Actualmente el consentimiento informado (CI), constituye el eje vertebrador del principio de autonomía del paciente y, por tanto, uno de los pilares básicos de la calidad asistencial, pues garantiza el derecho a decidir de este sobre su propio estado de salud tras recibir una información «adecuada», esto es, suficiente veraz e inteligible por parte del facultativo. Constituye, por tanto, una obligación inexcusable por parte del mismo la de informar al paciente de todas aquellas circunstancias que puedan incidir de forma razonable en la decisión terapéutica, por lo que deberá de informarle sobre los medios y el fin del tratamiento médico-quirúrgico, indicando el diagnóstico de su proceso y pronóstico del mismo1.
Si bien es cierto, como hemos mencionado previamente, desde un punto de vista legal el CI constituye el exponente principal del principio de autonomía hemos de reflexionar sobre aquellas situaciones que se plantean según el papel que tenga dicha información, diferenciando aquellos casos en los que el médico representa el eje de la situación, o si por el contrario dicha relación se construye sobre la base la autonomía del paciente. En el primero de los casos, el médico en función del principio ético de su ejercicio tiene como objetivo fundamental el bienestar del paciente. En estas situaciones, la información pasaría a un segundo plano, ya que lo que importa es el bienestar del mismo a cualquier precio, haya o no CI. En el otro supuesto, centrado en el paciente como eje de la decisión, la información pasaría a un primer plano, y se utiliza para que el mismo pueda decidir de forma consciente y libre los pasos a seguir, respetándose su independencia y criterio y donde la verdad no ha de enmascarar u ocultar la verdad2.
No obstante, hemos de reflexionar acerca de los límites de dicha información, ya que podrían crear un conflicto de intereses entre el principio de autonomía que representa el CI y la propia vida o la integridad física del paciente.
Un ejemplo paradigmático lo constituyen aquellas situaciones en las que la negativa del paciente se debe a cuestiones de tipo religiosas, en estos casos el médico, aún sin solicitar la autorización judicial podría justificar su actuación si esta es demandada, pues la vida del paciente constituye un bien supremo tutelado por el ordenamiento jurídico, por lo que no puede contraponerse a la voluntad de un paciente condicionado por sus creencias3.
No hemos de olvidar que dicha información ha de ser gradual, variable e individualizada, ya que la misma dependerá de distintos factores, desde la capacidad de comprensión y la cultura médica del paciente, su deseo de información, niveles de riesgo que entrañe el tratamiento hasta los efectos colaterales que dicha información puedan provocar en el paciente. Resultaría, por tanto, razonable que el médico pudiese omitir la totalidad de la verdad o atenuarla en aquellos casos en los que el paciente no se encuentre condiciones psíquicas adecuadas para conocer la gravedad de su enfermedad. Ante estas situaciones, el profesional dispone de un «campo de discrecionalidad», debiendo comunicar a los parientes más allegados o sus representantes legales los detalles sobre el estado real del mismo4.
En otras ocasiones existen distintas situaciones en las que la intervención médica ha de realizarse con suma urgencia, pues una demora en la misma implicaría la aparición de lesiones irreversibles o incluso peligrar la propia vida del paciente. Estos casos se los denomina «privilegio terapéutico». En estas circunstancias, el profesional sanitario se encuentra eximido de cumplir con el deber de información debiendo actuar con la premura que la situación requiera hasta regularizar la salud del paciente. Una vez restaurada la misma, deberá informar al paciente y sus allegados de lo sucedido. Actualmente este privilegio no debe de ser utilizado sistemáticamente y solo puede ser invocado con una justificación de excepción, ya que podría propiciar que cualquier situación de «emergencia relativa» (en ocasiones basada en criterios subjetivos del facultativo) pretenda ser amparada bajo este supuesto5.
Existen también ciertos límites o excepciones en la obtención del CI, como son aquellos casos de «pronóstico terminal del paciente» esto es, cuando no hay posibilidades de curación. Pese a que el pronóstico fatal no constituye por sí mismo motivo suficiente para ocultar la información, la mayoría de los facultativos reconocen la existencia de situaciones difíciles, que pueden otorgar al médico la legitimidad de no informar plenamente al paciente o bien proporcionarle una información gradual y atenuada, incluso se han sugerido propuestas legislativas a través de una revisión de las normas deontológicas, lo cual no es excusa de que en estos casos el médico deba de proporcionar información a sus familiares o allegados6.
No hay que olvidar que una información excesivamente exhaustiva puede dañar aún más al enfermo antes que beneficiarlo. De cualquier manera, el médico siempre ha de proporcionar la información a los familiares del paciente o a quienes se encuentren legitimados para obtener toda la información cuando el paciente no se encuentre en condiciones de recibirla.
Pese a los supuestos anteriormente expuestos, hemos de tener en cuenta que el consentimiento del paciente puede ser retirado en cualquier momento, y que su decisión debe respetarse una vez que ha sido completamente informado de sus consecuencias. Esta es una norma internacional ya ampliamente arraigada: nadie puede, en principio, ser forzado a someterse a una intervención tanto diagnóstica como quirúrgica sin su consentimiento. Esta regla deja clara la autonomía del paciente en su relación con los profesionales de la salud, y restringe el enfoque paternalista que podría ignorar la negativa a la información. Pero no hemos de olvidar, que el acto médico es ante todo una relación comunicativa entre personas, resultando altamente perjudicial para ambos el olvido de esta perspectiva. Es por tanto, responsabilidad del médico y por extensión del hombre enfermo, que dicha relación ha de basarse en una ética de las virtudes (compasión, esperanza, prudencia, beneficencia, coraje y fidelidad), ya que el exclusivo cumplimiento de la norma jurídica no es en ciertas ocasiones una garantía de una mejor calidad asistencial7.