La historia de la psiquiatría latinoamericana incorpora realidades culturales y epistemológicas que, en buena medida, han contribuido a la forja de una identidad de nuestra disciplina, aun sujeta sin embargo, al influjo de factores diversos, más aún en esta etapa de globalización y gigantescos cambios tecnológicos. El artículo examina las características del entorno latinoamericano y expone una secuencia histórica en la conceptualización de enfermedad mental, su diagnóstico y manejo desde la era precolombina hasta los albores del presente siglo. Se analizan y discuten las características distintivas de la identidad actual de la psiquiatría latinoamericana, los factores en juego para su búsqueda y su enunciado pleno, proceso complejo al que sin embargo debe aspirarse con tenacidad, objetividad y realismo.
The history of Latin American psychiatry incorporates cultural and epistemological realities that, in a good measure, have contributed to the formation of an identity still subjected, however, to the influence of different factors, even more so in this period of globalization and overwhelming technological changes. This article examines the unique characteristics of the Latin American continent and presents a historical sequence in the conceptualization of mental illness, its diagnosis and management from Pre-Columbian times to the dawn of the current Century. Distinctive characteristics of the current identity of Latin American psychiatry, and factors at play in its search and total understanding, are discussed. This is a complex process to which, however, is important to aspire with tenacity, objectivity and realism.
El título de este trabajo puede ser diferente aun cuando mantenga el contexto histórico y cultural como eje central de su estructura. Puede ser, por ejemplo, más metafórico como el que llamaría a la psiquiatría latinoamericana la “gran ausente” o, paradójicamente, la “protagonista ausente” en los debates, intercambios e investigaciones a nivel mundial. O más agresivo, como el sugerido por colegas chilenos que consideraría a la psiquiatría de nuestro continente como el “eslabón perdido” en una historia universal de nuestra disciplina. Sea cual fuere el enfoque final, el tema entraña un análisis del lugar que, por una variedad de razones, parece ocupar en este momento la psiquiatría latinoamericana en el concierto internacional y es, por lo mismo, un desafío amplio y complejo que se engarza con los antiguos intereses del autor en torno al desarrollo y a la identidad del quehacer psiquiátrico latinoamericano. Ofrece, en todo caso, una nueva oportunidad de reflexión y discusión en torno a su devenir histórico, aquel en el que se insertan por igual realidades de una cultura milenaria y vibrante, y consideraciones epistemológicas incitantes y hasta polémicas.
En un periodo de efervescencia, contradicciones e incertidumbres como es el que atraviesa el mundo transcurridos ya los primeros doce años del Siglo XXI, es siempre importante volver la vista atrás para encontrar en los meandros de la historia los hechos descollantes, las figuras líderes, los periodos de encrucijada y sobre todo, las acciones colectivas que, de una manera u otra, marcaron rumbos o determinaron cambios trascendentes. En el caso de la psiquiatría, tales acciones colectivas entrañan fundamentalmente la visibilidad de logros clínicos o heurísticos y la vigencia de enseñanzas y ejemplos de maestros auténticos. Otra premisa esencial -e innegable- es que la psiquiatría, como quehacer establecido, ha trazado su historia y ha tenido figuras líderes en todos los países y regiones del mundo. Podría entonces esperarse que toda publicación que pretenda trazar la ruta histórica de la psiquiatría a nivel global incluya, de modo balanceado y justiciero, las contribuciones de pensadores e investigadores psiquiátricos de todo el mundo.
Tal no es, lamentablemente el caso de un libro escrito por un eminente psiquiatra francés, ex-presidente de la Asociación Mundial de Psiquiatría, el Prof. Pierre Pichot (1), que publicó en 1983 el volumen titulado Un siglo de Psiquiatría, cubriendo supuestamente el periodo 1880-1980. A pesar de excusar omisiones y enfatizar, por ejemplo, “la contribución de esta o aquella escuela nacional”, el autor señala que se trata de “una elección impuesta por las necesidades materiales” con lo cual parece confirmar que no fue desconocimiento o ignorancia de contribuciones de “otras” latitudes. El hecho es que su contenido (Tabla 1) refleja esencialmente un punto de referencia etnocéntrico, más precisamente europeo, al describir las “escuelas psiquiátricas” francesa, alemana e inglesa y mencionar específicamente las dos guerras mundiales como únicos parámetros cronológicos e históricos. Hay una subsección titulada “Las otras escuelas psiquiátricas” en el capítulo sobre situación de la psiquiatría mundial en 1880 donde menciona contribuciones de Italia, España, Estados Unidos y Rusia; en el Siglo XX, cita los movimientos de psiquiatría biológica y su subsecuente “revolución psicofarmacológica”, psiquiatría comunitaria, la “escuela norteamericana”, el modelo pavloviano y hasta el culto de la “antipsiquiatría”, pero no incluye, en ningún pasaje de todo el texto, siquiera una breve mención de autores o investigadores latinoamericanos.* En el Índice de autores nombra a cuatro portugueses (Barahona-Fernández, Flores, Moniz y Almeyda-Lima) y un celebérrimo español, no psiquiatra, Don Santiago Ramón y Cajal, con mención de una semblanza recordatoria de otro español, E.L. Rodríguez).
Índice del libro cien años de psiquiatría - autor: Pierre Pichot (1983)
Parte I. Situación de la Psiquiatría Mundial en 1880 |
*La Escuela Psiquiátrica francesa |
*La Escuela Psiquiátrica alemana |
*La Escuela Psiquiátrica inglesa |
*Las otras Escuelas Psiquiátricas |
Parte II. La psiquiatría entre 1880 y la Primera Guerra Mundial |
Parte III. La psiquiatría Mundial entre 1914 y 1945 |
Parte IV. La Psiquiatría Mundial desde 1945 hasta nuestros días |
Lo anterior no significa que la psiquiatría latinoamericana no tenga su historia y no cuente con personajes ilustres. Su relevancia será puntualizada en pasajes de este capítulo, al tiempo que se examinarán también los factores que contribuyen a su escasa visibilidad a nivel mundial. Luego de describir lo que algunos pueden llamar “peculiaridades” del entorno latinoamericano, se pasa revista a una breve secuencia histórica de nuestra psiquiatría, se examinan sus rutas epistemológicas y, teniendo como eje la evolución conceptual de la enfermedad mental en Latinoamérica, se configura el escenario actual de la psiquiatría en nuestro continente. La discusión y conclusiones plantean aciertos y deficiencias, abundancias y escaseces, retos y eventuales estrategias de afronte del Siglo XXI y sus veleidades. En su desarrollo, el capítulo -y su autor- siguen en buena medida la ejemplar estructura de la seminal Historia de la Psiquiatría en Colombia, dos volúmenes del eminente Humberto Rosselli (2) publicados en 1968 por Editorial Horizontes.
Peculiaridades del entorno latinoamericanoUna historia de milenios con culturas pre-colombinas tan ricas y desarrolladas como las emblemáticas civilizaciones maya, azteca e inca que generaron las fascinantes leyendas de las Indias y El Dorado, constituyen el background de un “Nuevo Mundo” descubierto hace solo cinco siglos y pleno desde entonces de contrastes, conflictos, potencial y promesas. América Latina ha recibido muchos adjetivos o etiquetas a lo largo de su historia; de entre ellos “el continente de la esperanza” es sin duda uno de los más decidores e incitantes porque entraña tanto la persistencia de tenaces desafíos como la posibilidad de realizaciones superiores.
El entorno latinoamericano tiene a la heterogeneidad como una de sus características dominantes. Es la heterogeneidad geográfica de desiertos, llanos, cordilleras y jungla, con villorrios de pastoriles chozas, barriadas de nostalgia, callejones de temor y violencia o metrópolis de rascacielos imponentes, zonas de lujo y elegancia al lado de las de una ambivalente e incierta mesocracia. Es la heterogeneidad histórica de culturas y logros en épocas y dimensiones diferentes, con encuentros y desencuentros tribales, con principios y filosofías trascendentes, con logros de magnitud polícroma y diversa. Es la heterogeneidad socio-económica de desarrollos desiguales, castas y clases, incertidumbres y jerarquías preludio de situaciones políticas que tienen a la inestabilidad como su rasgo más “estable”. Y es también la heterogeneidad étnica de grupos con diferente color de piel, mixturas y mestizajes, la variedad racial y la dinámica demográfica de sociedades aún en búsqueda de identidad y destino.
Y cada una de estas dimensiones de la heterogeneidad latinoamericana posee y produce componentes culturales de características también singulares. Lenguajes, idiomas, dialectos, modismos y jerga son parte esencial de un nivel de comunicación que trata de hacer productiva aquella búsqueda. Son también el componente multiforme de tradiciones, mitos y leyendas que articulan pasado con presente y un deseablemente menos incierto futuro. Cultura en Latinoamérica es también el cúmulo de creencias y religiones que no por ser variadas dejan de reflejar fe profunda y sinceridad genuina. Cultura es hábitos y costumbres, modas y modalidades de vinculación social, música, danzas y arte en su inmenso set de expresiones, literatura tierna y poderosa, ciencia y conocimiento como reflejo de la vida de más de 500 millones de personas al sur del Río Grande.
La realidad latinoamericana es también peculiar y única en sus componentes de salud y enfermedad. Lejos ya, felizmente, de la vieja terminología del “subdesarrollo tercermundista”, nuestro continente presenta aún su propio bagaje de patologías y epidemias, cobertura desigual y no siempre justa, provisión de servicios en los que las inequidades aun afectan a las grandes mayorías, presencia de organizaciones profesionales y científicas con aspiraciones comunes de superación y algunas deficiencias también comunes en sus logros. Sería injusto, por otro lado, negar la visión, el valor y la calidad de algunas políticas de salud pública y provisión de servicios en varios países del continente (3) pero, precisamente por todo ello, se trata también y todavía de un panorama heterogéneo. En nuestro entorno, factores diversos –desde rezagos dramáticos de pobreza e injusticia social hasta crueles desastres naturales o migraciones forzadas por inseguridades socio-políticas o incertidumbre económica- contribuyen pues, poderosamente, a tal heterogeneidad.
Salud y enfermedad mental en latinoaméricaLas reflexiones precedentes conducen claramente a una revisión de las realidades en torno a salud y enfermedad mental en América Latina. Luego de un breve recuento de la secuencia histórica y de las rutas espistemológicas de la psiquiatría en nuestro continente, pasaremos revista a la evolución conceptual de enfermedad mental desde las perspectivas indígenas y populares hasta las del presente siglo, describiendo su pasaje por las épocas colonial, independentista y republicana de los últimos dos siglos. Tal será también una oportunidad para intentar no sólo la vindicación de nuestra psiquiatría como disciplina respetable y digna sino para rescatar la esencia de las contribuciones más notables de psiquiatras e investigadores latinoamericanos. Es éste un esfuerzo que requiere la acción consistente de todos aquéllos que de uno u otro modo somos parte de esta realidad y de estos siglos.
Secuencia histórica y rutas epistemológicasCada etapa o ciclo histórico en cualquier latitud o región del mundo muestra hitos que reflejan ideologías, creencias o convicciones dominantes en la concepción de la enfermedad mental. América Latina y su psiquiatría no son una excepción. He intentado revisar esta secuencia en diferentes trabajos, incluidos dos libros publicados en 1990 (4) y 2002 (5), respectivamente. Es claro que la era pre-colombina incluyó creencias y prácticas singulares en torno a lo que ahora llamamos enfermedad mental, pero también habrá acuerdo en que la psiquiatría o medicina mental sólo empezó a adquirir forma dialéctica y carácter de entidad más o menos definida a partir de la época colonial. En las secciones que siguen, intentaré combinar mi propia perspectiva con la cronología de Rosselli para articular la secuencia histórico-epistemológica de la psiquiatría latinoamericana y sus concepciones básicas.
En este contexto, nuestra psiquiatría ha sido receptáculo de todas las corrientes ideológicas o doctrinarias de la psiquiatría a nivel mundial y a través del tiempo. Tales corrientes o “rutas epistemológicas” dan forma casi doctrinaria a cada etapa de la secuencia histórica (6). El punto de partida de una perspectiva predominantemente mítico-religiosa, la enfermedad mental fue concebida como castigo divino o fenómeno mágico trasmitido a lo largo de generaciones, incluso dentro de la era cristiana. La ruta moral reflejó tal vez una re-interpretación secular de la concepción punitiva de enfermedad mental, enfatizando los enfoques de compasión y solidaridad. Más adelante, el aporte fenomenológico-existencial inició una fructífera veta clínica y terapéutica con matices filosóficos, seguida por las innovadoras concepciones psicodinámica (de variado impacto en el continente) y biológica, más ecuménica por su aura de investigación combinada “desde el laboratorio hasta la cabecera del enfermo” y su rescate de eventuales homogeneidades supra-étnicas de base genética y refuerzo tecnológico. La vertiente social adquirió vigencia, en parte como respuesta a los reduccionismos psicológicos (o psicologistas) y biológico-tecnológicos y como la respuesta de vigorizadas ciencias sociales y su propio catálogo de investigaciones epidemiológicas y de campo; la repercusión comunitaria fue, en cierto modo, la concretización de la prédica social en terrenos clínicos y de salud pública.
Concepciones de la medicina indígena y la psiquiatría popularDesde estas perspectivas, la enfermedad mental fue definitivamente concebida como un fenómeno sobrenatural y mágico, con variadas atribuciones causales. La intervención divina a través del ropaje de fenómenos naturales (terremotos, tormentas, cambios climáticos) o espectáculos siderales (eclipses, cambios estacionales, alineamiento de los astros, etc.) otorgaba base innegable a conductas diferentes interpretadas ora como castigos, ora como advertencias. En otros casos, la etiología de entonces hablaba ya, por ejemplo, de la acción de la madre sobre el feto (concepción de la cultura yagua) o del significado de hechos más bien triviales como el aleteo de las mariposas, el efecto de secreciones animales, gestos o miradas de personas cercanas, etc. Este es también el origen histórico de condiciones que centurias más tarde recibieron el nombre de “síndromes ligados a la cultura” o culture-bound syndromes (7), hoy en día drásticamente cuestionados.
En materia de tratamiento de las enfermedades mentales, este enfoque condujo al acmé de prácticas shamánicas que, en sus variantes de brujos, adivinos, hechiceros, charlatanes o sofisticados practicantes de la llamada medicina alternativa, subsisten hasta hoy (8). La comunicación con los espíritus, el éxtasis como objetivo terapéutico, la llamada medicina sacerdotal vívida en ceremonias religiosas y experiencias grupales va mano a mano con danzas, rituales de diverso tipo, el uso de símbolos o talismanes (bastones, piedras, anillos, collares), la administración de plantas, hierbas (belladona, coca, chamico, quinina, alucinógenos) o bebidas como la chicha, hecha de maíz fermentado (grado rudimentario de una medicina botánica), además de procedimientos como trepanación o castración plenamente justificados por el curador.
¿Tienen estas concepciones valor histórico o, mejor aún, pueden ellas ser consideradas un aporte latinoamericano a la psiquiatría universal? La respuesta debe ser afirmativa. La medicina indígena y la psiquiatría popular de nuestro continente, con el curandero como figura de cimero impacto socio-cultural e histórico, es comparable incluso a las más antiguas de otros continentes. En tanto que las semejanzas hablan de la universalidad de ideas o principios doctrinarios y la práctica se adapta a los recursos de cada cultura, diversos autores latinoamericanos y extranjeros han evaluado objetivamente este aporte. El shaman o curandero entraña una combinación de poderes y capacidades (conocimiento, casta, carisma, estudio y entrenamiento, vinculación religioso-espiritual) que antecede a las concepciones modernas del psicoterapeuta ideal y sus ingredientes genuinamente terapéuticos: credenciales, autoridad moral e intelectual, instilación de la esperanza, disposición a la buena escucha, capacidad persuasiva, modelaje y activa co-participación en el drama del sufrimiento personal y su eventual recuperación (9).
Noticias coloniales sobre patología mentalEl arribo de barberos, botánicos, boticarios y proto-médicos luego del “descubrimiento de América” en 1492 y los subsecuentes procesos de conquista y colonización representan el inicial aporte de España a la historia de la medicina y la psiquiatría del continente. Era ciertamente una medicina diferente pero en aquel momento también pobre, primitiva y limitada, el bagaje de una cultura totalmente ignorante y, por lo mismo, divorciada de realidades y prácticas nativas; tal separación, reforzada por el carácter mesiánico de una religión lista a ser exportada de su base europea, fue preludio de una colisión inevitable con las concepciones indígenas y sus practicantes. El resultado fue una mezcla de logros positivos y consecuencias nefastas.
Existe evidencia de un relativamente temprano reconocimiento de una variedad de condiciones psiquiátricas descritas más o menos apropiadamente. Frenesí fue el nombre dado a cuadros de agitación psicomotriz, obviamente de índole diversa, descrito junto con lo que hoy se conoce como estados disociativos, demencias, trastornos del ánimo y otras patologías. Las concepciones etiológicas de esta época eran, por cierto, diversas e incluían desde el castigo divino (adscrito con más énfasis a psicosis mayores) hasta “malas noticias”, eventos estresantes de la vida diaria y creencias de corte eminentemente cultural tales como el “mal del corazón” o la “piedra dentro del cráneo”. Concomitantemente, las modalidades del tratamiento respondían sólo de manera tangencial a las etiologías; más importante aún, los curadores europeos en cierto modo deformaron el rol terapéutico de compuestos como el alcohol, la chicha, el guarapo, la coca o los alucinógenos, fomentando su abuso y, con ello, la producción de cuadros tóxicos o adictivos. El uso de la chicha, por ejemplo, pasó de ser un positivo elemento de socialización y celebraciones religiosas y no-religiosas a agente de excesos o borracheras. A su turno, los herbolarios aumentaron su dotación de recursos e hicieron buen uso de pociones de hiedra, laurel cerezo o agua de azahar. Last but not least, no faltaron procedimientos como sangrías, ayunos, el uso de sangre de pichón cortado por el cuello y aun vivo, derramada sobre la cabeza del paciente, o el trabajo de “arrancadores de piedras” y “curadores de fantasías” (¿delusiones?) mediante la aplicación de un alambique en las sienes de los pacientes.
De hecho, la mayor contribución de América Latina en este estadio de la historia de la psiquiatría fue la fundación del primer hospital psiquiátrico en el continente, San Juan de Dios, obra de Fr. Bernardino Álvarez que, en 1567, esto es 160 años después de la apertura del primer nosocomio de esta naturaleza en Valencia (España) por Fr. Gilaberto Joffré, hizo lo propio en México. Guiado por los principios de caridad y ayuda al necesitado, Fr. Bernardino laboró incansablemente para dar a los desposeídos enfermos mentales, hombres y mujeres de toda edad, un lugar de reposo y cuidado. La importancia histórica de este evento no puede ser soslayada (10). Una segunda contribución al objetivo de fomentar conocimientos en todas las áreas del saber de la época con la generación de cuadros docentes y académicos fue sin duda la fundación de las primeras universidades en el continente, San Carlos en Santo Domingo (1548) y San Marcos, en Lima (1551). Finalmente, fue también valioso el que, hacia finales del S. XVIII, se iniciara en México y la Gran Colombia un esfuerzo de difusión de información sobre temas de salud y enfermedad mental, con la publicación de traducciones de textos considerados relevantes en aquel momento; uno de los más conocidos fue el volumen De la fuerza de la fantasía humana, por el Abate Luis Antonio Muraton, de Venecia, escrito en 1735 y traducido al español en 1793, con temas como “consideraciones de la psicología” en eventos tales como la confesión, los sueños, el sonambulismo o el acto de recordar.
Por otro lado, la época colonial vio también en acción a una de las instituciones más controvertidas y condenada sin ambages por el juicio de la historia: el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, establecido por el papado en Roma, hacia mediados del siglo XVI, como demostración suprema del poder de la Iglesia Católica para guiar a los fieles, denunciar a los pecadores y castigar a los herejes con todo el peso de su sistema de justicia. Es conocida la historia del impacto de la publicación del Malleus Maleficarum o “Martillo de las Brujas”, el primer manual de “Demonología”, diagnóstico y tratamiento de la brujería, escrito por Sprenger y Kraemer, merced a cuyas páginas, próceres como J.L. Vives, J. Weyer y Paracelso conocieron de persecuciones y condenas y, en el caso del autor de De Anima et Vita, víctimas de la más cruel de las ejecuciones.
El clásico historiador de la psiquiatría, Zilboorg, señala que “no todos los acusados de ser brujas o hechiceros eran enfermos mentales, pero casi todos los enfermos mentales eran sindicados como brujas, hechiceros o hechizados” (11). Y en las colonias de Centro y Sudamérica donde la Iglesia no sólo compartía el poder político sino que se dedicaba febrilmente a erradicar lo que consideraba herejía y paganismo de los nativos por medio de la catequización o el castigo, la Inquisición se convirtió en el instrumento-símbolo de tal prerrogativa. El primer Tribunal en el continente empezó a operar en Lima, en 1570; el museo con todas las herramientas de tortura (o “purificación” y exorcismo) utilizadas por más de dos siglos es hoy una de las atracciones turísticas más sombrías de la capital peruana.
Un ejemplo dramático de la poco objetiva y poco piadosa visión de la jerarquía de la Iglesia Católica en relación a la enfermedad mental (personificada por las “brujas” y los “hechiceros”), se refleja en la carta al Vaticano escrita en 1599 por el Arzobispo de Santa Fe, solicitando la creación de un Tribunal del Santo Oficio en Cartagena, Virreynato de Gran Colombia. Parte del texto dice: “Se trata de gente entregada a todo género de vicios… hombres alterados y belicosos… hay pocas o ninguna mujer que no haya incurrido en hechizos”. Este Tribunal inició sus funciones en 1610, con el específico encargo de investigar, perseguir y juzgar a “…adivinos, nigromantes, renegados, brujas, interpretadores de sueños, solicitantes, blasfemos, “ayudados”, bígamos… y… poseedores de libros prohibidos” (2). Aparentemente, la participación de testigos y médicos confería un sesgo de parsimonia a los procedimientos del Tribunal, pero no queda claro si los últimos evaluaban el “estado mental” de los detenidos, entendían o trataban de deslindar la naturaleza de las conductas en juicio. En todo caso, lo más probable es que, dadas las características clínicas de cuadros psiquiátricos y dada la disposición eclesiástica a un juicio y condena rápidos de “obvios” pecados o blasfemias, los roles de aquellos funcionarios eran simplemente figurativos. Así, las acusaciones falsas (a veces deliberadas, producto de venganzas o aversiones personales de los acusadores), el chisme, la ignorancia el fanatismo y hasta la corrosión moral se daban la mano, en el sacro pero cruel escenario del Tribunal de la Santa Inquisición, con el rechazo al saber médico de la época y la indiscriminada instrumentación de la represalia político-religiosa. Tal, el ófrico saldo histórico de esta era en relación a nuestro tema.
Independencia y albores de la RepúblicaEl Tribunal de la Inquisición fue abolido en 1821, año en que se proclamó la independencia del Perú. Las guerras de liberación en varios de los virreinatos españoles habían comenzado en la primera década del siglo XIX. Junto al debilitamiento del poder colonial, la consideración de la enfermedad mental como debida a factores distintos a los del pecado o del alejamiento o violación de normas religiosas había ido ganando terreno merced a obras como las del peruano Hipólito Unanue, Observaciones sobre el clima de Lima y su influencia en los seres organizados, en especial el hombre (1806) y la de F.J. de Caldas, titulada “Del influjo del clima sobre los seres organizados” y publicada en Bogotá dos años después, con conclusiones similares; Caldas señala, por ejemplo, que “el hombre es compuesto de dos sustancias diferentes: puñado de tierra y soplo divino” y que “clima y alimentos influyen sobre la constitución física del hombre, sobre su carácter, sus virtudes y sus vicios”. Ambos autores formulan también elegantes disquisiciones culturales y étnicas que atenúan notablemente una perspectiva distorsionada de la naturaleza humana en salud y enfermedad (2, 10).
La psiquiatría en los albores de la vida independiente de más de una docena de países latinoamericanos pasó por un periodo que ha dado en llamarse de “subordinación post-colonial”, caracterizado fundamentalmente por una superficial re-estructuración política y social con perpetuación de castas y jerarquías que, en los terrenos académico, institucional y ocupacional, significó la persistencia de un “despotismo ilustrado”, el conocimiento monitorizado “desde arriba”, aún rígido y hasta dogmático (12). Gradualmente, sin embargo, transcurrido tal vez medio siglo de vida independiente, sobrevino un “periodo de apertura caótica”, la emergencia, en el seno de “colegios” académico y cuasi-profesionales, de polémicas sobre conceptos morales, religiosos, biológicos y físicos de la enfermedad reflejando fundamentalmente el ropaje gradualmente más positivista de conceptos en más o menos activa transición. Vale la pena señalar que, ya en 1834, la Facultad de Medicina de Bogotá “se ocupó del estudio de la Susceptibilidad Nerviosa de los habitantes de nuestros climas cálidos” (2).
En materias de tratamiento psiquiátrico se fueron estableciendo en esta etapa una serie de enfoques hasta cierto punto más agresivos en respuesta a la noción de etiologías físicas o fisiológicas provenientes de la transición al positivismo anotada arriba. En las primeras tres décadas del Siglo XIX se aplicaban ya tratamientos de “calentura”, tercianas y cuartanas, se usaban pomadas, bálsamos, fomentaciones, cataplasmas, imanes, oxígeno y baños termales para condiciones de ligera o moderada naturaleza “nerviosa”.
La segunda mitad del Siglo XIXDos hechos de características diferentes, pero reflejando una atmósfera similar de apertura colectiva, goce libertario y experimentación intelectual, dan forma a esta etapa en el desarrollo de la por entonces naciente psiquiatría latinoamericana. El primero es la creación de Cátedras o Facultades de Medicina en el seno de universidades existentes en las capitales y ciudades importantes de varios países; si bien psiquiatría y disciplinas conexas no eran componente explícito de los programas de estudio en tales facultades, se mencionaba en áreas tales como Fisiología (en el Programa de la Escuela de Antioquia, por ejemplo) temas con títulos sugerentes tales como “Funciones encefálicas: Inteligencia, sensibilidad, memoria, juicio, voluntad, pasiones” o “Higiene: Influencia moral y sensitiva, pasiones”. El Programa de Terapéutica incluía capítulos dedicados a “Medicaciones debilitantes aplicadas al Sistema Nervioso”, “Irritaciones Crónicas del Sistema Cerebro-Espinal”, “Medicaciones Estimulantes dirigidas sobre el sistema nervioso” (mencionándose electricidad, galvanismo, nuez vómica, estricnina y brucina) (2). Más alentador aún, proliferaron publicaciones de manuales y libros sobre lo que hoy se conocería como salud mental en términos generales, reglas de higiene abogando por periodos alternativos de descanso y actividad en el contexto de lo que hoy se llamaría “calidad de vida”. El mismo programa de Antioquia incluyó una Clasificación de Enfermedades Mentales con diferentes secciones, debidamente explicadas:
- “1a.
Afecciones en que el individuo carece en todo o en parte de las facultades intelectuales, desde el nacimiento (Idiotismo o Imbecilidad).
- 2a.
Afecciones en que ciertas ideas del individuo se hallan siempre y momentáneamente exajeradas (Locura, Simulación, Pasiones).
- 3a.
Afecciones en que el ser ha perdido la conciencia de sí mismo y de sus actos (Embriaguez, delirio, epilepsia, sonambulismo i sueño, sordo-mudez)”.
El segundo fenómeno en este contexto está dado por publicaciones o comentarios inicialmente tímidos pero gradualmente más abiertos e insistentes en relación a conductas de figuras históricas de algunos países, algunas de ellas de presencia protagónica reciente en las guerras de la independencia, conductas que bien podrían construirse como manifestaciones clínicas de probables entidades diagnósticas. Fue el caso, en Colombia y Venezuela, de la “epilepsia” de Páez, los raptos delirantes e impulsivos de J.M. Córdoba o el insomnio, melancolía, hipocondría y cambios de ánimo de Bolívar (13).
No es exagerado afirmar que la segunda mitad del Siglo XIX puede haber sido decisiva en la gestación de una psiquiatría latinoamericana propiamente tal. La efervescencia independentista, el brote de un diálogo inicialmente caótico pero vital y enriquecedor, la gradual maduración académica a nivel individual e institucional, la inevitable importación de ideas y prácticas desde diversas partes de Europa y la creciente presencia de la nación norteamericana fueron ciertamente elementos de estímulo y temas de discusiones cada vez más elaboradas por audiencias en aumento. Se ha mencionado ya la publicación de manuales de difusión y manejo de condiciones “nerviosas”. En 1858 se publicó en Bogotá lo que probablemente fue un primer Manual de manejo (a la manera de “primeros auxilios”) de problemas de este tipo a nivel doméstico en el continente; su título fue Médico en Casa o la Medicina sin Médico con el subtítulo Recetas experimentadas para toda clase de enfermedades sin necesidad de drogas de botica. En lo referente a enfermedades mentales, tuvo una sección Para curar los Locos que incluía elixires y recetas expeditivas “para el que estuviere alunado”, para frenesí, para modorra o letargo, para ojeos, “pa umentar el meditativo”, “pal desgonce del hombre en la pelea”, “para hacer dejar el trago” y hasta una “Oración contra el Mal de San Pau” (epilepsia) (2).
En cierto modo, este tipo de publicaciones marca la sistematización de conocimientos o experiencias originales de lo que hoy puede llamarse Psiquiatría Folklórica en el continente, tal vez uno de los aportes más originales y sólidos de la disciplina en Latinoamérica para el mundo. Es no sólo el ángulo conceptual sino el práctico, el de aplicación clínica más o menos inmediata de lo que el común de las gentes conoce, aprecia y hasta cree con fé casi mística. Es el reconocimiento del rol cultural y terapéutico de magos, shamanes e iluminados, rescatados tal vez de las mazmorras de la Inquisición y prestos a la ayuda a otros en lo que probablemente era también una versión de auto-ayuda (8, 14). Y es finalmente, la aceptación de lo propio con los ribetes de universalidad que provienen de la esencia misma de la profesión médica.
La psiquiatría latinoamericana en el siglo XXAun cuando parezca arbitrario ya que su creación, edificación y funcionamiento se dieron en la segunda mitad del siglo XIX, anotamos la fundación de asilos y manicomios como evento cardinal en la psiquiatría latinoamericana del siglo pasado. La razón es fundamentalmente la de una institucionalización de principios clínicos, diagnósticos y terapéuticos que marcaron decisivamente aquella historia. Se reconoció con ellos la entidad humana del enfermo y de su sufrimiento, la necesidad de atención profesional y cuidado cercano, el enfoque sistemático de problemas diagnósticos y la instauración de un manejo racional y consistente. Los hospitales se constituyeron también en aula robusta y eficiente, en símbolo de una mayor vinculación médica de la especialidad, en fuente de iniciales datos epidemiológicos y de documentación clínica más o menos completa. Deficiencias e inconvenientes tales como hospitalizaciones prolongadas (y su secuela de cronicidad), rutinas mediocrizantes, pobreza de recursos y percepciones negativas nacidas de estigmatización y prejuicios no solo tienen poco que ver con la psiquiatría como disciplina y concepción integral y humanística y más con los resquemores de una sociedad tímida o ignorante, sino que se hicieron evidentes buen tiempo después de su apertura.
En este contexto, la presencia pionera del Hospital San Juan de Dios en México tuvo primero un impacto lento hasta por dos siglos. Luego, en un periodo de 30 años se fundaron, entre otros el Manicomio de Río de Janeiro y la Casa de Orates de Santiago de Chile en 1852 (15), el Hospicio de Lima en 1859, predecesor del afamado Hospital Víctor Larco Herrera construido en 1920, la “Casa de Locos” de Buenos Aires en 1863, el Manicomio Nacional de Uruguay en Montevideo en 1880 y el Asilo de Quito en 1887 (2).
La ruta conceptual, ontológica y epistemológica de la psiquiatría latinoamericana en el Siglo XX exhibe una gama multidimensional de gran valor histórico. El siglo vio la aparición de las primeras publicaciones psiquiátricas en el continente, la Revista de Psiquiatría y Disciplinas Conexas en Lima (1918) más tarde sucedida por la Revista de Neuro-Psiquiatría (1938) y la Revista Uruguaya de Psiquiatría (1931) (16). Casi mano a mano con la creación de programas de adiestramiento psiquiátrico en varios países (siempre al amparo de universidades y facultades de medicina) se dieron entonces circunstancias que propiciaron la formación más o menos sistemática de los primeros especialistas y aun sub-especialistas guiados por mentores que fueron o auto-didactas excepcionales, o profesionales a los que les fue posible viajar por periodos de duración variada a países como Italia, Francia o Alemania. Se fue forjando entonces la necesidad de contactos internacionales, primero (hacia las décadas de los años 1930 y 1940) entre países cercanos (Perú y Chile, países de la cuenca del Río de la Plata, México y países centroamericanos) y luego, a punto de partida de encuentros mundiales como el Primer Congreso Internacional de Psiquiatría en París (1950), como conglomerado continental. Este proceso culminó con la fundación de la Asociación Psiquiátrica de América Latina (APAL) en México, en 1960 y la celebración de su primer Congreso, en Caracas, el año 1961 (17).
Fue también entre la tercera y quinta décadas del siglo que la precedente “apertura caótica” dio paso a una “importación selectiva de ideas” seguida por un periodo de “decantación y crítica” (12). El contexto es claro: los abiertos intentos de independencia intelectual incluyeron, sí, la búsqueda continua de ideas nuevas o novedosas en los semilleros europeo, anglo-sajón y norteamericano pero, gradualmente, desterraron una aceptación incondicional, a veces servil, impuesta por la mentalidad del coloniaje. Las ideas, incluido el formidable corpus del psicoanálisis freudiano y post-freudiano de los años 30 y 40, y los primeros fogonazos de la psiquiatría biológica y la psicofarmacología en los 50, se recibían pero empezaron a ser menos el dogma de Mecas distantes y más el objeto de estudio, crítica seria y adaptabilidad a las circunstancias latinoamericanas. No se trataba de un nacionalismo a ultranza o un rechazo sostenido, casi visceral, a lo que provenía del antiguo poder colonial o de los cuarteles del nuevo “imperialismo”, sino de un examen desapasionado y objetivo de lo valioso de cada nueva idea o de cada nuevo hallazgo de investigaciones indudablemente progresistas.
Lo anterior implicó también una auténtica “toma de posiciones” por parte de miembros de la creciente colectividad psiquiátrica en el continente. La secuencia Fenomenología-Psicodinámica-Biología-Social anotada arriba puede también servir de base en los esbozos iniciales de una Identidad para nuestra psiquiatría. Sobrevino una fase de síntesis o entrecruzamiento de paradigmas que, para algunos, desembocó en un Eclecticismo no siempre bien entendido, alrededor de la década de los años 60. Hacia 1980, el autor de este capítulo inició un proyecto que culminó diez años después con el primer bosquejo de una identidad de la psiquiatría latinoamericana (5). Se delineó entonces una suerte de trípode conceptual sosteniendo tal identidad: mestiza, como expresión de un sincretismo teórico e ideológico, integrado y comprensible, deseablemente fructífero en su adaptación a las “necesidades psiquiátricas” del continente; social, basada no sólo en los rasgos de una cultura colectivista (“socio-céntrica”) sino en las demandas de una población creciente y cada vez más compleja, con necesidades y expectativas cada vez más desafiantes; y crítica, debida esencialmente a aquel cuestionamiento liberador de grandes pensadores y discípulos leales, poco dispuestos al seguimiento ciego y maniqueizante.
Lo que sí es evidente es que nuestra psiquiatría deberá marchar al ritmo de la psiquiatría mundial, hacerse visible en tal nivel y utilizar una filosofía de Integración que asuma las sobrias herramientas de un Realismo saludable con las irrefrenables y siempre promisoras posibilidades de una Creatividad muchas veces demostrada (18). Tal, el complemento del trípode sugerido en un momento de la historia -el aun joven Siglo XXI- en el que, felizmente, hay mayor comprensión y aceptación del enorme impacto de la psiquiatría y la salud mental en la salud general y en la salud pública, se combinan esfuerzos con los campos de atención primaria, ciencias básicas y otras especialidades a niveles nacionales e internacionales y se debate con claridad los alcances, limitaciones y posibilidades de nuestros programas de investigación.
Reflexiones finalesLa historia, por cierto, no se detiene. Sin abandonar posiciones de principio ni negar o minimizar procesos como el mestizaje intelectual, la visión social o la actitud constructivamente crítica, debe reconocerse que hay razones, justificadas por hechos indiscutibles, para pensar que la identidad de la psiquiatría latinoamericana es tema abierto. Existen hoy ingredientes nuevos o diferentes a nivel global, fermento de un futuro también nuevo y, en ciertos aspectos, diferente. No puede negarse el impacto del llamado fenómeno de la “globalización”, la poderosa influencia de la tecnología y de sus productos genuinos y subproductos bastardos en el escenario cibernético de la comunicación social. No puede dejarse de lado las realidades de migraciones internas y externas de inmensa y masiva factura. Las guerras continúan, el terrorismo y su sesgo fanático y fanatizante prosiguen, la corrupción pública y privada se extiende a lo largo y ancho del mundo, la crisis económica mundial persiste. Y todo ello tiene implicaciones psiquiátricas y de salud mental. Alguien puede decir entonces: ¿qué importa la identidad de la psiquiatría en una parte del mundo si es todo el mundo el que está amenazado? ¿No debiéramos buscar acaso una acción global, armónica, útil y productiva? Dejo allí la pregunta, aun cuando podría contestarse con otra interrogante: ¿Existe acaso contradicción entre aquella aspiración y esta realidad?
Aceptamos la heterogeneidad como una de las características fundamentales de la psiquiatría latinoamericana en diversas áreas y la entendemos como resultado del aflujo de múltiples fuentes de conocimiento y corrientes doctrinarias a lo largo de diferentes épocas históricas. Pero tal característica ha servido también para generar una galería de auténticos hombres geniales, líderes de la psiquiatría en nuestro continente y merecedores de un reconocimiento mayor a nivel global, reconocimiento que, en términos generales, les ha sido negado. El examen del por qué de esta negación es imperativo y deberá cubrir desde la obvia diferencia de idiomas hasta otras razones probablemente menos visibles y, por lo mismo, más complejas.
No para regocijarnos con sus logros sino para reflexionar sobre su significado, su vigencia y la necesidad de un reconocimiento justiciero es que debemos leer y recordar la obra de estos hombres preclaros (19). Las contribuciones multifacéticas de Honorio Delgado en los campos de la fenomenología psicopatológica, su identificación y descripción precisas de síntomas complejos, el uso racional de la psicofarmacología y las sutiles conexiones entre filosofía, medicina, cultura y ética. El carácter pionero, cuestionador y novedoso de la obra de José Ingenieros en psicología y psiquiatría forense, psicología social y psicopatología individual. La seria metodología y erudición histórica en psiquiatría y áreas relacionadas modelada por Humberto Rosselli. La visión integral de Ramón de la Fuente en relación al campo de acción de la psiquiatría y su ejemplar concreción institucional. La dedicación de Jesús Mata de Gregorio al estudio directo de las culturas o sus remanentes y su sentido penetrante en las realidades económicas y sociales de sus pacientes. El perdurable legado de Carlos Alberto Seguín en psiquiatría folklórica, antropología psiquiátrica y originales aspectos de teoría y práctica de la psicoterapia. El pionerismo de un psicoanálisis latinoamericano en la obra de Pichón-Riviere u Horacio Etchegoyen. Las hazañas editoriales y los principios de sana rebeldía personificados por Gregorio Bermann en Nuestra Psiquiatría y Guillermo Vidal en Acta Psiquiátrica y Psicológica de América Latina y la Enciclopedia Iberoamericana de Psiquiatría (20). El celo heurístico, la firmeza de principios, la relevancia social y la solidez de contribuciones epidemiológicas de Juan Marconi o Humberto Rotondo. La lucidez, acumen clínicos la talla didáctica de Antonio Pacheco de Silva o José Leme Lopes. La integración del conocimiento en latitudes diversas, el adentramiento en lo propio como etapa indispensable en la búsqueda de lo universalmente trascendente sea en el campo clínico o en el de la reflexión humanística, cultivados por Javier Mariátegui. La lista de próceres es prácticamente interminable.
Lo es porque continúa hasta hoy con las contribuciones de discípulos y discípulos de esos discípulos que laboran en nuestra América. Desde Carlos León en Cali, Jorge Ospina-Duque en Medellín o Mauro Villegas en Caracas hasta Ramón Florenzano o Hernán Silva en Santiago y Benjamín Vicente en Concepción; desde Gerardo Heinze o María Elena Medina-Mora en Ciudad de México hasta Grover Mori o Max Silva en Lima; desde Jair Mari en Sao Paulo hasta Juan Carlos Stagnaro en Buenos Aires, o desde Glorisa Canino en Puerto Rico hasta Sergio Villaseñor en Guadalajara. Son pues muchísimos los hombres y mujeres que pueblan los territorios de una auténtica psiquiatría latinoamericana.
La condición de libertad, de ausencia de ataduras dogmáticas podría ser otro punto distintivo de nuestra psiquiatría. De hecho, el maestro Honorio Delgado lo señaló claramente en el prólogo de la primera de las seis ediciones de su clásica obra, Curso de Psiquiatría, en 1953:
“El celo doctrinario de algunos psiquiatras, lo mismo que las sistematizaciones de los alienistas de antaño impiden ahondar con objetividad en la naturaleza de los desórdenes psíquicos. En cambio, la clínica verdadera que se endereza con seriedad y crítica a la investigación de los hechos tales como son, constituye fuente de conocimiento vivo y valladar opuesto a las interpretaciones especiosas. (En las páginas del presente libro) propendo al estudio de los desórdenes mentales y su tratamiento conforme a este espíritu clínico, libre del encastillamiento de la rutina profesional que paraliza, y del encastillamiento teórico, que ciega (21)”.
La enfermedad mental ha sido concebida de muchas y diferentes maneras en nuestro continente, en función de la evolución de conceptos etiológicos, diagnósticos, terapéuticos, académicos y heurísticos a los que la psiquiatría latinoamericana siempre ha estado atenta. Sin embargo, tal receptividad no ha sido obstáculo para una búsqueda tenaz y resiliente de la identidad de nuestra psiquiatría y su reconocimiento en el resto del mundo. Se trata de un proceso continuo, estrechamente vinculado a su marcha histórica, al juego de las ideas, a realidades clínicas y factores socio-culturales que no van a cesar (5, 22). La búsqueda ha de proseguir a lo largo de jornadas y debates sobre su vigencia, nivel de integración, productividad y en última instancia, visibilidad en un mundo nebulosamente globalizado, pero irrefutablemente constituido aún por sociedades, culturas y mentalidades diferentes. En esta búsqueda debe haber -se me ocurre- menos de Pichot y más de Delgado, menos del etnocentrismo y más de la integración liberadora, menos del paternalismo y más de la igualdad en la consideración y el trato. Más de salud en el estudio y la lucha contra la enfermedad mental y menos de las corrosiones de arbitrariedad y negligencia, actitudes enfermizas y adversas para una salud mental bien entendida.
El autor declara no tener conflictos de interés, con relación a este artículo.