El estudio neurocientífico de la pobreza infantil realizado por diferentes grupos de investigación durante las últimas dos décadas ha permitido acumular evidencia que indica que el impacto de las carencias materiales y simbólicas por pobreza, desde la concepción, puede limitar las oportunidades de desarrollo e inclusión social de las personas durante todo su ciclo vital. No obstante, la potencialidad de cambio inherente a la plasticidad neural, las diferencias individuales y las posibilidades de modificación del desarrollo autorregulatorio por intervención ambiental (i.e., familiar, escolar y comunitaria) también indican que los impactos no son iguales en todos los casos, que no hay un período crítico para el desarrollo cognitivo y las competencias de aprendizaje que se limite a los primeros 1000 días, que la irreversibilidad del impacto de la pobreza no es un fenómeno que afecte a todos los niños que la padecen y que la pobreza no implica necesariamente déficit del desarrollo.
Neuroscientific study on child poverty carried out by several research groups over the last two decades has allowed us to gather evidence showing that the impact of material and symbolic needs from poverty, may from the onset limit opportunities of development and social inclusion of people throughout their life cycle. Nevertheless, the potential shift inherent to neural plasticity, individual differences, and the potential change of self-regulatory development by means of environment intervention (i.e., family, school, and community) also show that impacts are not the same for every child, that there is no critical period for cognitive development and learning competencies that is limited to the first 1,000 days, that irreversibility of poverty impact is not a fact that affects every child exposed to it, and that poverty does not necessary means developmental deficit.
El estudio neurocientífico contemporáneo de la pobreza propone estudiar cómo diferentes factores individuales y ambientales asociados a ingresos bajos o condiciones de vida en las que no se logran satisfacer necesidades básicas (i.e., alimentación, vivienda, educación y salud) influencian al desarrollo neural. Tres aspectos centrales en esta agenda de investigación son: (a) el análisis de los efectos de tales influencias a diferentes niveles de organización individual (i.e., molecular, sistémico, cognitivo y conductual) y en diferentes etapas del desarrollo durante el ciclo vital, (b) la identificación de los mecanismos a través de los cuales estas influencias ejercen su impacto (i.e., mediadores) y (c) en qué momentos del desarrollo tales factores ejercen su mayor impacto y en función de ello cuándo es más conveniente implementar intervenciones orientadas a optimizarlo (i.e., períodos críticos y sensibles) (Lipina, 2014; Lipina y Segretin, 2015).
La evidencia acumulada durante la última década y media sobre estos tres aspectos ha sido enriquecida en forma significativa a partir de la implementación de distintos avances tecnológicos para estudiar fenómenos moleculares, hormonales y de activación de redes neurales y conductuales. En particular, tal evidencia contribuye con la construcción de una noción del desarrollo autorregulatorio –es decir, aquel asociado a las competencias cognitivas, emocionales y de aprendizaje– que sugiere la necesidad de considerar como críticos no sólo a los primeros 1.000 días de vida, sino a los primeros 7.000, incluyendo el período de gestación desde la concepción (Lipina, 2014). El presente trabajo, presenta una revisión resumida de tal conjunto de evidencias, así como también una crítica constructiva motivada por la preocupación de comenzar a reconsiderar la comunicación social sobre el desarrollo infantil basada en el énfasis en los primeros 1.000 días de vida.
Plasticidad neuralDesde la concepción y durante todo el ciclo vital, el sistema nervioso se organiza y se modifica en base a la interacción dinámica entre la identidad genético-fenotípica y el ambiente en el que cada individuo desarrolla su existencia. El conjunto de los cambios que se producen en los componentes y conexiones del sistema nervioso en este contexto de continua adaptación es denominado “plasticidad neural”. La tasa de cambio de tal plasticidad neural no es uniforme, sino que es mayor en las primeras etapas del desarrollo y disminuye en forma progresiva durante el ciclo vital. El desarrollo del sistema nervioso ocurre a través de diferentes etapas de organización celular: inducción, proliferación, migración, determinación y diferenciación. Una vez que las células neuronales alcanzan su localización final e inician su diferenciación, comienzan a conectarse y a funcionar en concierto dando origen a diferentes funciones. Tal conectividad se produce a través del crecimiento de las denominadas “dendritas” y “axones”. Cuando los axones alcanzan a sus células blanco, forman conexiones denominadas “sinapsis”, que son estructuras a través de las cuales las señales eléctricas que transportan los axones son receptados por otra célula a través de neurotransmisores químicos, información que a su vez puede o no generar una nueva señal. La regulación e integración de la información que cada neurona recibe a través de miles de sinapsis son las responsables de la capacidad de procesamiento neural. Luego que las sinapsis se forman, algunas moléculas coordinan su maduración contribuyendo a su adaptación ante los cambios ambientales. Otro proceso celular de suma importancia durante tal desarrollo es la mielinización, que consiste en la cobertura de los axones neuronales por parte de células gliales, lo cual contribuye a aumentar la velocidad de procesamiento de las señales que son enviadas de una neurona a otra. A diferencia de los procesos de generación de sinapsis –que se limitan a las primeras dos décadas de vida–, el proceso de mielinización ocurre durante toda el ciclo vital. Luego de que las redes neurales son creadas, se producen una seria de procesos que contribuyen a hacerlas más eficientes. Sólo cerca de la mitad de las neuronas que se generan sobreviven en la vida adulta, lo cual significa que millones de células son eliminadas durante el desarrollo (i.e., “poda sináptica”), lo cual ocurre a través de dos mecanismos: (a) “apoptosis”, que consiste en la muerte celular programada que se activa cuando una neurona deja de recibir señales, y (b) las conexiones activas que generan corrientes eléctricas sobreviven, mientras que aquellas con poca o ninguna actividad se pierden (Rakic, Arellano y Breunig, 2009; Society for Neuroscience, 2012).
La compleja interacción entre la actividad genética y los cambios neurales por adaptación al ambiente convergen tempranamente durante el desarrollo, en los momentos de máxima organización de diferentes funciones (i.e., “períodos críticos”). Las redes neurales son influenciadas por la experiencia durante tales períodos críticos, por lo que identificar el momento del desarrollo en que ocurren, su duración y cierre son aspectos de importancia para comprender su funcionamiento e implicancias para todo tipo de intervención ambiental orientada a proteger o recuperar redes neurales afectadas por ambientes pobres en términos materiales y simbólicos. Durante la historia reciente de la neurociencia, estos aspectos fueron explorados fundamentalmente en los sistemas sensoriales (e.g., visión, audición). En base a estas investigaciones, se ha generado la hipótesis de que estos procesos son modulados por una gran diversidad de mecanismos moleculares, la progresiva consolidación de las redes neurales durante el desarrollo, el balance entre la información que inhibe o estimula tales procesos, la historia de las experiencias individuales, la edad o momento del desarrollo, así como también la variabilidad individual respecto a las competencias autorregulatorias (Hensch, 2004). Estudios comportamentales recientes sugieren además que los períodos críticos no son necesariamente fijos respecto al momento en que ocurren, ni a las redes neurales que involucran (Michel y Tayler, 2005). Si durante tales períodos críticos se produce una alteración –tanto positiva como negativa–, ésta tenderá a ser incorporada de una manera permanente, limitando las oportunidades para revertir la organización de esa función. Muchos de estos períodos tienen lugar en momentos tempranos del desarrollo, en particular durante la fase perinatal y los primeros meses de vida. En el caso de la organización de procesamientos más complejos, como los que forman parte de las competencias autorregulatorias, tal organización depende de la integración progresiva de fenómenos plásticos de diferentes redes neurales, que procesan más de una modalidad de información. Esta integración dinámica requiere de más tiempo e involucra procesos y mecanismos plásticos de diferente tipo. En consecuencia, identificar experimentalmente un período crítico para estos procesos es más difícil. En tal caso, la neurociencia contemporánea los denomina períodos “sensibles” en lugar de “críticos”, los cuales también definen momentos importantes de organización estructural y funcional neural, aunque con dos diferencias importantes respecto a los períodos críticos: (1) su tiempo de duración es mayor y más difícil de establecer en base a la evidencia empírica disponible, y (2) cualquier influencia positiva o negativa que modifique la organización de las funciones involucradas tiende a poder modificarse aunque con esfuerzo –es decir, no hay una tendencia a la irreversibilidad y en consecuencia continúan abiertas las oportunidades de reorganización plástica y de aprendizaje, aunque con grados menores de libertad y mayor esfuerzo.
Es importante señalar que los procesos de generación y eliminación de sinapsis no se producen al mismo tiempo en todas las áreas cerebrales. Por ejemplo, la duración de tal proceso en las áreas de procesamiento sensorial y motor se estima que culmina alrededor de los dos años de vida, mientras que en las áreas frontales ocurre no menos de una década y media después del nacimiento (Casey, Galván y Hare, 2005). Los componentes neurales que se distribuyen en diferentes redes neurales de las zonas frontales del cerebro son aquellos involucrados en los procesos de autorregulación, pensamiento y aprendizaje. Precisamente, se trata de competencias cuyo desarrollo requiere un tiempo prolongado y que ocurre en contextos específicos de crianza y educación, cuya calidad es muy importante para aportar protección o riesgo. Por otra parte, el momento en que se alcanza el número estable de sinapsis en cada área cerebral no implica el cierre de un eventual período de oportunidad para el desarrollo cognitivo y el aprendizaje. De hecho, mucho después del logro de la estabilidad en el número de sinapsis en cada área cerebral es posible continuar construyendo aprendizajes escolares, técnicos y profesionales de complejidad variable. Asimismo, basar el desarrollo cerebral y cognitivo en un solo aspecto –en este caso la generación y eliminación de sinapsis– es un error que no toma en cuenta la noción actual que sostiene la neurociencia respecto a que tal desarrollo involucra el cambio de múltiples componentes de distintos niveles de organización, que están en interacción continua y en contextos temporales de cambio muy dinámico (Sirois et al., 2008).
En la actualidad, la distinción entre “crítico” y “sensible” ha dejado de ser sólo un problema científico, y en la medida en que la discusión al respecto se traslada a otros ámbitos, como por ejemplo a otras disciplinas e incluso la política pública, se producen errores conceptuales que modifican el sentido que tienen en su contexto de origen. Hay varios ejemplos que ilustran este proceso y en general se asocian a la creación del mito de los primeros tres o cinco años de vida como período crítico para el desarrollo cognitivo y emocional (Bruer, 2000). La evidencia neurocientífica da cuenta que el desarrollo de las competencias de autorregulación, lenguaje y aprendizaje está lejos de terminarse a los tres o cinco años de edad. A nivel neurobiológico, tal desarrollo involucra procesos plásticos que se dan más en el contexto de los períodos sensibles que de los críticos1. El error conceptual de base en el mito es que el desarrollo autorregulatorio, del lenguaje y de las competencias de aprendizaje se da en el contexto de un período crítico –siendo en realidad sensible. Tal concepto arrastra las dos nociones básicas en la definición del período crítico: tiempo definido de apertura y cierre de la organización de tales aspectos, e irreversibilidad de los cambios adquiridos. Si las políticas públicas sostuvieran sus planificaciones en esta concepción errónea, la planificación de su inversión quedaría reducida sólo a los tiempos de los supuestos períodos críticos, es decir a los primeros 1000 días. Ello tendría varias implicancias concretas que en principio perjudicarían en el mediano y largo plazo a la población que no es blanco de sus políticas y acciones, es decir a los niños de entre 3 y 18 años que viven en condiciones de pobreza2.
Efectos de la pobreza sobre el desarrollo neural y mecanismos de mediación de los impactosRegulación de la respuesta al estrésDesde mediados del siglo XX, diferentes estudios han analizado la respuesta regulatoria del estrés tanto en niños como en adultos como uno de los mecanismos de mediación más importantes de la influencia de la pobreza sobre el funcionamiento emocional, cognitivo y social de las personas (Doom y Gunnar, 2013). Amenazas, eventos negativos, exposición a peligros ambientales, violencia familiar y comunitaria, cambios en la dinámica de la vida familiar, pérdida de empleo, inestabilidad y deprivación económica son todos fenómenos que activan de diferente manera a los sistemas de regulación del estrés y que tienen mayor probabilidad de ocurrir bajo condiciones de pobreza (Bradley y Corwyn, 2002; Maholmes y King, 2012). Los sistemas neurales asociados a la implementación de esta compleja regulación incluyen a la hipófisis, el hipocampo, la amígdala y diferentes áreas de la corteza prefrontal, que forman parte del denominado eje HPA, que por sus siglas en inglés refiere a algunas de estas estructuras y a las glándulas adrenales. Tal eje comienza a responder a señales de estrés desde la etapa prenatal. En la actualidad, existe evidencia que indica que esta información puede producir cambios fisiológicos y epigenéticos con eventuales consecuencias a largo plazo sobre la salud física y mental (Christian, 2015). Luego del nacimiento, el eje HPA continúa su desarrollo y expresa niveles altos de reactividad durante los primeros meses de vida. Una de las consecuencias más importantes de estos niveles de inmadurez y alta reactividad es que durante los primeros tres meses de vida toda variación en el cuidado de los niños se refleja en la actividad del eje HPA –precisamente, un período de importancia durante el cual se establecen los apegos emocionales entre madres e hijos. Lo que la investigación neurocientífica debe elucidar aún es si este grado de respuesta implica que estos primeros meses son o no un período crítico o sensible durante el cual variaciones normales en el cuidado de los niños programan el funcionamiento del eje HPA y los sistemas de regulación asociados en etapas ulteriores del desarrollo. En tal sentido, evidencia reciente sugiere que las experiencias de abandono durante el primer año de vida podrían asociarse a alteraciones persistentes en la morfología cerebral asociada a cambios volumétricos en el hipocampo (Hodel et al., 2015). Alrededor de los cinco meses de edad, el eje HPA comienza a estabilizar su regulación y a ser menos reactivo a cambios sutiles en las prácticas de crianza. A partir de este momento, se inicia una etapa en la que es más difícil que se produzcan incrementos en la liberación de cortisol, lo cual se asocia con una etapa del desarrollo en la que los niños estarían protegidos en el caso que se establezcan apegos seguros con sus cuidadores. La investigación tampoco ha podido determinar aún desde cuán temprano es posible identificar este efecto de amortiguación del apego sobre el funcionamiento del eje HPA y la liberación de cortisol, ni su mecanismo subyacente, que involucraría a los sistemas de recepción del hipotálamo y la corteza prefrontal, así como a la participación de la hormona oxitocina y los sistemas de recepción opioides (Doom y Gunnar, 2013).
Si bien la etapa prenatal y la infancia temprana podrían ser períodos sensibles para el desarrollo de los sistemas de regulación del estrés, la evidencia neurocientífica sugiere que no serían las únicas, dado que durante la pubertad también se evidencian incrementos importantes en la producción de cortisol. Estos cambios en el eje HPA, podrían incrementar a su vez la vulnerabilidad neural al estrés durante la adolescencia temprana, lo cual contribuiría a comprender en parte los grandes cambios autorregulatorios que se producen durante esta etapa (Doom y Gunnar, 2013). En forma complementaria, evidencia reciente sugiere que la experiencia de adversidad ambiental durante la pubertad, como por ejemplo el maltrato, también podría asociarse con cambios en el volumen de estructuras asociadas al eje HPA (e.g., amígdala) durante la vida adulta (Pechtel, Lyons-Ruth, Anderson y Teicher 2014).
Durante todas las etapas del desarrollo, el estrés y la incertidumbre generados por las condiciones de deprivación económica incrementan la probabilidad de ocurrencia de estados emocionales negativos, ansiedad, depresión e ira. A su vez, tales condiciones emocionales pueden inducir una mayor frecuencia de estrategias de control parental negativas, menos sensibilidad emocional hacia los niños durante la crianza y mayores dificultades en la apropiación de prácticas autorregulatorias adecuadas en los niños (Shonkoff, 2012). No obstante, algunas investigaciones han mostrado que aún en condición de pobreza, el mantenimiento de prácticas de crianza adecuadas puede resultar en un factor protector del desarrollo infantil (Brody, Dorsey, Forehand y Armistead, 2002), lo cual destaca la importancia de las influencias de las intervenciones ambientales sobre los sistemas de autorregulación infantil durante el desarrollo.
La agenda neurocientífica actual de esta área de estudio ha comenzado gradualmente a incorporar los conceptos y metodologías derivados de los avances en epigenética y el análisis de la activación neural, tanto en estudios experimentales con animales como con personas. En particular, hay tres series de problemas que alimentan los estudios actuales: la programación prenatal de la plasticidad neural, la reactividad amigdalina ante situaciones amenazantes, y los procesos que corporizan a nivel neural las experiencias de vida adversas (Gianaros y Manuck, 2010). Por ejemplo, en el estudio de las consecuencias a largo plazo de las experiencias de estrés en contexto de pobreza infantil, Blair et al. (2011) encontraron que los niveles de cortisol en combinación con las prácticas de crianza parentales eran mediadores del efecto del ingreso familiar y la educación materna sobre el desempeño en tareas con demandas autorregulatorias. Estos resultados sugieren que la pobreza infantil y la salud mental materna modulan la respuesta de regulación al estrés, constituyendo dos mecanismos que podrían mejorar la comprensión de las asociaciones entre pobreza infantil y estrés. En forma específica, las experiencias de abuso físico y sexual durante etapas tempranas del desarrollo han sido asociadas con un patrón complejo de respuesta al estrés, que se asumen como mediadores del incremento de la susceptibilidad para el desarrollo de trastornos psiquiátricos en la vida adulta (Feder, Nestler y Charney, 2009). No obstante, la vulnerabilidad y susceptibilidad a situaciones de estrés moderado varía entre individuos de acuerdo a diferentes mecanismos epigenéticos y a la presencia eventual de ciertos factores de protección, como por ejemplo las relaciones con adultos sensibles a las necesidades de los niños y sus competencias sociales y de autorregulación (Evans y Fuller-Rowell, 2013; Shonkoff, 2012).
Por último, durante la última década comenzaron a realizarse los primeros estudios con metodologías de neuroimágenes para explorar cómo la deprivación socioeconómica durante la infancia influye sobre la respuesta al estrés en diferentes etapas de la vida. Por ejemplo, Tottenham et al. (2011) evaluaron los correlatos neurales a largo plazo de condiciones de crianza adversas y del desempeño en tareas de autorregulación emocional con demandas de discriminación de rostros amenazantes. Los resultados de este estudio mostraron que los niños criados en orfanatos mostraban incrementos en la reactividad amigdalina, asociados a la disminución del contacto visual durante las interacciones con adultos.
Exposición a tóxicos ambientales y a drogas legales e ilegalesEl impacto de la exposición a diferentes agentes tóxicos ambientales, a la polución aérea y a drogas durante las etapas tempranas del desarrollo cerebral comenzó a ser estudiado hace varias décadas, pero sólo hace poco menos de dos se ha iniciado la incorporación del abordaje neurocientífico contemporáneo que incluye la aplicación de las técnicas de neuroimágenes (Roussotte et al., 2012). Si bien la asociación entre pobreza y exposición a agentes tóxicos y drogas responde a un patrón de determinantes sociales multicausal, entre los principales factores de asociación se encuentran la cercanía de las viviendas a zonas industriales donde se desechan tóxicos –en particular en los países en los que las regulaciones de la eliminación de tales desechos no existen o no están suficientemente controladas– y una mayor incidencia de conductas y estilos de vida no saludables, en combinación con falta de acceso adecuado a políticas de prevención de educación para la salud (Bradley y Corwyn, 2002; Maholmes y King, 2012).
Respecto a la exposición a metales y plásticos, la evidencia actual disponible permite sostener un consenso entre los investigadores acerca del efecto neurotóxico de agentes como plomo, mercurio, manganeso y cadmio, todos los cuales pueden atravesar la placenta y generar alteraciones en la organización del sistema nervioso durante su desarrollo inicial (Hubbs-Tait, Nation, Krebs y Bellinger, 2008). Si bien los efectos han sido identificados tanto a nivel conductual como cognitivo, en casos con exposiciones tanto altas como bajas a los agentes, el desempeño cognitivo asociado a la exposición es muy variable entre individuos, dando cuenta de un contexto de estudio complejo en el que es necesario considerar la eventual moderación de las diferencias individuales en la constitución del sistema nervioso y los ambientes de crianza. Respecto a la exposición a polución aérea, que también tiene una matriz de multideterminación biológica y social, su asociación con alteraciones en la estructura y funcionamiento del sistema nervioso sólo se ha iniciado en forma reciente (Calderón-Garcidueñas, Torres-Jardón, Kulesza, Park, & D¿Angiulli, 2014). En ambos casos, aún se requiere de más investigaciones que permitan mejorar la comprensión de por qué algunos niños son más susceptibles que otros a los diferentes agentes.
La exposición prenatal al alcohol ha sido asociada en multiplicidad de estudios desde hace varias décadas con impactos negativos en diferentes aspectos del desarrollo neural y autorregulatorio –que en algunos casos, entre los cuales se encuentra el denominado síndrome fetal alcohólico, pueden tener efectos perdurables durante gran parte del ciclo vital. Al igual que en el caso de los agentes tóxicos ambientes, tales impactos varían en función a la cantidad consumida y al momento del embarazo en el que tal exposición ocurre (Irner, 2012). Con respecto al impacto de la exposición durante la etapa prenatal, la aplicación de diferentes técnicas de neuroimágenes ha permitido verificar cambios metabólicos y volumétricos en diferentes redes neurales y su conectividad a través de todo el cerebro. No obstante, la comprensión del impacto a nivel neural y la aplicación de tal conocimiento al diseño de intervenciones y tratamientos requiere aún de más estudios con diseños longitudinales adecuados que permitan comprender la modulación de la exposición sobre las trayectorias de desarrollo neural (Donald et al., 2015).
La exposición prenatal a cocaína ha sido asociada con diferentes trastornos cognitivos. Por ejemplo, Bennet, Benderky y Lewis (2008) encontraron que tal exposición se asoció a cambios en la velocidad de procesamiento y las competencias de aprendizaje a las edades de 4 y 9 años, aunque fue diferente según género, siendo los varones los más afectados en su desempeño en tareas con demandas de razonamiento y memoria de corto plazo visual. Asimismo, los resultados en el desempeño fueron modulados por los niveles de estimulación afectiva y por el aprendizaje en los hogares y el desempeño de las madres en pruebas de inteligencia general. Por otra parte, Sheinkopf et al. (2009) encontraron que la exposición a cocaína no se asoció al desempeño en tareas con demandas de control cognitivo en niños de 8 y 9 años, aunque sí las verificaron a nivel de la activación neural durante los ensayos con demandas de control inhibitorio. Más allá de la aparente elocuencia de este impacto, estos resultados son aún preliminares y es necesario tomarlos con cautela a la espera de más estudios. Otras drogas que también han demostrado generar impacto sobre el desarrollo cognitivo son el tabaco y la marihuana. Por ejemplo, Fried y Smith (2001) encontraron variaciones en el desempeño en tareas con demandas de control cognitivo de adolescentes de 13 a 16 años de edad, que habían sido expuestos al consumo de ambas sustancias durante la etapa prenatal. Recientemente, Barros, Mitsuhiro, Chalem, Laranjeira, & Guinsburg (2011) encontraron que la exposición a tabaco durante el embarazo se asoció con niveles más altos de excitabilidad y de dificultades de regulación emocional en la etapa perinatal. Si bien aún es necesario incluir en este tipo de estudios análisis que permitan identificar los mecanismos de mediación a través de los cuales estos agentes generan su impacto, los resultados sugieren que la exposición prenatal a tabaco y marihuana se asocia con el desarrollo de dificultades en el procesamiento autorregulatorio durante las primeras dos décadas de vida. En algunos casos, estos impactos podrían ser reducidos mediante la provisión de prácticas de crianza y estimulación ambiental adecuadas, especialmente en el caso de los niños que se crían en contextos de pobreza (Evans y Fuller-Rowell, 2013). Finalmente, de acuerdo a la agenda actual de esta área de estudio, una mejor comprensión de estos fenómenos depende del desarrollo y evaluación de modelos para el análisis de los efectos combinados y acumulativos de diferentes agentes tóxicos y drogas sobre distintos aspectos del desarrollo infantil (Hubbs-Tait et al., 2008).
NutriciónEn términos neurobiológicos, diferente nutrientes y factores de crecimiento regulan el desarrollo neural desde la etapa prenatal y, dados los altos requerimientos de ambos durante las etapas tempranas de crecimiento rápido del cerebro, éstas son fases de alta vulnerabilidad a los déficits nutricionales. En tal sentido, la nutrición materna durante el embarazo y del niño desde el nacimiento es esencial para poder incorporar el tipo y cantidad de nutrientes adecuados para prevenir el desarrollo de eventuales trastornos en el sistema nervioso y de la autorregulación, que en algunos casos podrían extenderse en el tiempo, incluso hasta en la vida adulta. La evidencia empírica disponible que permite sostener estas afirmaciones proviene tanto de la experimentación con animales, como de diferentes estudios realizados con niños y adultos con historias de desnutrición o malnutrición infantil. Por ejemplo, estudios recientes con primates no humanos han mostrado que la restricción nutricional moderada de las madres durante la última etapa de la preñez se asocia con diferentes alteraciones de la organización estructural y funcional del sistema nervioso (Antonov-Schlorke et al., 2011).
El impacto de la desnutrición y la malnutrición sobre el desarrollo neural es un fenómeno complejo, en el que la detección de deficiencias específicas depende de cómo cada red neural sea afectada de manera preferencial y de la posibilidad de identificar los impactos a diferentes niveles de análisis, desde el molecular hasta el conductual. Por ejemplo, la deficiencia de hierro ha sido asociada con alteraciones en la síntesis de diferentes neurotransmisores, pero también con cambios en la velocidad de procesamiento y en los niveles de desempeño en tareas con demandas motoras, emocionales y cognitivas. Asimismo, el impacto causado por las carencias nutricionales depende en parte de la identificación de los mecanismos a través de los cuales cada nutriente interviene en la generación de tales alteraciones. Por ejemplo, la deficiencia de zinc ha sido asociada con alteraciones en el desarrollo del hipocampo y del cerebelo y con la regulación del sistema nervioso autónomo, mientras que las deficiencias de ciertos ácidos grasos han sido asociadas más a impactos negativos sobre la producción de mielina y a alteraciones en la conectividad neuronal (Benton, 2008; Georgieff, 2007).
En particular, el estudio neurocientífico de las alteraciones nutricionales en condiciones de pobreza se encuentra con la dificultad que implica determinar las implicancias de diferentes déficits nutricionales en el desarrollo neural típico y atípico, debido a que en general los niños que no tienen una nutrición adecuada también suelen estar expuestos a la deprivación de otros recursos materiales, afectivos y simbólicos. Específicamente, un aspecto problemático de esta agenda de investigación es determinar si una condición asociada a un déficit nutricional ocurre como resultado directo de este déficit o también de un cuidado prenatal inadecuado, de dificultades para recibir cuidados y tratamientos médicos adecuados o de un incremento de la exposición a agentes infecciosos (Monk, Georgieff y Osterhom, 2013).
Respecto a la existencia de períodos sensibles durante los cuales una carencia o una suplementación nutricional podrían generar un impacto negativo o positivo permanentes, la agenda neurocientífica se encuentra en una etapa preliminar de estudio. Por una parte, los avances tecnológicos comenzaron a permitir la exploración de diseños adecuados para intentar responder tales tipos de preguntas. Un ejemplo de ello es un estudio reciente realizado con ratones mutantes a los que se les indujo la interrupción de la recepción de ferritina en un área del hipocampo por medio de metodologías transgénicas. Tal característica generó un modelo experimental de anemia por carencia de hierro, que además era reversible si se aplicaba un tratamiento farmacológico que restauraba los mecanismos de recepción. De esta forma, los investigadores pudieron explorar en diferentes ventanas de tiempo antes, durante y luego de las cuales si tal reversibilidad por tratamiento farmacológico era o no posible. Los resultados del estudio mostraron que la recuperación del hierro por tratamiento en el día 21 se asoció a una recuperación concomitante de sus competencias de aprendizaje y memoria, la organización estructural dendrítica y de marcadores moleculares y celulares típicos de los períodos críticos. No obstante, los ratones que continuaron con deficiencias de hierro hasta el día 42 continuaron expresando alteraciones cognitivas y en los marcadores mencionados. Estos resultados permitieron demostrar que la disponibilidad de hierro en el hipocampo de esta especie era necesaria entre los días 21 y 42 para que se produjera el desarrollo esperado de las competencias cognitivas y de aprendizaje implicadas, y que la deficiencia de hierro en esa etapa temprana del desarrollo alteraría el cierre de este período aparentemente sensible (Fretham et al., 2012).
Por otra parte, la noción de que el período comprendido entre la concepción y los 24 meses de vida es una etapa crítica luego de la cual las carencias inducen efectos irreversibles –y que en parte es la que sostiene el foco de los esfuerzos para las políticas de nutrición en los primeros 1.000 días– es aún tema de debate, habida cuenta que las evidencias no son concluyentes. Por ejemplo, un análisis de los patrones de crecimiento temprano realizado en base a datos de niños de 54 países de África y Asia mostró una caída en los puntajes estandarizados de la talla para la edad durante los primeros dos años de vida. Tales resultados focalizaron su atención en el período comprendido entre la concepción y los 24 meses como una ventana de oportunidad para las intervenciones orientadas a prevenir la cortedad de talla. No obstante, en un estudio colaborativo entre investigadores de Brasil, Guatemala, India, Filipinas, Gambia y Sudáfrica, se encontró la recuperación de la talla entre los 24 meses y la niñez media (i.e., 5 años) y luego entre la niñez media y la adultez, incluso en ausencia de intervenciones preventivas. En el mismo sentido, un estudio longitudinal realizado con población rural de Gambia permitió identificar una fase de recuperación de la talla en la pubertad. Estos estudios brindan evidencia empírica que ilustra que podrían existir recuperaciones más allá de los dos años, y que la adolescencia también representaría una ventana de oportunidad para posibles intervenciones. En todo caso, la regulación del crecimiento es un fenómeno complejo que involucra diferentes etapas del desarrollo con vulnerabilidades específicas y características de susceptibilidad al cambio por intervención (Prentice et al., 2013).
Desarrollo autorregulatorioEl estudio acerca de cómo la pobreza influye sobre el desarrollo cognitivo, comenzó a mediados del siglo XX en el contexto de la psicología del desarrollo y la educación. Los resultados que más comúnmente han sido descriptos desde entonces se refieren a la obtención de puntajes más bajos en pruebas estandarizadas que evalúan coeficientes de desarrollo, de inteligencia verbal y de ejecución, la cantidad de años de escolaridad completados y una mayor tasa de incidencia de trastornos de aprendizaje y de ausencia escolar (Bradley y Corwyn, 2002; Maholmes y King, 2012). Con relación al desarrollo del lenguaje en particular, la evidencia generada por estas mismas disciplinas también da cuenta de la modulación socioeconómica del desempeño en diferentes tipos de tareas que evalúan vocabulario, habla espontánea, procesamiento gramatical y diversas competencias de comunicación (Hoff, 2006).
Respecto al abordaje neurocientífico, diferentes investigaciones han permitido generar evidencia acerca de la modulación socioeconómica sobre diferentes procesamientos asociados a distintos sistemas neurocognitivos desde el primer año de vida hasta la adolescencia3. Una de las primeras propuestas conceptuales de esta perspectiva consiste en considerar diferentes sistemas neurocognitivos definidos en base al desempeño en distintas pruebas cognitivas asociadas a la activación de redes neurales preferenciales (Farah et al., 2006). Entre los sistemas neurocognitivos más ampliamente explorados se encuentra el denominado prefrontal/ejecutivo, el cual incluye subsistemas asociados al control cognitivo (i.e., atención, control inhibitorio, memoria de trabajo), que involucran preferencialmente a las redes neurales comprendidas en la corteza prefrontal. La modulación de este tipo de procesamientos por pobreza ha sido verificada desde el primer año de vida (Lipina, Martelli, Vuelta y Colombo, 2005). Por otra parte, en estudios conductuales con niños de edad preescolar y escolar, distintos grupos de investigación encontraron en forma reiterada que los niveles bajos de ingreso de las familias se asocian a desempeños reducidos en este tipo de tareas (Farah et al., 2006; Hackman, Gallop, Evans y Farah, 2015; Lipina et al., 2013; Mezzacappa, 2004). Los resultados de tales evaluaciones indicaron que el nivel de ingreso de los hogares moduló el control cognitivo asociado a la inhibición de información no relevante y el sostenimiento de la relevante para la solución de las tareas. En conjunto, esta evidencia permite generar y sostener la hipótesis de que el sistema prefrontal/ejecutivo es uno de los sistemas neurocognitivos sensibles a las influencias producidas por inequidades sociales durante las experiencias de vida tempranas.
La exploración actual de las influencias de la pobreza sobre el sistema prefrontal/ejecutivo ha comenzado a incorporar nuevos abordajes analíticos orientados a establecer cuáles son los mecanismos de mediación a través de los cuales se producen los impactos. Por ejemplo, Lipina et al. (2013) encontraron que además de la educación materna y la ocupación paterna, la disponibilidad de material de lectura, la lectura cotidiana de cuentos infantiles a los niños por parte de los cuidadores y el uso de computadoras con fines de juego mediaron la influencia de la pertenencia a hogares pobres sobre el desempeño en tareas de control cognitivo en niños de 5 años de edad. Por su parte, Hackman et al. (2015) encontraron que las características de los hogares para estimular el desarrollo autorregulatorio infantil mediaron las influencias del ingreso familiar sobre el desempeño en tareas con demandas de memoria de trabajo y planificación, mientras que la sensibilidad materna a las necesidades emocionales de sus hijos medió el desempeño en tareas con demandas de memoria de trabajo entre la edad de 1 a 54 meses en una muestra de 1.009 niños.
Otro de los aspectos que se han ido considerando en el estudio de las influencias de la pobreza sobre el sistema neurocognitivo prefrontal/ejecutivo es el análisis de las trayectorias de los impactos, es decir su duración en el tiempo. En una de las investigaciones más importantes en el área se analizaron las relaciones entre la duración de la exposición a pobreza y diferentes aspectos autorregulatorios y ambientales entre el nacimiento y los 9 años de edad. Para ello, se comparó el desempeño de niños de familias que nunca habían experimentado pobreza con otros que la habían experimentado entre el nacimiento y los 3 años, entre los 4 y 9 años y entre el nacimiento y los 9 años. Los resultados mostraron que el último grupo, el que siempre había experimentado pobreza, era el que había obtenido los puntajes más bajos en las evaluaciones de la calidad de los ambientes de crianza, así como también en su desempeño cognitivo y en la cantidad de problemas de conducta manifestados. Los análisis de mediación indicaron que estas asociaciones fueron moduladas por la falta de adecuación de las prácticas de crianza a las necesidades autorregulatorias de los niños (NICHD y Early Child Care Research Network, 2005). Por su parte, Hackman et al. (2015) encontraron que el ingreso familiar y la educación materna mediaron el desempeño en tareas de planificación a los 7 años de edad y el ingreso familiar el de tareas de memoria de trabajo a los 5 años de edad, y que estas diferencias se mantuvieron constantes durante toda la niñez, sugiriendo que la relación entre pobreza y control cognitivo emerge durante la infancia temprana y persistiría sin cambios hasta el final de la niñez. Los resultados de este tipo de estudios enfatizan la importancia de considerar la calidad de los ambientes de crianza al momento de diseñar intervenciones orientadas a mejorar el desarrollo autorregulatorio en poblaciones de niños expuestos a pobreza.
El sistema neurocognitivo denominado temporal/mnémico fue evaluado por Farah et al. (2006) por medio de la administración de un paradigma de aprendizaje incidental, en el que los niños no eran conscientes de que su memoria sería evaluada durante una tarea de aprendizaje. Los resultados de este estudio indicaron que los niños de 6 a 8 años de edad que provenían de hogares con menos ingresos tuvieron desempeños reducidos en las tareas de memoria, lo cual no había sido verificado en estudios previos con niños de edad preescolar. Es decir, que al tomar en conjunto los resultados de los estudios conductuales que involucran a los subsistemas prefrontal/ejecutivo y temporal/mnémico, la evidencia disponible sugiere que la pobreza no genera sus influencias de manera homogénea respecto a los sistemas neurocognitivos que afecta, ni al momento del desarrollo en que ello ocurre.
Respecto a evidencias del impacto de la pobreza sobre el desempeño neurocognitivo a nivel de la activación neural aplicando técnicas de resonancia magnética funcional (RMF), Noble, Wolmetz, Ochs, Farah y McCandliss (2006) encontraron una interacción entre el procesamiento fonológico y el nivel de ingreso familiar en la actividad de un área neural involucrada en la lectura (i.e., giro fusiforme) en niños de 6 a 8 años de edad. Shaywitz et al. (2003) encontraron que adultos que habían tenido dificultades en su aprendizaje de la lectura y que se habían criado en contextos de pobreza expresaron el mismo patrón de activación. Finalmente, Raizada, Richards, Meltzoff y Kuhl (2008) encontraron diferencias debidas a pobreza en el grado de especialización hemisférica en un área cerebral involucrada en la producción de habla, el procesamiento y la comprensión del lenguaje en niños de 5 años de edad. Otros investigadores aplicaron técnicas de RMF para explorar otros sistemas neurocognitivos, que involucraban a sistemas prefrontales y límbicos. Por ejemplo, Kim et al. (2013) encontraron niveles bajos de activación prefrontal y menor capacidad de suprimir la reactividad amigdalina ante la presentación de un estresor en adultos con historia infantil de pobreza. Y Sheridan, Sarsour, Jutte, D’Esposito y Boyce (2012) encontraron que la complejidad del ambiente lingüístico en los ambientes de crianza y los niveles de cortisol se asociaron tanto con el nivel socioeconómico familiar como con la activación de diferentes áreas de la corteza prefrontal durante la resolución de una prueba de aprendizaje.
Más recientemente, diferentes investigadores comenzaron a explorar las influencias del nivel socioeconómico sobre la activación de diferentes redes neurales asociadas a pobreza y experiencias tempranas de adversidad por medio de técnicas de resonancia magnética estructural (RME). Por ejemplo, Rao et al. (2010) analizaron a través de un diseño longitudinal la influencia de las prácticas de crianza parentales y el nivel de estimulación para el aprendizaje de los hogares sobre la morfología cerebral entre la infancia media y la adolescencia. Los resultados del estudio indicaron que mejores prácticas de crianza se asociaron con volúmenes más pequeños del hipocampo a la edad de 4 años. Al mismo tiempo, los niveles de estimulación para el aprendizaje en el hogar no se asociaron con el volumen de tal estructura cerebral. Ambas evidencias sugieren que diferentes aspectos del ambiente de crianza influirían de maneras diversas sobre la organización cerebral en estas etapas del desarrollo. En forma complementaria, una serie de estudios recientes han encontrado variaciones volumétricas y de grosor cortical en el hipocampo y la amígdala en diferentes poblaciones de niños, adolescentes y adultos con historias infantiles de pobreza (e.g., Hanson, Chandra, Wolfe, & Pollack, 2011; Noble, Houston, Kan y Sowell, 2012; Staff et al., 2012). Finalmente, diferentes investigadores encontraron evidencia de cambios en el grosor y la superficie cortical, así como en los patrones de conectividad de redes neurales que involucran áreas prefrontales, parietales, temporales y occipitales en niños, adolescentes y adultos jóvenes provenientes de hogares con diferentes niveles de pobreza (Chiang et al., 2011; Hanson et al., 2013; Lawson, Duda, Avants, Wu y Farah, 2013; Noble et al., 2015).
Otra serie de estudios recientes sobre las influencias socioeconómicas en la actividad cerebral comenzaron a incorporar diferentes técnicas de electroencefalografía, a través de las cuales se pudieron verificar diferencias en la actividad de reposo durante el primer año de vida (Tomalski et al., 2013), la solución de tareas con demandas de control inhibitorio (Kishiyama, Boyce, Jimenez, Perry y Knight, 2009) y atención auditiva en la etapa preescolar (Stevens, Lauinger y Neville, 2009) y escolar (D’Angiulli, Lipina y Maggi, 2014) y de procesamiento emocional durante la adolescencia (Tomarken, Dichter, Garber y Simien, 2004).
Intervenciones ambientales orientadas a optimizar el desarrollo autorregulatorioDurante las últimas dos décadas, la neurociencia cognitiva del desarrollo ha diseñado e implementado una serie de intervenciones orientadas a entrenar procesos autorregulatorios cognitivos para diferentes poblaciones de niños con y sin trastornos en su desarrollo. Las estrategias utilizadas por estas intervenciones proponen, en general, la ejercitación en forma sistemática de procesos cognitivos por medio de actividades con demandas de dificultad creciente. Los procesos entrenados, como por ejemplo atención, control inhibitorio, memoria de trabajo, flexibilidad cognitiva o procesamiento fonológico, son aquellos que la neurociencia cognitiva ha identificado como centrales para el desarrollo cognitivo y socioemocional y, en consecuencia, para la adquisición de los primeros aprendizajes escolares en las áreas de lengua y matemática (e.g., Blair y Razza, 2007).
Tales intervenciones han sido orientadas inicialmente a la optimización del desempeño en poblaciones con trastornos del desarrollo en lenguaje, atención y discalculia (Klingberg et al., 2005; Temple et al., 2003; Wilson et al., 2006). También se han efectuado estudios semejantes con poblaciones de niños sin trastornos de edad preescolar y escolar (Rueda, Rothbart, McCandliss, Saccomanno y Posner, 2005; Stevens, Lauinger y Neville, 2009). En todos los casos se han verificado mejoras a nivel conductual y en algunos casos cambios a nivel de la activación neural. Respecto a intervenciones con paradigmas neurocognitivos con poblaciones de niños que viven en condiciones de pobreza, el área se encuentra en una etapa inicial (Lipina, 2014; Lipina y Colombo, 2009; Lipina y Posner, 2012). Ejemplos de este tipo de programas son: (a) el Programa de Intervención Escolar implementado en la ciudad de Buenos Aires (Argentina), cuyos resultados indicaron que la exposición a un módulo de estimulación cognitiva durante 32 sesiones en dos ciclos lectivos en combinación con un suplemento nutricional de hierro y ácido fólico fue la condición más eficaz para mejorar el nivel de desempeño cognitivo de niños sin historias de trastornos del desarrollo, provenientes de hogares con pobreza (Colombo y Lipina, 2005; Segretin et al., 2014); (b) el Programa Piloto de Estimulación Cognitiva, aplicado en las provincias de Buenos Aires y Salta (Argentina), cuyos resultados indicaron que niños que participaron de modalidades de intervención grupal e individual mejoraron su desempeño cognitivo y que tales mejoras fueron verificadas en aquellos niños que tenían los niveles de desempeño basal más bajos, menor edad y estaban expuestos a mayor pobreza (Segretin et al., 2014); (c) el Programa de Intervención Curricular, para el que se diseñaron 64 propuestas de enseñanza que incluían demandas de control cognitivo, adaptadas al currículo vigente de la ciudad de Buenos Aires, e implementadas por los propios maestros. Luego de aplicar un esquema de dos actividades semanales durante 4 meses, los resultados de las evaluaciones cognitivas mostraron muy pocas diferencias entre los grupos de intervención y control, consistentes en un mejor desempeño atencional en el primero. No obstante, al analizar las notas asignadas por los maestros durante el primer grado de la escolaridad primaria, los niños del grupo de intervención obtuvieron mejores puntajes en diferentes áreas académicas relacionadas con los contenidos trabajados en la intervención un año antes (Hermida et al., 2015); (d) el Programa Mate Marote, implementado en la ciudad de Buenos Aires, que consistió en la administración de una serie de actividades computarizadas orientadas a entrenar diferentes procesos de control cognitivo en 27 sesiones individuales bisemanales durante tres meses, en cada una de las cuales los niños jugaban entre 15 y 20 minutos a los juegos diseñados (grupo entrenado) o a juegos comerciales con demandas cognitivas bajas (grupo control). La evaluación del impacto de estas intervenciones permitió verificar incrementos significativos en tareas de atención, control inhibitorio y procesamiento fluido y mejores puntuaciones académicas en los niños que menos asistencia escolar tenían en las áreas de lengua y matemática (Goldin et al., 2014); (e) el Programa PCMC-A de Neville et al. (2013), en el que se implementaron dos módulos de intervención con frecuencia semanal durante ocho semanas. Uno de los módulos consistió en actividades de entrenamiento atencional para los niños y el otro en reuniones semanales con las familias, durante las cuales se planteaba el tratamiento sistemático de diferentes aspectos de la crianza y la comunicación familiar. Los resultados indicaron mejoras cognitivas en los niños a nivel conductual y electrofisiológico y una disminución de la percepción de estrés en los padres. En conjunto, este tipo de evidencias ilustran que los desempeños cognitivos y la activación neural concomitante pueden ser optimizados a través de diferentes tipos de intervenciones ambientales en contexto de laboratorio, escolar y del hogar.
Comentarios finalesDe lo mencionado en las secciones previas, resulta con claridad que la pobreza afecta la regulación funcional del sistema nervioso central y periférico, que esta modulación es verificable a diferentes niveles de organización (i.e., molecular, hormonal, activación neural, autorregulación y conducta) y que puede tener efectos programáticos, es decir de modificación del sistema nervioso a corto, mediano y largo plazo (e.g., Doom y Gunnar, 2013). Es decir que desde la perspectiva neurocientífica, la expresión de las inequidades socioeconómicas implicaría la corporización neural de factores biológicos, psicológicos, sociales y ambientales, en un contexto de cambio dinámico continuo (Gianaros y Manuck, 2010). Las perspectivas de estudio a partir de esta conceptualización son aún más amplias, habida cuenta de que involucran en forma directa aspectos centrales de los debates éticos actuales sobre producción y reproducción de la pobreza y su impacto sobre las sociedades humanas. En forma concreta, en tanto esfuerzo que contribuye a comprender en profundidad el alcance de los impactos de la deprivación material y simbólica, así como las posibilidades de intervenir en forma anticipada para proteger las oportunidades de desarrollo humano, el abordaje neurocientífico está inexorablemente asociado a la discusión ética sobre la violación de derechos humanos que implica la pobreza (i.e., nutrición, estímulo al desarrollo afectivo e intelectual, inclusión social y educativa plena). Asimismo, los estudios preliminares de intervención dan cuenta de la posibilidad de modificar en diferentes medidas tales impactos. En este sentido, la conceptualización dinámica y plástica del desarrollo neural agrega al debate ético general de la pobreza el problema de la corporización de las deprivaciones y las posibilidades de cambio por intervención.
Por otra parte, realizar una crítica constructiva sobre las implicancias de focalizar el interés de las intervenciones en los primeros 1.000 días como período crítico, es decir revisar sus propuestas en base a la evidencia disponible, es un ejercicio necesario que no implica en lo absoluto que los primeros años de vida no sean importantes, ni que haya que dejar de invertir intensamente en ellos. La crítica tiene como fin contribuir a racionalizar los recursos que se dedican al diseño e implementación de planes orientados a optimizar el desarrollo infantil en general y de aquellos niños que viven la tragedia de la pobreza en particular durante los siguientes 6.000 días. Es importante para ello comprender en forma adecuada qué es el desarrollo humano considerando sus diferentes dimensiones, mecanismos y posibilidades de cambio (Bornstein y Lamb, 2011). Ello contribuiría a mejorar las planificaciones de las acciones, optimizar las inversiones y construir foros de discusión y trabajo colaborativo entre investigadores y diseñadores de políticas sanitarias y educativas.
Extended SummaryThe neuroscientific study of childhood poverty, conducted by different research groups over the past two decades, has allowed the accumulation of evidence about how the impact of the material and symbolic gaps due to poverty can affect the opportunities for development and social inclusion throughout life. In particular, this evidence suggests that the most sensitive neurocognitive systems would be those involved in self-regulatory processing, language, and learning skills. Also, in line with the evidence from developmental psychology about the mechanisms through which poverty exert their influences, language environments and the presence of stressors in developmental contexts would be two of the most important mediators associated with such impacts. The potentiality for change inherent to neural plasticity, self-regulatory individual differences, and environmental interventions at home, school and community settings, also indicate that: (a) the impacts are not equal for all children; (b) there is not a critical period for cognitive development and learning skills limited to the first 1,000 days – on the contrary, evidence suggests the existence of different critical and sensitive periods for several development processes for at least the first two decades of life; (c) the irreversibility of the impact of poverty is not a phenomenon that affects all children exposed to it, but in general is associated with a subset of children exposed to extreme and continuous deprivations; and (d) poverty does not necessarily mean developmental deficits.
In this regard, the current dissociation between “critical” and “sensitive” periods must be remarked. The former was explored mainly in the sensory systems (e.g., vision, hearing) during the recent history of neuroscience, and results of different studies have suggested the hypothesis that these processes are modulated by a wide variety of mechanisms and individual characteristics. Additionally, recent studies suggests that critical periods are not necessarily fixed with respect to the moment they occur or the neural networks involved. An alteration during these periods – both in the positive as well as in the negative sense – normally implies its permanent assimilation, limiting the opportunities to revert the organization of the affected functions. However, the organization of more complex processes such as self-regulatory abilities is dependent upon the progressive integration of plastic phenomena occurring in neural networks that involve more than one information modality. This dynamic integration requires longer periods and involves different types of plastic processes and mechanisms. As an outcome, the identification of critical periods for these processes is more difficult and therefore they are currently named as “sensitive” periods, which also refer to important moments of neural structural and functional organization, though implying two main differences relative to “critical” periods: (a) their duration is longer and more difficult to establish as based on empirical evidence; and (b) any positive or negative influences modifying the organization of the involved functions are susceptible to be modified with effort – that is, there is not a trend to irreversibility and, consequently, they are open to plastic and learning reorganization opportunities, although with lower degrees of liberty and bigger effort. Nevertheless, the myth persists that the first three to five years of age represent the critical period for cognitive and emotional development. Neuroscientific evidence, in turn, posits that the development of self-regulatory, linguistic, and learning abilities is far from finishing at three to five years of age, and that such development involves plastic processes occurring more at the level of sensitive than of critical periods.
Indeed, neuroscientific research has established that synapses generation and removal (“synaptic pruning”) take place at different life periods depending on the brain region involved. For instance, in brain areas devoted to primary sensory and motor processing these processes usually culminate around the second year of life, whereas the same processes occur no less than one and a half decade later in frontal areas. The latter regions are actually the core of one of the most explored neurocognitive systems, the so-called prefrontal/executive system, which comprises subsystems associated with cognitive control (i.e., attention, inhibitory control, working memory). This system has consistently proved to be affected by poverty; however, these effects are not homogeneous. In this regard, one of the most important researches in the area analyzed the effects of poverty duration on behavior regulated by the prefrontal/executive system. The study compared children that had never experienced poverty with children that experienced poverty between birth and 3 years of age, between 4 and 9 years of age, as well as between birth and 9 years of age, finding that the lowest scores were obtained for the latter group – the one that had always experienced poverty. This is just one of the numerous examples of the effects of negative alterations such as poverty on neural development beyond 3 years of age, in this case on a neural system that has been shown to end its maturation in later periods of life.
This body of evidence is necessary to enrich the discussion about what the criteria that at present should be considered as priorities are for the design and implementation of research and policies, aimed at optimizing the development of children living in poverty. In particular, criticism of the lax use of the concept of critical period, the attribution of deficit to poverty, and the notion of irreversibility of the impacts are essential starting points to begin the adequate consideration of the complexity of development in its many individual and environmental dimensions. In this context of analysis, considering the importance of the first 7,000 days instead of only the first 1,000 ones does not imply in any sense the diminution of the importance of the first three years of life. On the contrary, consideration of the 6000 days that follow the first 1,000 implies the consideration of several plastic and epigenetic mechanisms, which continue to exert their influences and shaping the brain organization through different windows of opportunity for change at least until adolescence. In summary, it is of central importance for the design of actions to optimize developmental opportunities identifying the mechanisms by which poverty generate its influences, and the time of the life cycle in which it is necessary to offer material, emotional, and symbolic resources in developmental contexts. This also means that these priorities should involve all those adults who live and work with children, as well as teaching and learning processes involved in each developmental context.
Conflicto de interesesLos autores de este artículo declaran que no tienen ningún conflicto de intereses.
CONICET, CEMIC, Fundación Conectar, FONCYT, UNSAM y colegas de la Unidad de Neurobiología Aplicada (UNA, CEMIC-CONICET).
La neurociencia del desarrollo contemporánea continúa explorando los procesos plásticos críticos y sensibles; y una de sus propuestas al respecto es que podría ser el caso que los períodos sensibles fueran una sumatoria no lineal de múltiples procesos críticos, cuya identificación aún debe realizarse.
En este sentido, los primeros 7000 días estarían incluyendo a los primeros 1000 –que sí son críticos, aunque no constituyen un período crítico– y los 6000 restantes hasta aproximadamente los 18 años de edad. Es decir, los primeros 7000 días incluyen a los múltiples períodos críticos y sensibles a través de los cuales se produce la organización del sistema nervioso en el tiempo en que nuestras culturas contemporáneas ubican la ocurrencia de la niñez y la adolescencia.
Recientemente han sido publicadas algunas revisiones que resumen estos hallazgos. Entre ellas se sugieren las siguientes: Colombo y Lipina, 2005; D¿Angiulli, Lipina & Maggi, 2014; Hackman y Farah, 2009; Hackman, Farah & Meany, 2010; Raizada & Kishiyama, 2010; Lipina, 2014.