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Vol. 2013. Núm. 57.
Páginas 9-41 (enero 2013)
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Crítica literaria y opinión pública: polémicas literarias en Colombia, siglo xixs
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Alfredo Laverde Ospina
* Universidad de Antioquia, Colombia
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Resumen

El presente trabajo se propone, a partir del estudio de cuatro casos relacionados con la crítica colombiana de finales del siglo xix, reivindicar la crítica literaria en cuanto espacio discursivo resultante de la práctica de escritura que aspira a intervenir en los debates del ámbito del poder político vigente. Es decir, la crítica como un espacio privado de raciocinio cuyos temas de discusión, consensos y disensos median en la relación entre el escritor, la sociedad y el Estado, configurándose en términos de interlocución crítica (o no) ante el poder político vigente.

Palabras Claves:
Crítica literaria
Política
Opinión pública
Espacio público
Poder
Abstract

This paper proposes vindicate literary criticism asdiscursive space resulting from the practice of writing that seeks to participate in the discussions of the scope of the current political power, from the study of four cases involving Colombian literary criticism of the late nineteenth. That is, literary criticism as a private space of reasoning whose topics of discussion, consensus and dissentmediate the relationship between the writer, the society and the state, configured in terms of critical dialogue(or not) to the current political power.

Keywords:
Literary criticism
Politics
Public Opinion
Public space
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Queremos decir que, sin la pasión, sin amor y devoción, no se hace nada; nada de bueno y grandioso se puede hacer en este mundo. La crítica se debe orientar por su lucha en favor de una causa, de un sistema, de un conjunto de ideas, de una filosofía; ya que de esa manera se orientan también las almas de los sabios, de los poetas, de los artistas, de los pensadores.

Silvio Romero (1851-1914), “La naturaleza de la crítica”, 19002

Origen de la crítica literaria

Si concedemos veracidad al clásico trabajo de J. Habermas, Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública (1962), es evidente que la opinión pública es el ámbito característico de la sociedad capitalista y consecuencia del desarrollo histórico de la cultura material burguesa. De acuerdo con el autor, en un momento de la historia del capitalismo, se efectúa la emancipación progresiva del tráfico económico entre los hombres libres respecto de las ataduras del poder político público. Es en esta esfera social privada de lo económico que se constituye un ámbito independiente, tanto de la autoridad pública como enfrentado a ella. Constituida por pequeños propietarios privados cuya esfera se convierte en fuente de común raciocinio, sus participantes extraerán de la vida familiar la sabiduría psicológica que, con posterioridad, será literariamente trasladada a la opinión pública. Sin embargo, asentada sobre la base del principio ilustrado del aristocraticismo cultural, la opinión pública encuentra en la masa su mayor amenaza. En consecuencia, cuando Habermas se refiere a la “opinión pública” (o en su defecto, en el contexto alemán “publicidad”), se centra en la función y en el modelo liberal y no en las variantes sometidas de una publicidad plebeya.

Contraria a la publicidad representativa, propia de regímenes anteriores al capitalismo, como el feudalismo y la monarquía, centrada en la legitimación del sujeto del poder y expendedora de un “aura” a su autoridad, ligada al atributo de la persona (vestidos, emblemas), sus gestos y su retórica, la opinión pública, en sí misma, implica una serie de elementos posibles tan sólo en el contexto de la secularización del poder y la sociedad. Por un lado se sustenta en la “paridad” de los sujetos participantes de la esfera privada, sin que en ella tengan ningún peso las “jerarquías sociales”. Tal como se ha dicho antes, estos cambios en sociedades altamente estratificadas son el resultado de un proceso de aburguesamiento de la sociedad, en el que tanto los comerciantes como los ciudadanos comparten espacios de reuniones o salones y ostentan la libertad que da la riqueza y el disfrute del ocio; por otro lado, un segundo elemento es el que se centra en la problematización de ámbitos que poco tiempo atrás habían sido parte del monopolio interpretativo de las autoridades eclesiásticas y estatales. Estas esferas son: la filosofía, la literatura y el arte.

Debido a la creciente privatización en distintos sectores de servicios, bajo los efectos de la imposición de la familia burguesa, visiblemente clara en la arquitectura, la organización patriarcal en la que se fundamenta convierte las fiestas de la mansión en veladas de sociedad y la habitación en sala de visita. Las personas privadas salen de la intimidad de su ‘sala de estar’ al salón, pero tanto una como el otro están íntimamente relacionados. El nombre de salón recuerda el origen de la discusión sociable y del razonamiento público: “Las personas privadas, que constituyen aquí el público, no entran “en sociedad”; surgen siempre, por así decirlo, de una vida privada que se ha perfilado en el espacio interior de la familia nuclear patriarcal”.3

En general, la “opinión pública” es el resultado de un proceso de autonomización de ciertos sectores de la sociedad burguesa y, en consecuencia, la crítica literaria como una de sus expresiones es una práctica de carácter político que se sustenta en la denominada “desmiraculización” o racionalización de la sociedad occidental.

En lo que concierne a América Latina, el surgimiento de la crítica literaria no difiere mucho del panorama presentado por Habermas tanto en Inglaterra como en Francia y en Alemania. En general, el surgimiento de las tertulias y grupos de lecturas, salvadas las diferencias en lo relacionado con el surgimiento de la industria editorial, la masificación del producto literario y, por supuesto, los procesos de alfabetización, el pequeño grupo de letrados en las sociedades latinoamericanas ejerció el poder de la opinión pública, en el contexto de un régimen monárquico autoritario de manera efectiva a la luz del presente, al punto de poder afirmar que no fue menos contundente que en Europa.

Tertulias, salones e ideas de la Ilustración en la Nueva Granada

Se afirma muy a menudo que la llegada de las ideas de la Ilustración como parte del inicio del proceso de modernización de las colonias españolas, durante los siglos xvii y xviii, desencadenó el proceso de su independencia, lo cual no pasa de ser más que una lectura bien intencionada que desde el presente se hace del pasado. De igual manera, cuando se afirma la existencia de dichas ideas en escritos y polémicas de la época no son consideradas más que una postura de cierto grupo minoritario de criollos que deseaban intensamente hacerse al poder. Asimismo, se niega la posibilidad de reconocer la aparición en Hispanoamérica de fenómenos sociales y políticos simultáneos a la revolución burguesa que se efectuaba en Europa. El mayor argumento se centra en el aislamiento económico y la paupérrima economía de unas colonias españolas que se abrieron al mundo sólo con la independencia política.

En este sentido, en la actualidad, existen múltiples estudios de carácter sociológico, político y literario que demuestran, para sorpresa de los seguidores de las ideas del “retraso hispanoamericano”, que si bien no se gozaba de un desarrollo económico capitalista y mucho menos industrial, era evidente que bajo los alcances del nuevo orden europeo y norteamericano se sentían sus secuelas en las aspiraciones de una élite criolla que compartía intereses con la élite de los pequeños propietarios burgueses del mundo industrializado y mercantil. El jalonamiento que ejercía la economía del librecambio era cada vez más evidente e insoslayable, tal como lo plantea Halperin Donghi.

De acuerdo con el historiador argentino, la independencia de las colonias españolas en América es el resultado de una degradación del poder español que había comenzado desde 1795. En primera instancia, el poder de la Corona española se hacía cada vez más lejano, pues la pérdida de la guerra de España con Gran Bretaña separaba cada vez más a la metrópoli de sus colonias. La situación había llegado al punto de agudizar la dificultad del envío de soldados y gobernantes y, en consecuencia, mantener el monopolio comercial. En continuidad aparente, y en oposición con las reformas mercantiles de Carlos III, se efectúa una apertura progresiva del comercio colonial a la vez que se les concede libertad a los colonos para participar en la cada vez más riesgosa navegación a través de las rutas internas del imperio: “De allí una conciencia más viva de la divergencia de destinos entre España y sus Indias, una confianza (que los hechos van a desmentir cruelmente) en las fuerzas económicas de esas Indias, que se creen capaces de valerse solas en un sistema comercial profundamente perturbado por las guerras europeas”.4

En este sentido, la investigadora colombiana Flor María Rodríguez-Arenas, en su libro Periódicos literarios y géneros narrativos menores: fábula, anécdota y carta ficticia. Colombia (1792-1850) de 2007, evidencia un cambio radical en la vida cotidiana de las colonias, a partir del desplazamiento de los aspectos simbólico y cultural a “zonas limitadas de significado o desvíos de la atención de la realidad de la vida cotidiana”.5 En esta misma dirección, se encuentran los trabajos del historiador Renán Silva quien considera algunas de las polémicas que conmovieron a las tranquilas colonias españolas a finales del siglo xviii y que demuestran un proceso irreversible de aburguesamiento de la sociedad colonial o por lo menos un desplazamiento de la episteme “monárquico-colonial”. De acuerdo con Rodríguez-Arenas y Silva, las más célebres de estas polémicas fueron: el enfrentamiento entre el rey y la Iglesia, específicamente los dominicos, quienes se oponían a la fundación de una universidad pública, sugerida por el fiscal de Carlos III, Francisco Moreno y Escandón en 1768; la polémica de los agustinos contra Mutis debido a la exposición de este último sobre las teorías de Newton y Copérnico, así como del método experimental en el Colegio Mayor Nuestra Señora del Rosario desde 1762 y la polémica de los colegiales. Esta última consistió en la ampliación y morigeración de las normas de admisión aplicadas a los aspirantes de los establecimientos universitarios. Esto significaba dejar a un lado las exigencias de pureza de sangre y los orígenes sociales, desde 1770. Por último, está la polémica entre catedráticos realizada antes de 1774, que consistió en defender la enseñanza de conocimientos ilustrados y la necesidad de que las clases en los colegios se constituyeran en el vehículo de transmisión de las nuevas ideas.6

Como segundo aspecto de gran relevancia, describen la presencia de la prensa y las tertulias que, si bien son incipientes en el Reino de la Nueva Granada tiene consecuencias relevantes en la, hasta entonces, pacífica y pequeña élite ilustrada. De acuerdo con el estudio de Habermas mencionado arriba, el público raciocinante, instalado en las tertulias privadas o reuniones organizadas con el fin de comentar lecturas, se constituyó en el eje de la cristalización de la vida social entre personas privadas.7

Tanto los clubes de lectura, como los círculos de lectura primitivos, no fueron más que asociaciones de suscripción para abaratar la obtención de los periódicos, estos acontecimientos que en Europa datan de finales del siglo xviii, coinciden con la aparición tanto con la primera tertulia como con el primer diario fundado en Santa Fe de Bogotá por el director de la Biblioteca Real (hoy Biblioteca Nacional), el cubano Manuel del Socorro Rodríguez de la victoria. Esta tertulia conocida como la Sociedad Eutropélica fue constituida alrededor de 1780. Entre 1789 y 1794 aparece la tertulia El Casino o Círculo Literario o La Tertulia Patriótica8 y evidentemente funcionaba a modo de club de lectura. Sin pretender ser exhaustivos en este tema, en estas tertulias se discutían temas de economía, literatura y asuntos de la época provenientes de los periódicos.

Respecto a estos últimos, el Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá (1791-1797) se constituyó en el órgano difusor de las discusiones adelantadas en la tertulia y se afirmó la necesidad de obtener la utilidad común y la contribución a la causa pública. En palabras de Renán Silva:

[…] la prensa y las nuevas prácticas de la lectura encontraron su verdadero soporte y la razón de su eficacia en un tipo de asociación, que constituye un primer embrión de sociabilidad moderna, y que es común a toda la región andina (desde luego también a España y México): las tertulias, lugar donde la idea de lectura colectiva, discusión y opinión individual, ganaron terreno entre las gentes interesadas en las letras, en los libros y en la propia crítica ilustrada de la realidad.9

Hasta el momento se ha intentado delinear el proceso mediante el cual surge la opinión pública y, los consiguientes, espacios públicos y privados, como efecto de la crítica ilustrada de la realidad y la sociedad que, si bien no fueron muy lejos en lo concerniente a la elaboración de reformas sociales y mucho menos en una reelaboración de la imagen de su historia y su sociedad, lo cierto es que, en palabras de Renán Silva, lo fundamental es dar cuenta del difícil tránsito a la modernidad y que, en nuestro contexto se efectúa a partir de la crítica ilustrada de la realidad:

Así pues, imposible dejar de lado la consideración de que se trataba de sociedades de rígidas estructuras sociales, de extremada fidelidad monárquica, de escaso dinamismo en términos de la cultura intelectual en relación con lo que fue la revolución científica del siglo xvii, con un peso enorme de la religión católica en la vida social, y con formas de mentalidad afincadas en un largo pasado y que no representaban el mejor soporte para emprender por caminos nuevos no sólo un inventario de su realidad, sino también la difusión de los resultados de ese primer balance investigativo sobre sus sociedades, entre capas sociales amplias de la población.10

Esta descripción bastante sucinta del surgimiento de la opinión pública es suficiente para permitirnos afirmar que si bien el ideal ilustrado acompañó a la preparación ideológica de la Independencia, es durante el periodo republicano que dicho ideal aparece como el objetivo de todas las políticas educativas, asociativas y de formación política de las grandes masas analfabetas. De esta manera y no de otra se explica la aparición de la Constitución de 186311 y con ella el artículo 15 en el que se expresaba como base esencial de la Unión el reconocimiento y la garantía de “la libertad absoluta de imprenta y de circulación de los impresos nacionales como extranjeros”; y “la libertad de expresar sus pensamientos de palabra o por escrito, sin limitación alguna”.12 No obstante, la claridad del propósito debido a la politización de la prensa y su papel en la constitución de un público adepto a los idearios políticos (liberales o conservadores), sólo hasta 1890 fue posible la aparición de periódicos que, además de expresar el raciocinio de un grupo de hombres de valía intelectual para la sociedad, acudieran a la razón de sus lectores sin ninguna inscripción ideológica o política. Desde esta perspectiva, Mariluz vallejo Mejía afirma:

Entrar a la modernidad significaba para la prensa de finales del siglo xix despojarse de corsés doctrinarios para informar sobre la actualidad nacional e internacional con un criterio independiente, incluir temas de la vida cotidiana, usar un lenguaje ágil, emplear géneros como la noticia, la crónica ligera, el suelto y la semblanza y, sobre todo, adaptar el periódico a las necesidades de todos los lectores.13

De lo anterior se infiere que el surgimiento de un periodismo distante de los “corsés doctrinarios” requeriría de una transformación, sino radical al menos importante de la sociedad colombiana. De acuerdo con la afirmación de vallejo Mejía, según la cual al partido conservador se le debe abonar haber estado en la vanguardia del periodismo finisecular, especialmente con El Papel Periódico Ilustrado (1881-1886) de Alberto Urdaneta, El Telegrama (1886) de Jerónimo Argáez y El correo Nacional (1890) de Carlos Martínez Silva. Es en relación con el primero que la autora se refiere a un principio de neutralidad que “se mantuvo gracias al carácter artístico, histórico y literario de la publicación”. Sin embargo, desde nuestra perspectiva, es precisamente en este quincenario que se constituye junto con su sucesor Colombia Ilustrada (1889), dirigida por José T. Gaibrois y Antonio Rodríguez, en el órgano difusor del statu quo que, en una primera etapa, justificaba la Regeneración como un acto patriótico.

Desde esta perspectiva, en un estudio anterior, se ha planteado que El Mosaico en su primera época (1858-1863), tanto la tertulia como la revista, es el mecanismo de construcción de la esfera pública por parte de una élite que intenta generar el consenso en una sociedad cada vez más fragmentada.14 De acuerdo con lo propuesto por el inglés Terry Eagleton en relación con el papel de la crítica en la sociedad inglesa, el surgimiento de la burguesía capitalista a lo largo de los siglos xvii y xviii se “traduce en la configuración de un espacio discursivo diferenciado, de juicio racional y crítica ilustrada ajeno a los mandatos brutales de una política autoritaria”.15

No obstante, el Papel Periódico Ilustrado no es el órgano difusor de una tertulia, sino el medio de comunicación que le pertenece a un sujeto, Alberto Urdaneta, que lo funda bajo los parámetros de un quincenario moderno:

El Papel Periódico Ilustrado no tiene filiación política; es campo neutral a donde no llega ni el eco de las luchas en que desgraciadamente se agita nuestra sociedad. Esta sección no registrará, pues, sino los hechos culminantes que merezcan ser conocidos o que deban pasar a la posteridad, sin que sobre ellos nos permitamos hacer comentarios, ni emitir opiniones que pudieran juzgarse apasionadas (agosto 6 de 1881).

En este mismo sentido, Maryluz Vallejo M. afirma que:

[…] a modo de las prácticas periodísticas establecidas en los Estados Unidos y en Europa, “donde el director de un periódico ejerce cierta dosis de bien aconsejada dictadura” en cuanto a defender una línea editorial y un estilo, y donde se remuneraba a los colaboradores, así fuera con una paga simbólica, para reconocer el valor de su trabajo intelectual.16

Es decir, el medio de comunicación sí ostentaba una postura política, la diferencia con los otros estaba en que dicha postura lograba congregar a los partidarios de posiciones políticas contrarias y, en lugar de ser objeto de exposición o polémica, estaba implícita. Coincidimos con la profesora Vallejo Mejía en que esta revista presenta, junto a los otros medios relacionados, una disposición, un contenido y, sobre todo, una postura ideológica implícita pero que es susceptible de ser explicitada no sólo por los temas tratados, sino por su ordenamiento y, en uso de las nuevas tecnologías, la constitución de un imaginario respaldado a través de las ilustraciones que en cada número lo acompañaban. Este último procedimiento había sido iniciado por la revista El Mosaico, la cual por mediación de la Comisión Coreográfica al frente de Agustín Codazzi publicó una iconografía dirigida a construir un imaginario nacional. Desde esta perspectiva, es evidente que Papel Periódico Ilustrado era nuñista o en el mejor de los casos patriota regeneracionista. Esto explica la creación de una iconografía nacional en la que entraban tanto héroes o personajes liberales o conservadores que, de una u otra forma, habían aportado a la constitución de un imaginario nacional. En cuanto a los otros dos medios mencionados, El Telegrama y El Correo Nacional, si bien hicieron grandes aportes en lo relacionado con el lenguaje periodístico, la diagramación del medio e, incluso, en el caso del primero, la primera publicación semanal (los domingos) eminentemente literaria, tampoco les fue posible ocultar la filiación política de sus dueños y directores.

Cabría preguntarse, entonces, a la altura de esta exposición ¿qué se está entendiendo por opinión pública y desde cuándo o en qué casos es posible encontrarla? Por último, ¿cuál es la relación de ésta con la esfera pública y la crítica literaria?

La crítica literaria como espacio público de formación de la opinión pública

Lo dicho hasta el momento aspira a constituirse en un breve resumen de la concepción del origen de la “opinión pública” por parte de Habermas. Sin embargo, se le ha criticado a este autor el que atribuya su origen exclusivo al dominio burgués-capitalista. Por otro lado, se le debate la caracterización en términos de igualitarismo, crítica y racionalidad. En oposición a esto, el historiador estadounidense Robert Darnton postula que el origen de la opinión pública fue el rumor, en torno a las actividades de Versalles en París, siendo la oralidad la fuente de información privilegiada, esto al menos en la imagen racional del discurso público del periodismo francés del siglo xviii. Esta afirmación surge del hecho de que para el teórico, la prensa francesa prerrevolucionaria no era, en palabras de vincent Price: “[…] de una filosofía liberal imparcial, sino bastante sensacionalista y de un criticismo moral orientado hacia las celebridades que abordaba temas de depravación sexual y corrupción”.17 Por otra parte, de acuerdo con Price, en opinión de algunos historiadores, los intelectuales de la Ilustración estaban muy lejos de ser igualitarios incondicionales. En esencia se mostraban cautelosos con la libertad extrema de los ingleses y “[…] el problema de cómo adivinar la opinión pública a partir de una masa contradictoria de opiniones individuales era el dilema central de la filosofía política liberal”.18 El concepto de opinión pública que fue generalmente aceptado hasta inicios del siglo xx, la consideraba como la trascendencia de la opinión individual y reflejo de un bien común abstracto, más allá de un compromiso de intereses individuales.19

En términos generales, Vincent Price se refiere a la historiadora francesa Mona Ozouf, quien “[…] sugiere que la opinión pública fue, con frecuencia, implícitamente equiparada por los franceses con la opinión de los ‘hombres de letras’, refiriéndose a su papel (en gran parte autoconcedido) de árbitros de los asuntos sociales y políticos”.20

Sin posibilidad de establecer un consenso en torno al concepto y el origen de la opinión pública por parte de los historiadores y teóricos, lo fundamental vendría a estar determinado, en el caso de América Latina y Colombia, por los teóricos más leídos y a partir de los cuales se inspiraron muchas de las instituciones republicanas. En este sentido, es evidente la importancia de Jeremías Bentham y, un poco menos de John Stuart Mill, por quienes la libertad de prensa era fervientemente apoyada. A partir de estos autores, sobre todo el primero, la prensa era de gran importancia y llegó a llamarla “el tribunal de la opinión pública”. Del conjunto de las concepciones más comunes de opinión pública se debe resaltar el de “presión social” que regula todas las actividades del gobierno, como salvaguarda contra el abuso del poder. Esto se acerca a la definición contemporánea del papel de los medios de comunicación como vigilantes públicos.21

En relación con lo anterior, el papel de los medios de comunicación en la vigilancia de los asuntos del Estado, Bentham defendía la importancia de hacer públicas las sesiones del Congreso, así como el ataque frontal al secretismo de los gobernantes tradicionales. Es decir, era evidente que para el filósofo y economista inglés su principio de paz eterno se centraba en el intercambio de ideas y de bienes. Tal como lo manifiesta Jaime Jaramillo Uribe, su racionalismo jurídico y ético era típicamente burgués aunque tenía filiación con el absolutismo de Hobbes al no aceptar la teoría de soberanía popular. En el contexto neogranadino, la importancia de Bentham puede evidenciarse desde 1811 cuando Antonio Nariño lo nombra en su periódico La Bagatela y, posteriormente, cuando se constituye en autor obligado en las facultades de jurisprudencia por orden de Francisco de Paula Santander desde 1825. En este sentido, Ezequiel Rojas, profesor de jurisprudencia en el Colegio de San Bartolomé de Bogotá, es para Jaramillo Uribe el más notable expositor del utilitarismo de Bentham que parecía coincidir con los intereses de la clase formada por abogados, comerciantes y hombres de ciudad.22

Fundamentado en el espíritu ilustrado,23 es que el papel de la opinión pública se ha definido como el de desenmascarar al poder brindando, en lo posible, un conocimiento exacto de los asuntos políticos, en lo que deben pre dominar opiniones sólidas que bien parecen inalcanzables para el ciudadano común u ordinario. Las ideas que se formen los ciudadanos deben aspirar a mantener un contacto mucho más directo con los hechos que, en muchos casos, están filtrados por sus propios prejuicios y temores.24 Desde esta perspectiva, la crítica literaria se constituye en el espacio privilegiado para “revelar” lo oculto en lo “familiar” o “ampliamente conocido”. De ahí que sea de gran utilidad lo que plantea el teórico francés Pierre Macherey en su ya clásico libro Para una teoría de la producción literaria (1966).

De acuerdo con Macherey, al preguntarse sobre la naturaleza de la crítica afirma que, mientras la obra de un escritor no se enuncia en términos de un saber, lo cual no significa que no pueda ser objeto de un saber, “si es verdad que el discurso crítico hace surgir con relación al discurso del escritor la exigencia nueva de una racionalidad, será necesario dar a la crítica un estatuto propio y en particular renunciar a mantenerla dentro de los límites de la literatura”. Asimismo, afirma que en cuanto racionalidad, la crítica aspira al establecimiento de unas leyes (universales y necesarias) en los límites propios que establecen su formulación.25

Si por una parte, la crítica comienza por la negación (“quiere decir la verdad aunque al mismo tiempo denuncia lo falso”) y manifiesta un saber que si bien satisface reglas originales, en última instancia es un saber subjetivo, es indudable que se fundamenta en una contradicción en los términos. En consecuencia:

[…] la crítica se propone no sólo descartar y suprimir lo que no se mantiene ante su mirada ni podría resistirla; quiere, además construir y producir. […] Entonces, su empresa toma la forma positiva de una evaluación o de una revelación: manifestando lo que en la obra significa un poder de afirmación, restituyendo la obra a otra presencia, que es la de su verdad, muestra que en cierto modo tiene poder sobre ella y que en el intervalo suscitado por su gesto inicial de rechazo y exclusión, puede hacer aparecer un objeto inédito, quizás de otra naturaleza, pero sin la cual nunca hubiéramos poseído.26

Por último, y a modo de complemento de lo anterior, vale resaltar la postura de Terry Eagleton en relación a la “función de la crítica”, en el contexto del estudio de Habermas sobre la “esfera pública” a propósito de la crítica en el sentido de “las funciones sociales sustantivas que la crítica podría realizar una vez más en nuestra propia época, más allá de su función crucial de mantener desde el mundo académico una crítica de la cultura de la clase dirigente”.27

La crítica aislada de las contiendas políticas

Conscientes de la importancia de un fundamento simbólico en la redefinición de la nación colombiana, los ideólogos regeneracionistas centran sus mayores esfuerzos no sólo en la reconstitución de un mito fundacional (Insurrección de los Comuneros, 1781) y un ideólogo ilustrado como Antonio Nariño (1765-1823), sino en una relectura del pasado literario que hace del costumbrismo y la poesía patriótica neoclásica su mayor patrimonio cultural. De acuerdo con esto, no es casual que de las dos tendencias ideológicas e intelectuales de la Regeneración; por un lado los tradicionistas (Miguel Antonio Caro y Sergio Arboleda), por otro, la tendencia sociológica descrita en términos de “individualismo moderado”, con fuerte vocación histórica (José María Samper y Rafael Núñez),28 tengan en ellos sus más insignes representantes de los “hombres de letras”.

Sin embargo, esta intervención del Estado en asuntos culturales es propia de una etapa anterior a los incontenibles procesos de modernización y democratización de la sociedad latinoamericana. De acuerdo con José Luis Romero, desde 1880, las nuevas relaciones entre los países industrializados y América Latina permitieron la transformación de algunas de las ciudades del continente y, en consecuencia, el ascenso de las clases sociales populares a la clase media. De acuerdo con el historiador, este periodo se conoce como el de las “ciudades burguesas”.29

Si bien es cierto que en Colombia el proceso de modernización no presenta todas las características mencionadas, sobre todo en lo que respecta al proceso de profesionalización de los escritores, es claro que sí se efectúa el proceso de autonomización que se estaba operando en todo el continente y que Romero explica al referirse a la posibilidad que tenían los escritores de trabajar como reporters para algún medio de comunicación nacional.30

No obstante, en recientes estudios se ha logrado demostrar que aunque Bogotá no presenta mayores transformaciones hasta la primera mitad del siglo xix, hoy existe el consenso que desde 1870 hasta 1930 hubo un proceso acelerado de transformación que si bien se ha atribuido como propio de una ciudad industrial, de acuerdo con Mejía Pavony, hoy se acepta que la “industrialización no fue el requisito causal imprescindible para que dicho tránsito tuviera efecto en todas las grandes ciudades del mundo”.31 En general, esta transformación en palabras de Mejía Pavony se puede expresar a través de la palabra orden.32

No es sólo Colombia la que se debate entre los efectos de un proceso de modernización proveniente de las fuerzas externas del capitalismo internacional, pues, en primera instancia, a través de la economía del libre cambio se aceleran los procesos de transformación de la sociedad de América Latina mediante la generación no sólo de nuevos hábitos de consumo en los sectores urbanos, sino de nuevos ricos y grandes cantidades de dinero en los organismos estatales, lo cierto es que se va configurando una dependencia cada vez más fuerte de la importación en amplias porciones de población. Esta dependencia, en el contexto de América Latina se centra en la necesaria modernización del trabajo rural que cada vez está más agobiado por la carga excesiva de trabajo. A esto habría que sumarle el estatismo en las condiciones de trabajo que para nada pueden ser equiparadas con los derechos y las condiciones adquiridas por el proletariado en sociedades industrialmente desarrolladas.

Posteriormente, desde 1880, tras la crisis económica de la década de 1870 que deja en América Latina la necesaria reconstrucción política y social de unas naciones que se habían pensado en torno del liberalismo librecambista, ya menos eufórica y más realista, la intelligentsia en el caso de Colombia opta por la reconstrucción de una nación en la que si bien la economía no deja de ocupar el lugar que le corresponde, centra sus mayores esfuerzos en la creación de unos lazos sociales provenientes, ya no del bienestar económico sino de la construcción y recuperación de un capital simbólico y cultural que le garantice la legitimidad a las instituciones estatales.

Es en esta difícil situación política y económica que los efectos de la modernización se hacen sentir en una transformación ineludible del papel de la literatura en el proceso acelerado de la masificación. De acuerdo con Eagleton, este es el momento en el que la crítica literaria está expuesta a una situación bien contradictoria: por un lado, puede conservar su contenido político lo que redundaría en la relevancia social y en la pérdida de su parcialidad en la esfera pública, y, por otra, adoptar un punto de vista trascendental, superando la esfera pública, pero salvaguardando su integridad y, en consecuencia, marginándose social e intelectualmente.33

Cuatro ejemplos en los que la crítica literaria funciona como opinión pública

De acuerdo con lo expuesto en los acápites anteriores, se procederá a la presentación de algunas de las primeras expresiones de una crítica literaria que, al propugnar por la independencia de los escritores y su práctica en relación con las doctrinas partidistas y, por consiguiente, el logro de una autonomía del escritor y su profesionalización, se ve obligada a desacralizar a los escritores y a sus obras pertenecientes al orden anterior.

Con la intención de hacer un seguimiento a este cambio, se propone comentar cuatro momentos relevantes en el contexto colombiano: el primero tiene que ver con la publicación de Estudios Críticos de Rafael María Merchán en 1886 en el que aparece un ensayo hasta el momento inédito “Miguel Antonio Caro”; el segundo de Baldomero Sanín Cano con “Núñez, poeta” impreso en La Sanción en 1888; el tercero de José Asunción Silva, “Crítica ligera” editado en El Telegrama en 1888, y, por último, la aparición de dos estudios sobre el Decadentismo en la revista La Miscelánea de Medellín. El primero titulado “El Decadentismo” con el seudónimo de Betis, en mayo de 1899 en los números 7 y 8 de octubre de 1899; el segundo, en los números 9 y 10 de mayo de 1901 cuyo título es “Decadentismo colombiano”, publicado por Eusebio Robledo con fecha de escritura del 30 de marzo, 1901.

Estos cuatro momentos expresan los pasos más importantes del desprendimiento de la crítica y la práctica literaria en relación con la política partidista. Es decir, son tomas de posición estético-literarias que abrigan en su interior tomas de posición política que, a la postre, socavan los cimientos de las políticas culturales del regeneracionismo pero no son motivadas, explícitamente, por el deseo de anotar un triunfo a su facción política sino con el objeto de redefinir las reglas que en adelante determinarán lo que debe o no entrar en lo considerado literario y como patrimonio del mismo.

La fuerza inexorable de los tiempos

Baldomero Sanín Cano en su Revista contemporánea, volumen II, número 2, de mayo de 1905, publica como escrito inicial una nota sobre Rafael María Merchán con motivo de su reciente muerte. De acuerdo con el conocido crítico colombiano, la obra de Merchán esta mediada por su formación periodística, lo que a la postre permite inferir que tanto las cualidades como los defectos de su obra se explican por el influjo del periódico. Esta caracterización apunta a que sus estudios filológicos, al acercarlo a la crítica literaria inspirada en Sainte-Beuve como influencia del momento, lo aproximaban más a la polémica, a las disputas ideológicas al punto de “adquirir la necesidad irresistible de estar siempre en lo cierto”.34 De acuerdo con esto, Sanín Cano pasa a decir que:

Su estado de espíritu es uno completamente distinto del que hoy le suponemos al “crítico literario”. El esfuerzo de la crítica, un esfuerzo que agota las energías más copiosas y que nos arrebata el dominio de los sucesos, se concentra hoy en comprenderlo todo y hallarlo todo plausible […] El crítico moderno considera inocuas todas las clasificaciones y para salir de trances difíciles las acepta si se lo exigen, y aun puede llegar el caso de que sin negarles lo irremediable de su artificio las tenga por muy útiles y entretenidas.35

Es evidente que con este homenaje de Sanín Cano a Merchán, no sólo se hace el reconocimiento de un hombre que cumplió cabalmente con las obligaciones que le impuso la época, sino que también se efectúa un distanciamiento de carácter intelectual e ideológico con alguien que podría ser considerado uno de los críticos literarios más importantes del siglo xix colombiano.

La validez de esta afirmación puede ser corroborada con el contenido de su libro Estudios Críticos de 1886, de Merchán, en el que se recopilan 18 trabajos que suman 712 páginas de variado contenido. Tal como lo manifiesta en el prólogo, lo inspira en su publicación el derecho que le cabe, en cuanto crítico “la simpatía por lo bello, en el arte; la verdad en los hechos históricos y científicos”, paso seguido, hace una declaración de principios a todas luces polémica con el momento político del país:

Respecto de los modelos más antiguos no seremos nunca propagandistas del desdén hacia los padres de las humanidades que han estado enseñando al mundo, durante dos o tres mil años, á pensar, á sentir, á expresar con buen gusto; pero tampoco ocultamos nuestra preferencia por las grandes obras del genio moderno (prólogo del autor”, s.n).36

No lo anima, al hacer estas afirmaciones, una rivalidad con Miguel Antonio Caro, sino su convicción en la defensa de la literatura moderna. Esto es claro en su estudio “Miguel Antonio Caro. Crítico”, texto inédito hasta el momento de esa publicación. Merchán reconoce la importancia del trabajo del poeta-presidente, la relevancia de sus empresas culturales, pero paso seguido manifiesta lo inoportuno de muchos de sus estudios, pues casi siempre examina los trabajos de autores muertos, lo que de por sí no es reprochable, pero le preocupa su desinterés por las producciones contemporáneas y afirma: “Hay en el público una gran masa que se arrima á las opiniones, pero no las genera; que aguarda una sentencia autorizada, como las del señor Caro, para defenderla como propia, y adormecerse en la ilusión de que es propia realmente”37 y, en opinión de Merchán cuando se refiere a los contemporáneos no lo hace con la misma impetuosidad con que lo hace con Olmedo y otros. Tras una larga presentación de las posiciones estéticas de Caro en relación con los autores del pasado, muy bien documentadas, las contrasta con afirmaciones ligeras y necesitadas de explicación respecto a sus contemporáneos. Así afirma:

¿A quién admira el señor Caro? Contestar que “á los clásicos” sería no contestar, porque hay clásico y clásicos, como diría Moliére. No le notamos afición especial á ninguno de los griegos; no vemos que le profese sino afecto platónico; la literatura helénica es un templo que él no visita sino en las grandes solemnidades, no el preferido á donde lleva diariamente sus ofrendas.

Este es el de las letras romanas, y son Virgilio y Horacio los dioses de su predilección; el segundo no tanto como el primero, cuyas obras ha traducido íntegramente y juzgado con profundidad.38

Por último, en el acápite IX, resalta los principales defectos que se han señalado en la poesía de Caro: “la frialdad en el fondo y arcaísmo en el lenguaje” y acorde con esta opinión, enumera las razones. La primera se refiere a la ausencia de pasiones turbulentas en la vida del autor, Caro se ha quedado en el siglo xvi, la tercera está directamente relacionada con la hispanofilia de Caro y sus consecuencias, pues la poesía castellana “en sus tiempos de mayor brillantez” se ha caracterizado más por el “acicalamiento” que por la pasión: “el oropel de la forma sobre la vaciedad de pensamiento y sentimiento”, la cuarta razón, lo deplorable del género descriptivo iniciado por Bello y que es de la preferencia de Caro. En resumidas cuentas, coincide con Caro como filólogo; en estética y preceptos didácticos, sus distancias no impiden que se comparta la admiración por la belleza, así como el gusto por autores como fray Luis de León y Núñez de Arce, en filosofía no es posible entenderse, en historia existen ciertas reservas y, si en la poesía si bien presenta talento no deja de ser lamentable que le dé la espalda a sus tiempos y termina con la siguiente lamentación: “¡lástima que no sea de los nuestros!39 Por último agrega una nota sobre el poeta Jean Ruchepin, considerado por muchos la inspiración de Núñez de Arce entre los poetas descreídos.

El camino de la fama […] está sembrado de lugares comunes40

En relación con este último tipo de poesía, la escéptica, Baldomero Sanín Cano publica el artículo emblemático de la crítica modernista “Núñez, poeta” en 1888 en La Sanción. En este sentido, el crítico colombiano, David Jiménez afirma que este artículo “contiene ya los planteamientos fundamentales del Modernismo a favor de la autonomía de lo estético y la necesidad de emancipar la obra de arte con respecto a otra finalidad extraña a la belleza misma”.41

La celebridad de este artículo de Sanín Cano se centra no sólo en la solidez de la crítica a la obra poética del presidente-poeta, sino en el tono burlesco con el que se dirige a uno de los personajes políticos e intelectuales más respetados por la élite colombiana del momento, sin que por ello se le pueda acusar de detractor político. La defensa de la autonomía de la poesía se efectúa sobre la base de una separación tajante entre política y arte. En este mismo sentido, lo que años atrás habría sido considerado normal, “el arte para Núñez, más que otra cosa, es un utensilio político de que ha hecho uso con muy buena pro”, se constituye en una de las más duras acusaciones en contra del presidente-poeta:

[Núñez] ha dejado de ser escéptico en el momento mismo en el que el utensilio político hubo menester nueva patente. Lo que ayer fue materia de duda hoy es convicción profunda, y eso que para los que en un tiempo creyeron en la sinceridad de sus versos era símbolo de fe, se ha venido a tierra, sin estrépito alguno, con las condecoraciones y misivas de la Santa Sede.42

Esto sin contar que poéticamente carece de cualquier valor, pues, tal como lo plantearía José Asunción Silva años después, en este caso menos mordaz pero no por ello menos sincero, en su nota necrológica de 1894.

Su obra poética, inmensamente popular en Colombia, donde las estrofas de “Todavía” y “Belleza”, “Llanto” y “virtud” están en todas las bocas, requeriría capítulo aparte en una historia de la literatura hispanoamericana. La estrofa enjuta y nerviosa, llena de audaces elipsis y desbordante de graves ideas, incorrecta, voluntariamente incorrecta a veces, no tiene la música de orquesta de la de Zorrilla y sus románticos compañeros […]. Más pensador que artista, más poeta que retórico […].43

La crítica “ratonesca”44 de Sanín Cano quiere desestabilizar a la institucionalidad misma, no sólo de las academias de la Lengua, tanto española como colombiana, a la cual pertenecía Rafael Núñez, sino derribar con el peso de sus propios argumentos aquellos ídolos de barro que se han erigido como dioses tutelares del Parnaso colombiano. De paso demuestra que, aunque sea un crítico literario que defiende los principios de la poesía moderna, tiene los conocimientos suficientes para poner en evidencia su mediocridad, incluso, en el manejo más elemental de la técnica poética. En este punto, no está de más recordar el ensayo-carta de Rafael M. Merchán “Un mal ejemplo en literatura” (1892) en el que si bien acude a autoridades de una época anterior a la crítica literaria modernista, Hipólito Taine, Mathew Arnold, Menéndez Pelayo, Macaulay y Sainte-Beuve, coincide en la importancia del análisis del detalle: “Respecto a la crítica de detalles, hoy es moda repudiarla so pretexto de que ya en Francia no se usa; pero en Inglaterra sí se usa como se puede ver en el Athenœum, que es, por asentimiento general. La primera revista crítica del mundo”.45

“¿Por qué no hemos de imitar a los franceses?”46

El tercer documento es el titulado “Crítica ligera” de José Asunción Silva, publicado en El Telegrama de Jerónimo Argáez, el 12 de agosto de 1888. Tal como lo explica el autor en el párrafo introductorio, el motivo de este documento se centra en la atribución de una serie de críticas publicadas en La Miscelánea de Medellín. La primera titulada “Entrevista con Mr. Collins” de octubre de 1887, y, la segunda “Entrevista con don Carlos Pérez”, las dos firmadas bajo el pseudónimo de José Luis Ríos y atribuidas a Eduardo Zuleta. En la primera entrevista ficticia, supuestamente realizada en Londres, el entrevistador interpela a Mr. Collins, bostoniano, sobre la idea que se formó de Colombia después de una corta estadía en Bogotá. Tras una serie de lugares comunes en torno a lo que los europeos y norteamericanos piensan de Hispanoamérica, inicia un escrutinio sobre el “país más literato” que ha conocido, en contraste con otros países sudamericanos que están empeñados en la generación de industria nacional. Las personalidades mencionadas del mundillo literario colombiano son: Miguel A. Caro, Rafael Pombo, Felipe Pérez, Diego Fallon, José Joaquín Ortiz, Rafael Núñez, José María Samper y Adriano Páez, entre otros.47

En la segunda publicación, “Entrevista con don Carlos Pérez”,48 éste un ciudadano argentino ficticio recién llegado de Bogotá durante un viaje por Sudamérica, menciona a José María Rivas Groot a propósito de su “Estudio pre liminar”, en el Parnaso colombiano publicado en 1888 y los poetas reunidos en esta colección de poemas. De igual manera, se refiere a César Conto, José David Guarín, José Manuel Marroquín, entre otros.49 Hoy casi todos poetas olvidados.

Los efectos producidos por estas dos publicaciones, atribuidas a José Asunción Silva, generaron tal hostilidad de los bogotanos y miembros del Parnaso colombiano hacia el modernista que éste se vio en la necesidad de negar toda responsabilidad.50 Sin embargo, en la defensa que de sí mismo hace Silva en carta dirigida al redactor de El Telegrama (Jerónimo Argáez), el autor hace un acopio de ironías que en lugar de dejar esclarecida su inocencia, profundiza mucho más el enojo de sus lectores. En términos generales, Silva sustenta lo injusto de la acusación en el total desinterés que le despierta la poesía nacional. Es así como afirma:

La crítica seria, que busca los orígenes lejanos de una obra, que la aprecia como expresión del pensamiento dominante en cierta época, y que investiga su influencia en el desarrollo de la que le sigue, me parece tarea ardua de filósofos, digna de Macaulay, de Taine o de Revilla.

La otra, la crítica ligera, al por menor, que coge los detalles y busca con microscopio los defectos, no me parece tarea sino un simple retozo que, a tiempo que le hace uno cosquillas al lector para que se ría, rasguña la obra de arte para ayudar a ese fin.51

A lo largo de la exposición de Silva en torno a la poca importancia que tiene la crítica ligera, se centra en cada uno de los argumentos que la crítica superficial y el lector menos atendido encuentra en los poetas más representativos de la modernidad literaria (Musset, Leconte de Lisle, Conde de Vigny, Teofilo Gautier, Baudelaire, Teodoro de Banville, Coppée, Sully Prudhomme, José María Heredia, Mendès) mezclados con los autores más representativos del romanticismo (Víctor Hugo, Lamartine). Por otra parte, al aplicarse a demostrar los extremos a los que puede llegar la “crítica ligera” que son los más aquellos que suelen circular entre un público que se autodenomina entendido en cuestiones de poesía, bajo ninguna circunstancia retoma a ningún poeta u obra nacional e incluye algunas expresiones o frases de un profundo contenido irónico:

[…] y tener la seguridad de que así van mucho más derechas [las críticas] que dándoselas a gentes que viven en Bogotá, muy poco ocupadas de las obras literarias de sus paisanos aun cuando las estiman en todo lo que valen.52

¿Le haremos caso al parnaso?53

Después, con el pretexto de que son oscuros dejaremos a los simbolistas a un lado, aun cuando los versos de Verlaine aleteen como mariposas, suenen como violines […].54

Yo cambiaría dos tomos de crítica mal hecha por una sola cuarteta inédita de Gustavo Bécquer.55

Habría que anotar que la crítica que se hace al Parnaso colombiano radica en que es la obra en la cual se recoge lo más valioso de la producción poética nacional, en muchos casos incluidos más por ser presidentes-poetas, poeta-filósofos, ideólogos-poetas que por las reales cualidades estéticas de sus obras. Igualmente, esta crítica contraviene a cada uno de ellos no sólo a las políticas culturales defendidas por la Regeneración sino a los criterios de la Academia de la Lengua que, a la postre, eran lo mismo.

“Debemos borrar las reglas de cartilla”56

Por último, mencionaremos dos estudios sobre el Decadentismo publicados en La Miscelánea de Medellín. El primero, “El Decadentismo”, bajo el seudónimo de Betis con fechas de escritura de mayo de 1899, en Bogotá (publicados en los números 7 y 8 de octubre de 1899) y el segundo, “Decadentismo colombiano”, con fecha de escritura del 30 de marzo de 1901 y publicados en los números 9 y 10 de mayo de 1901, escrito por Eusebio Robledo. Es posible que la diferencia de casi año y medio se deba a la suspensión de la revista por la Guerra de los Mil Días (1899-1902).

Esta revista, La Miscelánea, es la misma que publicó la “Entrevista con Mr. Collins” de octubre de 1887 y la “Entrevista con don Carlos Pérez”, las dos firmadas bajo el pseudónimo de José Luis Ríos y atribuidos a Eduardo Zuleta. Los números 7 y 8 se inician con el artículo de crítica literaria titulado “El Decadentismo”. El artículo llama la atención sobre Guillermo valencia y se refiere a que esto ya ha sido tratado en el Repertorio Colombiano, revista de difusión del conservadurismo.

En términos generales el texto es laudatorio de las calidades poéticas del payanés; alaba algunas de sus estrofas y le augura futuro en la poesía “siempre y cuando adapte su inspiración a la sana musa moderna”. Comparado valencia con Diego Fallón no es más que un aspirante a poeta, lo “mata la extravagancia de los decadentes”, más adelante pide que se le compare con José Eusebio Caro, Epifanio Mejía y Rubén Darío para corroborar que los versos de valencia son “afeminados, enfermizos y briosos”.57 Paso a paso, se va concretando, a lo largo del artículo, la animadversión en torno a la escuela poética decadentista. Culpa a sus cultivadores de no tener un cuerpo de doctrina, de ser incapaces de poder reemplazar a las viejas escuelas poéticas, del desconocimiento de la “autoridad literaria”, en resumidas cuentas, afirma con toda seguridad: “Para nosotros el decadentismo de Colombia y de todo Sur-América no es otra cosa que el antiguo gongorismo, modificado por el refinamiento social, el individualismo y la neurosis de los tiempos actuales”.58

Ante la necesidad de unas reglas o códigos a partir de los cuales evaluar la producción de los decadentistas, el autor del artículo se lamenta de su inexistencia: “¿Dónde está el código de los decadentistas? No le tienen porque en vez de reglas lo que ellos practican es la violación caprichosa y casi inconsciente de las consagradas por los grandes autores y por el uso tradicional […]”.59

El segundo artículo, titulado “Decadentismo Colombiano”, se refiere al anterior y reconociendo que lo escribe una “pluma adocenada y correcta”, pasa a corregir al autor, haciéndole saber que el Decadentismo no es una escuela literaria, asimismo, con Decadentismo la crítica se refiere a la “tendencia marcada a pulir la frase a darle colorido a la expresión, a inventar nuevos giros y modos de decir, nuevas voces y nuevas sintaxis, en todo lo cual se llega al exceso y a la extravagancia”,60 por su parte, para “otros esta escuela no tiene fincada únicamente sus credenciales de tal en la invención de nuevas formas de dicción, esto es, en lo puramente formal del lenguaje, sino que tiene fundamentos filosóficos que dijéramos responden a una faz de la conciencia universal moderna.61

Paso seguido, afirma que el Decadentismo es esencialmente una tendencia poética que aspira a manifestar una determinada faz del alma social moderna, “la neurosis peculiarísima, si se quiere, de la humanidad de hoy, es aceptable y hasta cierto punto digno de elogios”.62 “Las letras son como espejo de las costumbres y modo de ser social, y a cada nueva civilización, a cada transformación política, social o religiosa corresponde y debe corresponder un periodo respectivo del Arte”.63

En general, Eusebio Robledo establece una división tajante entre la vieja y la nueva poesía caracterizada por la libertad artística y opuesta a las reglas de cartilla, sin definiciones que la preceden y sin normas que la encorseten:

Entre nosotros, Guillermo valencia, Julio Flórez, Enrique W. Fernández… por ejemplo, representan en la actualidad tres distintas manifestaciones del lirismo: aquél con su frase especialísima y su poesía simbólica y atrevida, Flórez con su numen fecundo y fácil que tiene lamentaciones de Leopardi y con su vuelo de romántico desilusionado y triste, y Fernández con su estro limpio, calmado, de corte clásico y de concepciones religiosa y mística.64

A modo de conclusión

A lo largo de este trabajo se ha puesto énfasis en las exploraciones más reconocidas sobre el origen de la opinión pública, tales como las propuestas por Ha-bermas y Price; sin embargo, ante tal variedad se ha evidenciado la imposibilidad de llegar a una solución dialéctica (sintética) sobre todo cuando se trata de establecer aspectos característicos de la realidad histórica de América Latina y, aún más, de un país como Colombia caracterizado por su ensimismamiento en lo concerniente al libre curso de las ideas. No obstante la certeza de lo anterior, se han querido postular los efectos ejercidos por la economía del librecambio, la participación de la incipiente burguesía comercial neogranadina en los procesos de modernización sin objetar en ningún momento el elitismo de estos cambios e, incluso, del periodismo y el concepto mismo de opinión pública que parece respaldar la postura de Habermas.

Asimismo, se ha querido establecer el papel modernizador del periodismo, la práctica literaria y la crítica, precariamente iniciados en espacios como los salones y las tertulias y cuya cobertura en la población, mayormente analfabeta, requiere de un estudio particular. En este sentido, vale resaltar el papel de la crítica literaria de finales del siglo xix y principios del xx cuando en aras de la defensa de la autonomía de la serie literaria surgieron polémicas de carácter estético que, en el fondo, remitían a cuestionamientos de carácter político sin que por ello pretendieran imponer un concepto de Estado, sociedad o política inscritos en los idearios partidistas tradicionales, sino tal vez, en lo que Émile Zola escribiría, en 1898, en un contexto muy diferente: “[…] la verdad está en marcha y nada la detendrá”.65

Este llamado a la libertad artística en contraposición al contexto político que se vive; además de su insoslayable mediación en las polémicas ideológicas, podría ser interpretado como parte de los últimos estertores de una crítica literaria y una poesía que está ad portas de la universidad, distanciándose para siempre de la esfera pública y difícilmente participando en la constitución de la opinión pública. Así lo manifiesta Eagleton en relación con la crítica inglesa del último cuarto del siglo xix. Para este inglés, la aparición de las publicaciones intelectuales especializadas, efecto de la creciente profesionalización, fue generando una disminución del poder de los “hombres de letras” tradicionales debido a la autoridad disminuida por las universidades como centros de especialización y a la ignorancia de la masa de lectores. A esto habría que sumarle los efectos catastróficos de las políticas culturales conservadoras en el incipiente campo intelectual colombiano que a principios de siglo xx, terminada la Guerra de los Mil Días (1899-1902), ve como última alternativa la destrucción e intolerancia política del humor fácil y el juego de palabras ingenuo. Sólo hasta la llegada de los años veinte, tras las incipientes luchas sindicales, los estertores de la revolución bolchevique y el consiguiente fervor político de las juventudes liberales, la crítica literaria lucharía por ocupar el puesto perdido dentro de la opinión pública, pero ya no serían los literatos sus protagonistas, sino los intelectuales.

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Este artículo es producto de los resultados parciales del proyecto de investigación “La historia de la literatura de América Latina: proyecto intelectual en el contexto de los estudios culturales” aprobado por el Comité de Investigación Universitaria de la Universidad de Antioquia (2012-2015), dirigido por Alfredo Laverde Ospina.

Romero Silvio, “La naturaleza de la crítica”, en Ensayos literarios, trad. de Jorge Aguilar Mora, pról. de Antonio Candido, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1982, p. 148.

Ibid., p. 83.

Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América Latina, 3ª ed., Madrid, Alianza Editorial, 1975, p. 80.

Es esclarecedor tener en cuenta lo planteado por Berger-Luckmann, en relación con “estas zonas limitadas de significado” o “desviaciones de la atención de la realidad de la vida cotidiana” (experiencias semejantes a las provocadas por el arte o la religión, o los denominados “saltos”), que no sólo efectúan cambios en la tensión de la conciencia sino tensiones en el lenguaje a tal punto que se “deforma” la realidad de esas desviaciones con el fin de volver a la suprema realidad de la vida cotidiana. Cfr. Thomas Berger, L. Peter-Luckmann, La construcción social de la realidad, trad. de Silvia Zuleta, 16ª ed., Buenos Aires, Amorrortu, 2001, p. 39.

Renán Silva, La Ilustración en el Virreinato de la Nueva Granada. Estudios de historia social, Medellín, La Carreta Histórica, 2005, pp. 7-9.

Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública. Transformación estructural de la vida pública, trad. de Antonio Doménech, Barcelona, Gustavo Gilli, 1982, p. 109.

Otras de las tertulias mencionadas por Rodríguez-Arenas son: El arcano sublime de la filantropía como la primera logia masónica que funcionó en la Nueva Granada y dependiente de la Tertulia patriótica. La tertulia del Buen Gusto organizada por doña Manuela de Santamaría, esposa del abogado de la Real Audiencia (1801). Cfr. Rodríguez-Arenas, op. cit., pp. 17-40.

Silva, op. cit., pp. 41 y 42.

Ibid., p. 44.

Conocida en la historia colombiana como la Constitución de Río Negro, una de las cartas constitucionales más liberales que haya tenido una nación en Hispanoamérica. Rigió el destino de los Estados Unidos de Colombia desde 1863 hasta 1886. En este último año se aprueba la Constitución de 1886 que daría inicio al periodo ultraconservador urdido desde el movimiento pro nacionalista y ultra católico denominado Regeneración. Esta Constitución tendría vigencia hasta finales del siglo xx.

De acuerdo con Eduardo Posada Carbó, la libertad absoluta de prensa ya se había aprobado en 1851 y fue reiterado como principio en las siguientes constituciones. Cfr. Eduardo Posada Carbó, “¿Libertad, libertinaje, tiranía? La prensa bajo el Olimpo Radical en Colombia 1863-1885”, en El radicalismo colombiano del siglo xix, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia-Facultad de Ciencias Humanas, 2006, p. 148.

Maryluz Vallejo Mejía, A plomo herido. Una crónica del periodismo en Colombia (1880-1980), Bogotá, Planeta Colombiana, 2006, p. 15.

Cfr. Alfredo Laverde O., “El papel de la crítica en el ordenamiento de las configuraciones del discurso literario (1880-1900). Hacia una historia de la literatura colombiana”, en Tradiciones y configuraciones discursivas: historia crítica de la literatura colombiana. Elementos para una discusión. Cuaderno de trabajo II, Medellín, La Carreta Literaria/Universidad de Antioquia-Grupo de Investigación Colombia: tradiciones de la palabra, 2010, pp. 55-83.

Terry Eagleton, La función de la crítica, trad. de Fernando Inglés Bonilla, pról. de Terry Eagleton, Barcelona, Paidós, 1999, p. 11.

Vallejo Mejía, op. cit., p. 16.

Vincent Price, La opinión pública. Esfera pública y comunicación, trad. de Pilar vázquez Mota, Barcelona, Paidós, 1994, p. 24.

Ibid., p. 25.

Loc. cit.

Loc. cit.

Ibid., p. 28.

Jaime Jaramillo Uribe, “De Bentham a Tracy”, en El pensamiento colombiano en el siglo xix, Santa Fe de Bogotá, Planeta Colombiana Editorial, 1997, pp. 415-431. Entre múltiples estudios recientes sobre el tema resaltan: Rubén Sierra Mejía [ed.], El radicalismo colombiano del siglo xix, Bogotá, Facultad de Ciencias Humanas-Universidad Nacional de Colombia, 2006; José Fernando Ocampo [ed.], Historia de las ideas políticas en Colombia. De la Independencia a nuestros días, Bogotá, Instituto de Estudios Sociales y Culturales pensar/Taurus, 2008, p. 421.

Price afirma: “Los escritores de la Ilustración, a pesar de su énfasis en la razón humana y el progreso de la sociedad a través de la educación, no dejaron de comprender los aspectos no racionales y emocionales de la opinión pública”. Ibid., p. 30.

Ibid., p. 32.

Pierre Macherey, Para una teoría de la producción literaria, Caracas, Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1974, p. 14.

Ibid., p. 17.

Terry Eagleton, La función de la crítica, trad. de Fernando Inglés Bonilla, pról. de Terry Eagleton, Barcelona, Paidós, 1999, p. 10.

A propósito de este tema, véase el trabajo de Alfredo Laverde O., “Diatribas contra la imaginación. Novela, historia y modernización en el siglo xix colombiano”, en Caracol: Revista do Programa de Pós-graduação da Área de Língua Espanhola e Literaturas Espanhola e Hispanoamericana, núm. 2, São Paulo, Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas-Universidade de São Paulo, 2011, pp. 72-101.

Este periodo es denominado por Ángel Rama como “La ciudad modernizada”, inaugurada desde 1870 y se caracteriza de la siguiente manera: “La letra apareció como la palanca del ascenso social, de la respetabilidad pública y de la incorporación a los centros de poder; pero también, en un grado que no había sido conocido por la historia secular del continente, de una relativa autonomía respecto a ellos, sostenida por la pluralidad de los centros económicos que generaba la sociedad burguesa en desarrollo. Para tomar el restringido sector de los escritores, encontraron que podían ser ‘reporters’ o vender artículos a los diarios, vender piezas a las compañías teatrales […]”. Ángel Rama, La ciudad letrada, pról. de Hugo Achugar, Montevideo, Arca, 1998, p. 63.

De acuerdo con el estudio de Eduardo Posada Carbó: “Los voceadores ‘llenaban’ ocasionalmente las calles de Bogotá en la década de 1880, como lo observó Rothlisberger, ‘con un fuerte griterío’. Pero los colombianos tendrían que esperar hasta el siglo xx para experimentar una prensa de masas […] El Diario de Cundinamarca fue quizá el primer esfuerzo sostenido que tuvo algún éxito. Su viabilidad financiera, sin embargo parece haber dependido de ‘los salarios y dádivas’ con que era favorecido por los gobiernos radicales […]”. Cfr. Eduardo Posada Carbó, “¿Libertad, libertinaje, tiranía? La prensa bajo el Olimpo Radical en Colombia 1863-1885”, en El radicalismo colombiano del siglo xix, Bogotá, Facultad de Ciencias Humanas-Universidad Nacional de Colombia, 2006, p. 152.

Germán Mejía Pavony, “Los itinerarios de la transformación urbana. Bogotá, 1820-1910”, en Anuario colombiano de historia social y de la cultura, núm. 24, Santa Fe de Bogotá, Departamento de Historia-Facultad de Ciencias Humanas-Universidad Nacional de Colombia, 1997, p. 104.

Ibid., p. 103.

Eagleton, op. cit., pp. 73 y 74.

Baldomero Sanín Cano, “Rafael M. Merchán”, en Revista contemporánea, vol. II, núm. 2, Bogotá, Imprenta de La Luz, mayo de 1905, pp. 102 y 103.

Ibid., p. 103.

Rafael M. Merchán, “El mal ejemplo en literatura”, en Antología del ensayo en Colombia, sel., intr. y presentación de Oscar Torres Duque, Santa Fe de Bogotá, Biblioteca Familiar Presidencia de la República, 1997, t. 11.

Ibid., p. 584.

Ibid., pp. 631 y 632.

Ibid. p. 640.

Baldomero Sanín Cano, “Núñez, poeta”, en Escritos, pról. de Juan Gustavo Cobo Borda, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977, p. 41.

David Jiménez P., Historia de la crítica literaria en Colombia, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia/Instituto Colombiano de Cultura, 1992, p. 75.

Ibid., p. 44.

La crítica soterrada de Silva, debe leerse a la luz de su ensayo “Prólogo al poema intitulado ‘Bienaventurados los que lloran’, de Federico Rivas Frade” en el que hace un crítica mordaz a la pervivencia absurda del espíritu romántico, en relación con la poesía de su primo Rivas Frade afirma: “Sienten una angustia inexplicable frente a lo infinito del mar, prestan oídos a todas las voces de la tierra, como deseosos de sorprender los secretos eternos; y como aquello no les dice la última palabra, como la tierra no les habla como madre, sino que se calla como la esfinge antigua, se refugian en el arte, y encierran en poesías cortas, llenas de sugestiones profundas, un infinito de pensamientos dolorosos”. Silva, op. cit., p. 276, véase además, “Federico Rivas Frade”, en Páginas Nuevas. Textos atribuidos a José Asunción Silva, Santa Fe de Bogotá, Planeta Colombiana Editorial, 1998, pp. 27-32.

Cfr. Manuel Uribe Ángel, “Carta abierta a Brake” I y II (Brake era el seudónimo de Baldomero Sanín Cano) atribuidas hasta hace poco a Miguel Antonio Caro pero, de acuerdo con los estudios de Sofía Stella Arango, de Manuel Uribe Ángel. véase Manuel Uribe Ángel, “Carta abierta a Brake” I y II, en Fundamentos estéticos de la crítica literaria en Colombia. Finales del siglo xix y comienzos del siglo xx, pról. de Sofía Arango Restrepo y Carlos Arturo Fernández Uribe, Medellín, Universidad de Antioquia, 2011, pp. 119-128.

Merchán, op. cit., p. 61.

“Crítica ligera” (1888), en Obra completa, pról. de Eduardo Camacho Guizado, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, p. 258.

“Entrevista con Mr. Collins”, en Páginas Nuevas. Textos atribuidos a José Asunción Silva, pról. de Enrique Santos Molano, Santa Fe de Bogotá, Planeta Colombiana Editorial, 1998, pp. 40-45.

“Entrevista con don Carlos Pérez”, en Páginas Nuevas. Textos atribuidos a José Asunción Silva, prol. de Enrique Santos Molano, Santa Fe de Bogotá, Planeta Colombiana Editorial, 1998, pp. 46-51.

El Parnaso colombiano es el título de una antología de poetas colombianos, bajo la dirección de Julio Añez y con el prólogo de José María Rivas Groot, 1888. Sobre la importancia de esta publicación, véase Alfredo Laverde O., “Del literato al escritor: persuasión y artificio (Formación discursiva literaria de transición: 1880-1900)”, en Observaciones históricas de la literatura colombiana. Elementos para la discusión. Cuadernos de trabajo III, Medellín, La Carreta Literaria/Universidad de Antioquia-Grupo de Investigación Colombia: tradiciones de la palabra, 2010, pp. 71-103.

Silva, op. cit.

Ibid., p. 257.

Loc. cit.

Ibid., p. 259.

Loc. cit.

Ibid., p. 260.

Eusebio Robledo, “Decadentismo Colombiano”, en La Miscelánea. Revista Literaria y Científica, mayo de 1901, año 5, núms. 9-10, Medellín, mayo de 1901, p. 377.

Eduardo Zuleta, “El Decadentismo”, en La Miscelánea, núms. 7 y 8, Medellín, 1899, p. 270.

Ibid., p. 272.

Ibid., p. 271.

Robledo, op. cit., p. 366.

Ibid., pp. 336 y 337.

Ibid., p. 368.

Ibid., p. 369.

Ibid., p. 371.

Émile Zola, “ Yo acuso”, en Yo acuso. La verdad en marcha, p. 24. En http://www.libroteca.net.

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