Porque..., tú y yo somos amigos, ¿no?
No, yo no soy tu amiga, yo soy tu tutora. Cuando termines la residencia, tal como ya voy viendo que eres tú y tal como sé que soy yo, es probable que acabemos siendo amigos.
Hay errores que nos pesan más que otros. La siguiente historia pertenece a esa categoría. Esta y otras son de las que les cuento a mis residentes intentando que incorporen, en su trienio, lo que a mí me costó muchos más años aprender. Porque, para corregir algo, primero hay que darse cuenta de que uno lo está haciendo mal y eso, en mi opinión, sólo se consigue a través del estudio, que te permite acceder al conocimiento general y, posteriormente, a través de la autoexigencia y de la sincera autocrítica, que te permiten conocer y reconocerte en cada acción particular. Todo este azaroso y apasionante camino es mucho menos peligroso y errático si alguien te lleva eficazmente de la mano, indicándote los rodeos y los atajos, las alamedas y los altozanos, los lugares de reflexión y los de descanso, en dónde hay que apretar el paso y en dónde procede ir más despacio... Cuando ejerzo de tutora, lo que intento es dirigir los esfuerzos, evitar los vericuetos que yo tuve que recorrer, ser esa cámara de vídeo permanente que permite mirar viendo1, para así entender y aprehender: "¿por qué le pautaste ese hipolipemiante si no hemos hecho un análisis de su riesgo cardiovascular?", "hoy has estado muy bien, has delimitado la demanda en casi todas las consultas", "no te olvides de mirar al acompañante", "según la clasificación actual del asma, ¿cómo catalogaríamos a este paciente?... Entiendo, pues, la tutorización, en los mismos términos en los que Carl R. Rogers2 definió la relación de ayuda, es decir, como un proceso de desarrollo en el que imperan la sinceridad y el respeto mutuo, en donde se potencian las herramientas que el residente posee aunque ni siquiera sepa que las tiene y se enseña y se aprende el manejo de otras, obteniéndose como resultado el crecimiento de ambas partes, surgiendo una persona nueva, que se conoce y sabe cómo conocerse, que actúa e interactúa serenamente, que estudia y que es capaz de analizar y de analizarse, manejando así su propia cámara de vídeo.
"El filósofo del rey, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla...Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no nos vemos si no nos salimos de nosotros..."3.
ÉL Y ELLA. DOS PERSONAS
¿Entonces te queda claro, Pedro?, cuando alguien llegue tarde, o no tenga cita, primero le preguntas por qué viene, lo atiendes, etc., y luego es cuando se investiga por qué acudió tarde o sin cita, pero nunca antes, ¿vale? Eso evita varias cosas: que la entrevista comience mal, lo cual luego va a influir en todo su curso posterior, que surjan determinadas sorpresas, según la contestación que te pueda dar el paciente y, por otro lado, el no perturbar tu propio equilibrio al soslayar de entrada una confrontación que no va a conducir a nada positivo. Una vez hayamos atendido la demanda, ya estamos en disposición de abordar el tema de los horarios y de la petición de cita, intentando educar al paciente en ese sentido. Por otro lado, como ya hemos hablado otras veces, nuestra actitud no tiene que ser pasiva. Aunque consultemos a otros compañeros, nosotros seguimos siendo los responsables de los pacientes y tenemos que hacer todo aquello que creamos conveniente, siempre basándonos en una anamnesis y una exploración detalladas.
Fue en mi primer cupo. Acabar la residencia y al día siguiente incorporarme a un centro de salud. Después de los primeros cuatro, cinco meses de trabajo y de volver de las vacaciones me topé con él: era un hombre joven, de menos de treinta y cinco años, moreno y delgado, de nuez prominente, con un pelo negro y brillante que le caía lacio sobre la frente. Creo que era maestro. Jamás volví a recordar su nombre... aunque sí me acuerdo perfectamente del de ella, su mujer. La compañera que me sustituyó lo había enviado al digestólogo, porque tenía diarreas y estaba bajando mucho de peso. Venía a consulta a recoger los partes de baja y a repetir los medicamentos. Aquel hombre se iba consumiendo: "El especialista dice que es un colon irritable, pero yo no me encuentro bien". Ella, la mujer, me miraba, y yo deseaba que no le acompañara, porque intuía que se daba cuenta de que a mí aquello me iba grande, que no sabía lo que hacer ni lo que decir, que mi actitud era pasiva y que dependía de lo que dijeran otros a los que yo, sin discusión, otorgaba un mayor conocimiento y sapiencia, porque ahora lo sé, entre otras cosas, eso era lo que había visto hacer durante todo el tercer año de mi residencia. Al final ingresó. Tenía una neoplasia. Ella venía a buscar los partes de baja. Un día llegó tarde y yo, con el desconocimiento y la insolencia de aquellos tiempos, sin dejar que se sentara, le pregunté que por qué se había retrasado, espetándole con mi tono y mi timbre de voz: "¿es que no ves que aquí estamos todos muy ocupados, trabajando mucho y ustedes, los asegurados, no hacen más que entorpecer la fluidez de las consultas?" Entonces me lo dijo: "Mi marido se murió". Deseé desintegrarme, desaparecer, esconderme en algún lugar en donde poder arrastrar las pesadas cadenas de mi incapacidad y de mi vergüenza, cualquier cosa antes que permanecer allí, ante aquel dolor que me abrumaba y me envolvía y del que yo tenía mi cuota de responsabilidad.
Pasados dos o tres años la volví a ver. Era un día de septiembre. Yo estaba de vacaciones, bañándome en una playa de otra isla. Oí la voz de una mujer llamando a un niño que estaba jugando en la arena. Giré la cabeza. Allí estaba ella, sola, con su hijo. Volví a recostarme, anhelando que no me viera, que no me reconociera, decidiendo unilateralmente que eso era lo mejor para las dos. Permanecí así un buen rato, dejándome aplastar entre la arena y el sol, entre su triste semblante y mis descorazonadores recuerdos, sudando por la torridez del día y por la activación de mi sistema vegetativo, incapaz de lanzarme al mar, donde deseaba zambullirme y bracear hasta la fatiga. La tarde fue declinando. El cielo comenzó a tornasolarse, adquiriendo los colores de la hojarasca del otoño. Los bañistas recogieron las toallas, los rastrillos y los cubitos de plástico de sus hijos. También ella se levantó y se fue. Yo lo hice después.