Introducción
La entrada en vigor de la Ley 41/2002, de 14 noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica1, ha supuesto una actualización como referente jurídico y ético de la información al paciente. En este sentido, la Sociedad Española de Reumatología (SER), y a petición de sus socios, encargó a una comisión creada al efecto la elaboración de una serie de protocolos, los cuales fueron posteriormente valorados y corregidos por una asesoría jurídica, y que están disponibles en la página web de la SER2. Aunque se señala la exigencia legal y ética que supone el consentimiento informado, también se subraya que la información «proporciona a los profesionales de la medicina la imprescindible seguridad jurídica frente a las reclamaciones». Todos estos aspectos son ciertos, pero la experiencia demuestra que el tema de la información se ha entendido sólo como un requisito legal, como una posible defensa de la actuación del médico, pero no como un derecho del paciente y como una parte integrante de la lex artis. El reconocimiento del derecho al consentimiento informado es un imperativo ético.
En las últimas décadas, la medicina se caracteriza por un aumento de las enfermedades crónicas y, simultáneamente, un incremento espectacular de las posibilidades de intervenciones diagnósticas y terapéuticas. La reumatología es un claro ejemplo de especialidad que engloba un amplio grupo de afecciones crónicas, condicionándonos a dirigir nuestros esfuerzos a conseguir «calidad» de vida frente a «curación», y en la que los avances en la investigación de nuevos tratamientos, como las terapias biológicas, han modificado una situación inimaginable hace no muchos años. Pero cada procedimiento médico tiene riesgos y beneficios que se deberá compartir con el paciente para que, según su grado de competencia, asuma responsabilidades sobre su propia salud, lo cual dependerá en gran medida de la información que haya recibido.
Evolución histórica
El proceso de información y toma de decisiones en el ámbito asistencial tiene sus fundamentos en los derechos humanos, y concretamente en el derecho a la libertad de una persona de decidir sobre su propia salud. Las personas tienen derecho a aceptar o rechazar intervenciones sanitarias basándose en su escala de valores y en su deseo de realizar sus propias metas.
El consentimiento informado debe entenderse como un proceso de comunicación e información entre el profesional sanitario y el paciente. Cuando éste queda recogido por escrito, hablamos de documento de consentimiento informado, lo cual no debe confundirse a efectos relacionales, éticos ni jurídicos con el proceso. Obtener la firma del paciente en un papel no significa haber cumplido los requisitos del consentimiento informado.
¿No resulta sorprendente que en pleno siglo xxi tengamos que hablar de la autonomía de las personas?, ¿por qué tenemos que recordar que nuestros pacientes antes que eso son personas y ciudadanos autónomos para tomar decisiones que conciernen a su propia vida, en relación con sus valores y creencias?, ¿qué es lo que hace que las cosas «sean distintas» cuando se habla de la relación médico-paciente?
El modelo ético de comportamiento que ha sustentado clásicamente la relación médico-paciente ha sido el paternalismo. El médico es el profesional cualificado, y su deber es «hacer el bien» al paciente, pero el bien que él determina. El enfermo no sólo es un incompetente físico, sino también moral, y por ello debe ser ayudado por su médico en ambos aspectos. Éste es el principio moral que gobernaba la ética de los médicos hipocráticos (s. iv a.C.) y que ha persistido a lo largo de los siglos como concepción moral de los médicos. La obligación del médico era restablecer la salud, entendida como el orden natural perdido, según la ética griega, y el paciente tenía que colaborar. Todo lo que dificultara este objetivo, como la información excesiva, se tenía que evitar. «Buen enfermo» era aquel que asumía una actitud pasiva, infantil, que no preguntaba ni protestaba y obedecía3.
Sin embargo, a lo largo de la modernidad, la forma de entender las relaciones sociales y políticas entró en crisis, y los habitantes de las sociedades occidentales fueron ganando poco a poco el reconocimiento de «ciudadanos», a partir de la formulación de los derechos civiles y políticos propios de todo ser humano. El principio ético que sustentaba estas ideas era el de autonomía; la ley moral no puede provenir de fuera del sujeto, sino que es el propio hombre, actuando racionalmente, el que tiene que dársela a sí mismo. El individuo tiene capacidad moral para decidir libremente cómo gobernar su propia vida en todos los aspectos mientras no interfiera en el proyecto vital de sus semejantes3,4.
Pero este reconocimiento como ciudadanos no llegó a la esfera sanitaria. La capacidad de tomar decisiones sobre uno mismo quedaba fuera de los hospitales. Con 2 siglos de retraso los pacientes comenzaron a emanciparse y a exigir ser tratados como mayores de edad también en lo relacionado con la sanidad. Es interesante ver la evolución histórica de este proceso para poder comprenderlo. Para ello conviene remitirse a P. Simón, uno de los autores que más ha estudiado el tema del consentimiento informado4,5. La primera mitad del siglo xx está marcada por el derecho de autodeterminación de los pacientes, que surge en Estados Unidos, donde la tradición democrática liberal del pueblo americano, defensora a ultranza de los derechos individuales de los ciudadanos, fue la primera en reclamar la participación activa de los pacientes en las relaciones sanitarias, viéndose obligada a emplear la vía judicial. Por otra parte, el Código de Nuremberg de 1948, resultado del enjuiciamiento de los médicos nazis por sus experimentos con prisioneros de los campos de concentración, supuso el inicio de una línea de reflexión sobre el consentimiento informado, al considerar como requisito indispensable el consentimiento voluntario del sujeto de experimentación para su participación en la investigación.
Pero es en la segunda mitad del siglo xx cuando toma cuerpo definitivo el llamado «consentimiento informado», de nuevo a partir de resoluciones judiciales, pero coincidiendo con los movimientos de reivindicación de los derechos civiles, entre los que se encuentran los derechos de los pacientes, recogidos en la primera Carta de Derechos de los Pacientes promulgada por la Asociación Americana de los Pacientes (1973), y que vienen a ser especificaciones del derecho general de información y al consentimiento3.
Otra aportación decisiva a la reflexión sobre la ética de la investigación y del consentimiento informado fue el denominado Informe Belmont (1978), elaborado a petición del Congreso estadounidense para establecer los principios éticos fundamentales que deben orientar la investigación en seres humanos. Dichos principio han pasado a ser, con algunas modificaciones, los principio éticos generales de toda la bioética: no maleficencia, justicia, autonomía y beneficencia6. Esta nueva disciplina, la bioética, va a tener una marcada influencia en el modo de actuación de los médicos estadounidenses y va a estar muy ligada al desarrollo de la teoría del consentimiento informado.
La situación en nuestro país
En lo que se refiere a nuestro país, como recoge P. Simón, la tradición médica paternalista ha sido muy potente, por factores de diversa índole5,7. Es lógico que los primeros intentos de sistematización de la deontología médica española estuvieran impregnados de paternalismo y de connotaciones religiosas. Por otra parte, en los años sesenta y setenta, cuando se estaba introduciendo el concepto de autonomía de los pacientes en el ámbito sanitario, en el contexto de una reflexión ética pluralista y multidisciplinaria sobre los problemas de la medicina moderna, en España se vivía una situación de paternalismo político. Es a mediados de los ochenta cuando comienza una lenta transformación de la estructura teórica de las relaciones sanitarias, y la aprobación de la primera Carta de Derechos de los Pacientes en el artículo 10 de la Ley General de Sanidad fue el punto de partida. Por tanto, en nuestro país, no hubo una reivindicación ciudadana ni una presión social; de ahí que no se prestara especial atención a la teoría del consentimiento informado recogido en la mencionada ley. Una vez más, tuvieron que ser las sentencias judiciales las que fueron «forzando» su implantación.
¿Pero la implantación de qué? De formularios de consentimiento informado, que dejaran cubierto el aspecto legal y permitieran, al mismo tiempo, «cumplir los objetivos pactados» con la gestión del centro. Este proceder, que ha sido una realidad y desgraciadamente sigue siendo actualidad, no se puede mantener ni desde una perspectiva ética ni legal. De ahí que la Ley 41/2002 suponga un notable avance legislativo con respecto a la regulación del consentimiento informado. La amplitud con la que considera el derecho a la información (artículos 6, 12 y 13); la aclaración de que la información y el consentimiento informado son primera y principalmente actos verbales que deben realizarse en un marco de comunicación adecuado (artículos 4.1 y 8.2), subrayar al paciente como titular primero de la información, derecho que se debe tratar de respetar en lo posible incluso en caso de incapacidad (artículos 5.1, 5.2 y 9.5) y la consideración de la obligación de informar a los pacientes como parte integrante de la lex artis (artículo 2.6) son algunas de sus aportaciones.
Pero además, el consentimiento informado es un imperativo ético. Todos los individuos son, mientras no se demuestre lo contrario, agentes morales autónomos, capacitados para tomar decisiones, según su propia valoración sobre lo que es bueno y malo. Toda persona tiene derecho a que el profesional le dé la información necesaria y suficiente para que él pueda hacerse una idea correcta de su estado de salud, y sea capaz de decidir sobre los procedimientos que habrán de seguirse en cada caso concreto8. El ejercicio del principio de autonomía implica asumir que la mayoría de los pacientes son competentes para comprender y aceptar o rechazar una prueba diagnóstica o un tratamiento.
Elementos del consentimiento informado
La puesta en práctica de un nuevo modelo de relación sanitaria a través del consentimiento informado exige tener en cuenta una serie de elementos:
El consentimiento informado no es un acontecimiento aislado; es un proceso continuo, verbal (artículo 8.2), que empieza en el momento que el paciente entra en contacto con el profesional, y se realiza a través de un intercambio de información, de opiniones de preferencias. En ocasiones requiere un apoyo escrito, pero como registro de un proceso que se está llevando a cabo. El objetivo no es obtener un documento firmado, sino la propia información que es un derecho del paciente.
Se requiere voluntariedad; es decir, que sea un proceso libre, no coaccionado ni manipulado. Sólo es aceptable desde el punto de vista ético y legal el consentimiento que se emite por una persona que actúa de forma libre y voluntaria, evitando la coacción o manipulación, las cuales se pueden ejercer de muchas formas. Sí es aceptable la persuasión, pero trazar el límite razonable de ésta queda en manos de la honestidad de cada profesional.
La información tiene que ser suficiente, adecuada y comprensible, para que el paciente competente pueda tomar decisiones respecto a su proceso. ¿Hasta dónde informar?, ¿cuánto desea saber cada paciente? Aunque el artículo 10 recoge la información básica a comunicar, lo cierto es que habrá que informar al paciente de todo aquello que pueda serle relevante para su proceso de toma de decisión. Aun habiendo unos mínimos legales, habrá que ir determinando con cada paciente qué es lo relevante para él y para su elección. Por otra parte, el consentimiento sólo será verdaderamente informado si el sujeto ha recibido esa información en un lenguaje asequible para él, adaptado a su situación sociocultural, de tal forma que se garantice la comprensibilidad.
La capacidad o competencia, entendida como la aptitud del paciente para comprender la situación a la que se enfrenta, las opciones posibles de actuación y las consecuencias previsibles de cada una de ellas, para poder tomar una decisión que sea consecuente con su propia escala de valores. En los casos en que esto no sea posible, serán las personas vinculadas a él las que tendrán que tomar la decisión (artículo 5.3), pudiendo adentrarnos entonces en las valoraciones éticas de las decisiones por sustitución o representación.
Finalmente, el paciente tomará una decisión, de aceptación o rechazo de la medida diagnóstica o terapéutica propuesta por el profesional. Pero el consentimiento informado no exige que el profesional se coloque en posición neutra, como un mero espectador mientras el paciente hace uso de su libertad para decidir. Al contrario, demanda que el médico no deje solo al paciente y se implique con él en la toma de decisiones; que integre la información y los valores relevantes para realizar una recomendación, y a través del diálogo, intente persuadir al paciente para que acepte las intervenciones que mejor garanticen su bienestar global. Deliberar con el paciente el curso de acción más deseable, no someterlo a su voluntad9. Nadie presupone que sea fácil, ni siquiera que se pueda conseguir siempre, pues la relación médica, como relación interpersonal que es, no es que pueda ser accidentalmente conflictiva, sino que es esencialmente conflictiva3.
Para concluir, merece la pena reproducir un fragmento de Diego Gracia, el mayor impulsor de la enseñanza de la bioética en nuestro país: «Decíamos que la profesión médica ha tenido siempre un gran poder, el cual no es sólo físico, sino también y quizá principalmente moral. Es obvio. El médico trata con seres humanos, y en ellos es imposible separar completamente los hechos biológicos de sus valores personales y sus proyectos de vida. El hombre, el hombre que sana y enferma, es una unidad indisoluble. Todo médico es moralista, lo mismo que es un educador. Éste es un poder al que no puede renunciar. Lo vituperable no es emplear ese poder, sino hacerlo de modo técnicamente incorrecto o moralmente inaceptable. Hoy como ayer, el ideal del médico no puede ser otro que el del vir bonus medendi peritus, el hombre moralmente bueno, y a la vez técnicamente diestro en el arte de curar y cuidar a sus pacientes»10.