En el presente artículo los autores plantean un estudio retrospectivo muy llamativo cuyo objetivo es describir las características generales de los individuos a los que se les realizó trasplante renal en la Fundación Clínica Shaio y explorar si existen diferencias en supervivencia de los pacientes y de los injertos por subgrupos. Este estudio presenta un objetivo interesante y para ello los mismos autores tienen una base de datos de sus pacientes, que entre febrero de 1986 y junio de 2015 suman 323 registros de los cuales, según la tabla 1 analizaron 321 registros.
Para la búsqueda del objetivo primario los autores dividieron a los pacientes en 3 subgrupos (genero, infecciones y terapia de inducción); y como lo mencionan los autores, los 2 tipos de infecciones analizadas son tal vez de las más frecuentes en los pacientes con trasplante renal, siendo las fases tempranas del trasplante renal las de más riesgo para este tipo de complicaciones infecciosas. Es así como podemos encontrar, dependiendo de cada grupo de trasplantes, una incidencia de IVU de entre el 10% y el 70% en el primer año1, y esta gran heterogeneidad depende de muchos factores anatómicos y funcionales tanto de la etapa preoperatoria, como intra- y postoperatoria. Por otra parte, la infección por citomegalovirus se puede presentar desde momentos tan tempranos como el primer mes postrasplante y hasta los 12 meses siguientes con una incidencia, sin profilaxis, que puede llegar hasta el 70%2; esta alta incidencia obliga a los equipos de trasplante renal, como muy acertadamente lo mencionan los autores, a tomar medidas profilácticas en los pacientes llevados a trasplante renal para reducir esta complicación y mejorar la expectativa de vida del injerto renal.
Otro aspecto que llama la atención es que 245 pacientes recibieron inducción con alemtuzumab y 78 con timoglobulina; es decir, todos los pacientes recibieron terapia de inducción independientemente del riesgo de rechazo a corto plazo o agudo, sería interesante ver en la tabla 1 el dato de cuántos pacientes con alemtuzumab estaban en alto riesgo y riesgo estándar o bajo, así como qué pacientes con timoglobulina estaban en estos mismos subgrupos de riesgo y las dosis de inducción utilizadas, pues de esta manera tendrían unos resultados más objetivos y homogéneos en cuanto a este objetivo, puesto que algunos autores reservan las terapias de inducción para receptores con alto riesgo de rechazo agudo y evitan estas terapias en pacientes con bajo riesgo. No existe evidencia de que exista una mejor sobrevida del injerto renal a largo plazo en pacientes de riesgo estándar o bajo que reciben terapia de inducción con agentes que depletan células T en comparación con aquellos que no la reciben o que reciben dosis bajas en riesgo estándar3–7, lo que de alguna manera puede sesgar los resultados obtenidos por los autores.
Otro factor importante que los autores mencionan en la discusión es el uso que tiene el alemtuzumab en contraste con la timoglobulina. Por ejemplo, en regiones como la Unión Europea el alemtuzumab está restringido al manejo de esclerosis múltiple desde el 8 de agosto de 2012 y por tanto su uso como terapia inductora se reduce alrededor del 0%8, mientras que en EE. UU. su uso se encuentra en menos del 10%; en parte, esto se puede deber a sus efectos adversos, por ejemplo, la infección por BK virus parece ser 2 veces más frecuente con alemtuzumab que con terapia inductora convencional; asimismo, la leucopenia es 3,6 veces más frecuente7,8, además del riesgo aumentado de infecciones oportunistas y desarrollo de neoplasias o de infección por citomegalovirus a largo plazo.
Para finalizar, quiero invitar a los autores del presente estudio y a todos los colegas interesados en el trasplante renal que continúen haciendo investigación sobre estos temas tan interesantes y apasionantes para seguir construyendo conocimiento en esta área de la urología que a veces parece olvidada.