La aprobación de la ley de eutanasia supone un reto para la medicina y culmina un proceso de maduración cívica de la sociedad ante el morir. Existen desafíos que la aplicación de la ley deberá solventar. Buscar una solución médica objetiva e irreversible a un sufrimiento subjetivo, donde pueden existir determinantes sociales condicionantes, implica un grave riesgo de inequidad que requiere políticas que establezcan un marco pre-decisional garantista. La eutanasia debería ser una excepción gracias a la existencia de fuertes salvaguardas clínicas, informativas y relacionales que solo pueden garantizarse en el contexto de una atención primaria solvente que acompañe a las personas a lo largo de sus vidas. En este contexto primarista y comunitario, la eutanasia puede ser el último recurso de un profesional comprometido con el no abandono de un paciente con sufrimiento grave e irreversible que la solicita.
The approval of the euthanasia law represents a challenge for medicine and culminates a process of civic maturation of society in the face of death. There are challenges that the application of the law will have to meet. Seeking an objective and irreversible medical solution to subjective suffering - where there may be conditioning social determinants - implies a serious risk of inequity that requires policies that establish a pre-decisional guaranteeing framework. Euthanasia should be an exception thanks to the existence of strong clinical, informational and relational safeguards that can only be guaranteed in the context of a solvent primary care that accompanies people throughout their lives. In this primarist and community context, euthanasia can be the last resort of a professional committed to not abandoning a patient with severe and irreversible suffering who requests it.
Los médicos de familia vivimos en una práctica profesional y una sociedad que ha ido cambiando sustancialmente en los últimos años. Ello se ha traducido también en un afrontamiento diferente de la atención al final de la vida. Son hechos incontrovertibles que ha habido una modificación sustancial en las formas de enfermar y de morir, una secularización del ejercicio profesional y, fundamentalmente, una irrupción de la libertad y de la autonomía como derechos inalienables de nuestros pacientes1. Ello ha conducido a que profesionales sanitarios y sociedad hayan madurado, pudiendo diferenciar los distintos escenarios que plantea la atención al final de la vida2, asumiendo con naturalidad el rechazo de tratamiento o la revocación de consentimiento informado y han comenzado a utilizar herramientas de decisiones compartidas como las voluntades anticipadas (VA) o la planificación compartida de la atención (PCA).
Como médicos de familia, creemos que nuestra especialidad, firmemente comprometida con el sistema público, la calidad de la atención sanitaria, la equidad y el progreso social, debe asumir, como parte de su responsabilidad con la sociedad, contribuir sustancialmente a la implantación y desarrollo de la proposición de la Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, democráticamente aprobada en diciembre del 2020.
La medicina tiene, como la sociedad, muchas voces y rechazamos que, desde cualquier organización o institución, alguien se erija como portavoz único de toda la profesión para defender o rechazar la regulación de un derecho como es la ayuda médica para morir (AMM). Ya desde Colegios profesionales y Comités de Bioética ha habido manifestaciones confrontadas sobre la AMM y la regulación de la eutanasia y el suicidio asistido3–8. Todas ellas traducen pluralidad moral y diversidad de enfoques con soporte ético bien fundamentado. Nuestro posicionamiento no pretende ser monopolístico; más bien, su intención es contribuir a que una sociedad, plural y compleja conozca una perspectiva y el análisis desde la medicina de familia.
No hay duda de que la regulación de la AMM pone a la medicina ante un gran reto ya que, para muchos profesionales, ayudar a producir la muerte iría contra la que, tradicionalmente, se ha considerado la esencia de la profesión, su ethos: la defensa de la vida. Sin embargo, como médicos de familia, creemos que el ethos médico no puede ser definido exclusivamente por los profesionales, sino que debe estar abierto a la influencia social a través de procedimientos y prácticas que expresen legítimamente los valores compartidos de la comunidad, como es el derecho, la política o la ética.
La AMM es un proceso con indiscutibles aspectos éticos y necesidad de fuertes salvaguardas, pero, en nuestra opinión, cuenta con argumentos morales suficientes como para poder ser considerado, en un contexto con suficientes garantías, un acto médico legítimo y un avance en derechos sociales. Esta consideración, sin embargo, va acompañada del firme compromiso que creemos debe adquirir la medicina de familia con la libertad de conciencia individual y, por tanto, con un esfuerzo denodado paralelo de nuestro colectivo profesional por respetar y hacer respetar la objeción de conciencia de cualquier facultativo que, debido a sus convicciones, no quiera colaborar en el proceso de AMM. Desde luego, somos conscientes que no es realista esperar un consenso total en nuestra especialidad, en la profesión médica o en la ciudadanía, pero pensamos que hay margen para que la clarificación de conceptos y la articulación de salvaguardas permitan que tanto las posiciones extremadamente polarizadas como los miedos de determinados grupos por la posible perversión en la aplicación de la norma legal, sean los mínimos.
Ciertamente la legislación de la AMM era una demanda de la población, creciente y amplia. El enorme apoyo no deja de ser sorprendente en una sociedad que, en general, vive de espaldas a la muerte y al sufrimiento. Una parte importante de los ciudadanos que defienden la eutanasia tiene un «discurso emocional» que valora precisamente la necesidad de «evitar el sufrimiento». Pero definir qué es sufrimiento, un concepto más amplio que el de dolor físico y con importantes componentes subjetivos (pérdida de autoestima, depresión, sentimiento de padecer un deterioro de la identidad, insatisfacción con las circunstancias vitales, etc.) y, en muchas ocasiones, materiales y/o sociales (falta de recursos económicos, pobreza habitacional, soledad, dependencia y sensación de carga para las familias cuidadoras), no es tarea fácil. En nombre de un sufrimiento subjetivo, que puede ser vivido de manera distinta por diferentes personas y situaciones sociales, se está pidiendo una respuesta objetiva e irreversible como es la AMM.
Algo no se está haciendo bien si se asume este consecuencialismo de manera irreflexiva. Se plantean, por tanto, algunas cuestiones morales de gran relevancia: ¿qué grado de sufrimiento legitima ejercer un derecho de acabar voluntariamente con la propia vida?, ¿tiene la medicina que solucionar cualquier sufrimiento?, ¿puede ser la AMM una forma de medicalizar el sufrimiento al final de la vida, cuando las soluciones más adecuadas pueden no ser médicas sino espirituales, familiares o sociales?, ¿cómo incorporar o evaluar el sufrimiento impuesto por las condiciones de vida?, ¿sería justo que la sociedad facilitara una muerte digna a personas a las que no ha garantizado unas condiciones de vida digna?, ¿cómo valorar una petición de AMM de una persona pobre, que vive sola o cuidada por una familia con pocos recursos materiales, culturales o habitacionales? La Ley establece que la decisión debe estar «protegida» de presiones «que pudieran provenir de entornos sociales, económicos o familiares desfavorables» pero no determina cómo hacerlo o evaluarlo.
Estos dos aspectos, la medicalización del sufrimiento y la inequidad de la distribución de este en la sociedad, vinculada a las condiciones de vida, son dos de los puntos más problemáticos y que deben contar, en nuestra opinión, con importantes salvaguardas. En caso contrario, existe el riesgo de descuidar obligaciones sociales previas necesarias para que se pueda descartar «presión externa de cualquier índole», como son garantizar un sistema adecuado de atención al malestar emocional o psicológico relevantes, así como políticas sociales (recursos sociosanitarios, ingreso mínimo vital y prestaciones por dependencia) que eviten situaciones de vulnerabilidad extremas. Nuestra obligación es señalar estos peligros y proponer garantías, así como una articulación argumental más rigurosa.
Además de las garantías ya comentadas (un sistema adecuado de atención al malestar emocional o psicológico relevantes y políticas sociales que eviten situaciones de vulnerabilidad extremas) tenemos que hacer referencia a salvaguardas en tres planos diferentes: la cobertura de necesidades clínicas, la correcta información a los pacientes y la promoción de la toma de decisiones compartidas.
Cubrir las necesidades clínicas significa ofrecer unos cuidados paliativos accesibles y de calidad. Nadie debería solicitar AMM por un dolor físico mal tratado. Pero, aunque la correcta atención de los síntomas físicos al final de la vida es una condición necesaria, no es suficiente para evitar toda petición de AMM. Es un falso dilema el que se quiere establecer entre eutanasia y cuidados paliativos. La ley, en este sentido, contempla una evaluación de la calidad de la atención médica paliativa previa que nos parece suficientemente garantista. Paradójicamente, la ley de eutanasia podría contribuir a que la asistencia paliativa mejore en calidad y acceso. Entendiendo siempre que esta última es transversal, no exclusiva de las Unidades de Paliativos del nivel secundario, y está particularmente incardinada en atención primaria a través de personal médico y de enfermería de familia.
Una correcta información significa clarificar ante los ciudadanos los diferentes escenarios del final de la vida y sus consecuencias. Los estudios empíricos realizados señalan una importante confusión en la población (y en ocasiones también de profesionales sanitarios) alrededor de conceptos como eutanasia, suicidio asistido o adecuación del esfuerzo terapéutico, desconociendo la existencia y utilidad de VA e ignorando las leyes de muerte digna que establecen desde hace años procedimientos para limitar (retirar o no iniciar) tratamientos de soporte vital (LTSV).
La promoción de las decisiones compartidas significa facilitar herramientas que permitan expresar deseos y preferencias, garantizando su cumplimiento. La adecuada articulación e implementación de acciones destinadas a mejorar la toma de decisiones al final de la vida, como la PCA y las VA, para la limitación de soporte vital, la adecuación de tratamiento médico, el rechazo de tratamiento o sedación paliativa, son la mejor garantía para asegurar que las decisiones de AMM son las que tienen que ser, es decir, excepciones. Está claro que las autoridades sanitarias tienen que hacer un esfuerzo para que profesionales y ciudadanos conozcan todos los escenarios y opciones que existen al final de la vida que deberían, en la mayoría de las ocasiones, ser previas a una petición de AMM. Sin esta clarificación, se corre el riesgo de que las expectativas levantadas con la regulación de la AMM se vean defraudadas.
Pero la dotación de asistencia paliativa, la clarificación conceptual y la facilitación de instrumentos para decisiones compartidas no son suficientes para que la regulación de la AMM permita su utilización equilibrada. Hace falta una reorganización asistencial y un refuerzo de la atención primaria con el objeto de que la población ejerza sus derechos al final de la vida. No hay muerte digna sin una atención primaria digna. Esta afirmación no es una defensa corporativista de nuestra especialidad sino una consecuencia lógica de garantizar lo que la ley define como contexto eutanásico. Los procesos de atención al final de la vida requieren fundamentalmente comunicación y deliberación entre los profesionales sanitarios, los pacientes y sus familias o representantes. Esta comunicación no puede ser puntual sino continuada. Y dada la previsibilidad en la evolución de enfermedades oncológicas o crónicas complejas de larga evolución, el escenario adecuado para el mismo es atención primaria y los actores principales, por debajo del paciente, el personal médico y de enfermería de familia.
La ley determina dos grandes estructuras de soporte para el desarrollo de la AMM: el «contexto eutanásico» y las condiciones para las «decisiones libres y subjetivas». De un lado, denomina «contexto eutanásico» a un conjunto de pre-requisitos que incluyen el conocimiento profundo de las condiciones físicas y psicológicas que debe reunir el enfermo; la exploración en profundidad de la existencia de alternativas a la AMM y la clarificación de los valores del paciente. El «contexto eutanásico» pretende definir un marco de actuación en el que exista una continuidad asistencial, es decir, una misma persona médica que, a través de una relación clínica, conozca los valores y sentimientos de los enfermos ante las distintas vivencias que se producen en las enfermedades crónicas. Ese contexto eutanásico garantista solo es posible desde la atención primaria, porque si la capacidad de respuesta al dolor y al sufrimiento no está biológicamente determinada sino existencial y socialmente definida, su evaluación solo puede ser compleja y relacional, algo que coloca a la atención primaria como principal salvaguarda en la regulación de la AMM.
La ley, para garantizar este contexto eutanásico, meramente establece la necesidad de que la persona médica responsable lleve a cabo con el paciente, en un plazo máximo de dos días tras recibir la solicitud de AMM, «un proceso deliberativo sobre su diagnóstico, posibilidades terapéuticas y resultados esperables, así como sobre posibles cuidados paliativos, asegurándose de que comprende la información que se le facilita». Honestamente, pensamos que ello solo es posible tras una relación longitudinal y de confianza en atención primaria.
Por otro lado, la «decisión subjetiva libre y responsable» queda reflejada en la necesidad de que la opción elegida sea firme, reiterada, en situación de capacidad, informada y libre. Pero es nuestra historia individual, nuestra estructura personal de comprensión, la que nos permite responder de una u otra manera al sufrimiento. No somos víctimas pasivas ante las enfermedades, nos vamos construyendo como personas, entre otras cosas, dependiendo de la manera en la que nos vamos enfrentando a las crisis biológicas o emocionales, contextualizándolo en un significado y una red de atribuciones.
La aceptación activa de la muerte, donde la construcción del sentido es un elemento fundamental, es un proceso que debe comenzar mucho antes de que una persona solicite AMM y condicionará definitivamente su decisión. Es una preparación actitudinal, emocional e intelectual que se realiza de forma relacional, con la ayuda de familiares, amigos y profesionales sanitarios conocedores del paciente. La salvaguarda definitiva ante una demanda de AMM es la fidelidad del profesional sanitario a su enfermo; el deber de no abandono que emana de una relación de confianza prolongada en el tiempo. Una entrevista unas pocas semanas antes, como establece la ley, de la posible consecución de una solicitud de AMM, siempre va a llegar tarde para poder evaluar y asegurar el llamado «contexto eutanásico» que solo es posible garantizar a través de un proceso relacional que requiere tiempo, conocimiento personal y una confianza edificada piedra a piedra en la enfermedad, pero también en la salud.
El reto político que implica tener una atención primaria con profesionales que puedan estar a la altura (por estabilidad laboral, preparación, tiempo, dedicación, priorización, etc.) de las necesidades en salud de los pacientes a lo largo de su vida; que puedan estar presentes y ayudar a los enfermos en su tarea de continua reconstrucción del sentido del dolor y el sufrimiento; que puedan acompañarles en su progresiva preparación para la muerte, garantizando que, cuando llegue, no sea una sorpresa; ese reto político, el de una atención primaria confiada, cercana y relevante, es el más importante que tiene la sociedad española en relación con la muerte digna.
La AMM, por tanto, ¿puede ser considerada en determinadas circunstancias (enfermedad irreversible, sufrimiento físico o psicológico de difícil control, etc.) como parte de una obligación de lealtad de un médico de atención primaria con un paciente que ha agotado infructuosamente todos sus recursos para el restablecimiento del sentido del dolor y el sufrimiento? ¿Existen circunstancias en las que el sentido solo puede ser restablecido con la ayuda al morir por parte del profesional sanitario que ha acompañado al enfermo a lo largo de su vida, su amicus morti? Creemos, particularmente, que sí. Es en el contexto de una atención primaria a la altura del reto del cuidado donde la AMM puede ser considerada. La salvaguarda más importante para evitar «presión externa de cualquier índole» en una solicitud de AMM no es administrativa o legal, sino clínica en un contexto asistencial de atención primaria y comunitaria.
Finalmente, hemos comentado la necesidad de establecer una justificación argumental más rigurosa y compleja que el alivio del sufrimiento. El «discurso del respeto» afirma que cada persona tiene derecho a decidir sobre su vida y su muerte, y los demás deben respetar su decisión. Este argumento de raigambre liberal e individualista, más universalizable que el discurso emocional de evitar el sufrimiento adolece, sin embargo, de una visión comunitaria.
Como hemos dicho, nunca morimos solos. Existe un discurso ciudadano o comunitario que llevaría sus postulados más allá del liberal/individual y que nos parece más satisfactorio. Se trata de proponer un modelo de sociedad donde el «nosotros» sea más importante que el «yo». Las opciones de decisión se plantean desde la responsabilidad compartida más que desde el individualismo, esbozándose una idea de sociedad buena y bien común. Se trataría de ir más allá de la racionalidad de los derechos, que reivindica el discurso del respeto, para llegar a un enfoque capaz de «hacerse cargo». No es solo ejercer derechos individuales sino hacerlo con sabiduría y en comunidad.
El discurso ciudadano es el más radicalmente democrático. La libertad individual debe ser considerada dentro de un proyecto común de sociedad buena. La libertad para decidir morir no es solo un problema privado sino también público. Desde esta perspectiva de ciudadanía radicalmente democrática, hacernos cargo de la capacidad para poner fin a nuestras vidas supone asumir la responsabilidad que las consecuencias de respetar esas decisiones libérrimas tienen en la sociedad. La muerte nunca es en soledad; tampoco es silenciosa. Aceptarlo nos invita a pensarla como un fenómeno comunitario.
Muchas son las interrogantes que abre la Ley de regulación de la eutanasia en su aplicabilidad y mecanismos de control. Entre otras cuestiones, y no son problemas menores, la objeción de conciencia, las situaciones limitantes de la capacidad (enfermedad mental, menores de edad e incapacidad legal o de hecho), la necesidad de diferenciar entre la prescripción de AMM (suicidio asistido) y administración de AMM (eutanasia), la inseguridad jurídica de pacientes y médicos, las carencias en asistencia paliativa o la acomodación a la deontología médica. Es hora de hablar de ello y de deliberar, también desde la medicina de familia, asumiendo tanto la pluralidad ideológica y moral de la profesión como la consideración de la AMM como propia de situaciones excepcionales, una vez agotados cursos intermedios de acción y preservadora de valores irrenunciables e intransferibles de los ciudadanos.
FinanciaciónEste trabajo no ha recibido ningún tipo de financiación.
Conflicto de interesesLos autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.