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Vol. 16. Núm. 1.
Páginas 34-42 (enero - marzo 2015)
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Vol. 16. Núm. 1.
Páginas 34-42 (enero - marzo 2015)
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Diez claves pedagógicas para promover buenas prácticas en la formación médica basada en competencias en el grado y en la especialización
Ten pedagogical keys to promote good practices in competency-based Medical Education, for undergraduate and postgraduate
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Pilar Ruiz de Gaunaa,
Autor para correspondencia
pilar.ruizdegauna@ehu.eus

Autor para correspondencia.
, Valentín González Moroa, Jesús Morán-Barriosb
a Departamento de Teoría e Historia de la Educación. Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea, Leioa, Vizcaya, España
b Unidad de Docencia Médica. Hospital Universitario de Cruces/Gurutzetako Unibertsitatea Ospitalea, Barakaldo, Vizcaya, España
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Resumen

Durante la pasada década, la formación basada en competencias ha sido un término muy utilizado en Educación Médica. Los autores de este artículo argumentan que aunque se han desarrollado cambios relevantes en algunas facultades y centros sanitarios de formación de especialistas, en muchos otros lo único que ha cambiado es el nombre de las cosas para continuar haciendo lo mismo y no producir ninguna modificación en el perfil competencial de los estudiantes y los residentes. También se da el caso de instituciones que ni siquiera se plantean algún tipo de movimiento. Sin embargo, la situación social actual requiere pensar en una educación basada en competencias y establecer perfiles competenciales que respondan a las nuevas necesidades sociosanitarias. Por ello, el paso de una formación tradicional a una formación mediante competencias tiene que generalizarse y consolidarse en las instituciones educativas y sanitarias. Los autores del artículo argumentan que el cambio de la formación tradicional a otra apoyada en competencias tiene que liderarse desde las direcciones, los gestores y los docentes/tutores, y que las decisiones que ellos adopten han de estar fundamentadas en un marco pedagógico que concretan en 10 claves pedagógicas. Finalmente, concluyen que los currículos y programas de formación asentados en estas claves pedagógicas garantizan tanto el desarrollo de un perfil competencial de estudiantes y residentes comprometidos con un mundo más humano y más justo como el desarrollo de una buena práctica de formación en Educación Médica.

Palabras clave:
Profesionalismo
Competencias
Desarrollo curricular
Marco pedagógico
Educación crítica
Educación Médica
Abstract

During the past decade, the competency-based training has become a familiar term in Medical Education. The authors of this article argue that, although there have been outstanding changes in some universities and medical centers, in many others the only thing that has been changed is the name of concepts, but keeping on doing the same without producing any changes in the competence profile of students and residents. Also, there are institutions that do not even consider some kind of movement. Nevertheless, the current social situation requires to think of a competency-based education and to establish competency profiles to address the health needs. Therefore, the transition from a traditional training to a competency-based training must be broadened and strengthened in educational and health institutions. The authors argue that the shift from traditional training to a competency-based one has to be led for the directors, staff, and teachers/tutors, and that the decisions they make need to be founded on a pedagogical framework. They also specify this framework in 10 pedagogical keys which they set out throughout this reflection. Finally, they conclude that the well-established curricula and training programs based in these pedagogical keys, guarantee not only the development of the competency-based profile of students and residents committed to a more humane and fair world, but also the development of a good training practice in Medical Education.

Keywords:
Medical professionalism
Competencies
Curriculum development
Pedagogical framework
Critical education
Medical Education
Texto completo
Introducción

En los últimos años se viene hablando de forma recurrente, en distintos foros internacionales, sobre las directrices que han de orientar el currículo y los programas de formación de los profesionales de la salud basados en competencias. A pesar de la insistencia, observamos que este cambio profundo que se postula desde hace tiempo no termina de verse reflejado de forma generalizada en las instituciones formativas. En la mayoría de las ocasiones se observan cambios específicos centrados en estrategias metodológicas o de evaluación promovidos, principalmente, por los propios docentes o tutores, que no llegan a consolidarse de manera institucional.

Si queremos trabajar desde los perfiles competenciales que se promueven para hacer frente a las necesidades que demanda la sociedad hoy en día, se necesita generalizar la formación basada en competencias en las instituciones y, para que esto ocurra, ha de estar promovida tanto por los docentes/tutores como por la dirección de los centros y los gestores de planes y programas de estudios.

Este cambio que se propone ha de incidir no solo en la forma de pensar el contenido, la metodología y la evaluación, sino también en la cultura de los profesionales de las instituciones para que se comprometan con las nuevas propuestas y evitar así que solo cambien las formas de hablar de las cosas o de los fenómenos que dicen querer transformar1. ¿Cuánto de esto último está pasando en las instituciones de formación?

Para evitar este cambio instrumental o inmovilismo que existe en un gran número de facultades e instituciones sanitarias de nuestro entorno, se necesita desarrollar un proceso institucional reflexivo sobre determinados aspectos socioeducativos que son fundamentales para la toma de decisiones sobre la dirección que ha de adoptar la Educación Superior y la Formación Especializada de los profesionales de la salud2,3.

En este artículo, que pone la atención en el cambio paradigmático que supone la formación en competencias, se describen 10 claves pedagógicas con el fin de desarrollar una mayor comprensión de aquellas cuestiones que hay que tener en cuenta a la hora de proponer un cambio curricular basado en competencias y orientado hacia la formación de profesionales comprometidos con un mundo más humano y justo.

Se persigue un doble objetivo: por un lado, ayudar a aquellas instituciones o gestores curriculares que aún no han iniciado el cambio, a situarse ante él y tomar decisiones coherentes en relación con la formación basada en competencias desde principios pedagógicos y evidencia empírica en este ámbito, y por otro, servir de marco conceptual de contraste para aquellos que habiendo comenzado el proceso de transformación del currículo o de los programas de formación especializada deseen valorar si están en la dirección de la innovación o en la del inmovilismo; esto es, cambiar las cosas de nombre para que nada cambie1.

Las instituciones de formación y su responsabilidad social

La sociedad actual está viviendo una crisis mundial, integral y profunda, con una pérdida de valores que afecta a la persona en los distintos espacios de socialización4: el económico, el político, el sociocultural y el moral. El subsistema económico no produce lo suficiente o no se distribuye adecuadamente para satisfacer las necesidades elementales en su conjunto. El político que defiende y regula las leyes económicas no encuentra justificación entre los ciudadanos porque estos consideran que opera irracionalmente, puesto que no pone la economía al servicio de la persona. El subsistema sociocultural es incapaz de dar una participación activa y real a las personas en las decisiones que adoptan los responsables del bien común. Finalmente, el subsistema moral, que se encuentra pervertido por la corrupción total de valores, busca el desarrollo de lo técnico como forma de justificar lo que es mejor para el ser humano, mientras que silencia o niega aquellos valores que potencian el verdadero desarrollo de la humanidad.

Ese análisis de Rodríguez ya fue, en parte, augurado por la industria farmacéutica en un informe, realizado en la década de 1980, sobre el futuro de la medicina en los países industrializados para el año 2000, en el cual se planteaban tres escenarios posibles que se han cumplido con toda su crudeza: 1) el envejecimiento de la población con las consecuencias directas que vivimos en cuanto a demanda de servicios sociosanitarios de compleja financiación (cronicidad, discapacidad y saturación de los servicios asistenciales), 2) unos tiempos económicamente difíciles con una necesidad de disminuir el hospitalocentrismo, con bolsas de pobreza, exclusión social y conflictividad social y 3) un mercado sanitario más abierto y competitivo convirtiéndose en una especie de “supermercado sanitario”5.

Es evidente que estos nuevos escenarios planteados hace más de treinta años exigen una redefinición del modelo sociosanitario y del educativo fundamentado en la justicia social. Pero el mensaje que se está instalando es una propuesta neoliberal que está interiorizada en buena parte de la sociedad. En este sentido, se habla de que lo adecuado es producir (aumentar la productividad, rendir al máximo de posibilidades), consumir (comprar, demandar calidad) y exigir los derechos propios. Lo demás debe dejarse a los que dirigen la sociedad (el Estado, los medios de comunicación social, los políticos, etc.).

Ante esta situación, la pregunta que nos hacemos es: ¿En qué medida las instituciones, los gestores y los educadores están comprometidos desde la formación con el mundo en el que viven? Ya a comienzos del 2000, organismos como la Organización Mundial de la Salud recomendaban que dentro del ámbito de la formación y del ejercicio de la medicina se establecieran medidas orientadas hacia un desarrollo educativo cuyo resultado fuera la prestación de una atención equitativa, eficaz y comprensiva con los pacientes, familias y comunidades en adecuación con las necesidades y valores de la sociedad.

Trabajar en esta dirección significa hacer frente desde la formación al momento histórico caracterizado principalmente por la globalización y por, el cada vez más agresivo, sistema neoliberal. Como señala Bauman6, ya no podemos dar marcha atrás y los efectos se están haciendo evidentes. Las desigualdades sociales se acentúan cada vez más y esto se concreta en las distintas situaciones por las que está pasando la sociedad: la pobreza, el individualismo, los conflictos, la injusticia social, etc.

¿Qué se puede hacer desde la formación? Aunque las alternativas que presentamos se fíen a largo plazo, es importante recordar que las instituciones docentes se encuentran ante la responsabilidad social de centrar la formación de los profesionales no solo en los aspectos científicos y en las habilidades, sino también en otros, tales como: el aprendizaje a lo largo de la vida, el uso racional de las nuevas tecnologías, el servicio a la comunidad, la autonomía y responsabilidad personal y profesional, la visión universalista, la importancia del largo plazo y, también, el pensamiento crítico, creativo y solidario7.

El informe de la Comisión Global Independiente “Education of Health Professionals for the 21st Century”8 concluye que a comienzos del siglo xxi persisten desigualdades en la atención a la salud entre países y dentro de ellos. Se avecinan grandes retos como nuevos riesgos infecciosos, medioambientales y rápidas transiciones demográficas y epidemiológicas que amenazan la seguridad de la salud de todos. Los sistemas sanitarios del mundo tratan de mantener el nivel requerido haciéndose más complejos y costosos. Además, la educación de los profesionales no va paralela a esos retos, al basarse en un currículo fragmentado y estático. Existe una descoordinación entre las competencias que se adquieren en la formación y las necesidades de las personas; un deficiente trabajo en equipo; un enfoque técnico limitado sin una visión holística; encuentros episódicos frente a un cuidado de salud continuo; una orientación hospitalaria frente a la atención primaria, y desequilibrios cualitativos y cuantitativos del mercado laboral. Algunos de los esfuerzos por resolver estos problemas han chocado contra el “tribalismo” de las profesiones sanitarias8,9.

La intencionalidad educativa: la profesionalidad

Las instituciones de formación comprometidas en su ideario con la preparación de profesionales de la salud que con su desempeño contribuyen al desarrollo de un mundo más humano y más justo han de hacer propuestas educativas que estén sujetas a contenidos científicos y valores educativos.

Desde este presupuesto, lo primero que debemos tener presente, incluso antes de preguntarnos por la evaluación, es el tipo de profesional que se necesita formar. ¿Un técnico que se ponga al servicio de la tecnología o un profesional que desde su tarea contribuya a un mundo mejor? Pensar en la diatriba técnico/profesional pone de manifiesto que las instituciones de formación no quieren permanecer como meros observadores de este mundo y, por el contario, asumen su responsabilidad social10.

Este posicionamiento, trasladado a la propuesta curricular o programa formativo, pone el énfasis en preparar profesionales de la salud con capacidad crítica y conciencia social. Es decir, una formación que desarrolle cualidades de liderazgo con el propósito de producir agentes reales de cambio, competentes en la administración de recursos y promotores de políticas basadas en la evidencia, reforzando los valores del profesionalismo8. Para caminar en esta línea hay que desterrar la idea de que el buen profesional es solo el experto o la persona competente en una determinada área del saber y valorar como tal a la persona comprometida y moralmente responsable en el desempeño de la función o actividad que realiza, y por extensión con la sociedad en general11.

Esta necesidad de humanización no ha de perder la batalla del desarrollo como dice Freire12, pero sí debe tender a la armonía. Para ello hay que superar lo que implica el falso dilema humanismo-tecnología, pues no hay que perder de vista que la capacitación técnica forma parte de un concepto de desarrollo humano sin la cual la persona no podría sobrevivir. Como señala Camps11, la competencia científica y técnica debe ser, sin duda, el primer deber moral del profesional, pero no el único. La excelencia científica no siempre va acompañada de la excelencia ética. Los profesionales que tienen como objeto y razón de ser la calidad de la vida humana han de tener, además de la competencia científica y técnica, una serie de virtudes como la justicia, la integridad, la compasión y la prudencia.

Estos valores se concretan en acciones específicas de los profesionales, a saber: la honestidad para con los pacientes; la confidencialidad referida al paciente; el mantenimiento de relaciones adecuadas con los pacientes; la mejora de la calidad de los cuidados; la justa distribución de unos recursos limitados; los conocimientos científicos; la veracidad en el manejo de los conflictos de intereses; las responsabilidades profesionales, etc.13 (Medical Professionalism in the New Millenium, 2002).

En definitiva, si los profesionales de la salud deben trabajar desde estos valores, la intencionalidad última de los programas de formación de las instituciones ha de ser la de contribuir a un mundo en el que la naturaleza y el desarrollo saludable de esta sean un bien de la humanidad. Un mundo que tenga presentes los avances de la ciencia como medios al servicio de la humanidad y no como fin en sí mismos.

El perfil competencial de los profesionales de la salud

Este posicionamiento humanista que venimos defendiendo ya lo reclamaba el prestigioso Hasting Center de Nueva York en el informe de 1996 sobre “Los fines de la medicina”, en el que se destacaba que la docencia de la medicina estaba centrada en el modelo diagnóstico-tratamiento, por el éxito que esto tenía en la práctica y por la simplicidad del método; sin embargo, “sus carencias son muchas: la distorsión de la relación entre médico y paciente; la incapacidad de aportar una buena formación que sirva para abordar las complejidades tanto médicas como sociales de las enfermedades crónicas y las discapacidades; el descuido de la promoción de la salud y la prevención de las enfermedades; y el plano secundario a que se han relegado las humanidades médicas14. No se está respondiendo a las verdaderas necesidades del siglo XXI15.

La formación necesita reorientarse de una perspectiva centrada en la enfermedad a otra, que sin perder de vista lo positivo de ese modelo (ciencia y biotecnología), ponga su atención en la persona enferma, dentro del complejo social de la familia y la comunidad, y en la práctica de una medicina más participativa16.

Albert Jovell, en un preciso análisis sobre “El futuro de la profesión médica”, incide en la misma idea de humanizar la práctica médica: “el arte de la medicina no radica tanto en conocimientos técnicos sino en habilidades humanas que se orientan hacia la captación y atención de las necesidades emocionales de los pacientes17,18, y en otro documento expresa su desazón porque “la medicina actual valora más al médico que investiga y publica en revistas científicas que aquel que proporciona el mejor trato humano y la mejor competencia técnica a sus pacientes19.

La formación, por tanto, ha de responder a los cambios y transiciones sanitarias que se están dando en nuestra sociedad. Son muchas las organizaciones académicas y sanitarias que desde la década de 1990 y principios del 2000 se adelantaron a definir el perfil competencial de sus médicos basado en el profesionalismo (Tomorrow's Doctor en el Reino Unido, Scottish Doctor en Escocia, el CanMEDS Roles en Canadá, el Outcome Project en Estados Unidos o el Instituto Internacional para la Educación Médica de Nueva York)20. En definitiva, formar a un médico que trate enfermos y no enfermedades y que viva los valores del profesionalismo21.

Todas estas propuestas confluyen en un perfil competencial del profesional de la salud que puede resumirse en los siguientes grandes dominios competenciales: habilidades clínicas, gestión del contexto del Sistema de Salud, conocimiento científico, valores profesionales y capacidad crítica, comunicación, manejo de la información e investigación.

Enfoques de la formación basada en competencias

Hablar de perfil competencial significa poner la atención en la formación basada en competencias, pero tal y como advierten Malone y Supri22, son tiempos para hacer una revisión crítica del enfoque por competencias para efectuar una reforma en profundidad de los currículos de la formación de los profesionales de la salud. Estos autores observan la necesidad de trabajar a partir de una formación que vaya más allá de la perspectiva psicologicista-constructivista, que entiende las competencias como objetivos pedagógicos holísticos y pone el énfasis en el aprendizaje. Tal como advierte Perrenoud23: “El constructivismo solo es una teoría del aprendizaje. No pregona ningún método pedagógico preciso, afirma simplemente que el alumno es quien aprende, que no se puede aprender en su lugar, que la acción didáctica pasa por la implementación de situaciones de aprendizaje y actividades susceptibles de provocar las reorganizaciones cognitivas apuntadas. Así que no es suficiente afirmar que el saber se construye a través de la actividad, hay que precisar en qué condiciones”.

Con frecuencia, este reduccionismo psicologicista que se hace en la formación basada en competencias se presenta con naturalidad en la literatura relacionada con la educación médica y no es extraño que se señale que la formación en competencias está en crisis porque proporciona técnicos en lugar de profesionales.

Frente a esta forma técnica de entender la formación basada en competencias está aquella otra que pone la atención en la perspectiva hermenéutica. Desde el paradigma hermenéutico y crítico se desecha el concepto de competencias como una serie de objetivos pedagógicos holísticos, para centrarse en un concepto de competencias entendidas como fines educativos que contribuyen a desarrollar profesionales de la salud comprometidos para actuar en un mundo que está necesitado de justicia, equidad, solidaridad y ética. Para Roegiers24 esta formación basada en competencias remite a una práctica educativa conducente a integrar saberes (conocimientos, habilidades, aptitudes y actitudes) para favorecer un tipo de sociedad más humanizada.

En este sentido, Troncoso y Hawes25 definen la competencia como un modo de saber actuar de manera pertinente en situaciones y contextos en los que las personas se enfrentan a problemas con un claro criterio de calidad, para lo cual se articulan y movilizan recursos internos (conocimientos, experiencias, etc., de contexto y de redes de datos, de personas), estando en condiciones de dar razón de sus decisiones y actuaciones, y de responsabilizarse de los efectos e impacto de estos.

Por tanto, es posible diferenciar dos tipos de competencias a las que el estudiante y el residente pueden verse abocados en los procesos educativos y que conducen a dos tipos diferentes de profesionales:

  • Competencias profesionales para la adquisición de un conocimiento técnico, que se expresan en situaciones específicas en el plano de la capacitación técnica.

  • Competencias profesionales para la vida, que se expresan en situaciones cotidianas de la vida personal.

La diferencia entre una y otra estriba en su finalidad: la primera persigue la creación de un profesional que es un mero técnico, que pasa de soslayo la relación entre trabajo educativo y finalidades como la responsabilidad y el compromiso social, mientras que la segunda se orienta a la preparación para la vida más humana26, orientada desde el interés crítico. Esta perspectiva de competencias ha sido objeto de reflexión en la literatura pedagógica ya desde el mismo Dewey27, en 1916, en sus análisis del concepto de experiencia en educación. En el fondo está la reflexión kantiana de la ilustración, y en los últimos años, Habermas28 es el autor más significativo de este pensamiento.

Las competencias, pues, no solo son mecanismos de aprendizaje autónomo, siguiendo los preceptos del constructivismo, sino un modo de hacer plausible una educación “práctica” entendida en el sentido anglosajón de praxis que se orienta por la phronesis en lugar de la techné y que valora el interés crítico y no el positivista, y la verdad frente a la razón instrumental, cuya arrogancia colaboró decisivamente en el desarrollo de la tragedia de la última gran guerra mundial como pusieron de manifiesto los pensadores de la Escuela de Frankfurt.

Por lo tanto, los tutores y docentes que intervienen en los programas de formación basados en competencias se han de preguntar no solo por lo que tienen que aprender sus estudiantes o residentes en cuanto a los contenidos disciplinares, sino por las intenciones educativas que guían su praxis docente, ¿qué fines persiguen: solo funcionales o también humanos? Esta es la clave para distinguir una práctica educativa conducente a la creación de capital humano, de otra guiada por un interés práctico y crítico. Es el legado de Habermas acerca de los intereses constitutivos de la ciencia. ¿Cómo se proyecta esta formación en el currículo o programa formativo de las especialidades?

La integración curricular

La formación basada en competencias requiere superar la enseñanza planificada desde las asignaturas o desde las enfermedades. Esta fragmentación y falta de visión global de la formación dificulta poner la mirada en el verdadero rol del profesional y en el compromiso social que este ha de adoptar.

Para evitar la falta de coherencia que se da con esta fragmentación, sobre todo en los centros de Educación Superior, y garantizar la formación en competencias, se hace necesario poner la atención en la integración curricular, ya que las competencias se muestran en la acción y esta no solo tiene contenidos cognitivos, sino que se nutre de otro tipo de contenidos que son aprendidos en una situación específica. Por lo tanto, no podemos seguir viendo el programa de formación desconectado de la realidad, como si la formación de los profesionales de la salud fuera una enciclopedia de enfermedades o procedimientos que ejecutar de forma mecánica por los residentes o aprender de memoria por los estudiantes. En este mismo sentido se expresa Escanero29 cuando señala que dividir la Medicina en disciplinas es un constructo artificial, ya que el mundo real de la práctica es transdisciplinario en gran parte.

La integración consiste en unir elementos separados en un todo coherente30. En el caso de la enseñanza integrada se agrupan los contenidos fundamentales de varias materias o temáticas, que se interrelacionan y pierden su individualidad para formar una nueva unidad interdisciplinaria con mayor grado de generalización. La integración no solo se refiere a la unión de diferentes conocimientos (integración objetiva), sino que también implica que la persona los procese y los aplique de forma exitosa (integración subjetiva).

En los diseños curriculares pueden mostrarse distintos niveles de integración. En la escalera de integración de los 11 peldaños, publicada por Harden31, puede verse la distinta progresión y los distintos niveles que se han ido dando en Educación Médica desde un currículo basado en asignaturas hasta un currículo integrado. En los primeros 5 peldaños, el currículo está basado en asignaturas, que van de menor a mayor coordinación entre ellas; en los 3 peldaños siguientes, el currículo está basado en asignaturas que contemplan, una o varias, actividades integradas como eje de aprendizaje, y en los últimos 3 peldaños es donde se da la integración real: la multidisciplinar, la interdisciplinar y la transdisciplinar.

Desde la década de 1950 se han ido desarrollando diversas experiencias de integración curricular en Educación Médica30,32, y aunque se ha hecho un importante esfuerzo, todavía queda mucho camino para una integración generalizada en los diseños curriculares. La condición es que haya un acuerdo institucional y un convencimiento de los docentes para pasar de una enseñanza por disciplinas a una integrada.

En el caso de las universidades habrá que llegar a acuerdos sobre el tipo de integración, el peso que esta va a tener en el currículo (total o parcial), los espacios temporales en los que se va a proyectar (cuatrimestre, año escolar), cómo se va a desarrollar: la integración vertical y entonces habrá que ver cómo se presenta la secuencia de acciones o situaciones en los distintos años (nivel I, nivel II, etc.) o la integración horizontal (cuántas asignaturas), dar razón de sus decisiones y actuaciones y hacerse cargo de los efectos e impacto de estos. Aunque esto no es fácil, no por ello debemos incurrir en la incoherencia de hablar de formación en competencias sin proyectar en el currículo espacios de integración.

El aprendizaje situado en la formación basada en competencias

Las competencias, entendidas desde la perspectiva hermenéutica que venimos explicando, se desarrollan en el contexto de la práctica y de la acción, colocando al que aprende en el centro del aprendizaje. Esto nos sitúa ante un concepto de competencias que implica aprendizaje situado y diferentes estructuras cognitivas y recursos, que de forma integrada se movilizan para resolver problemas prácticos33.

La competencia, el ser competente, es el resultado (la demostración, la comprobación y la evaluación) de un aprendizaje holístico. Para que haya aprendizaje integrado, el estudiante o residente debe afrontar situaciones complejas que tengan sentido para él. Mientras resuelve las situaciones, aprende, y cuando lo ha conseguido puede decirse que ha tenido un desempeño competente. Para desarrollar este tipo de aprendizaje es de suma importancia elaborar un banco de situaciones, porque la situación empuja a todo lo demás. No es a la inversa (primero las competencias y después las situaciones), porque caeríamos fácilmente en la pedagogía por objetivos y en los aprendizajes desconectados entre sí. Desde este planteamiento, competencias y situaciones son lo mismo, puesto que la competencia es un conocimiento situado. Pensando en clave de situaciones huimos del peligro de confundir competencias con objetivos. En este sentido, como señala Jonnaert34: “ser competente no es simplemente aplicar un conjunto de conocimientos a una situación, es poder organizar su actividad para adaptarse a las características de la situación”.

Por tanto, a través del aprendizaje situado se persigue que los estudiantes y residentes utilicen y mejoren su comprensión conceptual, sus habilidades digitales, sus potencialidades comunicativas, su expresividad intra e intergrupos, sus capacidades analíticas y reflexivas, sus relaciones personales, la introspección en la observación de los problemas, el vínculo con la realidad y el contraste con los ideales, etc. Estas competencias han de entenderse como medios para un fin superior relacionado con las intenciones sustantivas de la educación35.

Esta visión social de las competencias requiere transformar los planes de estudio y los programas de formación especializada en verdaderos proyectos de formación, en los que se expliciten los objetivos y resultados esperados, contenidos o situaciones-problemas, metodologías que ayuden a conseguirlos y un plan de evaluación de los procesos y de los resultados. Todo ello con coherencia interna36. De ello nos ocupamos en los siguientes apartados.

Las metodologías participativas para la integración

Las metodologías participativas o activas son el medio para activar los distintos aprendizajes que se requieren para desarrollar las competencias y la integración de conocimientos. Son estrategias globales e integrales, ya que representan un conjunto de actividades organizadas y articuladas. Se pueden utilizar, tanto de forma puntual para trabajar un conjunto de temas específicos como para organizar la materia o materias de todo un curso.

Estas metodologías ponen a los estudiantes y residentes ante diferentes situaciones para que estos las resuelvan de manera eficiente y responsable y centran la atención en el aspecto de movilización, tal y como lo expresa Bolívar37: “además de enseñar recursos necesarios (conocimientos, habilidades) para ser competente, la capacidad misma para movilizarlos no es, estrictamente, enseñable; sino objeto de entrenamiento reflexivo al resolver problemas, tomar decisiones o llevar a cabo proyectos”. Se refuerza la idea de entrenamiento como una necesidad del aprendizaje autónomo.

Dicho entrenamiento se desarrolla mediante una serie de metodologías en las que se presenta una situación (problema) significativa para favorecer la integración de saberes en los estudiantes y en los residentes. El uso de estas metodologías contribuye a:

  • Fomentar la participación activa de los estudiantes y residentes en la construcción de conocimiento, adquiriendo así un mayor protagonismo y una mayor responsabilidad.

  • Promover un aprendizaje amplio y profundo de los conocimientos y un desarrollo intencional de las habilidades, las actitudes y los valores.

  • Potenciar el aprendizaje cooperativo, el trabajo en equipo.

  • Desarrollar la autonomía, la capacidad de tomar decisiones y asumir responsabilidades de las consecuencias de sus actos.

Las metodologías participativas favorecen también el desarrollo de profesionales que reflexionan en profundidad, con rigor y sistematicidad; muestran una actitud consciente y cuestionadora ante la vida y reflexionan en y sobre su práctica. Todo esto contribuye al desarrollo de competencias, tales como: análisis crítico, toma de decisiones, trabajo en equipo, comunicación, manejo del tiempo, aprendizaje autónomo, relaciones interpersonales, creatividad, razonamiento crítico, etc.

Un ejemplo de este tipo de metodologías son: el aprendizaje basado en problemas, el aprendizaje basado en proyectos, el aprendizaje basado en el método de casos o el de incidentes críticos. Todas ellas movilizan múltiples recursos y saberes para afrontar y resolver situaciones de la vida real y profesional.

La evaluación de las competencias

La evaluación requiere colocar a los estudiantes y residentes ante situaciones significativas. Por lo tanto, no es lo que hace o sabe el estudiante o el residente lo que indica el aprendizaje, sino su empleo con éxito. En este sentido, estas situaciones tienen que ser abordadas poniendo en juego múltiples recursos integrados, a partir del correspondiente ejercicio mental de la transferencia para que la acción (respuesta) sea holística y provenga de todos los ámbitos de la personalidad. En resumen, no es lo mismo “tener competencia” que “ser competente” en la acción real (desempeño)38.

Ahora bien, las competencias, como las capacidades, no son directamente evaluables y antes de llegar a ellas se necesita establecer criterios previos que garanticen la calidad del proceso y del producto que lo evidencia39. La verdadera competencia será aquella que pueda evidenciarse mediante el resultado de la acción (competencia=acción), dado que los recursos internos son invisibles.

Podemos decir que una persona es competente cuando sale airoso de una situación compleja y significativa (problema) de la vida personal o profesional, empleando múltiples recursos que previamente ha necesitado experimentar, conocer, cultivar, probar e interiorizar y que le han servido para afrontar situaciones imprevistas. Así entendido, la evaluación y la formación constituyen un binomio indisoluble.

En estos procesos, la observación necesaria para evaluar los aspectos cualitativos y más subjetivos del proceso se efectúa a partir de unos indicadores o categorías previas que sirven de guía para escrutar los fenómenos humanos que se van sucediendo en la experiencia. Se evalúa el proceso globalmente representado por el producto en forma de respuestas narrativas que lo expliquen. De este modo, la evaluación de competencias adquiere la forma de un estudio etnográfico que tiene como referente la metodología de estudio de casos. Este tipo de evaluación parte de presupuestos cualitativos de introspección de la actividad humana40.

La evaluación de la práctica profesional o del desempeño se puede abordar desde dos enfoques complementarios38:

  • Durante la acción, mediante la observación directa por uno o varios observadores, que incluye el preguntar al actor para obtener una mayor comprensión del aprendizaje (feedback).

  • Después de la acción (resultados), que puede llevarse a cabo de tres maneras: por el mismo actor (autoevaluación) cuando reflexiona sobre la acción y el proceso seguido (documentos narrativos como memorias reflexivas, los diarios, etc.), mediante entrevistas e informes de los tutores o docentes y a través de registros de la práctica clínica.

Lo importante en la evaluación es disponer de una información que provenga de distintas fuentes, de diferentes situaciones y de múltiples evaluadores, entre los que hay que incluir los propios compañeros de estudio o trabajo y también pacientes y familiares.

En definitiva, esta evaluación cualitativa de competencias debe servir para comprender el proceso formativo; por tanto, se evalúa “para” el aprendizaje y no “el” aprendizaje, es decir, se trata de una evaluación formativa que se convierte en el verdadero motor del aprendizaje y en la garantía para la seguridad del paciente y que se realiza desde el inicio del proceso formativo y a lo largo de este, y no al final. La reflexión, la observación, la supervisión y el feed-back son las claves. En suma, la evaluación no es un simple proceso administrativo, es un acto moral, puesto que conlleva una responsabilidad social en relación al profesional que se está formando41.

El rol del docente y del tutor

En este tipo de formación el docente/tutor es quien camina junto al estudiante para orientarle en su aprendizaje. Es la persona que posibilita que el estudiante/residente ejerza su libertad y su responsabilidad frente a lo que dice y a lo que hace. Se pasa de un rol transmisor a otro de facilitador de aprendizaje, puesto que ya es imposible concebir, como en otros tiempos, que el docente/tutor es la fuente de información esencial sin cuya presencia se estaba en la oscuridad. En consecuencia, es el que ofrece recursos y guía hacia el aprendizaje autónomo, motivándoles para trabajar de forma independiente. La pregunta pertinente no es qué tengo que enseñar, sino qué tienen que aprender y cómo lo van a hacer para alcanzar los fines curriculares establecidos.

Otra de las funciones importantes que tiene el docente/tutor es la de diseñar o identificar situaciones profesionales susceptibles de ser manejables en el ámbito académico, a través de las cuales se garantice el desarrollo del perfil competencial de los profesionales de la salud. No hay que olvidar que en la formación basada en competencias, el motor del aprendizaje son las situaciones/problemas a los que se enfrenta el estudiante/residente. El método interrogativo que facilita la indagación así como el feedback a los estudiantes y residentes son dos elementos que tienen gran relevancia en estos procesos.

Por último, es necesario insistir en la necesidad de que el profesorado y los tutores trabajen de forma colaborativa porque la evaluación de la competencia académica de un estudiante/residente va a depender del grado de integración de los diversos saberes que haya podido adquirir en su tránsito por las diversas áreas temáticas cuya responsabilidad educativa pertenece a distintos docentes, quienes deberán tener en cuenta que si no dotan a su perfil curricular de esta perspectiva holística, el estudiante/residente tendrá dificultades para dar respuestas creativas y exitosas a las dificultades que plantea el afrontamiento de situaciones complejas integradas.

El rol del estudiante y del residente

La formación basada en competencias, en cuanto que sitúa al estudiante/residente en el centro del proceso, supone un cambio radical en la enseñanza, tal y como se viene considerando tradicionalmente. El motor de la formación es el aprendizaje de los estudiantes/residentes y su desarrollo personal e intelectual.

El tipo de proceso que llevan a cabo el estudiante/residente, como se ha señalado en el punto anterior, se caracteriza por ser colaborativo y basado en la autonomía personal del que aprende. Es más, cabría pensar en un nivel cada vez mayor de responsabilidad compartida entre el profesor/tutor y el estudiante/residente en todo lo concerniente al diseño curricular para garantizar el éxito académico.

En este modelo, el estudiante adquiere un rol proactivo en la adquisición de los saberes necesarios:

  • Se convierte en responsable de su propio aprendizaje y se corresponsabiliza junto al docente/tutor de su formación.

  • Asume un papel participativo y colaborativo a través de ciertas actividades de carácter colectivo en las que desarrolla el trabajo en equipo.

  • Toma contacto con su entorno a través de la integración curricular.

  • Se compromete con el proceso de reflexión que facilita la comprensión frente a la memorización y, sin duda, favorece su implicación ética asumiendo las consecuencias de sus actos que los identifica como propios.

En suma, desarrollar la autonomía e implicarse autónoma y colaborativamente en el aprendizaje supone una mejora en la calidad educativa del estudiante/residente.

Conclusiones

La formación basada en competencias conlleva una serie de cambios que han de ponernos en situación de repensar no solo el contenido, la metodología y la evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje, sino aquellos otros aspectos que tienen que ver con las instituciones formativas, el currículo y la cultura de los docentes/tutores y de los estudiantes/residentes. Nos sitúa, por tanto, ante un cambio de paradigma que hemos tratado de reflejarlo en 10 claves pedagógicas que sintetizamos a continuación:

  • 1.

    Las instituciones educativas (universidades e instituciones sanitarias) han de estar comprometidas con el mundo en el que viven y han de establecer proyectos educativos/formativos orientados a paliar las distintas situaciones por las que está pasando la sociedad: la pobreza, el individualismo, los conflictos, la injusticia social, etc.42.

  • 2.

    Para hacer frente a esta responsabilidad social, el currículo o el programa formativo han de tener presentes el desarrollo de profesionales con capacidad crítica y conciencia social, reforzando los valores del profesionalismo: excelencia, humanismo, rendición de cuentas y altruismo.

  • 3.

    Debe concretarse un perfil competencial del médico, enfermera, matrona, etc., coherente con las funciones científicas, técnicas y sociales que ha de desarrollar en un contexto específico. El perfil puede concretarse en los siguientes dominios competenciales: Profesionalismo, Comunicación, Cuidados del paciente, Sistemas Sanitarios y Autoaprendizaje y mejora continua.

  • 4.

    Trabajar desde este perfil competencial exige poner la atención en una formación que se base no solo en el conocimiento científico y técnico, sino también en los valores y actitudes que favorecen un tipo de sociedad más humanizada. No hay excelencia científica sin excelencia ética.

  • 5.

    El currículo ha de disponer de espacios de integración que pongan a los estudiantes y residentes ante situaciones (aprendizaje situado) que han de resolver de manera satisfactoria mediante la articulación de conocimientos, habilidades, aptitudes, actitudes y valores (integración subjetiva).

  • 6.

    El contexto de la práctica y de la acción permite desarrollar las competencias. En este sentido, es importante elaborar u organizar un banco de situaciones, porque la situación empuja a la acción y en consecuencia es ahí donde se muestran las competencias. Esto es importante a la hora de programar, porque primero son las situaciones que se han de resolver y luego las competencias y no a la inversa (primero las competencias y después las situaciones), porque caeríamos fácilmente en la pedagogía por objetivos y en aprendizajes desconectados entre sí.

  • 7.

    El desarrollo de competencias y la integración de conocimientos implica el uso de metodologías participativas, que ponen a los estudiantes y residentes ante diferentes situaciones para que estos las resuelvan de manera eficiente y responsable y centran la atención en el aspecto de movilización.

  • 8.

    La evaluación de competencias tiene un carácter formativo y genera una comprensión del proceso formativo del estudiante/residente. La evaluación se lleva a cabo observando la resolución de situaciones concretas, bien directamente o a través de los resultados de las actuaciones. La respuesta ha de ser holística y proviene de todos los ámbitos de la personalidad.

  • 9.

    La formación en competencias implica un cambio en la cultura de los docentes, en cuanto que la actuación del docente/tutor ha de estar centrada en la selección de situaciones y en la facilitación que ayuden al estudiante a desarrollar las competencias. En estos procesos se requiere docentes y tutores preparados y formados para afrontar los nuevos retos, las nuevas metodologías y sobre todo los objetivos educativos.

  • 10.

    También la cultura de los estudiantes/tutores debe cambiar y pasar de una actitud pasiva y dependiente a una activa en la que adquiere el protagonismo de la formación.

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