Actualmente el consentimiento informado (CI) supone un presupuesto y elemento integrado de la lex artis para llevar a cabo la actividad médica1.
Es un hecho evidente que el CI ha sido ajeno a la tradición médica, que lo ha ignorado a lo largo de su historia, representando actualmente un elemento esencial en la relación médico-paciente (RMP), traduciéndose en una mejora de la calidad asistencial2.
El CI ha llegado a la medicina desde el derecho y debe ser considerado como una de las máximas aportaciones que la jurisprudencia ha realizado en el campo de la asistencia sanitaria en los últimos siglos. Hoy día, constituye una exigencia ética y un derecho reconocido por las legislaciones de todos los países desarrollados. El CI tiene por tanto su origen en derechos fundamentales como la vida, la salud, la dignidad humana, la libertad y el libre desarrollo de la personalidad. En el plano asistencial, debe entenderse como la manifestación plena de la voluntad del paciente, sus tutores o familiares. Para ello han de ser convenientemente informados por el facultativo acerca de las consecuencias de dicho tratamiento. La información ha de ser clara, entendible y oportuna. Esto permitirá que tanto el paciente como sus allegados responsables manifiesten la aceptación del procedimiento propuesto3.
En tiempos pretéritos, la RMP era de tipo unidireccional, pues el facultativo desempeñaba un papel predominante sobre un enfermo supuestamente desvalido. El médico decidía de forma aislada el tratamiento a seguir sin consultar con el paciente al considerarlo como una persona débil tanto física como moralmente. Este modelo exigía obediencia y confianza en el facultativo, el cual debía tener la suficiente autoridad para cumplir con el deber de buscar el máximo beneficio objetivo sobre el enfermo. A este deber se le llama actualmente «principio de beneficencia» y constituye la esencia del modelo «paternalista», en el cual el objetivo es la búsqueda del bien de otra persona desde un nivel de preeminencia que permite la omisión del otro4.
En el momento actual, el enfermo espera que se respeten sus derechos y su autonomía para decidir, solicitando al facultativo la adecuada competencia técnica para solucionar sus aspiraciones y deseos. Hoy día, el CI representa el principio de autonomía del paciente, la base moral de la doctrina del mismo. Dicho principio de autonomía implica la consideración del paciente como un sujeto autónomo con derecho a decidir si una determinada intervención le resulta adecuada aun cuando su propia vida corra riesgo, siendo obligación del facultativo no interferir en sus decisiones, limitándose a apoyar al paciente en su elección. Este concepto ha sido englobado en el CI, que actualmente no solo se ha convertido en una figura clave del mundo sanitario, sino que se encuentra positivizado en el ordenamiento jurídico, siendo considerado como un derecho humano, un imperativo ético y una exigencia legal5.
Es por ello que el CI representa el elemento más trascendente en la nueva RMP, garante de la autonomía del paciente y por tanto de una mejora de la calidad asistencial. Sin embargo, en la práctica clínica, el principal error con respecto del mismo constituye su identificación con un simple «documento legal» que impide su consideración por parte del facultativo como un elemento clave del proceso asistencial, en el cual la firma para su autorización por parte del paciente constituye el último eslabón de una cadena formada en primera instancia por el proceso informativo y finalmente por la deliberación conjunta con el paciente. De hecho, en el contexto de la autodeterminación y libre desarrollo de la personalidad, el CI debe entenderse como un proceso gradual dentro de la relación sanitario-usuario, en virtud del cual el sujeto competente y capaz recibe del profesional la información adecuada, en términos comprensibles, que le capacita para participar de forma voluntaria, consistente y activa en la toma de decisiones respecto del diagnóstico y tratamiento de su enfermedad. Igualmente, el CI representa una declaración de voluntad efectuada por un paciente, quien tras recibir una adecuada información referida a su dolencia, al procedimiento o intervención que se le propone como médicamente aconsejable decide prestar su conformidad y someterse al mismo6.
El respeto de los valores éticos en la práctica asistencial precisa no solamente del cumplimiento de los deberes jurídicos, sino que requiere de una actitud médica en la cual el CI representa un instrumento para que el paciente sea dueño efectivo de su destino, con respeto a su dignidad personal, proporcionándole información completa, veraz y adecuada acerca de su dolencia, los posibles tratamientos a seguir y las consecuencias positivas y negativas de los mismos7.
Así pues, el documento del CI representa una garantía de mínimos, pero solo una buena práctica clínica, una actitud adecuada y una buena interacción entre el médico y el paciente pueden finalmente garantizar los derechos de este último, y de este modo asegurar una garantía de la calidad asistencial.