por García Sanz (1987), se sustentó en la protección arancelaria del mercado metropolitano y del de la isla de Cuba, la gran fuente de riqueza de los empresarios de la región, quienes no tuvieron el menor rubor en proclamar su pertenencia, frente a las aspiraciones catalanas, por «derecho de conquista».

La región acarició entonces el sueño de la modernidad. Por fin el Canal de Castilla surtía los efectos dinamizadores para los que fue diseñado una centuria atrás. La región se sembró de fábricas de harinas. Valladolid eclosionó como el gran distrito fabril de la Meseta, irradiando sus externalidades a las levíticas y diminutas ciudades de Burgos y Palencia. El ferrocarril, el vapor, el gas, el telégrafo llegaron a estas tierras mucho antes que a otros puntos de la España interior. Los harineros se embarcaron en nuevas iniciativas fabriles carentes de toda tradición en Castilla, sobre todo en la industria textil algodonera y en la metalurgia.

Por más potentes que fuesen (como las francesas o británicas), las empresas harineras europeas distaban de esta proyección y diversificación de las castellanas. Que fabricantes de harinas de poca monta se comprometiesen en grandes negocios financieros, ferroviarios, navieros, fabriles y mineros fue algo excepcional en la Europa de su tiempo. Ni siquiera los húngaros de finales del xix llegaron a tanto.

Tales avances y los logros fabriles de las élites castellanas ponen en cuestión el carácter anodino de la burguesía regional en el que se han regodeado algunos analistas de la realidad social del pasado y la supuesta ausencia de espíritu empresarial en los naturales de la región, como si hubiese etnias, culturas o minorías más proclives a ello, algo científica y éticamente inaceptable.

En suma, no cabe hablar de neoarcaismo agrario, de abulia inversora, de desdén al progreso, de apego retardatario y contumaz a la tierra ni de desdén al mercado en la Castilla de mediados del ochocientos. Tales consideraciones no son más que apriorismos sustentados en el decadentismo de los autores castellanos del 98 (como el agudo Julio Senador Gómez), que describieron con crudeza a su patria chica, ahora agonizante y detenida en el tiempo. Pero entre un momento y otro (excesos retóricos aparte) mediaron 5 decenios.

Castilla la Vieja y León no solo se aproximaron a los niveles de industrialización de la España periférica, sino que se dotaron de la organización que institucionalmente lo hizo posible: la empresa.

Ahora bien, la castellana es hija de la protección arancelaria. Los harineros eludieron la competencia en lo posible. No eran, desde luego, unos románticos descerebrados. Invirtieron allí donde el Estado les garantizaba la obtención de beneficio. Tal actitud no ha de ser tildada de aversión al riesgo, sino, más bien, de amor al lucro, el motor del capitalismo industrial.

La naturaleza familiar lastró el crecimiento de estas firmas. Los lazos sanguíneos no eran en Castilla más firmes u opresivos que en Cataluña o en Vizcaya, pero sí distinta la gerencia, piramidal aquí, y las condiciones de reparto de bienes una vez fallecido el patriarca. Y ello porque las harineras nunca perdieron los hábitos propios de las empresas agrarias de las que procedían. En la concepción de los negocios de los harineros castellanos, las sociedades anónimas no tenían encaje porque desbordaban los límites de la familia. En la regular colectiva sí encontraron perfecto acomodo.

Adicionalmente, por más grado de sofisticación que mostrasen las organizaciones que ellos crearon, los harineros nunca tuvieron la noción de estar a cargo de una empresa, de algo plenamente autónomo, como el Ferrocarril de Isabel II, que recibió incluso esta denominación. La categoría en la que pensaban, lo que trataban de defender con contratos (sean mercantiles o matrimoniales), era el patrimonio, su legado, su fortuna, no el prestigio de la firma o «de la casa», como en otras culturas empresariales.

Pero su éxito en los negocios no se explica sin el respaldo de la familia. En unas condiciones de incertidumbre y dificultades en la disponibilidad de información, los empresarios castellanos emplearon el capital social, la lealtad y los vínculos de sangre para solventar los problemas de agencia (Nahapiet y Ghoshal, 1998).

Lamentablemente, y como sucedió en Andalucía, esta industrialización no cuajó. Es más, los efectos de la crisis financiera de la década de 1860 dejaron más impronta que las 2 décadas de pasión industrialista que la precedieron.

Puestos a buscar los orígenes históricos de la incontrovertible apatía inversora de los empresarios de la región desde finales del xix, hay que hacerlo en lo sucedido en estos años. Durante generaciones, lo acaecido en las finanzas de Santander y Valladolid entre 1864 y 1868 pervivió en el recuerdo de los miembros de las sagas empresariales castellanas y leonesas. Y con él, el recelo hacía empresas sobre las que pesase el menor atisbo de incertidumbre. Otro tanto sucedió con las que, por exigencias organizativas o financieras, desbordasen la frontera de la familia, institución a la que se abrazaron, hasta confundirse, todavía más, con la empresa.

Pero no es menos cierto que este exceso de oferta de servicios financieros –causante de la crisis– tuvo sus ventajas en el corto plazo, en tanto que facilitaron instrumentos de pago ignorados hasta entonces.

De hecho –y no por casualidad–, el mayor legado empresarial de la malograda industrialización castellana es justamente una entidad financiera, el Banco de Santander, resultado de las necesidades de dinero por motivo de transacción que suscitó un negocio, del empeño de unos empresarios –los harineros– por crearlo y, sobre todo, de sus esfuerzos denodados por mantenerlo a salvo de la debacle de 1864-1866.

Financiación

Este artículo se ha financiado con el proyecto del Ministerio de Economía y Competitividad HAR2013-41121-P, cuyo título es Minorías españolas y su éxito empresarial en América Latina, 1810-2012.

Fuentes

Archivo de la Diputación de Palencia (ADP).

Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares) (AGA).

Archivo General de la Nación (La Habana) (AGN).

Archivo Histórico Nacional (Madrid) (AHN).

Archivo Histórico Provincial de Burgos (AHPB).

Archivo Histórico Provincial de Cantabria (AHPC).

Archivo Histórico Provincial de Palencia (AHPP).

Archivo Municipal de Palencia (AMP).

Archivo Municipal de Paredes de Nava (AMPN).

Archivo Histórico Provincial de Valladolid (AHPV).

Oficina Española de Patentes y Marcas (OEPM).

Registro Mercantil de Burgos (RMB).

Registro de la Propiedad de Palencia número 1 (RPP1).

Agradecimientos

Quiero dedicar este artículo a la memoria de mi maestro Ángel García Sanz. De hecho, formaba parte de un libro editado por él sobre las empresas de Castilla y León, nunca editado por su prematura muerte. Debo agradecer de la manera más emotiva y sincera las correcciones y sugerencias que, en el proceso de edición del malogrado libro, me hizo llegar, tan agudas como certeras.

ANEXO 1
Sociedades dedicadas a la fabricación de harinas constituidas en Castilla la Vieja y León, 1828-1870 (capital en miles de reales corrientes)

Año  Número  Capital 
1828  359 
1829 
1830  200 
1831  1.329 
1832  2.600 
1833  70 
1834 
1835  76,6 
1836 
1837 
1838  420 
1839  1.102 
1840 
1841  1.200 
1842 
1843  240 
1844  570 
1845  640 
1846  1.040 
1847  600 
1848  1.073 
1849  1.493 
1850  1.873 
1851  1.073 
1852  1.113 
1853  3.400 
1854  1.500 
1855  5.864 
1856  3.219 
1857  7.650 
1858  2.146 
1859  1.121 
1860  1.210 
1861  11.572 
1862  5.939 
1863  4.906 
1864  4.267 
1865  9.807 
1866  4.400 
1867  1.612 
1868  260 
1869  1.688 
1870  5.688 

Fuente: AHPP, AHPB, AHPV y AHPC, Protocolos.

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La habilitación de infraestructura de esa playa para «baños de ola» fue, por cierto, cosa de los Pombo.

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