Se comenta lo que cabe entender por la palabra dignidad cuando es aplicada a la persona de más edad, destacando su carácter universal y contraponiéndola a los mayores riesgos de sufrir «indignidades» a los que está expuesta la persona mayor. A continuación se discuten 3 apartados. En primer lugar, los factores de riesgo que en este sentido pueden llevar consigo las pérdidas fisiológicas y patológicas que en los planos físico, mental y social se asocian al hecho de envejecer. En segundo término, la cuestión de la discriminación por edad como forma de agresión, tan extendida como poco valorada, a la dignidad de la persona mayor. Y, por último, se comenta lo que cabe interpretar tras la consigna de Naciones Unidas en favor de fomentar un envejecimiento activo como sistema de defensa contra las indignidades. Se concluye con el mensaje de que ni las limitaciones que acompañan al proceso de envejecer, ni las diversas formas de agresión a que puede verse sometido el colectivo de más edad constituyen argumentos suficientes para una pérdida de la dignidad individual ni colectiva. Dignidad por la que todos debemos luchar y que debe mantenerse y ser respetada por el propio individuo y por el colectivo social correspondiente a lo largo de toda la vida
A discussion is presented on what is understood by «dignity» when applied to the elderly, highlighting it universal character and contrasting it with the greater risks of suffering «indignities» to which the elderly are exposed. The discussion is divided into 3 sections. In the first, the risk factors in this sense could lead to physiological losses and illnessess, which in in the physical, mental and social sense are associated with ageing. In the second, the question of discrimination of the elderly as a form of aggression due to age, and is so widespread and infrequently studied. Lastly, it is discussed how to interpret the advice of the United Nations on how to promote active ageing as a defence system against indignities. It concludes with the message that neither the limitations that accompany the ageing process, nor the different forms of aggression that the elderly may be subjected to, provide sufficient argument neither for a loss of individual nor collective dignity. This is something which we all must endeavour to achieve and which must be maintained and be respected by individuals and by society at all times.
«La dignidad está por encima de cualquier precio y, por lo tanto, no tiene equivalente» (E. Kant)
¿De qué estamos hablando? Lo de la persona mayor parece bastante claro. No tanto lo de la dignidad. Como ocurre casi siempre que nos referimos a lo que llamamos «valores» resulta muy difícil establecer una buena definición de lo que entendemos por dignidad. En el diccionario de la Real Academia y en el Espasa se le asignan entre otras acepciones las de excelencia, realce o, aplicado a un individuo o a un colectivo, se habla de poseer la calidad de digno, entendiendo como tal a la persona o grupo que es merecedora de ello. En el diccionario de filosofía de Ferrater Mora simplemente no aparece el término. Donde más detenidamente se interpreta la palabra «digno» es en el Diccionario del uso del español de María Moliner. Está asociado a más de una decena de sinónimos y a varias acepciones. Entre ellas una que considero muy adecuada: «se aplica al que obra, habla, se comporta, etc. de manera que merece el respeto y la estimación de los demás y de sí mismo». El término respeto y el muy próximo de autoestima considero que se ajustan bien a lo que entendemos por dignidad de la persona mayor.
En el lenguaje diario y en el sentir general asociamos el ser humano a la idea de dignidad. Esto no siempre ha sido así. Como bien señala el filósofo Ramón Valls1 en origen era un concepto que distinguía y jerarquizaba. Afectaba a quienes por su excelencia sobresalían por encima de otros. Era cosa de algunos. La dignidad moderna es de todos. Es universal porque no se considera consecuencia de un buen comportamiento sino como principio de él. Todos somos dignos, al menos desde Kant y la Ilustración. De forma específica desde que en 1948 el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos señalase que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». Todos somos dignos, con independencia de nuestras características personales, como raza, edad, salud o cualquier otro elemento diferenciador. El artículo 10.1 de la Constitución Española insiste en lo mismo al resaltar que «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes […] son fundamento del orden político y de la paz social». Equipara dignidad e igualdad, la considera un derecho y excluye de forma explícita cualquier forma de discriminación. Hasta aquí un resumen de lo que podemos considerar la teoría.
Entiendo que el planteamiento que se hace al proponerme este título tiene que ver con la posibilidad —y el riesgo— de que los cambios que tienen lugar en el tiempo vinculados al proceso de envejecer determinen por sí mismos algún tipo de metamorfosis que pudiera comprometer o menoscabar esta condición de digno. O bien que la forma de valorar este concepto haya sufrido cambios importantes en estos años. Norberto Bobbio2 expresa de forma adecuada un sentimiento social muy extendido cuando afirma que «quienes en tiempos habrían sido calificados de ancianos venerables… pasaron a ser llamados sin grandes contemplaciones esos vejestorios», unos viejos decrépitos de quienes no merece la pena ocuparse.
Lo primero que me viene a la cabeza siempre que escucho la palabra dignidad asociada a la persona mayor es el recuerdo de un artículo editorial publicado en los años setenta en la revista New England Journal of Medicine bajo la firma de quien era su director, el Prof. Franz Ingelfinger3. Sus comentarios versaban sobre la «muerte digna», un tema muy de actualidad por aquellos años. Señalaba Ingelfinger que, a la vista de las posibilidades tecnológicas que ofrecía la medicina, parecía un sarcasmo asociar la palabra dignidad al proceso de morir. A su juicio, a lo más que podríamos aspirar era a no añadir indignidades en esas circunstancias. Salvando las distancias, creo que algo de eso cabe intuir cuando asociamos los términos dignidad y envejecimiento.
En la línea de Ingelfinger, luchar por evitar las indignidades constituye otra forma de ver el tema. Supone tomar en consideración las 2 caras de una misma situación. Por ello, a efectos expositivos mis reflexiones van a ir en uno u otro sentido, asumiendo como hilo conductor el riesgo que representa poder ser víctima de indignidades. Me centraré en 3 puntos: las pérdidas de nuestra reserva orgánica como factor de riesgo muy común dentro de este campo, la discriminación por edad como forma sutil y poco valorada de generar indignidad y la necesidad de asumir el mandato de Naciones Unidas (NU) en relación con un envejecimiento activo como actitud más positiva en el intento de mantener una vejez digna.
Antes de entrar en materia insistiré todavía en un punto de partida. Se trata de destacar y aceptar como no discutible el hecho de que los viejos constituimos hoy un problema social importante. No es un fenómeno nuevo, ya que, más o menos atemperado, siempre ha sido así. Pero hoy somos muchos, más que en ninguna otra época, tanto en términos absolutos como relativos. Además, duramos una barbaridad, como nunca antes se había pensado que pudiera ocurrir. Hemos aumentado nuestra esperanza de vida de tal manera que en estos inicios del siglo XXI la mayor parte de la población en los países desarrollados vamos a pasar entre un cuarto y un tercio de nuestra vida en calidad de jubilados, lo que traducido a efectos administrativos equivale a ser oficialmente viejos. En un artículo de la revista Lancet4 se afirmaba que los nacidos en estos primeros años del siglo XXI en países desarrollados tienen grandes posibilidades de llegar a centenarios.
Constituimos lo que algún profesor de sociología (David Reher) ha calificado como «un maremoto» del que, además, la sociedad en su conjunto apenas si ha tomado conciencia Un maremoto cuyas consecuencias alcanzan a todas las esferas de la vida. Comprometen los sistemas sanitarios, la economía, el mundo laboral, o las formas de organización social y de convivencia, y lo hacen con unas repercusiones enormes que no escapan a ningún observador. Lo que parece menos comprensible es que este fenómeno que debiera ser un motivo de satisfacción individual y colectiva se traduzca para muchos en una especia de carga negativa y de invitación al pesimismo. Siguiendo con Bobbio, siempre dispuesto a asumir los aspectos más negros de la vejez, cabría considerar que los avances de la medicina a menudo «no tanto te hacen vivir cuanto te impiden morir». En su caso, esto se manifiesta a través de lo que él llama «una vejez melancólica, entendiendo la melancolía como la consciencia de lo no alcanzado y de lo que ya no es alcanzable».
Un factor de riesgo no discutible: las pérdidas asociadas al hecho de envejecerUna definición de envejecimiento bastante ajustada a la realidad científica es la que toma como base referencial las pérdidas en nuestros mecanismos de reserva y, ligado a ellas, el incremento progresivo de la vulnerabilidad y de la consiguiente claudicación ante cualquier tipo de agresión externa. Es cierto que nacemos con un margen de reserva enorme en todos nuestros órganos y sistemas. Son reservas funcionales que vamos perdiendo —o consumiendo— a lo largo de la vida. Pérdidas universales que desde el punto de vista orgánico afectan a todos y cada uno de nuestros aparatos. Al músculo, al hueso, a las articulaciones, a los sistemas cardiocirculatorio, digestivo, respiratorio, nervioso, endocrino, nefrourológico, inmunológico o sexual. A los sistemas de regulación de la homeostasis. A la piel, a la boca y a los órganos de los sentidos. Nada ni nadie escapa a ello, aunque la realidad nos muestra que la cadencia con la que estas pérdidas se van manifestando varía enormemente de unos individuos a otros. Más aún, que incluso existe también una gran variabilidad dentro de la propia persona, dependiendo de factores que van desde la carga genética con la que hemos aterrizado en este mundo hasta el tipo de vida que lleva o ha llevado cada uno de nosotros.
Son pérdidas que nos convierten de manera progresiva en sujetos mucho más vulnerables. Facilitan la posibilidad de claudicar en forma de enfermedad o de limitación funcional. Empeoran los pronósticos y las posibilidades de superar con éxito las enfermedades agudas. Dan pie a un aumento en los procesos crónicos de los que surgen situaciones de dependencia. También a muertes prematuras ante provocaciones cada vez menos intensas. Unas pérdidas que no son solo físicas. Tienen su correlato en la esfera psicológica y del comportamiento. Se traducen en un enlentecimiento generalizado físico, del pensamiento y del ánimo. Afectan a la esfera social, a nuestra situación en el entorno en el que nos movemos. Sin embargo, son pérdidas modulables por diferentes vías y que, especialmente en lo que respecta a estos últimos apartados, admiten numerosos factores correctores más o menos eficaces.
La pregunta clave en relación con el tema es si esta realidad que asocia pérdidas y envejecimiento puede resultar por sí misma lesiva para nuestra dignidad a ojos propios o ajenos. Si representa que nos convertimos en menos dignos ante los demás o ante nosotros mismos. La respuesta teórica y contundente es no. No tiene por qué ser así. La dignidad no es un valor intercambiable con la belleza, con una capacidad funcional óptima, con la salud o con cualquier otro parámetro positivo vinculado a la juventud. Podemos encontrar dignidad ante adversidades de cualquier naturaleza, incluidas las económicas o las situaciones de terminalidad. Por qué vamos a cuestionar su existencia en función de las pérdidas derivadas de haber alcanzado una edad a la que, por otra parte, todos aspiramos y que, en ningún caso, debe modificar los condicionantes más íntimos de la persona. Las posibles indignidades vendrían por otros caminos. Por vías, comportamientos y actitudes que no están marcadas por la edad y que pueden encontrarse en cualquier individuo, joven o no.
Sin embargo, según envejecemos es frecuente dejarse ir, renunciar a la exigencia de mantenerse digno en cualquier momento y circunstancia. Se trata de una tendencia social, vivida también en el mundo sanitario y que puede arrastrar al propio individuo. Una geriatra escocesa muy conocida afirma que la entrada en la categoría de paciente geriátrico viene dada por el «momento en el que el médico pierde interés por el estado de salud de su paciente».
En el nacimiento de la especialidad de geriatría subyacen muchos de estos conceptos. Quienes concibieron, elaboraron y pusieron en práctica los principios básicos de la medicina geriátrica en el Reino Unido durante los años 40 y 50 del siglo pasado lo hicieron como una forma de rebelión contra el abandono y la resignación. Intentaban afrontar los problemas de unos pacientes crónicos, «pluripatológicos» los llaman ahora, de los que nadie se ocupaba. Nació la geriatría para luchar contra el fatalismo y la resignación y para concentrar esfuerzos en la recuperación funcional. Para encontrar y combatir situaciones clínicas, enfermedades y limitaciones, desconocidas previamente. Para integrar soluciones globales a los problemas médicos y sociales. También para prevenir en lo posible problemas médicos de alta incidencia y prevalencia. En suma, para luchar por la dignidad de aquellos ancianos más desfavorecidos.
En último término, todos estos objetivos suponen un esfuerzo por combatir la indignidad social que representaba asumir como normal la existencia de una población mayor, cargada de enfermedad crónica, marginada, desahuciada desde una perspectiva médica, abandonada por familia y sociedad en asilos y hospitales. Una población víctima de la «indignidad» social, no respetada, a la que se había privado de cualquier forma de autoestima, e individualmente resignada y condenada a su exclusión sanitaria y social. Esta actitud, presente ya en las raíces de la especialidad, se ha mantenido viva desde entonces en todos quienes la hemos cultivado.
La discriminación por edad como forma de agresión a la dignidad de la persona mayorEl eventual catálogo de indignidades potenciales con las que el conjunto de la sociedad castiga a la persona de edad avanzada es extraordinariamente amplio y tiene como elemento común la sorprendente evidencia de pasar inadvertido. Abarca desde la falta de respeto al principio bioético de autonomía en cualquiera de sus manifestaciones hasta el apartado de los malos tratos al mayor, bien lo sean en forma de agresión física directa, bien en su vertiente de comportamientos negligentes y de abusos psicológicos o económicos. Me centraré en el tema de la discriminación por edad, lo que la literatura inglesa conoce como ageism5, que podríamos traducir por «etaismo» o «ageísmo», otra forma de agresión a la dignidad del mayor, ignorada con frecuencia por ciudadanos y administraciones.
El ageism, la discriminación por edad, constituye una forma de agresión a la dignidad del colectivo de más edad. Una forma de agresión que tiene múltiples manifestaciones en el plano social, pero que también aparece en los ámbitos vinculados a la salud.
Con carácter general los ejemplos de discriminación social al anciano son múltiples. Enumeraré algunos. Se vulnera el principio de autonomía al decidir por el anciano tanto en el ámbito familiar como en otros. Se establecen limitaciones para la convivencia en el marco familiar y en el contexto social. Existen y no se toman en consideración barreras ciudadanas evitables en materias como iluminación, transportes, arquitectura, regulación del tráfico, etc. Se legisla con frecuencia bordeando la frontera de algunos derechos; entre ellos los laborales, dentro de los cuales algunas formas de jubilación forzosa centradas en la edad podrían ser un buen prototipo. No se potencian estudios específicos. Se excluye o limita su participación en la política o en aspectos relativos a la gestión común de la vida pública. Se cortan o cuestionan los recursos sociales necesarios como pone en evidencia lo que está pasando con la ley de dependencia y con otras formas de limitación de derechos sociales. Se aplica un lenguaje sectario cargado de connotaciones negativas para denominar al colectivo. No hay más que analizar la utilización como insulto de las palabras viejo o anciano. Una gerontofobia social de la que dan testimonio abundante los medios de comunicación a la hora de tratar por la vía del ridículo o del chiste fácil numerosas imágenes del viejo.
En el plano sanitario la Ley General de Salud Pública6 sienta las bases para que la población española «alcance y mantenga el mayor nivel de salud posible a través de políticas, programas, servicios y actuaciones desarrolladas por los poderes públicos, empresas y organizaciones ciudadanas». En ella se habla de prevención y de promover la salud de las personas en la esfera individual y colectiva. Quiero destacar que esta ley, como ocurre con la Ley General de Sanidad de 1986, pone énfasis en el derecho a la igualdad. El artículo 6 establece que «todas las personas tienen derecho a que las actuaciones de salud pública se realicen en condiciones de igualdad sin que pueda producirse discriminación por razón de nacimiento, origen racial o étnico, sexo, religión, convicción u opinión, edad, discapacidad, orientación o identidad sexual, enfermedad o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».
Sin embargo, las evidencias de discriminación son también abundantes en este campo e inundan las publicaciones científicas de las más variadas especialidades médicas. Como ejemplo, basta repasar algunas áreas específicas como la cardiovascular o la oncológica. En ambas la evidencia demuestra que el grado de cumplimiento de protocolos y guías de actuación establecidos por las sociedades científicas correspondientes ante determinadas enfermedades o síndromes se cumplen en tanta menor medida cuanto mayor es la edad del colectivo analizado. Esto afecta a la profundidad de los estudios llevados a cabo en el anciano enfermo para sentar las bases del diagnóstico en toda su complejidad, pero afecta, sobre todo, a los protocolos terapéuticos, ante los cuales es muy frecuente aplicar una manga extraordinariamente ancha que permite, con el argumento de la edad, excluir de manera discrecional o basados en criterios no médicos opciones que no se habrían ni siquiera discutido en los más jóvenes.
Situaciones de este tipo es posible encontrarlas igualmente en cualquier otra especialidad médica o quirúrgica que incluya a pacientes de edad avanzada y son denunciadas periódicamente en las revistas más serias de la especialidad de turno. La cardiología o la oncología no pasan de ser meros ejemplos que he tenido la oportunidad de estudiar más directamente.
La discriminación sanitaria no se limita al cumplimiento negligente de unos protocolos diagnósticos o terapéuticos científicamente consensuados. Alcanza a otras muchas esferas, desde las limitaciones para acceder a las posibilidades que a día de hoy ofrece la alta tecnología, hasta la exclusión de pacientes mayores en los ensayos clínicos, pasando por la aplicación de políticas claramente discriminatorias en función de la edad por parte de las administraciones, que establecen topes arbitrarios a la hora de poder acceder a determinadas campañas de prevención o de revisiones del estado de salud. Cabría añadir aún la discriminación económica vinculada al mundo de la salud que representan decisiones como el copago farmacéutico o la imposición de trabas administrativas para acceder a algunos fármacos, productos o servicios sanitarios. La falta de interés de las autoridades académicas por la enseñanza de la gerontogeriatría o por potenciar recursos específicos para la población de más edad son otros ejemplos de lo mismo.
Discriminan las Administraciones cuando utilizan la edad como criterio para determinadas campañas preventivas, por ejemplo para detección precoz de cáncer de mama, o al olvidarse de la persona mayor cuando se trata de establecer políticas sanitarias. No hace muchos años la Asociación Médica Británica se quejaba de que los ancianos fueran excluidos de las campañas antitabaco en aquel país.
Todas estas actitudes ageism representan una agresión individual y colectiva contra la dignidad. En muchos casos atentan contra el derecho, pero, sobre todo, lo hacen contra un principio básico en bioética: el principio de equidad. Van contra la tradición médica ejemplificada en el llamado juramento hipocrático. Con frecuencia atacan también a la evidencia científica al dar por supuestas contraindicaciones basadas en la edad que el tiempo se ocupa de desmentir. La práctica de lo que se conoce como angioplastia coronaria o de las diálisis crónicas son buenos ejemplos de procedimientos que entraron en medicina con el cartel de contraindicados en los mayores y sobre lo que hubo que dar marcha atrás muy poco tiempo después. Y, sobre todo, van también contra el propio sentido común. ¿Dónde deberíamos situar el punto de corte si tiramos de la edad como criterio para cualquier tipo de decisión?
Diré para cerrar este apartado que discriminamos, ofendemos y agredimos a la dignidad de la persona mayor cada vez que cualquiera de nosotros damos por buenas en el día a día frases tan habituales como las de: «bastante bien está Ud. para los años que tiene», o «a su edad qué querrá», o, peor aún, porque suele traducir ignorancia, cuando el profesional de la salud, ya sea médico, farmacéutico o enfermero, interpreta como «cosas de la edad» determinados problemas clínicos cuya causa desconoce, muchas veces incluso sin haberse tomado siquiera la molestia de indagar su origen.
El llamado envejecimiento activo como sistema de defensa contra la indignidadQuizás una de las formas más adecuadas para hacer realidad de manera mantenida el concepto de dignidad aplicado al individuo de edad avanzada sea cumplir algunas de las recomendaciones con las que, periódicamente, los organismos internacionales y a su cabeza NU intentan incidir en el tema. Me voy a referir el lema del «envejecimiento activo» por considerar que constituye una clave paradigmática en este terreno. La II Asamblea Mundial del Envejecimiento celebrada en Madrid en 2002 lo definía como «el proceso de optimización de las oportunidades de salud, participación y seguridad con el fin de mejorar la calidad de vida a medida que las personas envejecen»7. Más adelante destacaba que había «llegado el momento de instaurar un nuevo paradigma que considere a las personas ancianas participantes activas de una sociedad que integre el envejecimiento y que las considere contribuyentes activos y beneficiarios del desarrollo». Es decir, apelaba directamente a su dignidad por la vía de la participación social. Una década después NU insistía en el tema declarando oficialmente 2012 como el año del envejecimiento activo.
El objetivo obvio que se desprende de este lema estriba en que la persona que llega a una edad avanzada siga integrada y se mantenga viva y con responsabilidades dentro del engranaje social. Busca la dignificación de la persona mayor articulando su encaje en la sociedad, facilitando esa «sociedad para todas las edades» que ha sido otro de los lemas de NU. Hacerlo así supone un valor añadido en la medida en la que representa sumar al conjunto, con beneficios dobles. Para la sociedad —más personas arrimando el hombro— y para el individuo, que tendrá la oportunidad de mantener su contribución al bien común. Debemos ser conscientes de que la responsabilidad para llevar a buen puerto este objetivo corresponde a las 2 partes, a la persona mayor a la que se pide actividad, y a quien no lo es pero puede, con su forma de actuar a través de las instituciones o con su comportamiento individual, facilitar —o dificultar— dicha actividad.
Con el «envejecimiento activo», evidentemente, se buscan objetivos en salud, pero no solo. También objetivos sociales de independencia, de movilidad en el sentido más amplio de la palabra, de facilitar la posibilidad de desarrollar programas y trabajos que, remunerados o no, constituyan una continuidad con lo que ha sido la vida previa de cada uno y contribuyan al bien común. El individuo mayor debe proponérselo, pero la sociedad en su conjunto, Administraciones y personas más jóvenes, deben contribuir a hacer factible su realización. Una tarea que no siempre es fácil y que para poder culminar con éxito precisa superar diferentes escollos. En esta última parte de mi intervención voy a enumerar aquellos que considero más importantes. Algunas de las dificultades son intrínsecas, dependen del propio sujeto y de sus circunstancias personales, pero en muchos casos hay que sumar a ellas las impuestas desde el exterior, obstáculos añadidos a la ya difícil tarea de no tirar la toalla. Me centraré en 5 puntos.
La primera dificultad viene de oficio. Como he señalado el envejecimiento se asocia con pérdidas orgánicas a todos los niveles y nos hace más vulnerables. La consecuencia es la acumulación de enfermedades agudas y, sobre todo, crónicas, las limitaciones funcionales que, en algunos casos, acaban llevándonos a situaciones de dependencia. Se consumen más fármacos, los controles sanitarios se hacen más frecuentes, crece la necesidad de contar con la figura del cuidador, etc. Son limitaciones intrínsecas, en parte inevitables, que pueden desmotivar e invitan poco a proseguir con una actividad mantenida. Primer obstáculo que hay que superar.
Otro capítulo, también centrado en la propia persona mayor, es el que tiene que ver con la necesidad de vencer muchas de las inercias que actúan en el sentido de dejarse ir una vez que la persona ha cumplido los principales preceptos de su rol en esta vida. Se manifiesta en frases o en sentimientos ligados al «ya he trabajado bastante», «no tengo ánimos», «es el turno de otros», «que me dejen tranquilo», «que me cuiden», y expresiones similares. Puede ser una vía para el abandono y una puerta de entrada en «situaciones de indignidad».
En el tercer apartado existen ya elementos externos. Tiene que ver con los problemas que surgen a la hora de asumir situaciones nuevas y está muy vinculado al salto cualitativo que representa la jubilación. Cambia la vida y hay que adaptarse a ello. Es habitual que, coincidiendo con la edad jubilar, tengan lugar modificaciones en el entorno inmediato, separación de los hijos, pérdidas familiares y de amigos, asunción del papel de abuelos, etc. Son retos muy serios, pero, para intentar envejecer de forma activa, resulta obligado buscar un nuevo papel social que permita superarlos, algo que afecta desde la ocupación del tiempo hasta la respuesta al ¿a qué me voy a dedicar ahora?
Por si fuera poco, —cuarta dificultad— no es raro que se vuelva hostil buena parte del entorno más próximo, sobre todo aquel en el que se han vivido las fases inmediatas a la jubilación, en el marco de lo que ha sido la actividad laboral previa. Hay de todo. Las situaciones son muy plurales pero es mucho más frecuente de lo que cabría pensar que no se faciliten unas mínimas condiciones que permitan mantener cierta actividad en línea con lo que han sido las competencias del individuo durante toda su vida anterior. Más bien la experiencia demuestra que puede ocurrir lo contrario: puertas cerradas, malas caras, recelos vinculados a frases como «lo que le cuesta a este dejar la silla», zancadillas, empujones, etc. No es excepcional escuchar recomendaciones del tipo de «si quiere envejecer activamente que aprenda a jugar al golf o que cuide de los nietos». Estamos ya plenamente en el campo de los obstáculos extrínsecos, unas dificultades impuestas desde fuera y que se suman a todas las anteriores.
Pero todavía queda algo peor. El tan manido tema de la crisis ha facilitado la implantación de lo que puede calificarse como «castigo gubernamental». Castigos añadidos, sobre todo de índole económica. En parte son comunes a los diseñados para otros grupos etarios, como ocurre con las pérdidas de poder adquisitivo, algo que, en el caso del anciano, ya se ha visto muy mermado previamente desde el momento en el que lo que era un sueldo se convierte en una pensión. También los impuestos municipales, autonómicos y estatales cada vez más altos. Otros castigos son específicos, copago farmacéutico, euro por receta, limitaciones crecientes en los recursos sociales o en la aplicación de la ley de dependencia, y lo que caiga. ¡Cállese y ayude en casa si sus hijos o sus nietos están en el paro! Las administraciones suelen hacer recaer las cargas máximas sobre los más débiles, y el anciano está en ese grupo. Hacerlo así es más fácil. Genera menos contestación y menos problemas.
Bien, pues en ese contexto, NU y a su rebufo todos quienes nos ocupamos de estas cuestiones, intentamos convencer a nuestros mayores para que mantengan su dignidad a través de envejecer activamente. En algunos casos, como en el de quien esto suscribe, predicando con el ejemplo, toda vez que, objetivamente, uno ya se siente inmerso con todas las consecuencias dentro de este colectivo.
A modo de colofónVemos que la dignidad del individuo se mantiene durante toda la vida. Ni las limitaciones que acompañan el proceso de envejecer, ni las diversas formas de agresión a que puede verse sometido el colectivo de más edad constituyen argumentos suficientes para una pérdida de dignidad. La sociedad y los individuos deberemos asumir actitudes positivas y, en este contexto, lemas como el del envejecimiento activo, enunciados por organismos del prestigio de NU, representan una ayuda inestimable para mantener e incrementar ese elemento de excelencia que conocemos con el nombre de «dignidad» dentro del marco común. Terminaré de nuevo con Bobbio2 quien, en un homenaje expreso a la geriatría, habla de la nobleza de los fines de nuestra especialidad «que no estriban solo en aliviar los sufrimientos físicos, sino también […] en exhortar a quien está a punto de entrar en la última parte de su vida a no dejarse dominar por el temor, a veces obsesivo, de la decadencia, a sentirse un vencedor con respecto a los jóvenes muertos que son los vencidos y no él». «A tu edad, si ves que se te escapa el autobús no corras. Perderás el autobús y la dignidad» (María Salas)
Conferencia pronunciada en la Real Academia Nacional de Farmacia (7 de mayo de 2014).