Aparte de su enorme impacto sanitario y económico, la pandemia de COVID-19 ha modificado la forma de practicar la medicina y la educación médica. Es probable que dicho efecto acelere la transformación que están experimentando ambas actividades. El presente trabajo, escrito en el momento más álgido de la crisis, plantea algunas reflexiones sobre cuatro temas: 1) la publicación de noticias falsas y sensacionalistas; 2) los riesgos de la toma de decisiones médicas no basadas en evidencias; 3) las implicaciones bioéticas cuando no hay suficientes recursos para todos, y 4) los posibles efectos de la crisis en la enseñanza de la medicina.
Esta crisis debería servir a médicos, docentes y estudiantes de medicina para extraer conclusiones y estar mejor preparados para el futuro. En primer lugar, es esencial mantener un pensamiento crítico que proteja contra la «infodemia». Además, no deberían rebajarse, sino mantener íntegros, los estándares científicos y éticos aprendidos en la facultad. Por último, debe recordarse que, en una pandemia tan devastadora como la actual, aparte de la medicina científica, la que se practica con el cerebro, debe ejercerse también esa otra medicina que se practica con el corazón.
Apart from its enormous health and economic impact, the COVID-19 pandemic has changed the way of practicing medicine and medical education. It is likely that this effect may accelerate the transformation that both activities are experiencing. The present article, written at the peak of the crisis, sets out some thoughts on four topics: 1) the publication of false and sensationalist news; 2) the risks of taking medical decisions not based on the evidence; 3) the bioethical implications when there are sufficient resources available for everybody and; 4) the possible effects of the crisis on the teaching of medicine.
This crisis should enable doctors, teachers and, students of medicine to draw conclusions and be better prepared for the future. Firstly, it is essential to maintain critical thinking that may protect against the ‘infodemic’. Furthermore, the scientific and ethical standards learned in the faculty, should not be forgotten. Lastly, it should be remembered that, in a devastating pandemic like the current one, apart from scientific medicine, which is practised with the brain, the other medicine that is practiced with the heart must also be practised.
El mes de marzo está llegando a su fin. Los primeros casos de la enfermedad por el nuevo coronavirus (COVID-19) ocurrieron en diciembre de 2019 en un grupo de pacientes ingresados en hospitales de Wuhan, la capital de la provincia de Hubei, en China central, con un diagnóstico de neumonía de etiología desconocida. Rápidamente, la infección se ha extendido por todo el mundo, y hoy nos encontramos ante una pandemia de consecuencias desconocidas. Ya han pasado casi 20 días desde que el gobierno de España declaró el estado de alarma y empezó el confinamiento de la población. Los expertos afirman que pronto se alcanzará el máximo de la curva de fallecidos por COVID-19. Ayer murieron en España 838 pacientes, el mayor número hasta la fecha. Somos el tercer país en el mundo en número de contagiados con 78.797, y la cifra de muertos asciende ya a 6.528. La situación en muchos hospitales es de absoluto desbordamiento. Existe una gran incertidumbre sobre cuáles son las medidas más efectivas para controlar la expansión de la infección, y sobre cuándo y cómo será la vuelta a la «normalidad». Aunque el problema sanitario es el más acuciante, se prevé que la paralización de la actividad productiva tenga unas consecuencias devastadoras para la economía española.
Muchos profesionales sanitarios se enfrentan a la pandemia en unas condiciones subóptimas y se han convertido en uno de los colectivos más vulnerables. Ya hay casi 10.000 infectados, un 15% de la población afectada. Aunque son conscientes del riesgo que corren, se levantan cada día sabiendo que son la última barrera ante la pandemia, la última esperanza de miles de pacientes. Trabajan infatigablemente durante larguísimas jornadas y cada día llegan a sus casas con sensación de agotamiento, irritación e impotencia. Cada noche se acuestan intuyendo que el día siguiente será aun peor. Cada día, a las 8 de la tarde, todo el país sale a sus ventanas y balcones y les dedica un largo y emocionado aplauso. Ellos dicen que no son héroes, que solo están haciendo su trabajo.
Afortunadamente, son pocas las generaciones de médicos que tienen que enfrentarse a una situación tan grave como la de estos días. Es un escenario para el que la universidad no prepara, para el que aún no se han elaborado preguntas del examen MIR. Todo el mundo repite que, cuando la pandemia termine, veremos el mundo con ojos diferentes. Es probable que todos aprenderemos algo, pero la huella que esta crisis dejará en los profesionales sanitarios será imborrable. Las facultades de medicina deberían aprovechar la situación creada por la pandemia, no solo para integrar la formación a distancia como una herramienta más en la enseñanza de la medicina, sino para transmitir a los futuros médicos las enseñanzas que estamos extrayendo de esta crisis. Sin duda, las lecciones serán muchísimas. Este trabajo pretende resumir algunas de ellas.
La aparición de noticias falsas y sensacionalistasDesde los primeros días de la pandemia se han sucedido los bulos y las exageraciones sobre la infección por el nuevo coronavirus. Hay una tendencia general a escuchar con absoluta credulidad casi todo lo que dicen los medios de comunicación y las redes sociales, sin percatarse de que el inconsciente tiende a dar por buenas las noticias más inesperadas, absurdas e increíbles. En esta pandemia ha habido muchas noticas falsas, pero los primeros días destacaron las teorías conspiradoras sobre el origen del virus, supuestamente creado en un laboratorio, su peligrosa semejanza con el virus del sida, o las noticias exageradas y sensacionalistas1. Se ha afirmado que es la pandemia del siglo o que es un desastre comparable al de las guerras mundiales. También se ha comparado sistemáticamente con la gripe de 1918, la tristemente conocida como gripe española, en la que se estima que murieron de 20 a 40 millones de personas en todo el mundo. Las proyecciones epidemiológicas también son dianas fáciles para la exageración. Algunas estimaciones iniciales llegaron a afirmar que la pandemia podría afectar a un 40-70% de la población mundial, una cifra que algunos medios siguen utilizando semanas después, a pesar de conocerse que la contagiosidad del virus está en el rango bajo de la horquilla inicialmente estimada.
Pero quizás las noticias más rentables desde el punto de vista mediático sean las comparaciones del número de infectados y muertos entre países. En una especie de macabro festival de Eurovisión de la muerte, se afirma que «ayer éramos los cuartos, pero pronto nos acercaremos a Italia» o que «el virus no afecta tanto a los alemanes, que siguen ocupando las últimas posiciones». Independientemente de su objetivo, estas comparaciones están sometidas a importantes sesgos. El número de infectados que se comunica depende de la disponibilidad de pruebas diagnósticas y de su uso en cada país. Un índice de letalidad alto puede ser reflejo del infradiagnóstico. Además, el número de fallecidos, una variable en apariencia poco susceptible a los sesgos, también puede variar en función de los criterios utilizados. Por ejemplo, algunos países solo comunican las muertes de pacientes hospitalizados en los que se ha confirmado el diagnóstico, y dejan fuera a los miles de ancianos que han fallecido en las residencias, en muchos casos por COVID-19, pero que no han sido diagnosticados. Esta heterogeneidad de criterios debe hacernos interpretar con cautela las comparaciones internacionales.
Ante este caos de noticias falsas y exageraciones, el médico, al igual que el resto de la población, debe estar alerta ante esta «infoxicación», aplicando el sentido crítico y acudiendo a fuentes fiables y rigurosas. Las noticias procedentes de redes sociales, cuyo origen no está bien contrastado, son especialmente sospechosas. Por el contrario, hay razones para no desconfiar (tanto) de la información que proviene de fuentes académicas, como revistas científicas de alto impacto, de organismos sanitarios internacionales, como la OMS, o de fuentes de noticias coordinadas por periodistas rigurosos y basadas en información elaborada por expertos. Entre estas últimas, es ejemplar la labor de la Agencia SINC (www.sinc.es), la agencia de noticias científicas de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT), o de «The Conversation España» (www.theconversation.com/es).
Cuando las decisiones no se basan en evidenciasLas facultades de medicina enseñan que debe practicarse la medicina basada en la evidencia (MBE). La corriente de la MBE surgió hace casi 30 años2 y es, probablemente, una de las iniciativas que más han contribuido al avance de la medicina en el mundo. En su clasificación jerárquica de los métodos de investigación, la MBE sitúa al ensayo clínico aleatorizado (ECA) como el método de referencia para evaluar la eficacia de una intervención terapéutica. La aprobación de nuevos medicamentos por parte de las agencias regulatorias, como la EMA o la FDA, requiere la demostración de la eficacia mediante ECA. Los estudios observacionales (series de casos clínicos, estudios de casos y controles, estudios de cohortes) son susceptibles a la aparición de sesgos y no se consideran métodos apropiados para establecer conclusiones respecto a la eficacia de una intervención. Las guías clínicas establecen sus recomendaciones teniendo en cuenta el nivel de evidencia existente para cada intervención.
Actualmente no existen evidencias sólidas sobre la eficacia de ninguno de los fármacos que se están utilizando de forma experimental para tratar a los pacientes más graves con COVID-19. A veces, solo se dispone de estudios in vitro, y en la mayoría de las ocasiones la única evidencia existente procede de pequeñas series de casos clínicos, sin grupo control, o de estudios controlados con un tamaño muestral insuficiente. Aunque hay muchos ECA en marcha, de momento, las guías de tratamiento3 consideran que no hay suficiente evidencia para utilizar ninguno de estos fármacos en pacientes graves. A pesar de ello, se utilizan de forma rutinaria en los pacientes con neumonía y también se emplean como rama control en los ensayos clínicos en marcha. Quizás el ejemplo más conocido es de la hidroxicloroquina, cuya principal evidencia proviene de un pequeño estudio de muy baja calidad4, que difícilmente hubiera sido aceptado para publicar en una revista de bajo impacto hace tan solo unos meses.
Es comprensible que, ante un paciente grave, en ausencia de alternativas aprobadas, el médico utilice fármacos experimentales en algunos de sus pacientes. Pero lo que resulta sorprendente es que la comunidad científica haya asumido la eficacia del fármaco y utilice rutinariamente estos medicamentos en casi todos los pacientes. Esta práctica ha generado acopio del fármaco en muchos países, con el consiguiente desabastecimiento. Y aún es más sorprendente que, con este mínimo nivel de evidencia, agencias regulatorias como la FDA de EE.UU. hayan autorizado de forma excepcional su uso, avalando su utilización como tratamientos de referencia5,6. El uso anecdótico de un medicamento no sirve para generar evidencias y contribuye a generar falsas percepciones: cuando los pacientes se curan, el resultado se atribuye al medicamento, y cuando la evolución no es favorable se achaca a la enfermedad7. Por otro lado, utilizar fármacos sin eficacia demostrada pero que pueden dar lugar a efectos adversos graves plantea problemas éticos, fundamentalmente por no aplicarse la máxima, atribuida a Hipócrates, de «primum non nocere».
Algunas de las revistas médicas más prestigiosas están criticando duramente esta especie de «manga ancha» de agencias como la FDA para autorizar fármacos sin datos suficientes8–10. El uso sistemático de fármacos experimentales tiene implicaciones muy negativas. Aparte de las dudas mencionadas sobre su relación beneficio-riesgo, su uso rutinario detrae recursos del sistema sanitario, unos recursos que podrían utilizarse para realizar ensayos clínicos aleatorizados de calidad que podrían generar las evidencias que se necesitan (algunos médicos prefieren dedicar el esfuerzo a recoger y comunicar series de casos en vez de participar en ensayos clínicos, que requieren un mayor esfuerzo). Además, el uso masivo de estos fármacos en indicaciones no aprobadas podría limitar su disponibilidad para los pacientes que los están utilizando en indicaciones aprobadas. Finalmente, dicha práctica contribuye a minar la confianza en las agencias regulatorias y en los mecanismos empleados para la aprobación de fármacos11.
Ante una epidemia como la actual, es preciso dedicar todos los esfuerzos a generar cuanto antes evidencias del máximo nivel, es decir, a realizar ensayos clínicos de calidad. Resulta decepcionante que, hoy en día, con más de trescientos mil pacientes tratados, tan solo unas decenas hayan participado en ECA7. Es necesario aunar esfuerzos y poner en marcha protocolos centrales con diseños adaptativos que evalúen simultáneamente las diferentes opciones de tratamiento12. Debe evitarse la multiplicación innecesaria de estudios individuales con cada uno de los fármacos, ya que dispersan los esfuerzos y probablemente no aportarán información concluyente debido a los previsibles problemas de reclutamiento de pacientes. Asimismo, sería preciso desarrollar registros estandarizados para que los médicos utilicen los mismos criterios y recojan las mismas variables. Ello permitiría generar bases de datos de cientos de miles de pacientes que aportasen información de enorme valor. En ese sentido, resultan loables iniciativas como el ensayo clínico de la OMS (Solidarity) o el del NHS del Reino Unido (Recovery).
El sistema sanitario debería estar preparado para poner en marcha ensayos clínicos de forma mucho más rápida y sencilla. Es urgente desarrollar sistemas basados en el aprendizaje, que sirvan para realizar investigación de calidad a partir de la ingente cantidad de información que se genera en la práctica clínica. La filosofía de «aprender mientras se hace»13 requiere integrar la investigación y el cuidado médico, dos actividades que clásicamente se han considerado incompatibles. La integración de la investigación clínica en la práctica médica es, probablemente, una de las grandes asignaturas pendientes de la medicina del siglo XXI14.
La lección para el médico es clara. En tiempo de crisis no puede bajarse la guardia y hay que seguir practicando una MBE. Utilizar de forma rutinaria tratamientos que no han demostrado su eficacia no parece recomendable. Puede estar justificado tomar decisiones sabiendo que el nivel de evidencia es escaso, pero nunca está justificado negar que el nivel de la evidencia disponible es bajo.
La bioética ante la escasez de recursosDesde hace años, el médico ha escuchado el viejo mantra de que los recursos sanitarios son insuficientes para atender una demanda ilimitada, pero nunca lo había vivido de una forma tan evidente y dramática. Ante la insuficiencia de camas de uci y de respiradores (la herramienta esencial para mantener con vida a los pacientes más graves) el médico, en muchos hospitales, ha tenido que tomar la dificilísima decisión de elegir qué pacientes tendrían prioridad para acceder a las ucis. Frente a esta situación, muchos médicos habrán pensado sobre cuáles son los principios éticos en los que deberían basar sus decisiones. Probablemente, a lo largo de su vida profesional, el médico deba tener en cuenta estos principios en algunas ocasiones15. Pero ¿cómo aplicar la beneficencia, la no maleficencia, la justicia y la autonomía16 cuando hay que decidir a cuál de los dos pacientes que necesitan un respirador se le proporcionará?
Hay varias ideas importantes que deben tenerse en cuenta. El médico debe entender que es imprescindible priorizar y que, para priorizar, hay que establecer unos criterios de asignación que eviten inconsistencias entre distintos centros y distintos profesionales. Esa es la base del principio de equidad. El objetivo no debe ser tratar a todos por igual, sino intentar tratar de forma similar a pacientes similares. Además, ante una situación como la descrita, deben prevalecer los intereses generales frente a los individuales. Por ello, está éticamente justificado pasar de poner el foco en las preferencias e intereses del paciente individual, a ponerlo en el interés de la colectividad, en el bien común, tratando de salvar el mayor número de vidas posibles, es decir, el objetivo debe ser lograr el máximo beneficio.
Los expertos señalan que son los criterios de beneficio y necesidad los que deben guiar las decisiones. Por una parte, maximizar el beneficio significa dar prioridad a los pacientes que puedan sobrevivir accediendo al recurso escaso. El objetivo principal debe ser aumentar el número de vidas salvadas y, si es posible, aumentar además los años de vida salvados. El criterio de necesidad consiste en dar prioridad a los pacientes que no podrán sobrevivir si no acceden al recurso. Parece lógico intentar maximizar el número de pacientes que sobrevivirán con una expectativa de vida razonable, considerando además los años de vida que se ganarán cuando la supervivencia entre los pacientes sea similar. El criterio para maximizar los años de vida ganados debería basarse en el pronóstico de los pacientes, pero nunca en la edad, aunque este sea uno de los factores que condicione el pronóstico. Cuando se enfrentan los intereses del individuo con los de la colectividad es inevitable que surja el eterno debate entre la visión utilitarista (término este utilizado a menudo peyorativamente) y la humanitaria. Según los expertos, los objetivos señalados anteriormente, maximizar el beneficio y la necesidad, tratan de integrar ambas perspectivas17.
Es obvio que el tema es muy complejo y resulta imposible tratarlo en profundidad en este trabajo. Hay acuerdo en que las decisiones deben basarse en la gravedad y el pronóstico de la enfermedad, y no en el nivel social o económico de los pacientes, ni en factores distintos a la situación clínica. También en que, en caso de pacientes con un pronóstico equivalente, la elección no debería realizarse en función del orden de llegada, sino aleatoriamente, para que todos los pacientes tengan las mismas oportunidades de beneficiarse (justicia). Las guías sobre bioética elaboradas por el Ministerio de Sanidad18 y por algunas sociedades científicas19 establecen unos principios generales que sirven de referencia y suelen estar de acuerdo en los aspectos mencionados anteriormente. Por ejemplo, el documento del Ministerio de Sanidad señala que las medidas que se adopten deben estar presididas por los principios de equidad, no discriminación, solidaridad, justicia, proporcionalidad y transparencia, entre otros. Pero esos principios generales pueden no ser suficientemente operativos para el médico que, en situación de urgencia, tiene que decidir qué pacientes accederán a las ucis y los respiradores y cuáles no. Por ello, se recomienda crear comités locales de expertos que valoren a los pacientes y apliquen los criterios establecidos, liberando a los clínicos asistenciales de la difícil tarea de decidir, ante cada paciente, cuál es la medida que debe adoptarse20.
También existen algunos aspectos en los que las guías y los expertos no se ponen de acuerdo. Por ejemplo, existe debate sobre el valor instrumental de la vida, es decir, sobre si deberían priorizarse aquellas vidas que, por diversas circunstancias, pueden impactar positivamente en otras personas. Ello supondría dar prioridad al tratamiento de profesionales sanitarios, esenciales para tratar a otros pacientes, o valorar más la vida de personas con hijos u otros familiares a su cargo (frente a personas sin hijos). Asimismo, hay autores que defienden que es ético retirar un respirador a un paciente con un pronóstico muy malo para utilizarlo con otro de mejor pronóstico, ya que con ello se estaría siguiendo el principio ya señalado de maximizar las vidas salvadas y los años de vida ganados17. Sin embargo, hay quien cuestiona la ética y la legalidad de tal acción.
Más allá de las controversias éticas, la principal lección para el estudiante de medicina es entender que la bioética es una materia esencial para la práctica de la medicina y que, en una emergencia sanitaria, con una demanda muy superior a la oferta, es imprescindible priorizar, es decir, adoptar criterios generales de decisión. La aplicación de dichos criterios debería estandarizarse al máximo, evitando la aplicación individualizada y discrecional por parte de cada médico21. Los criterios deberían ser públicos y transparentes, e, idealmente, deberían estar sometidos al escrutinio público, con un claro proceso de rendición de cuentas. Solo así se preservará la confianza de la sociedad en el sistema sanitario.
Innovación para el cambio en educación médicaLa pandemia va a acelerar algunos de los cambios que se están produciendo en la práctica de la medicina y de la educación médica. La necesidad de aislamiento y el riesgo de contagio han provocado un salto cualitativo en el desarrollo de la telemedicina22. Es previsible que los sistemas de clasificación telefónica de pacientes, los algoritmos automáticos de cribado, o las consultas virtuales a través de ordenador o de tabletas, tan en boga estos días, se vayan integrando poco a poco en la práctica médica cotidiana. Parece evidente que las aptitudes digitales serán absolutamente necesarias en un mundo que cada vez es más virtual.
Pero el virus, además de provocar una pandemia, con centenares de miles de enfermos y con decenas de miles de fallecidos, también ha tenido la capacidad («el poder») de alterar las prácticas educativas estándar. Esto que, indudablemente, ha sido un grave inconveniente, pues no estábamos preparados para ello, representa también una magnífica oportunidad para mejorar el proceso de enseñanza-aprendizaje en el futuro23. Es más que probable que el coronavirus se convierta en el catalizador de unos cambios en la educación médica que ya se vislumbraban desde hacía algún tiempo24. La enseñanza presencial, suprimida a la fuerza durante esta crisis, probablemente se verá reducida en la futura educación médica. Por ejemplo, en EE.UU., tan solo un tercio o menos de los alumnos asisten a clase durante los cursos preclínicos cuando disponen de la alternativa de ver las clases grabadas en su casa. Además, se ha estimado que el estudiante puede asimilar el contenido de una clase de una hora, viéndolo a doble velocidad, en tan solo 30minutos, con el ahorro de tiempo que ello supone25. Probablemente, cuando la educación virtual esté implantada, las clases presenciales también deberán plantearse de forma diferente y podrán utilizarse para profundizar sobre aspectos específicos y fomentar la interacción entre alumnos y profesores.
Durante los años clínicos de la formación, donde lo más importante de la enseñanza de la medicina es el contacto directo con el paciente, la enseñanza virtual tendrá un protagonismo menor, aunque es seguro que también tendrá su espacio. De hecho, ya existen universidades que han desarrollado los denominados «campus virtuales», con videos de entrevistas clínicas a pacientes, casos clínicos interactivos, realidad virtual, podcasts, simulación por computación, sesiones de discusión virtual sobre casos clínicos, etc.26. Y parece lógico que la práctica de la telemedicina se acompañe también del desarrollo de la educación médica a distancia. Si los futuros médicos tienen que practicar la telemedicina, también deberán aprender a practicarla. Ya existen iniciativas internacionales que han integrado la telemedicina en la enseñanza, por ejemplo, facilitando las entrevistas virtuales a pacientes27.
La pandemia está obligando a repensar muchos aspectos relacionados con el proceso educativo de las profesiones sanitarias. Está cambiando la forma de enseñar, de aprender y comunicarse con los alumnos28–30. El reto ha sido incorporar practicas no habituales, innovadoras, adaptarlas, rediseñarlas, e integrar los sistemas de forma sincrónica o asincrónica según procediese. Podemos pensar que el gran cambio es el tecnológico, pero esa es tan solo una de las muchas transformaciones necesarias para ir transitando hacia el nuevo modelo. Será preciso diseñar contenidos adaptados a los nuevos formatos, desarrollar nuevas estrategias organizativas, nuevos modelos de enseñanza y nuevas competencias entre los docentes. En definitiva, un gran cambio cultural en la forma de entender la educación médica; un cambio que ya se estaba gestando y que, sin ninguna duda, esta crisis sanitaria acelerará. Las experiencias, positivas y negativas, son claras oportunidades para aprender, pero solo el análisis sistemático de las experiencias y el deseo real de avanzar hacia el futuro harán posible que la pandemia se convierta en un revulsivo para innovar en educación médica.
Ser médico en época de pandemiaLa medicina es una profesión vocacional, una profesión que requiere mucho sacrificio. Durante estos días, el trabajo del médico y del resto de profesionales sanitarios está siendo extremadamente duro. Horas de trabajo interminables, en unas condiciones de falta de recursos y de estrés, en contacto continuo con el sufrimiento humano, y poniendo en riesgo su propia vida. Muy pocas veces la historia pone a prueba a los médicos como lo está haciendo estos días. Pero es en circunstancias como las actuales cuando probablemente brota con más fuerza la vocación, cuando mayor es el orgullo de dedicar la vida a servir y ayudar a los demás, ese ideal que todo aspirante a estudiante de medicina y todo estudiante de medicina vivió con máxima intensidad en algún momento de su adolescencia y juventud. La población sale cada día a aplaudir a los profesionales sanitarios y dice que son héroes. Pero ellos repiten que no quieren ser héroes. Solo quieren hacer su trabajo de la mejor forma posible, con unos medios adecuados y un reconocimiento de su labor que se refleje también en mejores condiciones laborales y no solo en elogios.
Son muchas las lecciones que el estudiante de medicina puede aprender de esta pandemia. Son momentos de generosidad, de humildad e incertidumbre, pero también de confianza. Nunca hemos estado mejor preparados para luchar contra una epidemia, y sabemos que doblegaremos a este virus. Pero por eso, pase lo que pase, no debemos sucumbir ante la tentación de bajar el listón de nuestros estándares metodológicos y de nuestros principios éticos. Ahora es más importante que nunca no dejarse llevar por las creencias y de confiar en los datos, las pruebas y el conocimiento.
En las fotos de los grandes médicos del último siglo, Gregorio Marañón o Carlos Jiménez Díaz en España, o William Osler, considerado el padre de la medicina moderna, ejerciendo su profesión en EE.UU. e Inglaterra, estos suelen aparecer estudiando en sus libros, o enseñando a sus alumnos al lado de sus pacientes. Los mejores médicos conocen bien la ciencia médica, tratan de aplicar la mejor evidencia y de ejercer esa medicina que se practica con el cerebro. Pero eso no es suficiente. También aplican esa cercanía, esa comunicación indispensable en cualquier acto médico que pretende ir más allá de la ciencia. Es la medicina que se practica con el corazón. Como dice el viejo proverbio, la labor del médico es «curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre». Es tiempo de redescubrir lo que el médico siempre ha sabido pero que, en esta época de pandemia y en palabras del propio Osler, suena de forma diferente: «Vuestro deber es el más sagrado. Pertenecéis al gran ejército de trabajadores callados, esparcidos por el mundo, cuyos miembros no disputan ni gritan, ni se oyen sus voces en las calles, sino que ejercen el ministerio del consuelo entre la tristeza, la necesidad y la enfermedad»31. Ojalá estas breves notas sirvan para que no bajemos la guardia y estemos mejor preparados cuando nuevamente tengamos que enfrentarnos a una crisis sanitaria como la que hoy vivimos.
NotaEl presente artículo se escribió durante los últimos días del mes de marzo y los primeros del mes de abril de 2020. Durante el proceso de revisión del trabajo se fueron conociendo nuevos detalles sobre la evolución de la enfermedad y su tratamiento, pero los autores han preferido no modificar la versión inicial que, posiblemente, refleja mejor la incertidumbre, la angustia y los sentimientos del momento álgido de la pandemia.
Conflicto de interesesJosé Antonio Sacristán es también Director Médico de Lilly. Las opiniones vertidas en este trabajo son personales y no necesariamente reflejan las de la compañía.