La diabetes mellitus (DM) constituye un importante problema de salud pública, con una tendencia creciente en los últimos años relacionada principalmente con el progresivo envejecimiento de la población y la adopción de estilos de vida poco saludables. En España la incidencia de la DM tipo 2 se estima en 8 casos por 100.000 habitantes/año y la prevalencia en el 8% en mujeres y 12% en varones1. Representa una de las principales causas de muerte en los países desarrollados, siendo sus complicaciones más frecuentes las que afectan al sistema cardiovascular, renal y a la retina. El coste de estas complicaciones crónicas condiciona las enormes consecuencias sociosanitarias de la enfermedad al generar gran consumo de recursos humanos y farmacológicos. Es conocido que las complicaciones de la DM son las responsables de la mayoría de gastos derivados de la enfermedad, tanto de costes directos (complicaciones agudas, empeoramiento de las crónicas, ingresos hospitalarios, visitas clínicas, fármacos y tiritas), como indirectos (bajas laborales, jubilación anticipada y muerte prematura), así como de los costes intangibles o psicológicos (sufrimiento del paciente y calidad de vida)2. Por lo tanto, una adecuada intervención sobre los factores de riesgo causantes de las complicaciones macro y microvasculares puede repercutir favorablemente en los costes de la enfermedad y en la calidad de vida de los pacientes.
Las guías de práctica clínica (GPC)3 recomiendan en la DM una estrategia multifactorial dirigida a la consecución de objetivos de control estrictos, no solo de la glucemia, sino también de otros factores de riesgo cardiovascular (FRCV) como la hipertensión arterial (HTA) y los lípidos. Sin embargo, diferentes estudios realizados en nuestro país en los últimos años muestran que la situación no es la más adecuada, y que las tasas de control de los diferentes FRCV en esta población distan mucho de ser las idóneas. La constatación, según se refleja en el artículo publicado en este número de la revista SEMERGEN4, de tan solo una cuarta parte de pacientes con un adecuado control metabólico, así como de un deficiente control de la HTA y lípidos, indica la necesidad de mejorar sustancialmente en estos aspectos. La estrategia multifarmacológica individualizada, presidida por la implementación de estilos de vida saludables, debe ser la base para alcanzar los objetivos de control recomendados por las GPC3. Esto implica que un gran número de pacientes diabéticos deberían estar tratados con dos o tres fármacos antidiabéticos, dos o tres antihipertensivos, uno o dos hipolipidemiantes, y además estar antiagregados. Aunque esta actitud genera un incremento del gasto farmacológico a corto plazo, supone un ahorro final a largo plazo, consecuencia de la reducción de complicaciones y de la mejora en la calidad de vida de estos pacientes.
Sin lugar a dudas el tratamiento farmacológico representa un pilar esencial en la prevención de la enfermedad cardiovascular en la población diabética, pero no debemos olvidar que cualquier estrategia terapéutica debe acompañarse de la adopción continuada de estilos de vida saludables, especialmente dirigidos a los pacientes con sobrepeso y obesidad, auténtico vivero de futuros diabéticos. Como es sabido, el riesgo de desarrollar DM aumenta progresivamente, tanto en hombres como en mujeres, con la cantidad de exceso de peso. El alarmante aumento de la prevalencia mundial de DM, especialmente en países en vías de desarrollo, entre las minorías étnicas y los niños, parece estar principalmente relacionado con el sobrepeso y la obesidad. Según datos de la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad (SEEDO) y la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN), cerca de un 16% de la población adulta en España es obesa. A pesar de la estrecha relación que existe entre obesidad y DM, los programas actuales dirigidos a disminuir el número de personas obesas en la población general han fracasado estrepitosamente. Está suficientemente demostrado que unas sencillas intervenciones en el estilo de vida (aumento de la actividad física, dieta saludable y pérdida de peso) pueden reducir el riesgo de DM hasta en un 60%, pero además pueden contribuir decisivamente a neutralizar el mal control de los ya enfermos y minimizar la utilización de fármacos.
En definitiva, la prevención de la enfermedad cardiovascular en la DM exige la utilización de fármacos, los que sean necesarios, para alcanzar y mantener los objetivos de control recomendados por las GPC, pero sobre todo precisa de nuevas políticas sanitarias acordes con los tiempos que corren y que no son otras que aquellas destinadas a promover estilos de vida saludables en la población, ya que han sido los grandes cambios, tanto hacia la inactividad física como en la alimentación, los que explican el desarrollo de la epidemia de obesidad y DM. La Atención Primaria puede y debe tener un papel protagonista a la hora de diseñar e implementar nuevas políticas en este campo y participar activamente en los cambios que tienen que venir, esta vez, esperemos que sean cambios saludables.
Correspondencia: J.L. Llisterri Caro
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