En un artículo de 1937a Pío del Río Hortega, uno de nuestros grandes histólogos, escribía lo siguiente: «No existe riesgo alguno de que lo que se escribe en nuestra lengua quede perpetuamente enterrado, pues, aunque no contara con más lectores que los que la hablamos, ya serían bastantes. Los cien millones de españoles e hispanoamericanos debemos aspirar a que nuestra literatura científica nos orgullezca o, al menos, no nos sonroje». El vallisoletano defendía entonces algo que ahora no se podría defender por quien, como él lo estaba en su momento, esté hoy en día en alguna de las fronteras de la ciencia.
Sin duda alguna, la lengua de la ciencia es, hoy por hoy, la lengua inglesa y lo que en ella no se publique correrá serios riesgos de pasar inadvertido, de perderse. Es razonable que hace 70 años no se pensase así, pero las cosas han cambiado mucho desde entonces. El texto de Pío del Río Hortega que citamos nos habla, por sí solo, de lo diferente del nuestro que era aquel mundo de la primera mitad del siglo xx. Su artículo se apoyaba en los relativamente recientes éxitos de Ramón y Cajal y en el hecho de que no fueron pocos los científicos que hubieron de estudiar español para ponerse al día con las obras de don Santiago. Como ha demostrado, hasta la saciedad, López Piñero, no solo era Ramón y Cajal, aunque, sin duda fuese el más importante, el que ejercía esa atracción en histología. Apoyándose en esa pujanza, Del Río Hortega le tira un par de puyas a don Santiago y le imputa, aunque le disculpe con condescendencia, escaso patriotismo (un reproche que, además de injusto, debería molestar sobremanera al aragonés) por haber publicado en francés, aunque en España, los Travaux du laboratoire de recherches biologiques de l’Université de Madridb.
En cualquier caso, el propio Del Río Hortega ha sido víctima de que la realidad ha resultado ser la contraria a su deseo: aunque sus escritos han continuado siendo citados durante mucho tiempo, han sido precisamente los publicados en inglés los que han contribuido sobre todo a mantener vivo su nombre en la ciencia contemporánea.
He comenzado por recordar esta peripecia de nuestra historia científica porque no sería bueno seguir incurriendo en los argumentos de entonces, en un patriotismo desenfocado.
Ahora bien, el caso de la ciencia médica reviste una serie de peculiaridades que lo hacen realmente muy especial. Trataré, por tanto, de poner de manifiesto esas peculiaridades y de referirme, también, a ciertos aspectos, decisivos, de la vida de la ciencia en los que una lengua como la española debería seguir contando con recursos para desempeñar una serie de funciones que, con toda probabilidad, no pueden ser atendidas de otra manera.
La especificidad de la medicinaLa medicina es una ciencia, no cabe duda de ello; pero es también algo más, al menos 2 cosas más, tan importantes como la primera: la medicina, en realidad, se funda en un saber, en un amplio elenco de especialidades científicas, para poder ser con plena responsabilidad y dedicación 2 cosas muy distintas de las mismas ciencias en que se funda. En primer lugar, una actividad personal en la que se procura tratar y, si se puede, curar a los enfermos y, en segundo término, el ejercicio, en cierto modo anónimo, de una profesión, de una función social básica.
En realidad, el médico es en general el que ejerce, con las dificultades y los desequilibrios del caso, estas 2 últimas funciones, mientras que el médico investigador dedicado a la investigación es un científico, un especialista que, como tal, comparte estas cargas con las de su actividad investigadora. Pero se trata de 2 actividades enteramente distintas, con exigencias intelectuales y éticas diferentes por completo. Que la implicación de ambas actividades sea tan estrecha no debería confundirnos sobre su naturaleza, las palabras no deberían engañarnos.
La medicina en cuanto ciencia es necesariamente una actividad de cuyos avances hay que dejar, necesariamente, testimonio en lengua inglesa. El ejercicio de la profesión médica, propiamente dicho, solo tiene que ver con esa lengua en las partes del mundo en que es la lengua común y, si hablamos con propiedad, ni siquiera eso. Durante un viaje reciente por los EE. UU. he podido comprobar cómo son muy numerosos los estudiantes de medicina que se matriculan en los departamentos de español, precisamente porque muchos de sus pacientes van a ser hispano-parlantes.
Esta es, por tanto, la primera salvedad que se ha de hacer cuando se habla sobre la lengua de la medicina. El médico tiene que hablar y tiene que hacerlo a fondo con sus pacientes y no tiene otro remedio que conocer su lengua, al menos con tanta perfección como conoce las ciencias que le habilitan para ejercer su función.
De nada serviría estar muy al día de las publicaciones más recientes y solventes en un determinado campo de la medicina si no se fuese capaz de establecer una comunicación fluida en la lengua natural de la persona que se pone en manos del médico. Es evidente que la palabra sola no basta, pero no es menos evidente que sin un lenguaje común lo suficientemente rico y preciso, el médico se encontraría realmente mermado, pese a todas las tecnologías que le queramos echar al asunto, para poderse entender con su paciente de manera clara, suficiente y colaborativa.
En definitiva, los médicos pueden saber inglés para poder seguir los avances de su especialidad, pero eso no es lo más importante que tienen que hacer. De hecho, un porcentaje muy alto de los médicos del mundo entero o no sabe inglés o no lee nunca (o casi nunca, que para el caso es lo mismo) una revista de investigación especializada. Me parece que no será necesario aducir demasiados datos empíricos para conceder que así son las cosas.
Ello nos plantea una necesidad indiscutible, la de que los avances de la ciencia, por más que se produzcan en inglés, puedan llegar de manera razonablemente inmediata a la mayoría de los médicos en su respectiva lengua de trabajo con los pacientes. La razón es doble: en primer lugar, que los médicos necesitan leer literatura científica para no quedarse atrás, para no anclarse en ideas o en prácticas que se puedan dar por superadas; pero, también, porque parte de la función del médico consiste precisamente en explicar lo que al enfermo le pasa de manera que este pueda comprenderlo y pueda actuar de la manera que más le beneficie en su lucha con la enfermedad. Si es claro que no todos los médicos saben inglés, es absolutamente evidente que la inmensa mayoría de los pacientes lo ignoran y, sobre todo, aunque conozcan el inglés perfectamente, no estarán al tanto de las terminologías y las especializaciones del lenguaje que se llevan a cabo en la literatura especializada.
Hay, por tanto, un terreno en el que las lenguas de uso no pueden abandonar su función de acoger a las ciencias y esto es válido lo mismo para la medicina que para la física, la matemática o la informática, aunque en la medicina sea todavía más evidente. Esto configura una necesidad vital para el conjunto de las lenguas distintas de la inglesa, para lenguas tan importantes como el español, el alemán, el francés, el ruso o el chino, y es la necesidad de esforzarse por acoger de manera inteligente y eficaz las ideas centrales y los términos innovadores de las distintas ciencias. En mi opinión, esa es una función que deberían desempeñar 2 importantes instituciones científicas. Las revistas de alta divulgación y de investigación de ámbito nacional y los manuales de estudio de las distintas materias, tanto en el bachillerato como en la mayoría de los cursos universitarios. Desgraciadamente para el español, se observa ya cierta tendencia a emplear manuales de química o de biología en lengua inglesa, lo que, además de ser enteramente inadecuado no hará sino contribuir al confinamiento de nuestra lengua, sin que mejore de ninguna manera la enseñanza respectiva. Creo que es una responsabilidad de los gobiernos evitar que esto suceda y promover el empleo de manuales y textos españoles en los diferentes niveles de la formación básica.
Las revistas científicas en la lengua española tienen 2 funciones que no se pueden abandonar: en primer lugar, acoger muchos buenos trabajos que, por una u otra razón, no siempre comprensible ni lógica, desde el momento en que, por razones de estrategia y de mercado, hay una escasez deliberada de espacio en las revistas de mayor prestigio; en segundo lugar, crear el ámbito terminológico y lingüístico necesario para que la ciencia y todos sus avances puedan transmitirse en español y pensarse en español. Ambas funciones son de la mayor importancia y no deberían descuidarse para publicar en inglés en cualquier revista ignota que pocos van a leer. Sí habría que dar alguna razón a Del Río Hortega cuando, en las últimas páginas del texto que hemos citado, alude a la vanidad como uno de los incentivos más fuertes para publicar primero en lengua extranjera, el alemán en aquella época.
Hay también, por descontado, un espacio para determinado tipo de publicaciones científicas en español, de manera que cabe defender la compatibilidad de revistas españolas que publican en inglés, para asegurar su visibilidad internacional y la fecundidad de sus hallazgos, y la existencia de revistas en que se publiquen investigaciones que por su carácter o su ámbito tengan interés especialmente para lectores de nuestra lengua, además de servir como herramienta para facilitar la puesta al día de los médicos que hablan español.
De hecho, el mercado enormemente competitivo de las publicaciones internacionales puede reservar un hueco para esta última clase de publicaciones. El caso general es que las revistas de mayor prestigio que se refieren a sectores de investigación perfectamente consolidados se publican en lengua inglesa. Pero hay también otros ámbitos, sectores de la investigación menos clásicos, ciencias sociales, humanidades y estudios interdisciplinares, en los que otras lenguas distintas al inglés deberían seguir prestando un servicio insustituible para la propia lengua y para una gran diversidad de disciplinas y especialidades. Lo importante es que esas revistas cumplan unos mínimos requisitos de calidad y originalidad y puedan ser responsablemente indexadas para su consulta por los hablantes de la lengua respectiva.
Es bien sabido que los grandes medios no siempre aciertan, además de que el número de lecturas y, por supuesto, de citas, del conjunto de sus artículos deja bastante que desear. Hay por tanto espacio para publicaciones que estén a medio camino de la alta divulgación y de la investigación puntera, que sean capaces de verter a lenguas distintas de la inglesa lo sustancial de los distintos avances y que puedan acoger aportaciones realmente sustantivas.
Las ventajas del sistema digital de publicación para esta clase de trabajos son ya muy sustanciales: su abundancia, accesibilidad e inmediatez incrementarán de modo notable la repercusión de cualquiera de esas publicaciones. Por poner un ejemplo, es muy verosímil pensar que los escritos de Mendel, que ni escribía en inglés ni tenía un curriculum espectacular, no hubieran tenido que esperar años a ser descubiertos por un biólogo curioso si hubiesen aparecido en un medio digital.
No debería volver a pasarnos lo que ha pasado ya con el advenimiento de las tecnologías digitales, que una cierta pereza para nombrar en español nuevas realidades, ha hecho nacer un lenguaje (una especie de pidgin, en realidad) completamente nuevo que se convierte en una amenaza cuando no se entiende, pero también cuando se ha creado en el matraz de una lengua que poco o nada tiene en común con la nuestra. No se trata de apostar por el purismo, que suele ser nuncio de debilidad y de decadencia, sino de hacerlo porque el genio de nuestra lengua se pueda posesionar de las nuevas regiones de la realidad que nos van descubriendo los avances de la ciencia.
Los complejos del españolLa lengua, en su forma más natural, es nuestro modo principal de pensar, es el instrumento del saber más espontáneo y común. Cada lengua se forjó en un duro bregar con el mundo, con los distintos panoramas de la experiencia humana. Nadie podría poner el menor reparo a la lengua española desde ese punto de vista, porque, sin duda ha sido capaz, de pensar con toda su maravilla no solo uno sino varios mundos. Alguna ventaja ha de tener una lengua que se ha extendido de manera extraordinaria y que, contra el viejo tópico que se adorna con malas lecturas de las afirmaciones de Nebrija sobre las relaciones entre lengua e imperio, no ha sido impuesta por la espada y el poder sino aceptada por su comodidad, su capacidad, su simplicidad fonética y su belleza. Pero el mundo en el que hay que pensar hoy es un mundo muy distinto al de Cervantes e incluso al de Ortega, es un mundo más exigente con la lengua que quiera dar cuenta de él, algo que no cabe en la lengua de nuestros clásicos. El gran riesgo del español de hoy y de mañana es quedar convertido en una lengua válida tan solo para la comunicación interpersonal, para la palabra que nos decimos unos a otros, una lengua de comunicación, de expresión, una lengua tan rica como se quiera, pero incapaz de nombrar las realidades nuevas de las que el mundo se llena cada día. La lengua de la medicina, el español médico, habrá de desempeñar en esta tarea un papel decisivo en el tablero en el que se decidirán las posibilidades futuras del español.
Si ese riesgo se convierte, como de algún modo ha pasado ya, en una realidad, en una carencia efectiva, habremos perdido no solo una oportunidad desde el punto de vista de las industrias y los negocios (lo cual es, de suyo, grave) sino que habremos perdido algo más hondo, porque habremos dejado de cultivar una de las funciones esenciales de la lengua.
Toda lengua es algo más que un sistema de expresión, que una forma de comunicarse. Esas son sus funciones más primitivas, incluso, si se quiere, sus servicios más humanos y esenciales. Pero junto a ellas, la lengua culta ha ido adquiriendo y potenciando una función superior cuando se ha puesto al servicio de la idea, del logos que descubrieron los griegos. Como han subrayado Bühler y Popper, la lengua es también argumento, discurso, es una malla en la que se asienta el saber, una red conceptual objetiva y poderosa en la que se van entretejiendo, con los añadidos de los lenguajes formales y técnicos, los conceptos que nos han enseñado todo lo que sabemos sobre la realidad y que son algo absolutamente nuevo y diferente respecto a lo que sabe cualquiera que solo sabe hablar.
No basta, pues, con que los hablantes afinen su percepción del mundo, con que los poetas nos enseñen a sentir, con que los teólogos nos hagan considerar el más allá. Podemos seguir hablando de campos, cielos y almas, pero hemos de hablar también de esas otras realidades que hay que nombrar porque son inventos humanos, porque son las realidades que se descubren con los ojos de la ciencia, que se crean por medio de las tecnologías.
Hay, sin embargo, una sombra que desde el pasado se cierne sobre nuestro futuro. Tenemos que reconocer que la lengua española no ha estado a la altura de sus posibilidades en la creación científica porque, sin ignorar las gloriosas excepciones que están en la mente de todos, la ciencia moderna se hizo casi en su totalidad al margen de los nuestros, ha sido una hazaña que no se pensó ni se escribió en nuestra lengua.
En una entrevista póstuma, publicada por Der Spiegel en 1976, el filósofo Martin Heidegger tuvo la ocurrencia de decir que solo se podía pensar en griego o en alemán, claro que Heidegger, de algún modo, pensaba que las ciencias no piensan. Hay que ser muy devoto del de Friburgo para no ver en esa declaración un rasgo senil de chauvinismo, poco más que una salida de pata de banco por la que cierta especie de filosofía se atribuye una supremacía intelectual más allá de cualquier objeción. Ingleses, franceses, rusos o españoles no habríamos hecho nada digno de mención: qué se le va a hacer. Más allá de exabruptos pretenciosos, es, sin embargo, un hecho que las lenguas se musculan o se debilitan con lo que son capaces de hacer. Ramón y Cajal dio un ejemplo soberano de las posibilidades de un español para decir algo que conmoviese a un mundo previamente indiferente y ajeno a base de esfuerzo, de tesón, de genio. El éxito final depende del esfuerzo de las personas y de su capacidad para crear instituciones capaces de potenciar esos avances, de consolidar las posibilidades científicas de una lengua como la nuestra.
Sin duda será posible y necesario hacerlo en español, porque el español es una lengua racional, es una lengua clara. No se trata pues de traducir bien los manuales de uso, de adaptar las terminologías. Todo eso es necesario, pero hace falta algo más. Que los hablantes de nuestra lengua española seamos capaces de mantener y reinventar un español a la altura de las necesidades y las posibilidades de nuestra época.
Conflicto de interesesEl autor declara no tener ningún conflicto de intereses.
Del Río Hortega P. El maestro y yo. En: Álvarez Sánchez-Insúa A., editor. Madrid: CSIC;1986.
González Quirós JL. La importancia de la tecnología para la lengua española. Telos. VII-IX.1997;50:79-85.
López Piñero JM. Pío del Río Hortega. Madrid: Biblioteca de la ciencia española, Fundación Banco Exterior; 1990.
López Piñero JM. Santiago Ramón y Cajal. Valencia: Universitat de València; 2006.
Del Río Hortega P. La ciencia y el idioma. Me sirvo de la versión publicada como Documento 7 en López Piñero.
Lo que permite atisbar parte de los malentendidos que lastraron, durante algún tiempo, las relaciones de los 2 grandes científicos. Véase López Piñero (pp. 60 y ss.). Por otro lado, como dice López Piñero, la admiración de Del Río Hortega por Ramón y Cajal fue «rayana en una veneración enfermiza». Pueden verse también López Piñero y la edición de Alberto Álvarez Sánchez Insúa del testimonio escrito de Del Río Hortega sobre Ramón y Cajal.