Consideramos imprescindible transmitir a los alumnos de pregrado, futuros profesionales de la Medicina y la Enfermería, así como a los MIR y EIR que, en lo concerniente a la salud y a la asistencia sanitaria de una determinada población, inmediatamente después del respeto a los derechos derivados de la dignidad de las personas, deberán perseguir estos dos auténticos imperativos de naturaleza ética: la calidad asistencial y la seguridad del paciente.
Sin garantía de calidad y sin una sistemática y rigurosa salvaguarda de la seguridad, de nada les valdrá todo lo demás. Siendo esenciales el correcto diagnóstico y el adecuado tratamiento, poco o nada aportarán sin las anteriores cautelas.
Ambas, lejos de ser objetivos que pudieran considerarse meros logros de buena gestión clínica, constituyen auténticas obligaciones de carácter deontológico. Dado que la perfección no es humana, hemos de poner todo el empeño en la excelencia.
Para Ortega y Gasset, en eso radica la diferencia entre ética y ley La segunda exige lo correcto, mientras que la primera pretende lo mejor.
La calidad asistencial viene siendo estudiada y exigida, desde hace décadas. No sucede lo mismo con la seguridad del paciente, que ha comenzado a tenerse en cuenta en los últimos años.
Al respecto, fue un hito la publicación en USA, el año 2000, del libro titulado “To err is human” (Errar es humano) por el Instituto de Medicina de Estados Unidos.
Tras su lectura, los profesionales de la salud, la sociedad y el gobierno norteamericano fueron conscientes de la magnitud del problema, a nivel institucional y nacional.
Entre otros datos destacables, valga citar que anualmente mueren allí, a causa de eventos adversos hospitalarios, entre 45.000 y 90.000 pacientes (uno por cada 500 ingresados), contabilizándose 850.000 errores de tratamiento médico o quirúrgico cada año y sufriendo, uno de cada diez enfermos, algún grado de incapacidad evitable, todo lo cual arroja una media de 1 evento adverso por cada 30 ingresos hospitalarios.
Respecto a la prescripción de fármacos, el 7% de los pacientes soportaron algún error.
Hoy practicamos una medicina más resolutiva que antes pero, para alcanzar ese alto grado de eficacia, se llevan a cabo muchas actuaciones diagnóstico-terapéuticas agresivas o invasivas.
Además, la asistencia sanitaria es multiprofesional, lo que aumenta la posibilidad de errar.
Creemos que el tema, con sus matices preventivos, clínicos, médico-legales, éticos y económicos, tiene una extraordinaria importancia y ha de ser abordado sin demora por absolutamente todos los sistemas sanitarios estatales, empezando por informar y formar a los estudiantes.
El paciente ha de asumir el riesgo inherente a la actividad médica, donde la incertidumbre nunca es descartable al 100%, pero éste ha de ser limitado, controlado y evitado.
Los enfermos no están obligados a soportar un mayor daño del que haya sido constatado por la evidencia científica.
Debemos ser agentes de salud y de vida. No podemos proyectar más duda, riesgo o incertidumbre de la que es imposible evitar.
… Lo anterior, ya estaba contemplado en los textos hipocráticos: “primum non dolere” (Principio bioético de no maleficencia).
Tanto la calidad asistencial como la seguridad del paciente son consecuencia de una buena formación del profesional. Sólo el médico y la enfermera bien adiestrados y suficientemente armados de valores éticos (compasión, generosidad, competencia y responsabilidad) serán capaces de asumir con empeño su consecución.
Si, a pesar de lo anterior y de las medidas de prevención, acontece un evento adverso, lo correcto tras su detección será: no ocultarlo, compartirlo, analizarlo y adoptar medidas para evitar su repetición. Finalmente, hay que informar al paciente, o a su familia, y pedir disculpas.
Las consecuencias negativas de un error médico pueden ser graves o irreparables. Ante el problema de la responsabilidad profesional consecuente, tendremos que actuar como los profesionales que somos: con seriedad, racionalidad, objetividad, rigor, valentía, veracidad y humildad.
Seremos, muy a nuestro pesar, la 2ª víctima del evento adverso, ya que aceptar un error importante podrá ocasionarnos censura y descrédito, por lo que precisaremos de un adecuado asesoramiento médico-legal, sin descartar el psicológico.
Son muy rechazables la cobardía personal y la deslealtad hacia el paciente, no reconociendo u ocultando un evento adverso. Esa actitud generará, a poco tardar, repetición del mismo error, por parte de cualquier otro profesional.
Tan responsables somos de nuestros éxitos como de nuestros fracasos. Asumir y convivir con la responsabilidad profesional es una garantía social inexcusable y un constante estímulo para la buena praxis.
Un error no siempre (casi nunca) es sancionable como una negligencia, y bien que lo saben distinguir los Tribunales de Justicia.
Aprender esto, desde la facultad, es algo esencial.